Читать книгу El padre de su hija - Sandra Field - Страница 5

Capítulo 1

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MARNIE Carstairs apartó su coche a un lado de la carretera, y el motor, tras emitir el asmático ronquido que le caracterizaba, se paró. Desde aquel ventajoso lugar en la cresta de la colina, podía divisar el pueblo que se extendía justo debajo: Burnham. Su destino. El lugar que podría dar respuesta, al menos parcial, a algunas de las terribles preguntas con las que había vivido durante casi trece años.

Por eso no era de extrañar que tuviera las manos heladas y la garganta seca por la ansiedad.

Burnham, aquel soleado domingo de finales de abril, parecía un pueblo bonito, situado, como estaba, en torno a las playas dejadas por una entrada del Atlántico. Entre los árboles que poblaban las laderas que lo rodeaban, Marnie pudo divisar los edificios de piedra de la Universidad de Burnham. ¿Trabajaría Calvin Huntingdon allí? Tal vez su mujer también.

Sus nombres habían sido los que le habían llevado a Marnie allí esa tarde. Calvin y Jennifer Huntingdon de Burnham, Nueva Escocia. Dos nombres, un lugar y una fecha. La fecha de nacimiento de la hija que tuvo Marnie hacía ya años. La hija, que contra su voluntad le habían arrebatado. La hija a la que no había visto, y de la que no había oído hablar desde entonces.

Si, Charlotte Carstairs, la madre de Marnie no hubiese muerto, inesperadamente, a los cincuenta y dos años, Marnie nunca habría encontrado aquel pedazo de papel dentro de un sobre blanco en su caja de seguridad. Marnie estaba segura de que su madre lo habría destruido.

El nombre de los Huntingdon junto con una fecha de nacimiento y el nombre de ese pequeño pueblo aparecía manuscrito en aquel pedazo de papel, con la letra de Charlotte Carstairs. Un descubrimiento que había estremecido violentamente a Marnie.

El matrimonio Huntingdon debía haber adoptado a su hija. ¿Qué otra explicación podía haber?

Por un instante la visión del pueblo se desvaneció. Miró al volante y pudo ver la tensión reflejada en sus uñas y en sus muñecas. Marnie tenía unas muñecas y unos dedos muy fuertes porque durante los últimos cinco años había estado practicando la escalada libre. Haciendo un esfuerzo deliberado por relajarse expulsó el aire lentamente, miró por el espejo retrovisor y metió la marcha. No tenía sentido estar ahí parada. Ya que había llegado hasta ahí, debía continuar adelante con el plan, si podía decirse que tenía un plan.

Mientras volvía a meterse en la autopista, comprobó que un banco de nubes había descendido sobre las colinas y amenazaba tormenta.

Marnie tenía la dirección de los Huntingdon grabada en su mente. La encontraría con facilidad en el listín de teléfonos. Su plan de momento era acercarse y conducir alrededor de la casa para ver cómo era. De esa forma podría al menos ver dónde vivía su hija.

¿Esperaba acaso que una niña de doce años saliera de la casa en el momento mismo en el que ella pasaba por allí?

La verdad era que no tenía ningún plan. Se había decidido a ir allí porque, aunque temía que aquello abriera viejas heridas, nada ni nadie en el mundo podría haber impedido que lo hiciera.

Los Huntingdon tenían que ser gente adinerada. Charlotte Carstairs se habría asegurado de ello. No, a Marnie nunca le había preocupado la situación material del bebé que nunca había visto. Eran otras las dudas que la asaltaban. ¿Era su hija feliz? ¿Se sentiría querida? ¿Sabría que era adoptada, o pensaría que las dos personas que la cuidaban, Calvin y Jennifer Huntingdon, eran sus verdaderos padres?

«Basta, Marnie», se reprendió a sí misma. «Ve poco a poco. Comprueba cómo es la casa primero, y luego ya verás qué hacer. Este es un pueblo pequeño, puedes parar aquí y allá, comprar una ración de pizza en algún puesto, repostar en la gasolinera del pueblo y preguntar discretamente sobre los Huntingdon. Nadie puede ocultarse en un pueblo tan pequeño como Burnham. Tú misma te criaste en Conway Mills, y sabes bien cómo son estos pueblos pequeños».

Como si de un presagio se tratara, el sol se ocultó tras las nubes y la estrecha calle central de Burnham se oscureció como si la hubiesen cubierto con una manta negra. Si se tratara de una película, pensó, la música ambiental sería del tipo de la que anuncia que algo realmente peligroso va a ocurrir.

Llevada por un impulso, Marnie giró hacia la izquierda y se metió en el aparcamiento de un pequeño centro comercial frente al que había un puesto de helados decorado con pequeñas banderas que ondeaban al viento. La primavera se había anticipado ese año. El día era demasiado caluroso para la estación de año que era, y a Marnie le encantaban los helados. Era el número dos en su lista de prioridades alimenticias, después de las patatas fritas con sabor a salsa de barbacoa. Había un mercadillo en el centro comercial y por ello el aparcamiento estaba casi lleno. Aparcó a cierta distancia del puesto de helados, tomó su bolso y corrió entre los vehículos estacionados. Frente al puesto de helados media docena de niñas en vaqueros y anoraks discutían sobre sus sabores favoritos. Marnie sintió una dolorosa punzada en el corazón, mientras sus ojos iban de una a otra, pero todas ellas tenían menos de doce años. Ella ni siquiera sabía qué aspecto tenía su hija.

Marnie se mordió el labio con fuerza obligándose a leer la lista de sabores de helados. Finalmente, la última de las seis niñas recibió su helado y pagó.

–Tomaré uno de cereza y café, por favor –dijo Marnie.

No era el momento de preocuparse por las calorías. Necesitaba toda la ayuda posible ahora que se encontraba en Burnham. Ya se iría a correr por la playa cuando regresara a casa por la noche.

En aquel momento, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.

–Parece que se acerca una pequeña tormenta –dijo la dependienta amablemente–. Pero ya se sabe, en abril aguas mil.

La lluvia comenzó a caer sobre el asfalto como si se tratara de una ráfaga de metralleta.

–Tal vez no dure demasiado –opinó Marnie.

–Chaparrón va, chaparrón viene, así ha estado durante los últimos días. Aquí tiene, señora, son dos dólares.

Marnie pagó, agarró unas cuantas servilletas, y dio un buen mordisco al helado de café. Para darse ánimos, aquella mañana se había puesto sus nuevos pantalones de peto, un jersey de cuello alto turquesa y zapatillas turquesa haciendo juego. El color del jersey enfatizaba el peculiar color de sus ojos, que también eran turquesa, como el fondo del océano en un día de verano.

Sus pendientes, grandes aros dorados, apenas se veían cubiertos por una cascada de brillantes rizos color caoba. El viento agitó su cabello, y rápidamente se refugió bajo el toldo.

Aunque parecía que la lluvia no iba a cesar, ahora que había llegado hasta allí, Marnie no estaba dispuesta a echarse atrás, aunque sólo fuera para ver la casa. Preguntó a la dependienta:

–¿Me podría indicar dónde está la calle Moseley?

–Por supuesto. Atraviese el pueblo hasta llegar donde la calle principal se bifurca, y la calle de la izquierda es Moseley. Oh, ¿ha oído ese trueno?

–Gracias –dijo Marnie mirando al cielo.

Los fenómenos naturales lejos de asustarla la excitaban, y en un arrebato de optimismo pensó: «veré dónde vive mi hija, comprobaré que tiene los mejores padres del mundo, y podré regresar a casa tranquila, sabiendo que es feliz y se siente querida».

Dio otro gran mordisco al helado y se sumergió bajo la lluvia, con los zapatos chapoteando sobre el asfalto mojado. Las gotas le mojaban la cara, y el jersey se le pegaba al cuerpo. Agachando la cabeza corrió hacia su coche. Afortunadamente no lo había cerrado. Un Cherokee verde oscuro estaba aparcado junto a él. Cuando se disponía a abrir la puerta de su coche, un hombre apareció de pronto por detrás del Cherokee, moviéndose deprisa, con la cara agachada. Marnie se paró en seco e intentó avisarle, el hombre levantó la cabeza, pero no le dio tiempo a detenerse y la empujó contra la puerta del conductor. Era un hombre grande. El helado salió disparado por el aire y describiendo un semicírculo perfecto cayó sobre el capó del Cherokee. La brillante pintura del coche se llenó de lamparones rosas y marrones, y de pequeños trozos de nueces y cerezas rojas.

Marnie comenzó a reírse, con carcajadas de risa contagiosa que hacían que se formaran hoyuelos en sus carrillos.

–Oh, no –dijo–. Cerezas en el Cherokee. Lo siento de veras. No miraba a dónde iba y… –se interrumpió, confundida–. ¿Qué pasa?

El hombre seguía teniéndola acorralada contra la puerta de su coche, y de su pelo negro, corto y ondulado le caía agua sobre la frente. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que era casi gris, la nariz aguileña y los huesos de sus pómulos anchos; detalles que daban carácter a su rostro. Porque era, se dio cuenta en ese mismo instante, el hombre más atractivo que había visto en su vida.

¿Atractivo? En realidad daba una nueva dimensión a esa palabra. Su atractivo era como para perder el sentido, pensó Marnie.

También él parecía haberse quedado mudo de asombro. Su silencio le permitió a Marnie pasar revista a su indumentaria, su torso musculoso y su altura, considerablemente superior al metro setenta que medía ella. Pero parecía estar bajo los efectos de un fuerte shock. No se había reído lo más mínimo del cómico proyectil de helado. Repentinamente asustada volvió a preguntarle:

–¿Qué pasa?

Lentamente, él se enderezó, y sin despegar los ojos del rostro de Marnie le preguntó con voz ronca:

–¿Quién es usted?

Aquélla no era la respuesta que Marnie esperaba.

–¿Qué significa esa pregunta? –inquirió a su vez Marnie.

Él se pasó los dedos por el pelo mojado despeinándolo aún más y contestó:

–Exactamente lo que he dicho. Quiero saber su nombre y qué es lo que está haciendo aquí.

–Mire –dijo Marnie–. Siento mucho que hayamos tropezado y siento haber derramado el helado sobre su bonito coche nuevo, pero tengo aquí servilletas como para limpiar cuatro coches, y usted ha tropezado conmigo tanto como yo he tropezado…

–Conteste la pregunta.

Un trueno estalló sobre sus cabezas con efecto melodramático. Marnie miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Todas las personas sensatas estaban a cubierto a la espera de que la lluvia amainara. Allí era precisamente donde ella debería estar, pensó.

–No tengo por qué contestar a ninguna de sus preguntas –respondió–. Ahora, si me disculpa…

–¡Necesito saber quién es usted!

–No tengo por costumbre dar mi nombre a desconocidos –dijo Marnie exasperada–. Y menos aún a aquellos tan grandes y con un aspecto tan peligroso como el de usted.

–¿Peligroso? –repitió incrédulo.

–Así es.

El hombre respiró hondo, y añadió:

–Escuche, ¿por qué no empezamos de nuevo? Y mientras tanto, ¿por qué no entramos en mi coche? Se está usted empapando.

–Ni en broma.

–No me está usted entendiendo –dijo él, haciendo un claro esfuerzo por hablar con normalidad–. No estoy tratando de raptarla ni hacerle ningún daño, nada más lejos de mi imaginación. Pero tengo que hablarle y estamos empapándonos los dos. Tome, le doy las llaves de mi coche, y así puede estar segura de que no iremos a ninguna parte

Buscó en el bolsillo de sus pantalones de pana y sacó un llavero que le dio. Marnie lo agarró automáticamente, aunque puso especial cuidado en no tocarlo. Las llaves desprendían el calor de su cuerpo.

–Prefiero mojarme, muchas gracias –dijo ella–. No pienso meterme en el vehículo de un extraño. ¿Quién demonios cree usted que soy?

Por primera vez, algo parecido a una sonrisa relajó las facciones de él.

–Si no fuera porque me siento como si hubiesen hecho desaparecer el suelo en el que piso, pensaría que esto es divertido –dijo–. Soy un ciudadano respetable de Burnham que no ha sido considerado como peligroso ni una sola vez en los últimos quince años. Ni siquiera por los administradores de la universidad, que son capaces de hacer que un santo se sienta asesino. Aunque, ahora que lo pienso, es posible que haya ciertos grupos guerrilleros armados de algún país del Tercer Mundo que estén de acuerdo con usted.

¿Guerrillas? ¿Con armas? ¿Y así era como trataba de ganarse su confianza?

–¿Ciudadano respetable? Hum… –echó una rápida ojeada a la impresionante anchura de sus hombros y al contorno de su pecho–. No desentonaría entre una banda de matones.

–Le aseguro que llevo una vida irreprochable –dijo, mientras sus ojos azules lanzaban un destello de ironía que esta vez fue más intenso.

Marnie, que tenía los pantalones de peto empapados y pegados a sus piernas, añadió:

–Podría tener otro juego de llaves en el otro bolsillo del pantalón.

La sonrisa del hombre se hizo más convincente.

–Por favor –dijo él. Una gota de lluvia descendió por su barbilla. No se había afeitado, detalle que contribuía a acentuar la desconfianza de Marnie.

Dudando de si estaría haciendo una estupidez, Marnie abrió la puerta del copiloto del Cherokee y apretó el botón que abría todas las otras puertas. Un trueno retumbó a lo largo del aparcamiento. Mientras ella le echaba un último vistazo dubitativo, él le gritó:

–¿No le dan miedo las tormentas?

–No, los que me dan miedo son los hombres grandes y enfadados –respondió mientras se introducía en el Cherokee. Después, se metió las llaves en el bolsillo y esperó a que él subiera.

–Pensé que a todas las mujeres les daban miedo las tormentas –dijo él mientras abría la puerta.

–Esa no es más que una vulgar generalización. A mí me encantan las tormentas, los huracanes y los tornados. Cierre la puerta, que está entrando la lluvia.

Él subió al coche, cerró la puerta y se volvió hacia ella, escudriñando sus facciones como si nunca antes hubiese visto una mujer. La sonrisa se había desvanecido, y con voz cargada de emoción dijo:

–¿Cuál es su nombre, de dónde es y qué está haciendo aquí?

–¿Por qué quiere saber todo eso?

Él dudó antes de responder:

–Me recuerda a alguien.

Solo podía haber una razón para que le recordara a alguien. Sintiendo más miedo del que nunca había sentido en toda su vida, se lanzó al vacío y preguntó:

–¿Le recuerdo a una niña de doce años que vive en este pueblo?

El hombre apretó los labios

–Se supone que soy yo el que hace las preguntas. Por Dios bendito, ¡dígame ya quién es usted!

–Mi nombre es Marnie Carstairs. Vivo en Faulkner Beach ochenta y cinco kilómetros al sur por la costa.

Aunque la mirada de él era tan dura como la roca, y era imposible intuir nada de lo que pensaba, Marnie se obligó a aprovechar la situación por segunda vez y preguntó:

–¿Se llama usted Calvin Huntingdon?

–¿Cómo sabe mi nombre? –preguntó con un gruñido.

Marnie se recostó contra el asiento. Aquel hombre había vivido con su hija durante cerca de trece años. Ése era el hombre al que su hija llamaba «padre». Su hija existía y vivía allí en Burnham.

Las lágrimas inundaron sus ojos y Marnie trató de reprimirlas.

–¿Adoptó usted a una niña hace casi trece años? ¿Una niña nacida el veintidós de junio?

Mientras miraba cómo se le endurecían las facciones, Marnie pensó una vez más que aquel hombre tenía un aspecto peligroso.

–¿Cómo ha sabido mi nombre? Los niños son los únicos que tienen acceso a los papeles de adopción, y sólo cuando son adultos.

–¿Qué importa? Fue por casualidad, pura casualidad –respondió ella con voz opaca.

–¿Espera que me crea eso? Venga ya, dígame de qué juego se trata.

A través del dolor y la confusión que la embargaban, Marnie sintió cómo se iba abriendo paso en ella la furia. Se secó las mejillas con la servilleta que había estado estrujando, se enderezó en el asiento y mirándole fijamente le dijo:

–No he venido aquí para que me traten como si estuviera en un juicio.

–Entonces, ¿a qué ha venido usted aquí? –dijo él.

¿Cómo podía responder a esa pregunta si ni ella misma tenía una respuesta? Sus planes no iban más allá de conducir alrededor de la casa de los Huntingdon, y de hacer algunas preguntas inocentes a personas que nunca pudieran relacionarla con una niña que había sido adoptada mucho años antes.

Por fin, Marnie logró dar con la clave que había hecho posible aquel encuentro:

–Se… se parece a mí –tartamudeó–. Mi hija se parece a mí.

Aquel descubrimiento la relajó un poco, y lentamente fue apareciendo una sonrisa en su rostro, una sonrisa reflejo de tal dicha y felicidad, que sus pupilas se hicieron tan transparentes como el mar, y sus suaves y frágiles labios adquirieron la forma de la luna nueva.

–Muy conmovedor –dijo él ásperamente–. ¿Es usted actriz, Marnie Carstairs? ¿O es sólo que ve muchas telenovelas?

Marnie se quedó boquiabierta, y en un arrebato de ira le espetó:

–¿Es así como la trata a ella? ¿A mi hija? ¿Dudando de todo lo que dice? ¿Riéndose de sus emociones? Porque si es así, no es usted digno de ser su padre.

–¡Ella no es su hija! Usted renunció a ese derecho hace mucho tiempo.

–Siempre será mi hija –gritó Marnie–. Nadie, y usted menos que nadie, podrá convencerme nunca de lo contrario.

–¿Y qué me dice del padre? ¿Dónde está él? ¿O es que lo está reservando para otro día?

–Él a usted no le importa.

–¿Está de broma? ¿Por qué se ha presentado usted en Burnham trece años después de los hechos? ¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero? ¿Es eso lo que quiere?

Sorprendiéndose a sí misma, Marnie comenzó a reírse, una risa amarga, pero risa al fin y al cabo.

–Sí, claro, busco su dinero. Déme un millón de dólares o de lo contrario me plantaré frente a su casa y organizaré un escándalo –el tono de su voz se elevó–. ¿Cómo se atreve? No sabe nada de mí y se atreve a acusarme…

–Sé que renunció a su hija hace casi trece años. Creo que sé bastante sobre usted, señora Carstairs.

–Mi madre me engañó. Me hizo creer que iba a casarme con mi primo Randall y que los tres viviríamos juntos. Randall, el bebé y yo. Oh, Dios mío, es una historia tan larga, y yo fui tan estúpida al confiar en ella, pero…

–Estoy segura de que es una larga historia, al fin y al cabo ha tenido mucho tiempo para inventarla, ¿no es cierto? Pero aunque parezca extraño, no quiero oírla. Simplemente conteste a una pregunta: ¿por qué ha venido hoy aquí?

–¿Sabe una cosa? No me gusta usted, Calvin Huntingdon –dijo Marnie provocativa, con las mejillas encendidas y respirando con fuerza.

–No tengo por qué gustarle, y prefiero que me llames Cal.

–Oh, bien. Así que ahora nos tuteamos. ¿No es algo encantador?

–Te diré una cosa, estoy empezando a comprender de dónde ha sacado mi hija su carácter, y su pelo pelirrojo.

–Mi pelo no es pelirrojo –saltó Marnie de forma infantil–. Es color caoba, que es muy diferente.

Sintiendo cómo la tormenta de sentimientos que la embargaban el pecho luchaba por salir, le dirigió una mirada inquisitiva.

–Y usted se ha ido de la lengua, ¿no es cierto, señor Huntingdon? Porque no tenía usted intención de contarme nada en absoluto.

–Es verdad, no pensaba decirte nada –dijo él–. Pero hay algo en ti… No hay duda de que sabes cómo sacarme de quicio. Y voy a decirte algo más que acabo de descubrir. Mi hija va a ser muy hermosa, extraordinariamente hermosa.

No era fácil dejar a Marnie sin palabras. Al fin y a cabo, trabajaba como bibliotecaria en un instituto de enseñanza secundaria, y la dialéctica era parte de su estrategia para mantener a los estudiantes a raya. Pero en aquel momento no se le ocurrió nada que decir. Para su desesperación, sintió que enrojecía hasta la punta del pelo, y que el piropo, porque obviamente aquello era un piropo, le había gustado y había llegado a tocarle aquella fibra sensible a la que jamás permitía que llegaran los hombres.

Cal golpeó el volante con el puño:

–No puedo creer lo que acabo de decir.

Recobrando el habla, Marnie dijo:

–Tu esposa estaría impresionada –y trató de no pensar ni en su mujer ni en su perfil, que era tan atractivo como el resto de él. Su nariz tenía un pequeño caballete, y su barbilla podría calificarse de arrogante, muy masculina e incluso sexy.

«¿Sexy?, ¿la mandíbula de un hombre? ¿Qué le estaba pasando? Un hombre casado, además, que para colmo resultaba ser el padre de su hija».

La mandíbula que estaba admirando tembló ligeramente.

–Dejemos a mi esposa fuera de esto, y volvamos a lo importante. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de mí?

–Oh, lo que yo quiero es algo que no voy a conseguir –dijo Marnie suavemente.

–¿Qué es lo que quieres?

–Compasión, Cal, simple compasión, eso es todo.

Comprobó que le había pillado desprevenido. No conocía a Cal Huntingdon muy bien, pero estaba segura de que no era fácil que nadie le sorprendiera, y una mujer menos que nadie. Tan sólo respondió:

–La compasión hay que ganarla.

–Entonces te diré por qué estoy aquí. Quería ver la casa en la que vivía mi hija. Esperaba poder hacer algunas preguntas a los vecinos sobre ti y tu esposa, para saber cómo erais, para comprobar… –involuntariamente su voz tembló– si mi hija es feliz.

–¿Y eso es todo?

Marnie le odió por dudar abiertamente de ella.

–¿De verdad crees que me iba a presentar en tu casa sin avisar? –dijo, y añadió con sorna–. Oh, hola, resulta que soy la madre biológica de vuestra hija, que pasaba por aquí, y se me ha ocurrido venir a saludar. Por Dios, ¡ni siquiera sé si sabe que es adoptada! ¿Qué clase de mujer te crees que soy?

–Tendría que tener el cerebro de Einstein para poder contestar a esa pregunta.

–¿Lo sabe ella? ¿Sabe que es adoptada? –susurró Marnie, retorciéndose las manos dolorosamente en el regazo.

–Mírame –Marnie levantó la cabeza y pudo ver algo que tal vez podía calificarse de compasión. Había en su voz un tono nuevo para ella, y dijo suavemente–. Sí, sabe que es adoptada. En ese aspecto fuimos sinceros con ella desde el principio, pensamos que sería lo mejor.

Marnie contuvo el llanto.

–¿Te das cuenta de lo que eso significa? –dijo– Significa que al menos sabe que existo.

–Tú y su padre biológico.

Dos lágrimas cayeron sobre sus dedos, pero decidiendo ignorarlas Marnie dijo con serenidad:

–Así es.

–Hay algo que no me has preguntado –dijo él.

–¿Es feliz?

–No me refería a eso. No me has preguntado su nombre. El nombre que dimos a nuestra hija.

Las lágrimas inundaron sus párpados. No se había atrevido a preguntarlo.

–¿Cuál es su nombre, Cal?

–Katrina. Katrina Elizabeth. Pero la llamamos Kit.

Aquello fue demasiado para Marnie. De pronto, sintió la irreprimible necesidad de estar sola. Con los ojos cuajados de lágrimas, y la respiración entrecortada buscó el cierre de la puerta. Cal la sujetó por el hombro, pero ella se zafó enérgicamente:

–Suéltame. Ya no aguanto más.

Entonces, la puerta se abrió y se encontró en la acera. Cerró bruscamente la puerta del Cherokee, se precipitó en busca de su vehículo, se introdujo en el asiento del conductor y bloqueó instintivamente las dos únicas puertas. Al fin, se sentía a salvo, y sólo entonces pudo dejar caer la cabeza sobre el volante y dar rienda suelta a sus sentimientos, estallando en un llanto convulsivo como si el mañana no existiera.

Todavía confusa, Marnie se percató de que hacía rato que alguien golpeaba en el cristal de la ventanilla del coche. Alzó la vista, tratando de mirar a través de las lágrimas. La lluvia había amainado, y caía suavemente sobre el parabrisas. Cal golpeaba el cristal con los nudillos. Estaba empapado. Debía haber estado allí todo el tiempo, viendo cómo ella se desahogaba, invadiendo su intimidad.

Bajo un poco el cristal de la ventanilla y dijo:

–No voy a plantarme en la puerta de tu casa, y una vez que llene el depósito de gasolina, volveré a mi ciudad. Adiós, señor Huntingdon.

–Oh, no –dijo él suavemente–. No es tan fácil. Antes de que te vayas a ninguna parte quiero que jures que no tratarás de ponerte en contacto con Kit.

–¡No se me ocurriría ser tan irresponsable!

–Júralo, Marnie.

Si las miradas mataran, él la habría fulminado en el asiento. Quitándose el pelo de la cara, Marnie afirmó.

–No haré nada que pueda perjudicar a mi hija. Tendrás que contentarte con esto, porque es todo lo que vas a obtener de mí.

Hizo girar la llave de contacto, y por una vez, su coche arrancó a la primera. Pero cuando trataba de alcanzar el cinturón de seguridad, Cal metió la mano por la ventana, levantó el seguro, abrió la puerta del coche, y le dijo:

–Todavía no hemos terminado. Como padre de Kit, yo tengo la última palabra. Dices que vas a ir a echar gasolina al coche. ¿Crees que en la gasolinera no se van a dar cuenta de tu parecido con Kit Huntingdon? Eres una bomba de relojería, y quiero que prometas que vas a salir de Burnham ahora mismo y que no volverás, ¿me oyes?

El tono de su voz había ido ascendiendo. Aunque no la asustaban los hombres grandes y enfadados, no quería que Cal Huntingdon se diera cuenta de que estaba temblando hasta la punta de sus pies empapados.

–De acuerdo, echaré gasolina fuera del pueblo. Ahora por favor, ¿puedes cerrar la puerta y dejar que me vaya antes de que nadie me vea? Lo último que deberías hacer es retenerme. ¿Y si se acerca un amigo tuyo?

Cal, con la mandíbula apretada, añadió:

–La próxima vez que se me ocurra venir al supermercado a comprar leche en domingo, me lo pensaré dos veces. Recuerda lo que te he dicho, Marnie Carstairs: Vete de Burnham y no vuelvas. Y no se te ocurra tratar de ponerte en contacto con Kit.

Dicho esto le cerró la puerta en las narices. Ella metió primera, puso en marcha los limpiaparabrisas y se alejó de allí sin volver la cabeza. A la salida del aparcamiento giró a la derecha. Ese camino la llevaba fuera del pueblo, lejos de la gasolinera local y de la calle Moseley. Lejos de su hija, Katrina Elizabeth Huntingdon, conocida como Kit, y lejos de Cal y Jennifer Huntingdon, la pareja que hacía casi trece años la habían adoptado.

Sólo una mujer con un carácter extraordinariamente fuerte podría vivir con Cal. ¿Cómo sería Jennifer Huntingdon? ¿Sería una buena madre? ¿Sería guapa? Le extrañaría que Cal se hubiese casado con alguien que no lo fuera. Sin embargo, le había dicho a ella que era guapa… ¿por qué habría hecho eso?

A una milla del pueblo, después de dejar atrás la iglesia baptista y las tiendas de souvenirs, Marnie se metió en un área de servicio. Era la una y media, no había almorzado, y su helado había terminado en el parabrisas del Cherokee de Cal en lugar de en su estómago. Se compraría un sándwich, y trataría de poner en orden sus ideas.

Se fue con su sándwich a un lugar cerca de la autopista en el que había unas pequeñas mesas y bancos de piedra desde los que se veía el mar, escogiendo la mesa más alejada para poder estar sola. La lluvia había parado, pero el banco en el que se sentó estaba húmedo. Comenzó a comer. Cal no debería haber tratado de controlar su vida. Nunca le había gustado que le dijeran qué era lo que tenía que hacer. A su madre, Charlotte Carstairs, le gustaba mucho mandar y era poco cariñosa, y Marnie estaba segura de que su propia hija era en parte el resultado de un acto de rebeldía.

De pronto, Marnie recordó que había una pregunta a la que Cal no había respondido. Una pregunta muy importante. La más importante de todas: ¿era Kit feliz?

La había eludido diciéndole el nombre de Kit, lo que había hecho que Marnie estallara en lágrimas y se olvidara de volver a preguntarlo. ¿Había sido algo casual o premeditado? ¿Tendría algún oscuro motivo oculto e inconfesable?

Marnie volvió a reconstruir la imagen de Cal en su mente. Inconscientemente, y en medio del torbellino de emociones que había sentido en el aparcamiento, se dio cuenta de que desde el principio había estado tratando de encontrar una palabra que lo definiera. Se le habían ocurrido: «arrogante, sexy y masculino», y sin duda todas ellas eran acertadas. «Peligroso» era otra palabra que podía describirle. Pero había algo más que no acababa de concretar y que la hacía sentirse incómoda. Representaba para ella una enorme amenaza. ¿Era por su fuerza de voluntad? Sin duda la tenía. Había odiado que ella lo desafiara. Pero dejando a un lado la voluntad, ¿qué quedaba?: Poder. Eso era. Un hombre que irradiaba poder. Su cuerpo, su voz, sus actos… todo ello estaba imbuido de la energía inconsciente de un hombre acostumbrado a ejercer poder.

A Charlotte Carstairs le había fascinado toda su vida el poder. Marnie había tenido que hacer un enorme y continuado esfuerzo para evitar que ese poder arruinara su vida, convirtiéndola en una persona tan amargada y distante como su madre.

Marnie terminó el sándwich, vació la botella de jugo de manzana que había comprado para acompañarlo y volvió a meterse en el coche. Revolvió en su mochila, buscó el pañuelo que tenía junto a su impermeable y se lo enrolló a modo de turbante en la cabeza, teniendo cuidado de cubrir todo su pelo. Sacó las gafas de sol y se puso una abundante capa de carmín en los labios. Se miró satisfecha en el espejo. No se parecía en nada a la mujer que había comprado un helado bajo la lluvia. Entonces, salió a la autopista y se encaminó de vuelta hacia Burnham. Aquella vez sí tenía un plan.

Condujo lentamente a través del pueblo, atenta por si veía un Cherokee verde oscuro. En la gasolinera, se acercó al surtidor y pidió que le llenaran el depósito, mientras preguntaba con tono despreocupado.

–Estoy buscando a Cal Huntingdon. ¿Me podría decir dónde vive?

–Desde luego. Siga hasta la bifurcación de la carretera y tome a la izquierda, la calle Moseley. Su casa está aproximadamente a un kilómetro de la bifurcación. Es un gran bungalow de madera de cedro situado sobre una cala. Un sitio bonito. ¿Quiere que le revise el aceite, señorita?

–No gracias, está bien –mientras miraba girar los números en el surtidor, dijo–. Lo conocí en la universidad, pero hace tiempo que no se nada de él.

–Sí, una lástima lo de su esposa, ¿no es cierto?

Los dedos de Marnie se cerraron sobre la tarjeta de crédito.

–No sabía nada, ¿ha ocurrido algo malo?

–Bueno, ella murió hace dos años. Cáncer. Fue muy rápido, lo que tal vez fue una suerte para ella.

–Oh, cuánto lo siento, no lo sabía –dijo Marnie.

–Fue muy duro para la niña, y para Cal, por supuesto. Son veinticinco dólares justos, señorita.

Sintiéndose avergonzada por su comportamiento, Marnie firmó el ticket y dijo:

–Creo que llamaré primero antes de ir. Gracias por la información.

–De nada. Que tenga un buen día.

Marnie pensó que «bueno» no era exactamente el adjetivo más adecuado para describir el día que estaba teniendo. Salió de la gasolinera y a la primera persona que encontró le preguntó cómo llegar al instituto de enseñanza secundaria. En unos diez minutos, había conseguido hacerse mentalmente un plano del pueblo y había establecido cuál debía ser probablemente la ruta seguida por Kit Huntingdon para ir de su casa a la escuela. Sólo entonces se decidió Marnie a abandonar Burnham.

No había visto el Cherokee verde, y tenía que reconocer que le había faltado el valor necesario para acercarse al bungalow de la cala.

Cal no le había dicho la verdad, y había dejado que creyera que Kit tenía un padre y una madre. Que todo era plenamente normal en el hogar de los Huntingdon. Una madre, un padre, y una hija, sin que hubiera sitio para ella. Por debajo de la sincera pena que le producía el que una mujer desconocida hubiese muerto demasiado joven, Marnie sentía rabia. Kit había perdido de forma trágica a su madre, y Cal no se había dignado a decírselo a la mujer que la había traído al mundo, una mujer que sin duda tenía derecho a saber la verdad. Tenía derecho a Kit.

El padre de su hija

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