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LUNES

Todos me acusan. ¡Claro!, insúltenme, cuélguenme, o peor, háganme cosquillas en las patas. Solo falta que me saquen los dientes y fabriquen zapatos o carteras con mi piel (... brrr, de solo pensarlo se me pone el cuero de gallina). Yo soy un caimán. Un caimán tiene una bocaza con dientes afilados y tiene derecho a comer.

Todo el mundo sabe que mi oficio es esperar a que algún distraído lo suficientemente torpe se acerque a mi boca. Por eso me escondo bajo el agua mientras dejo mis ojos en la superficie como si fueran un periscopio o me quedo con la boca bien abierta, sin mover ni una arruga, como la estatua del Parque de las Ranas.

Quisiera que alguien me dijera cómo debo actuar cuando una bola con alas y patas llega trastabillando hasta mi boca y se enreda entre mis colmillos como aquella garza miope de ayer. Ella pudo haberme dejado tuerto con solo una sacudida del pico y mandarme al veterinario por un mes.

Estoy de acuerdo en que le di un coletazo, pero tampoco era para tanto. Tomasita lo presenció todo, ella estaba en la orilla de la ciénaga, venía a traerme un plato de sancocho, pero se asustó y dejó caer todo al suelo. Lástima, no pude probarlo.

Cuando me acerqué para saludarla, Tomasa se me lanzó llorando a moco tendido, se me prendió del cuello tan fuerte que no me dejaba respirar y me dejó tan embadurnado que me tocó restregarme con una piedra para callos. ¡Con lo que raspa!


—¿Cómo pudiste hacer eso...? ¡Mi caimán…! Si no lo hubiera visto, no lo hubiera creído —me decía ella en medio de una mezcolanza de llanto y babas—. Tú no eras así cuando te encontré en aquel lodazal, tan tierno, tan pequeñito… Mi caimán, mi caimancitoooo… Y yo que pensaba sacarte a pasear por el barrio con un lazo de perro como todo un caimán de raza.

Me daba mucha pena ver a Tomasita tan desconsolada, pero la verdad es que la idea de salir por las calles haciendo de perro faldero no me atrae en lo más mínimo, mejor dicho, con solo imaginarlo se me engarrota la cola.

Yo prefiero que nuestra amistad continúe en el mismo secreto y que yo siga siendo el mismo caimán a quien todo el mundo quiere tener alejado. Para mí mejor; así, aparte de Tomasita, a nadie se le ocurre aparecerse por mi rincón de la laguna.

Viví en casa de Tomasita desde que salí de mi huevo. Cuando abrí mis ojos, yo creí que ella era mi mamá, era la mamá más linda del mundo entero. Me cuidaba, me cantaba canciones como esta:

“Duérmete, niño, duérmete ya, si no viene el coco y te comerá”.

Y yo, cuando supe quién era el coco, me arrepentí de haber cerrado los ojos todas esas noches, porque donde el coco se hubiera asomado, era yo el que se lo iba a comer con todo y uñas.

Luego me hice grande y supe que Tomasita no era mi mamá, y no había ni la más remota posibilidad de que así fuera, ella no tiene ni siquiera una cola como la mía; pero no me importaba. Para mí estaba muy claro, esa niña linda de cabellos ensortijados que andaba de aquí para allá como un chupaflor era mi mamá, con ella nada me hacía falta y siempre fui feliz a su lado. Primero estuve en una totuma decorada con paisaje y todo. Era una copia en miniatura de mi laguna. Luego crecí y pasé a una palangana. Y después, la cola se me ­acalambraba en el tanque del agua lluvia. Así las cosas, sus padres le prohibieron que me tuviera en la casa. Sin darle otra solución, le pidieron que me regresara a mi ambiente natural.

Si alguien se entera de las visitas diarias que me hace Tomasita, su papá es capaz de obligarme a trabajar en un circo. ¡No me quiero imaginar con nariz de payaso!

De repente, como si acabara de despertar de un mal sueño, Tomasa dejó de sollozar. Cambió del llanto a la furia en un parpadeo, me miró fijo a los ojos y, con un movimiento inesperado, me abrió la boca con sus manos. No puedo negar que me dio miedo, pensé que me iba a sacar las muelas.


—¡Muestra lo que quedó de la pobrecita!

Con una varita me curucuteó entre los colmillos como si esperara encontrar a la picuda bailando cumbia. Rebuscó hasta debajo de mi lengua, allá donde no llega el cepillo de dientes.

—¡Uf, qué aliento! ¡Estás hediondo! —dijo Tomasa mientras se tapaba la nariz—. ¿Estás haciendo el curso de gallinazo?

Me hice el sordo ante el comentario. Sentí que sacó algo. Era un pedazo de yuca del sancocho que me trajo ayer. Confieso que no me había lavado los dientes.

—Ya na tanga la calpa da ca la garza na sa haya bañada, ma dajá an alaanta da laba —le contesté.

—¡Habla bien que no te entiendo! —me regañó mientras me daba la posibilidad de cerrar la boca.

Aguanté un calambre en la mandíbula y le repetí:

—Yo no tengo la culpa de que la garza no se haya bañado, me dejó un aliento de lobo.

Me devolvió una mirada de trueno y, como si creyera que la garza se estaba escondiendo detrás de la última muela, me abrió la boca aún con más cólera. Al ver que solo quedaban algunas plumas entre mis mandíbulas, explotó nuevamente en llanto, esta vez peor. Nunca pensé causar un drama como este.

Sin decir ni pío, ella cogió las pocas plumas que encontró y las metió en el bolsillo de su falda. Levantó la totuma donde llevaba la sopa y me la lanzó.

—¡Toma esto! ¡Caimán malo!

¡Un chichón enorme me salió en la cabeza! Ahora tengo la apariencia de un caballo de esos que llaman unicornio, pero no me duele, hay cosas que duelen mucho más.

Dio media vuelta y se fue corriendo sin mirar atrás.

En ese momento fui yo quien lloró. No te vayas, Tomasita, regresa, por favor. Las palabras no pudieron salir de mi garganta.


Diario de un caimán

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