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1. El constitucionalismo del silencio

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El Estado chileno reclama el atributo de la soberanía y el monopolio de la legitimidad política. La forma de representarse el Estado es que constituye la única fuente de autoridad política en el país. Ello implica que, en la teoría, todas las demás fuentes de autoridad pasan a ser agrupaciones intermedias entre el Estado y el individuo.

Sin embargo, la autoridad del Estado, en la práctica, está sujeta siempre a una crisis de legitimación. Anthony De Jasay indica que las tendencias inherentes de la autoridad política de dominar y colocarse por sobre las sociedades encuentran dificultades, pues «no es más fácil para un Estado alcanzar una legitimidad completa que para un camello pasar a través del ojo de la aguja» (Jasay, 1998: 79).

El poder del Estado se funda en una violencia fundacional que quiere constituir un ámbito donde su dominio tenga significado, a la vez que reunir los medios necesarios para ejercer sin complicaciones ese dominio. La Constitución del Estado consiste, en el sentido antiguo de la noción de constitución, en la construcción simbólica y material de la comunidad política.

Uno de los rasgos del Estado chileno consiste en que su constitución negó y continúa silenciando la existencia y participación de los pueblos originarios, en tanto que la construcción del poder estatal incluyó una serie de procesos de violencia que continuaron y consumaron la empresa colonial sobre los indígenas.

En ese sentido, el Estado chileno mantiene un silencio simbólico sobre los pueblos originarios (interpretando a Leonel Lienlaf, «debe ser el silencio que nace»), de manera que éstos no pertenecen como sujetos colectivos –sino apenas como individuos– a la comunidad política del Estado; mientras que los subordina y agrede para construir y mantener su poder.

Los pueblos originarios son extraños a la comunidad política del Estado y quedan sometidos a su poder desnudo a través de su anexión violenta, a la vez que marginados por las consecuencias de larga duración de esa anexión; a saber, la exclusión, marginación, desprecio y minusvaloración.

Esta situación contrasta con el imaginario moderno de lo que significa la constitución de un Estado. Los indígenas no son ciudadanos como indígenas, sino que sólo son ciudadanos individuales que se diluyen –que deberían o debieron diluirse– en la comunidad política de la nación chilena. Pero sus condiciones materiales quedaron marcadas por la mano visible e intencionada del Estado para producir el despojo –o a veces simplemente robo– de sus tierras y recursos, la asimilación forzada a la cultura chilena nacional, y el desprecio por sus lenguas, culturas e identidades. Esta ciudadanía teórica, en la realidad, es de segunda categoría para los indígenas, nominal y simbólica en un sentido peyorativo, sólo formal y pobre en oportunidades y en significado para sus supuestos titulares (interpretando a David Aniñir, «No confundir estado con Pueblo-Nación ni robo con inclusión»).

Dicha situación es una de las grandes brechas de legitimidad política del Estado chileno y determina la ajenidad de sus estructuras y lógicas con aquellas que les son propias a los pueblos originarios, por más que los individuos indígenas se desenvuelven en espacios interculturales e híbridos –mestizos dirán algunos–, pero donde lo indígena está subordinado y colonizado.

Jorge Pinto caracteriza la creación del Estado chileno como un proyecto donde se pasa de una visión incluyente, determinada por la convivencia y complementariedad e intercambio en la sociedad regional fronteriza del sur entre Pueblo Mapuche y el Estado colonial, hacia una visión excluyente, donde la ambición de las élites agrarias y comerciales del valle central por tomar control de las tierras indígenas era acompañada por un proyecto de imposición del aparato burocrático y militar del Estado, como de sus instituciones educativas, con el fin de imponerse en un territorio y a la vez de crear una nación chilena leal al Estado, en todo lo cual no existía lugar para los Mapuche, su cultura y sus instituciones propias.

La articulación fronteriza entre la sociedad colonial y la sociedad mapuche del tiempo colonial se estabilizó, según la visión de Pinto, a pesar de las rebeliones y confrontaciones, intermitentes, formando circuitos que conectaban los intercambios locales con flujos más grandes con el resto del imperio español, donde el sistema de los parlamentos regulaba las relaciones interétnicas manteniendo la paz (Pinto, 2003: 53).

La primera fase de la construcción del Estado independiente de Chile tendrá un componente de valoración del mapuche –por ejemplo, en O`Higgins– para incluirlo en el proyecto de nación que se estaba fundando, «para construir con él y sus territorios el nuevo país que surgía de las ruinas del mundo colonial». (Pinto, 2003: 67).

Comentando las palabras del cacique Coñoepan, quien estaba en el bando de los republicanos en la guerra en el sur contra los realistas durante el período inmediatamente posterior a la independencia –recogidas por Claudio Gay– y que animaban a los mapuche a unirse al gobierno chileno «y pasemos a gozar de la casa grande que se está fabricando» (Citado por Pinto, 2003: 70), el historiador Jorge Pinto apunta al imaginario estatal de la primera mitad del siglo XIX, como una comunidad inclusiva, en la cual las diferentes naciones culturales formarían una sóla nación cívica, pero sin negar sus identidades e instituciones. Señala Pinto:

El Estado, que involucra territorio y población, fue imaginado, en lo que al territorio se refiere, como una casa que debía construirse con el esfuerzo de todos los pobladores que la habitaban, desde el despoblado de Atacama hasta el Cabo de Hornos; y, desde el punto de vista de la población, como una hermandad o gran familia a la que debían integrarse todos los habitantes del mismo territorio. Esa gran familia pasaría a ser la nación política, sujeta a las normas que dentro de la casa impondrían las autoridades del país. La nación política resultaba, así, de la unión de diferentes naciones culturales, entre las cuales se encontraría el mundo indígena. Su inclusión al proyecto nacional no merecía dudas. (Pinto, 2003: 72).

En la visión de Pinto, dicha situación cambiará radicalmente a mediados del siglo XIX, desde la creación de la Provincia de Arauco y después de la crisis económica de 1857, cuando las élites del Estado deciden alterar los arreglos que se habían mantenido hasta entonces y el aparato estatal comienza a avanzar hacia la ocupación de la Araucanía, bajo el discurso de la necesidad de terminar con la barbarie de los indígenas (Pinto, 2003: 150). El desprecio hacia lo mapuche y el designio para la ocupación y apropiación de sus tierras se conectan como los factores que hacen que el Pueblo Mapuche no será incluido en la nación cívica. La gestación de una conquista legitimada en un discurso de exclusión de lo indígena hizo imposible que se construyera un nacionalismo cívico como base de una posible identidad constitucional de Chile, y no quedará sino la imposición del dominio de la nación cultural mestiza sobre las naciones originarias.

Según Rolf Foerster, la república de mediados del siglo XIX inició el reemplazo del pacto colonial por un pacto republicano en las relaciones entre la sociedad chilena poscolonial y los mapuche (2018). El pacto colonial tuvo diversas instituciones de mediación que eran interpretados por los hispano-criollos como pactos de subordinación, en tanto los mapuche los vivían y tematizaban como pactos entre sociedades iguales, mediante espacios ritualizados de negociación como los parlamentos, donde las autoridades españolas pagaban sus deudas con los mapuche. El pacto republicano mantuvo inicialmente esas condiciones, pero las abandonará por un sistema de imposición de la soberanía monolítica y de pérdida cultural y reducción de las tierras indígenas, donde las autoridades estatales chilenas no saldan sus deudas con los mapuche –al mantenerlos en pura subordinación–, manteniéndose abiertas como deuda histórica, en tanto sólo se les ofrece «pactos de sumisión» y nada que pueda ser interpretado seriamente como un «pacto de sociedad».

Más allá de los elementos económicos que destaca Pinto, como indica el historiador mapuche Héctor Nahuelpán, el proceso de ocupación de la Araucanía se basaba en imaginarios coloniales muy arraigados de índole racista, donde los mapuche son representados como subhumanos y bárbaros para legitimar la violencia y el despojo de sus tierras y recursos (Nahuelpán, 2012: 151). Se construyó a un otro como un enemigo sobre el cual no se podía dudar en tomar acciones de despojo y violencia (Marimán, 2017: 44).

Estos procesos tendrán un profundo impacto en la construcción política de Chile. Generarán una actitud de las élites a la cual permanecerán aferradas hasta el día de hoy, a la vez que determinarán una historia constitucional donde los pueblos originarios no existen.

Precisamente una de las características singulares del debate constitucional sobre los pueblos indígenas y su lugar en el Estado constitucional consiste en la separación entre el mundo de las élites políticas y el movimiento indígena, donde el mundo indígena reflexiona constantemente sobre cómo se podría efectuar una inclusión constitucional, en tanto las élites eluden la discusión o proponen medidas unilaterales.

El problema básico del debate constitucional sobre los pueblos indígenas en Chile fue enunciado ya en las discusiones del Congreso Constituyente de 1828. En la sesión 42.ª, el 9 de junio de 1828 del congreso constituyente, que estaba discutiendo la constitución liberal de 1828 bajo la presidencia de Francisco Ramón de Vicuña, tuvo lugar la siguiente discusión:

El señor Presidente. –Los araucanos como he probado antes no componen nacion diferente. La República chilena solo vino a ocupar este rango al tiempo que declaró su independencia. Cuando aquellas tribus errantes que aun no han salido del estado de barbárie se civilicen i entre ellos se funden villas i ciudades, sucederá lo mismo que hemos visto en aquellas grandes masas de indíjenas que sembradas de Coquimbo, hasta Concepción, en pequeñas poblaciones que se llamaron encomiendas, disfrutan hoi de todos los derechos de ciudadanía i componen una sola familia i nación. Concluyo pues, diciendo que el artículo que hoi se discute está bien redactado en el proyecto.

El señor Marín. –Los araucanos i demás indíjenas se han reputado como naciones estranjeras; con ellos se han celebrado tratados de paz i otras estipulaciones i lo que es mas, en los parlamentos se han fijado los límites de cada territorio, cosas que no se practican sino entre naciones distintas i reconocidas, i no puedo comprender que al presente el Congreso se proponga darles leyes, no como a nación i sí como a hombres reunidos, sin esplorar su voluntad, sin preceder una convención i sin ser representados en la Lejislatura1.

Lo que se estaba discutiendo era la identidad del soberano constitucional, esto es, la definición de la nación. Su artículo 1º identificará a la nación con la reunión política de todos los chilenos naturales y legales. Su artículo 2º indicaba que el territorio de Chile comprende de Norte a Sur, desde el desierto de Atacama hasta el Cabo de Hornos.

Ramón de Vicuña aseguraba la existencia de una nación chilena monolítica, en la cual se fundirían las poblaciones indígenas dentro de su proceso de civilización. El problema planteado por el diputado Marín es que la nación así creada como soberano constitucional constituye una imposición para las naciones indígenas, en cuanto ellas no habían concurrido con su consentimiento o su representación al cuerpo político que se proponía regularlas mediante una constitución y sus leyes. La existencia de naciones indígenas, diferentes a la chilena, Marín la atestigua desde la práctica de los tratados y parlamentos que regían las relaciones entre Chile y los pueblos indígenas.

La legitimidad constitucional consiste en el conjunto de motivos de justificación capaces de servir como criterios normativos para evaluar si tenemos un deber de obedecer una determinada constitución. Kalyvas, para determinar estos criterios de legitimidad, señala que «el contenido normativo del soberano constituyente es uno de participación» y este contenido exige que «aquellos que están sujetos a un orden constitucional lo co-constituyan» (2005: 238), es decir, que presten su consentimiento a las reglas constitucionales que los rigen.

El corazón del debate constitucional siempre ha sido este que se enuncia en la discusión constituyente de 1828, cual es que las constituciones políticas de Chile se han construido en procesos que, en cuanto a los sujetos que intervienen en ellos, y en cuanto a los contenidos normativos que resultan de ellos, no han tenido nunca participación de los pueblos indígenas, es decir, que no tienen originalmente legitimidad para ellos.

En ese sentido, la experiencia de los pueblos originarios de la convivencia dentro del Estado de Chile ha sido la de una exclusión constitucional, que refrenda, a la vez que produce, las exclusiones que han acompañado las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas: despojo, desconocimiento de derechos, humillación e invisibilización.

En ese sentido, la historia el constitucionalismo chileno lo inscribe como un caso clásico de «constitucionalismo de colonos», en el cual el diseño de las instituciones estatales y del proceso político limitan cualquier oportunidad legítima de acción de los pueblos indígenas dentro del espacio del gobierno de los descendientes de los colonizadores. Esto sucede porque el proyecto de las élites se sobrepone, deniega y procura destruir las instituciones previas de los pueblos originarios.

En el constitucionalismo de colonos, la soberanía es, en la práctica, titularidad de los descendientes de los colonizadores y marca la subordinación estructural de los pueblos originarios a ellos. El lenguaje de la «soberanía», dentro de la comprensión de dicho constitucionalismo, según Taiaiake Alfred, ha limitado las formas en que podemos pensar, sugiriendo siempre un problema conceptual y de definición centrado en el alojamiento de los pueblos originarios dentro de un marco «legítimo» del gobierno del Estado de los colonos (Alfred, 2005). Allí, los pueblos originarios deben ajustarse a los criterios derivados del Estado, asumiendo identidades atribuidas para acceder a sus derechos legales (Alfred, 2005: 43). De esta manera, las voces de los indígenas sólo serán registradas si se someten a la imposición constitucional que siempre los considerará como ajenos a la comunidad política que la constitución fundamenta.

El silenciamiento de las voces de los pueblos originarios o su alejamiento de la lealtad a aquella comunidad política son los resultados esperables –e incluso originalmente deseados– para el constitucionalismo de colonos.

1 <https://es.wikisource.org/wiki/Sesiones_de_los_Cuerpos_Lejislativos_de_la_República_de_Chile/1828/Sesión_del_Congreso_Constituyente,_en_9_de_junio_de_1828>.

Inclusión constitucional de los pueblos originarios en Chile

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