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1. ¿Otra vez España?

Si yo soy español, lo soy

A la manera de aquellos que no pueden

Ser otra cosa: y entre todas las cargas

Que, al nacer yo, el destino pusiera

Sobre mí, ha sido ésa la más dura.

Luis Cernuda, Díptico español

Iba a empezar este libro con la frase: «de niño Cervantes me daba miedo». Lo hago y no puedo. Ese miedo se fundaba en un óleo de época en el que se veía al llamado «manco de Lepanto», vestido de negro y con gorguera, escribiendo con pluma de ave el manuscrito de Don Quijote de la Mancha. Si ese era todo el fundamento de mi miedo, mi miedo no tenía fundamento, porque ese cuadro no existe. Existe un óleo falsamente atribuido a Juan de Jáuregui, presuntamente pintado en 1600, en el que se ve a un hombre barbado de medio cuerpo y con gorguera, pero no tiene una pluma en la mano ni ha sido capturado por el pintor en el trance de escribir. Existe también un grabado de Manuel Salvador Carmona, realizado para la Real Academia en 1780 a partir de un dibujo de José del Castillo, en el que sí se ha representado al escritor ejercitando su oficio, pero no es un óleo y es, además, una evidente ficción relacionada más con la incipiente exaltación cervantina que con la vida y el cuerpo de Cervantes. Mi memoria combinó ambas obras para construir un Cervantes adusto, oscuro, imperial, guerrero seco, letrado áulico, completamente despojado de todo encanto romántico. Lo que más miedo me daba era la gorguera, ese accesorio indumentario —tan semejante al escotoma de una migraña— que mantenía la cabeza posada en una bandeja de encaje, por encima del cuerpo, en una metafórica decapitación o, mejor dicho, en una desomatización perpetua, pues era el resto de su anatomía lo que quedaba excluido y sin riego sanguíneo y, aún más, sin mando ni dueño. La gorguera era la guillotina de la movilidad y de la gracia.

Mi memoria se había inventado esa imagen como España se había inventado a Cervantes. Es interesante recordar, en efecto, que no se conserva ningún retrato suyo porque, casi con toda seguridad, no se le hizo ninguno en vida. A veces, para enfatizar la importancia de la cultura española en Europa, se menciona que Cervantes fue traducido enseguida al inglés y al francés mientras que Shakespeare, muerto el mismo año, no fue conocido fuera de sus fronteras hasta el siglo xix. Pero este dato, que en realidad revela la mayor apertura de Inglaterra y Francia hacia las producciones extranjeras, no dice nada acerca de cómo se trató a Cervantes en la propia España. Cervantes muere pobre, poco conocido y sin retrato, al contrario que Lope, Quevedo o Calderón; y hasta que el ilustrado Gregorio Mayans, nuestro primer cervantista, escribe en 1737 su biografía, nadie se lo toma realmente en serio. Luego, el nacionalismo del siglo xix, en un país derrotado y fratricida, convertirá el Quijote en la obra clásica por excelencia, expresión del «alma nacional». Con la generación del 98 se cierra el relato y España misma pasará a ser «quijotesca». No sé si hay otro ejemplo de un país cuyo «carácter nacional» se resuma en un adjetivo derivado de un personaje literario. Alemania no es «fáustica»; Inglaterra no es «hamletiana»; Francia no es «tartufesca». España, naturalmente, no es «celestinesca» o «donjuanesca», porque esos personajes, como los universales Fausto, Hamlet o Tartufo, inequívocamente ligados a sus temperamentos e historias nacionales, recogen su fuerza concreta de identidades comunes más o menos seguras. España, al contrario, necesita, como el golem, un certificado de existencia. Don Quijote es un hombre que intenta existir sin lograrlo del todo, con medio caballo y media armadura, idea que encaja muy bien con la autoconciencia de un país, descabalgado de un imperio, que existe poco y con dificultades y solo a fuerza de nostalgia y voluntad. España, no los españoles, es «quijotesca»; los españoles son lo que pueden, según tiempo y lugar, algunos donjuanescos, algunos celestinescos, luego más bien berlanguianos, hoy sobre todo almodovarianos. Pero España es una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba —no acaba— de existir. Hamlet es inglés (aunque sea danés) pero no es Inglaterra. Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos.

A mí, en todo caso, de niño me daba miedo la gorguera, que sintetizaba la abducción franquista de Cervantes en el interior de una historia solemne y seca: el héroe de Lepanto, la gloria de nuestras letras españolas. Ese cuadro inventado a partir de la fusión del falso Juan de Jáuregui y del grabado de Carmona —que sigo viendo con toda claridad en mi cabeza— me hace pensar ahora, retrospectivamente, en una edición de las Obras de Kim Il-sung, el gran timonel norcoreano, padre de la dinastía aún reinante, que compré hacia 1980 en una feria de libros usados. Una de las primeras páginas incluía una fotografía del líder sentado a una gran mesa, serio, circunspecto, con la cabeza inclinada, escribiendo a pluma —obviamente— el libro que el lector tenía entre sus manos. El pie de foto decía: «Kim Il-sung escribiendo una obra clásica». ¡La obra del preclaro caudillo era ya clásica mientras se escribía! Pues bien, con Cervantes me pasaba lo mismo: siempre lo veía de negro y con gorguera en trance de escribir una obra clásica, que era clásica, como eterna la palabra del Corán, desde el mismo momento en que se sentó a la mesa y mojó la pluma de ave en la tinta oscura de la historia. Tardé décadas —¡décadas!— en desmontar esta imagen y descubrir un Cervantes torpe, malhadado, con una biografía trabajosa y virada, a veces hilarante: cristiano nuevo, pobre, sin estudios, obligado a enrolarse en el ejército tras matar en un duelo a un albañil, herido sin batalla ni gloria en Lepanto, capturado por los piratas berberiscos cuando ya tenía ante la vista la costa española, poeta fracasado, autor teatral sin público, malcasado y malquerido, exiliado en La Mancha, recaudador a caballo en los pueblos de Andalucía, tahúr y presidiario en Sevilla, autor por casualidad —y por despecho— de la gran obra que nunca llegaría a ver triunfar.

Pertenezco a una generación ambigua muy politizada y muy lectora que nunca militó y que no leyó a Cervantes. Nacimos demasiado tarde para luchar contra el franquismo y demasiado pronto para el pasotismo. Crecimos «enfermos de literatura», pero con un regüeldo antiespañol, muy decimonónico, que nos impedía leer sin náusea la literatura castellana. A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes.

Acercarse a la obra de Cervantes entrañaba una doble dificultad. La primera, aún vigente, tenía que ver con lo que Sánchez Ferlosio llamaba «el efecto Eiffel»: la acumulación de imágenes previas que hacen invisible, inalcanzable, la obra original. Ya nos sabíamos el Quijote, de manera que no hacía falta leerlo. Conocíamos los episodios más famosos y rutinarios —los molinos, los odres, la broma de los duques, Sancho en la ínsula Barataria—; yacían sepultados, además, bajo tantas imágenes y comentarios exaltados, repetidos una y otra vez por nuestros profesores, que ni siquiera creíamos en la existencia del original. El Quijote era, sin duda, como la Torre Eiffel: sabíamos ya tanto de uno y de la otra que ni siquiera necesitaban existir para seguir existiendo.

La segunda dificultad, esta sí propia de mi generación, atañía a ese Cervantes reglamentario, construido por la escuela franquista, al que no se podía atribuir ninguna debilidad ni vacilación ni frivolidad; ese solemne Cervantes con gorguera que representaba a nuestros ojos la «españolidad» y al que, cuando nos volvimos lectores rebeldes en la adolescencia, ya muerto Franco, dimos la espalda con desprecio. Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros.

Lo mismo nos ocurrió con Galdós. Leíamos autores menores franceses, italianos e ingleses —Michaux, d’Aurevilly, Huysmans, Verga, Silone, Lewi—, pero no leíamos a Galdós, cuya producción podía compararse a la de Balzac y cuya calidad rivalizaba con la de Dickens; y que, como la obra de uno y de otro, permitía conocer la historia viva, pública y privada, política y social, del propio país. Una vez más la escuela franquista, con sus lecturas obligatorias y su sarcófago nacional-católico, nos alejó de él. Contribuyó también la opinión de la generación del 98, que nuestros profesores, quizás creyéndose por ello modernos, nos transmitieron: la escritura «garbancera», popular, ya envejecida, de un costumbrista muy ceñido a su época, a lo Mesonero Romanos; y cuyos Episodios nacionales enhebraban una sucesión de «estampas imperiales», plúmbeas y de ambición patriótica, en alabanza de un país que, a partir de los dieciséis años, considerábamos una losa y una maldición. «Español», decía Cánovas, «es el que no puede ser otra cosa»; y serlo a nuestro pesar y sin remedio nos impedía acceder a la mayor parte de los placeres intelectuales y mundanos a los que aspirábamos. Así que leíamos a Hölderlin, a Char, a Kafka, a Pavese, a Mann, a Proust, a Broch, a Musil, a Joyce, a Chejov, a Dostoievski, a Walser, a Döblin; lo que, por cierto, implicaba leer un castellano de traducción y aspirar a escribir directamente —así lo anoté en uno de mis diarios— una traducción: una pieza que sonara secundaria, traducida, evocadora de un original superior. Como Unamuno, nos jactábamos de no leer a autores españoles (salvo quizás a Martín-Santos y Miguel Espinosa); y como Américo Castro, nos lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en nuestro país. Estoy de acuerdo con el filósofo e historiador José Luis Villacañas en que el siglo xix acaba políticamente hacia 1958; pero culturalmente, a mi juicio, se extiende unos veinticinco años más, hasta esa generación, nacida un poco antes y un poco después de 1960, que hereda el fatalismo lúgubre de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: «escribir en España es morir». Leer, matarse. Así que, salvo excepciones (pienso en Rafael Chirbes y Almudena Grandes), durante sesenta años la izquierda letrada ha leído muy poco a Galdós.

Yo empecé a leerlo hace ahora cinco o seis años y las razones de que lo hiciera —me parece— dicen algo acerca de España y no solo acerca de mí. Aventuraré alguna conjetura enseguida. Lo cierto es que fue un descubrimiento tan fabuloso que reclamaba —y merecía— una nueva adolescencia, que es la edad en la que estos placeres letrados, vividos con el cuerpo, tienen tiempo por delante para incubar miradas, gestos y frases. A los 18 años se lee con el sexo; todo se descubre con el sexo o contra él. A los 55 ya no. Me produce un poco de dolor —lo confieso— no haber leído a Galdós mucho antes. Me pregunto qué habría sido de mi vida y de mi obra si lo hubiese descubierto al mismo tiempo que a Kafka, Proust o Dostoievski; si hubiese disfrutado a los veinte años de los Episodios nacionales tanto como de Guerra y paz o de La montaña mágica. Me temo, sin embargo, que en la España de 1975, de 1980, de 1985, esta opción no existía. Me temo que había que escoger entre una cosa o la otra; y me temo, aún más, que si hubiese querido ser un hombre raro y completo y me hubiese obligado a mí mismo a leerlos (los Episodios), no los habría disfrutado —y probablemente por ese motivo no los habría leído después, ya quincuagenario—. La libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro. Libremente elegí a Kafka y Proust frente a Galdós, como si fueran incompatibles, pero mi libre descubrimiento hoy de Galdós solo ha sido posible porque elegí libremente mal hace cuarenta años. El caso es que estaba libremente condenado a no poder disfrutar de Galdós sino tarde y tras muchas torpezas; y por razones que conjugan el azar, la decisión y —de nuevo— la época.

El hombre Cervantes no era como me habían dicho en el colegio; cuando lo conocí me pareció de pronto muy contemporáneo; y creo que si hubiese leído la biografía de Jean Canavaggio con 17 años me habría caído infinitamente mejor que Byron o Durruti. Mienten los que dicen que Cervantes era contemporáneo de Felipe II y del duque de Lerma. Cervantes es realmente contemporáneo de cualquier chico de 17 años. Otro de los efectos de leer con el sexo es que necesitas que tus autores favoritos te caigan bien. Algo de juventud me ha devuelto, pues, la lectura de Galdós, porque resulta que, ahora que leo con la próstata, ahora que quiero a mucha gente que no me cae bien, el autor de los Episodios me parece tan cercano, tan amigo, tan buen chico, como Stevenson cuando leí La isla del tesoro. Me cae irremediablemente bien: un genio discreto y sin ínfulas; un republicano capaz de entenderse con un tradicionalista como Pereda y de amar a una carlista apasionada como Emilia Pardo Bazán; un tipo con un increíble sentido del humor; el escritor menos sectario e ideológico del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país. Muchísimo más sensato y solar —y contemporáneo nuestro— que los Unamunos y Barojas y Valleinclanes que lo siguieron.

Así que entregamos a Cervantes sin resistencia; y entregamos a Galdós sin rechistar. Y entregamos, desde luego, la bandera rojigualda, que no es fácil disputar sin taparse la nariz. Pero es que entregamos incluso ¡los paisajes!

No me refiero al campo, que ya no existe (ver capítulo IV), sino a sus representaciones. Me refiero a ese conjunto de árboles, a esa cadena de montañas, a esa dulce rugosidad que llamamos valle, a esa repetición azul que llamamos mar, a ese rebañito de casas que llamamos pueblo. Antiespañoles «enfermos de literatura», nuestros paisajes nos parecían muertos en comparación con la Selva Negra, la tundra rusa, los Mares del sur o los marjales de Inglaterra. España, el país más montañoso de la UE, en nuestra imaginación era seco y plano. La Meseta era un solar abandonado y cubierto de tojos; nuestros ríos un mal silogismo hegeliano; nuestros pueblos suburbios empalados por la carretera nacional, crucificados bajo el sol. Algunos de nosotros, años después, viajeros frecuentes o residentes en el extranjero, acabamos conociendo mejor la Toscana que los Pirineos, mejor las orillas del Nilo que las del Tiétar, mejor los pueblos del sur de Túnez que los del sur de España. No leíamos autores españoles; no veíamos los paisajes españoles.

No era una elección personal. ¿Qué nos pasaba? Todas estas entregas tenían que ver, sin duda, con una generación determinada, marcadamente madrileña (en sentido lato), pero también o, sobre todo, con el «izquierdismo», esa enfermedad de la vista, de prevalencia urbana y etiología autoinmune, que reconoce a España una existencia excesiva, como obstáculo y anomalía, y muy poca o ninguna a los españoles, salvo que, como ocurre con muchos vascos y muchos catalanes, se nieguen explícitamente a serlo. El «izquierdismo» es la mitad débil de un país siamés en el que cada una de las dos partes depende de la otra para mantener con vida un engendro inevitablemente «de derechas».

No era —o no solo— culpa nuestra. Para poder leer autores españoles, para poder ver y amar paisajes españoles, algo tenía que cambiar antes en España. En la España de mi adolescencia lo más inteligente, lo más sabio, lo más rebelde, lo más poético era ser un total imbécil. Solo los menos inteligentes, los menos sabios, los más dóciles y más prosaicos se salvaron de la imbecilidad.


En diciembre de 2015 participé en la campaña electoral como candidato «cunero» al Senado por la provincia de Ávila. Digo «cunero» con un rigor excesivo. Si acepté presentarme a las elecciones fue por dos motivos. El primero era que no había ni la más remota posibilidad de ser elegido. De pequeño, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, nunca se me ocurría nada a la altura de las expectativas; de hecho, no se me ocurría nada (salvo torero). Pero sí tenía muy claro, en cambio, lo que no quería ser y así lo decía con aplomo: «¿qué quieres ser de mayor?», «no quiero ser senador». De manera que con 55 años conseguí por fin mi máxima ambición vital. No fui —no soy, no seré— senador.

El segundo motivo era que, aun no siendo nativo, mantenía un vínculo emocional de larga data con la provincia de mi candidatura. Como les ocurre a tantos madrileños, no tengo ningún pueblo al que volver, pero sí dos pueblos a los que ir; y he ido a los dos ya tan a menudo que a veces tengo la sensación de estar volviendo. Uno es un pueblecito de Almería llamado Hortichuelas Bajas, entre Níjar y Las Negras, chumberas, pitas pitacas y ahora invernaderos, donde vive Margarita, una abuela del neolítico («cuando me muera, como la siesta de un árbol, pa la tierra y pal sol»). El otro es un pueblo de Ávila, Piedralaves, bastante más grande, en la vertiente sur de la sierra de Gredos, sobre el valle del Tiétar, pino, castaño, roble y ahora turismo rural, a donde fui por primera vez con seis años de edad y donde tengo, en el centro mismo de la población, la única media casa de la que soy propietario. Esa raíz ligera me autorizó a dejar a un lado los últimos escrúpulos.

Durante tres meses, entre noviembre de 2015 y enero de 2016, viví en esa casa para preparar y hacer la campaña. Debo aclarar que desde 1988 vivo fuera de España. He vuelto desde entonces todos los veranos y además, en los últimos años, he viajado con frecuencia a la península para dar cursos o conferencias. Pero mi relación con mi país estaba marcada por esta fuga de treinta años antes y por estas intermitencias académicas o militantes que me ponían en contacto siempre con la misma gente —a veces literalmente— y con los mismos ámbitos urbanos. Probablemente he vendido palabras en tantas ciudades de España como lencería o cuchillos un antiguo viajante de comercio, pero con mucho menos provecho, sin ver otra cosa que universidades, centros sociales y restaurantes. Es verdad que hoy se puede ser un hombre abstracto en cualquier lugar del mundo; y no se es más cosmopolita, o cosmopaleto, en Túnez que en Béjar; la facilidad de los viajes y la conexión digital hacen tan difícil el descenso a una «patria» desde El Cairo como desde El Ejido, pues en ambos lugares se puede estar en el mismo sitio: en ninguno. Pero no menos cierto es que durante esas tres décadas me perdí muchas series de televisión, muchos programas de humor, muchos partidos de fútbol y muchos pequeños cambios lingüísticos y gastronómicos, esos lazos de «nacionalismo banal» cuyo sobreentendido comunicativo constituye un espectro de comunidad del que yo estaba excluido.

No creo que fuera la edad ni el cansancio del «cosmopolitismo» (muy relativo, pues vivir en Túnez es tan exótico como vivir en Alicante). No fue, desde luego, una revelación unamuniana; ni una sacudida telúrica de ancestralidad reaccionaria. Cuando alguna vez he tratado de explicar esta modesta transformación la he resumido en esta frase: «en diciembre de 2015 entré en España por otra puerta». Entré por una puerta por la que nunca había entrado antes, cuando daba charlas en facultades o centros culturales; o cuando iba —queriendo volver— a uno de mis dos pueblos, que solo he «visto» de verdad tras este cambio. Todos conocemos la potencia cegadora de las costumbres y la potencia, por tanto, reveladora de su quiebra o suspensión. No hace falta haber leído a Heidegger para reconocer esta experiencia común: cuántas veces ha aparecido ante nuestros ojos un objeto hasta entonces sumergido en la oscuridad del hábito como consecuencia de un sencillo desplazamiento de posición —no digamos de un enamoramiento o de un dolor—. Así que entré de pronto en España por «otra puerta», como candidato rural, y me encontré con un país desconocido, con un país que nunca había visto, con un país en el que gente que no me resultaba familiar hablaba un idioma muy parecido al mío. No es que descubriera de un golpe —que también— todas las transformaciones sociales sufridas en los últimos treinta años; o que me quedara aturdido por las continuidades coriáceas de nuestra España vaciada, vieja, explotada y renuente al cambio. La paradoja es que ese país desconocido lo sentí por primera vez como mío o, mejor dicho, como potencialmente «amable». Ya sé que la causa —el aura o fuente oculta de luz, el sol tramontano que iluminaba esa luna— tenía que ver con la política. Pero lo que me fascinó en ese momento fue la conjunción de paisaje y lenguaje. Recuerdo con emoción los cerezos de Extremadura, en el valle del Jerte, inseparables de ese acento suavemente pedregoso que de pronto me parecía venezolano o colombiano. Recuerdo el cambio brusco —del castaño y el roble al pino piñonero— al pasar por carreteras angostas del sur al norte de Gredos, y ello asociado a un habla más seca y más brusca, no de piedra sino de pedernal. Los pueblecitos más desolados y más hostiles —con una vida social masculina muy parecida a la del campo tunecino— llevaban agarrados a la sierra, a punto de caer, muchos siglos; y ahora estaban a punto de caer. Igual que, al nacer, tenemos los días contados, yo me decía que todos esos árboles y esas palabras estaban contados, en el sentido de que cada uno de ellos, cada una de ellas, contaba, lo que les confería una concreción inesperada y un valor tan grande como grande era su fragilidad; y pensaba que la misión de un candidato rural no era la de convencer a nadie de que votara a un partido u otro sino la de contar esos árboles y luego, por qué no, todas las vacas y todas las piedras y todas las sílabas. Y, desde luego, todos los hombres y todas las mujeres, uno por uno, una por una, como si realmente contaran. Insisto en que no había en esta revelación nada ancestral; ninguna vuelta a ningún origen. En todos los países hay una puerta por la que cualquiera podría entrar y descubrir su concreción y su variedad. Insisto, además, en que esta puerta es «política» en el sentido más profundo y transversal, porque es la política, y no la Pachamama, la que une los árboles entre sí y, a través de los relatos comunes tejidos en una lengua común, la que une los árboles a los hombres y mujeres que han nacido después que ellos. Podría haber encontrado esa puerta en Túnez —casi la encuentro durante la revolución del año 2011— pero me di cuenta, como consecuencia precisamente de esta revelación, de que políticamente, de forma negativa, contrariada o despechada, siempre había estado vinculado a España.

Después de esa campaña electoral «vi» por primera vez mis dos pueblos. Vi el Cerro del Aire, desnudo y seco, el cielo altísimo, las casitas encaladas entre las chumberas; y oí ese maravilloso acento andaluz deshidratado de la frontera almeriense con Murcia, tierra yerma, implacable, entregada a los plásticos y al turismo. «Vi» Gredos pelado, con sus piornos amarillos, y me aprendí los nombres de todas las flores de su ladera meridional, también pobre y conservadora, a la que han vuelto los resineros —cuando se fueron, en 2008, los déspotas del ladrillo—. «Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños.

Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea». España, es verdad, existe más como Estado que como nación, fue parida en Castilla y ha sido siempre una maldición para los castellanos; y nunca ha permitido a las naciones periféricas, especialmente a Catalunya, ni independizarse ni construir el país común. Y mucho menos el imperio. ¿Cuántos adelantados, conquistadores y cronistas de Indias fueron catalanes?

¿Cuántas ciudades de América llevan nombres catalanes? El otro día me acordé de pronto de una, Barcelona, capital del Estado de Anzoátegui, en Venezuela, ciudad en la que he estado un par de veces. Pues bien, fue fundada en 1638, en efecto, por un catalán, Joan Orpí del Pou, del que dice sumariamente la Wikipedia que pasó a las Indias con el nombre de Gregorio Izquierdo. ¿Por qué lo hizo con ese nombre? Muy sencillo: lo había intentado anteriormente con el suyo propio y en Sevilla le habían prohibido el embarque por ser catalán. Los judíos y moriscos cambiaban de nombre cuando se convertían al cristianismo. ¿Cuántos catalanes, valencianos, aragoneses en general, hicieron lo mismo para poder sumarse a la empresa colonial española? Júzguese como se quiera ese impulso; aquí lo que cuenta es que les estaba vedado por la Corona castellana.

(Se dirá que en Venezuela también existe la ciudad de Valencia, pero esa Valencia, fundada en 1555, no toma su nombre de su homónima levantina, entonces parte del reino de Aragón, sino del pueblo donde nació el adelantado Alonso Díaz Moreno, Valencia de Don Juan, en León.)

En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles.

Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. Por lo demás, ningún conjunto de «alienados» ha tomado jamás conciencia de la «verdad» porque un hechicero fanático, aislado en una cabaña, le cambie el nombre sin que sus miembros se enteren.

En 2016, el novelista y ensayista Sergio del Molino escribió La España vacía, un libro más que notable, donde se afirma, ya al final, que «desde 1975 los españoles se han desentendido de España», para añadir enseguida: «han preferido escribir de cualquier otra cosa antes que de España y los españoles». Desde 2016 han pasado mil años. Desde entonces los españoles han vuelto a ocuparse de España y los escritores —no solo historiadores— a escribir abundantemente al respecto. Así como, entre 1975 y 1985, nos sucedió a muchos que nos pusimos a leer a Kafka y Proust al mismo tiempo sin saberlo; y al mismo tiempo todos juntos desdeñamos a Cervantes y Galdós; ahora nos está sucediendo a muchos al mismo tiempo que descubrimos a Cervantes y Galdós, que nos alejamos del «hombre abstracto» y sus legañas y hasta amamos —o al menos vemos— los paisajes españoles. A todos los humanos se nos ocurre la misma idea cuando queremos huir de nuestra familia; fundar una nueva; y nos sentimos originalísimos al hacerlo, como si a nadie se le hubiese pasado antes por la cabeza. Cuando Sergio del Molino —que por edad o por talento o por una mezcla de ambas cosas se libró de la imbecilidad de mi generación— escribió sobre España, casi nadie lo había hecho todavía, pero lo hizo, en realidad, llevado ya de un impulso común muy elocuente, como despunte y avanzadilla de una nueva atmósfera general. Todos los que lo hemos hecho después lo hemos hecho de la misma manera, creyéndonos muy originales, como padres primerizos, y revelando con ese gesto, en realidad, una transformación colectiva y un cambio de época.

Este impulso común es bueno y esperanzador. Parece uno de los pocos logros reales del régimen del 78, y se hizo presente, por una extraña paradoja, en su descomposición, con la crisis del 2008, el 15M y el primer Podemos, cuya aparición dejó sin vida una de las dos mitades siamesas, y amenazó a la otra, al descartar el «izquierdismo» como forma rutinaria y estéril de afrontar «España». De pronto uno podía ser y decirse español sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Aún más (y por mucho que personalmente me asombre): uno podía ser del Real Madrid sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Creo que es en esta descomposición ideológica del régimen, con la recomposición concomitante de los «emparejamientos» políticos, donde hay que inscribir la «revelación» personal de la que hablaba más arriba. Y la existencia de este libro.

Ahora bien, si este impulso común es bueno y esperanzador, ¿no da también un poco de miedo? ¿No anticipa o convoca el regreso de un pasado de hierro, sumergido en los escollos, que no deberíamos izar a la superficie? Pensándolo bien, pensándolo mucho, quizás no era tan malo, me digo, que «desde 1975 los españoles se hubieran desentendido de España». Porque cada vez que los españoles se han ocupado de España, han descubierto lo mismo: su débil existencia como nación. Y este descubrimiento los ha llevado no a intentar construirla mejor sino a destruirse los unos a los otros. Así que, cuando uno se pone a leer historia —y a pensar en España como en un objeto de estudio— España se convierte enseguida en un objeto de irreprimible ansiedad. Ya se empiece en el siglo xvi o en el xx, con los moriscos o con Franco, con Flandes o con la Segunda República, se llega inevitablemente a dos conclusiones. La primera es que España no tiene arreglo. La segunda es que no hace falta. Porque uno de los factores que más ha agravado los problemas colectivos —«España como problema» y no como país— ha sido el deseo y la tentativa de solucionarlos. Aún más: tengo la impresión de que todo el problema de España procede del hecho de haber pensado tanto en ella: lo que Juan Herrero Senés llama «el agujero negro» del ensayismo español, refiriéndose a la Edad de Plata de nuestra literatura entre 1898 y 1939: ese bucle melancólico, fatalista, vicioso, en el que, como una mosca en la miel, queda atrapada sin remedio toda voluntad «regeneracionista». En las últimas décadas, la combinación de olvido y «hedonismo de masas» había conseguido debilitar hasta tal punto la idea de España que nadie pensaba en ella, salvo como en un equipo de fútbol o en una playa grande. ¿La solución no sería precisamente dejarla existir como un problema menor, pequeño, llevadero, reprimido, remoto?

Buena parte de los españoles están seguros de ser españoles pero no basan su seguridad en serlo. ¿Puede uno hablar de España y decirse español sin conocer la historia de España? Obviamente sí. Sería terrible que nuestras conversaciones de bar fueran exámenes de memoria: discurrieran sobre Recaredo, la falsa batalla de Clavijo o las leyes de Alfonso X el Sabio. Ningún pueblo construye su vida material inmediata (su «vividura», que diría Américo Castro, o, si se prefiere, su identidad nacional) a partir de recuerdos históricos. ¿Pero puede uno hablar de la historia de España sin conocer la historia de España? La cuestión se vuelve inquietante y hasta vira hacia la tragedia cuando los pueblos, en lugar de vivir su identidad al margen de la historia, comienzan a «recordarla». Entonces ocurre una cosa muy rara: que lo que quieren los españoles no es ser españoles (que ya lo son) sino ser lo que nunca fueron: iberos o cartagineses o romanos o visigodos o carolingios. Por razones ideológicas muy «españolas», en ese trance nunca se equivocarán, desde luego, queriendo ser musulmanes o bereberes. El que quiere ser español a conciencia y en la historia, acaba fuera de la una y de la otra, en la «sangre» o en la ideología: pensemos, por ejemplo, en la famosa conferencia de Aznar en la Universidad de Georgetown el 21 de septiembre de 2004, donde aseguró que «el problema de España con Al-Qaida empieza en el siglo viii» y que los atentados del 11M no tenían nada que ver con la invasión de Irak sino que eran la consecuencia de que «España rechazara ser un trozo más del mundo islámico cuando fue conquistada por los moros, rehusara perder su identidad». Por eso es mucho menos peligroso hablar de España como de una «cosa hecha» a nuestras espaldas o bajo nuestros pies, u ocuparse solo de sus fenómenos cotidianos materiales, que pretender fundarla en un conocimiento histórico necesitado de permanente actualización. No puede ni debe haber una «nación de historiadores» porque la identidad se forma al margen del conocimiento y porque la obsesión por el conocimiento expresa ya una inseguridad: lo que a veces llamamos precisamente «identidad» para nombrar una reivindicación enfática y más bien teatral: soy español español español. Cuando un pueblo recurre al conocimiento para mantener su seguridad «nacional» es que está perdiendo (o está viendo amenazada) su seguridad general y necesita defenderla a través de esos pseudoconocimientos colectivos, fundados en otra parte, que llamamos mitos (centauros de información y de deseo). El citado ejemplo de Aznar es más que elocuente. Nadie vive de ser español (o francés o italiano), salvo que se esté muriendo de hambre o de incertidumbre. Los mejores años de España han sido aquellos en los que —sin hambre ni incertidumbre— hemos olvidado nuestra historia, en que no hemos necesitado conocerla ni «recordarla», en que no hemos basado nuestra seguridad en nuestra «nacionalidad», período coincidente, por cierto, con el de la desvirilización de los hombres, que han dejado de buscar su seguridad en sus genitales. Este período, que ahora se revela frágil y breve, ha alumbrado el amago de una españolidad no nacionalista y no masculina; y por lo tanto este libro —como tantos que se han escrito recientemente— es el resultado, sí, de una naturalización saludable, de un descenso del «hombre abstracto» a la pradera común, pero enseguida también un indicio más de un nuevo fracaso: hablar de España es constituirla como problema o como arma.

No se puede escapar: siempre hay alguien «recordando» España: un chalado de derechas, un chalado de izquierdas, un juez, un nacionalista catalán o vasco, un policía. Y basta que se agrave la misma crisis que pareció franquear la posibilidad de una transformación para recaer de nuevo en el agujero negro del ensayismo español y sus angustias imperativas. No pensamos en España porque vuelva a la existencia; es que vuelve a la existencia porque pensamos en ella; y vuelve entonces, inexistente y gritona, arrastrando del rabo, como el perro embromado, todo su ruidoso pasado de cadenas y latas.

En 1688 el médico suizo Johannes Hoffer puso nombre a una nueva enfermedad que mataba como a chinches a los soldados europeos desplazados para luchar lejos de sus hogares: «nostalgia», neologismo formado a partir del griego y que podríamos traducir como «el doloroso deseo de regresar». En el siglo xix, siglo de los nacionalismos y de los progresos científicos, se descubrió que muchos de ellos habían muerto, en realidad, de tuberculosis. Los síntomas eran los mismos: pesadumbre, adelgazamiento, pulso débil o irregular, consunción, marasmo y muerte. La «nostalgia» abandonó entonces el campo de la clínica para pasar a definir la dolencia de las almas prisioneras que se sienten atadas a un cuerpo desplazado de su lugar natural, un cuerpo que ha ido a parar a donde no debe. Ahora bien, en el siglo xvii, todos esos soldados enfermos —a los que incluso se impedía cantar porque la música agravaba su mal— sentían, sí, el «doloroso deseo de regresar», pero de regresar, ¿a dónde? A su aldea, a su madre, a su novia, al amigo de infancia, al pan de la tierra, a veces a su lengua ancestral, bienes tangibles cuya reunión, en el siglo xix, comenzó a llamarse con un nombre abstracto: España o Catalunya o País Vasco o Italia o Francia. Se decía «España» o «Catalunya» o «País Vasco» y uno se ahorraba hacer la lista de las piedras, árboles y cuerpos concretos sin los cuales resultaba vano o difícil vivir. Desde siempre la humanidad se ha movido de un lado para otro y la diferencia entre sus miembros no reside en que unos se muevan y otros no, sino en que unos pueden volver y otros no. Los que pueden volver suelen ser ricos; los que no pueden volver suelen ser pobres. La nostalgia —que es lo contrario del spleen— es cosa de pobres. Durante siglos los españoles han salido de sus casas para no volver: los que se iban a hacer las Indias en travesías infinitas sin certezas; los que en el siglo xix y xx eran mandados a luchar y morir a África o a Cuba o a Filipinas; los que, tras la guerra de 1936, se exiliaron en México o Argentina; los que, a partir de 1958, emigraron a Francia, Suiza o Alemania soñando con «atar los perros con longanizas». Los pobres llamaban «España» a la lista de cosas que no iban a volver a ver; los ricos, yendo y volviendo de vacaciones con ligereza cosmopolita, la llamaban poco y pensaban aún menos en ella, porque España no era un inventario de ausencias minuciosas sino una tranquilizadora sensación sin materia: de seguridad, de poder, de libertad.

Me pregunto entonces: ¿«patria» es aquello de lo que se siente nostalgia —deseo doloroso, quizás imposible, de regresar— o aquello que nos está esperando, cierto e inevitable, desde el momento en que salimos de casa? ¿Es la lista de las cosas queridas o la sensación de seguridad? En España las cosas han cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Por un lado, víctimas privilegiadas del «fin del neolítico» y el selfismo tecnológico (ver capítulo IV), hemos ido perdiendo casi todo vínculo con la aldea, que ya no existe; con la madre, a la que cuidan extraños en una residencia; con la novia, porque somos poliamorosos; con el amigo de la infancia, porque tenemos 15.000 amigos en Twitter, Facebook e Instagram; con el pan de la tierra, porque comemos atún de Somalia y tomates chinos; también con la lengua ancestral, porque nos vamos quedando sin cosas propias que nombrar. Al mismo tiempo, el crecimiento económico y la integración en la UE en 1986 han transformado a los españoles, de emigrantes que eran, en livianos cosmopolitas sin fronteras o, lo que es lo mismo, en turistas seriados que vuelven a casa sin haber salido jamás de ella. La nostalgia ha desaparecido de nuestras vidas: es que hemos perdido al mismo tiempo el miedo y la lista de las piedras y de los cuerpos. Una pérdida es buena; la otra no tanto. Frente a los nativos españoles, hoy son los migrantes subsaharianos los molestos, incómodos, irritantes custodios de todas las nostalgias. Muchos de ellos, paradójicamente, arrojan al mar sus pasaportes nacionales para que Europa no los pueda devolver a sus países de origen. Muy pronto, sin dejar de ser pobres, habrán perdido también ellos su inventario de intensas poquedades.

El nombre de España ya no reúne un puñado de objetos perdidos ni un fajo de falsos recuerdos manufacturados sino algunos derechos elementales depositados en un pasaporte, ayer despreciado, hoy privilegiado. Si perdemos el pasaporte, ahora que ya no nos quedan «intensas poquedades» a las que regresar, nos aferraremos con desesperación a la memoria y al «conocimiento». Por eso, da miedo ponerse a pensar en España en un momento en que se acumulan de nuevo en su futuro dificultades y sombras.

«España» es un nombre bastante estable que, cabalgando la Hispania romana, existe desde hace muchos siglos. Lo mismo pasa con países como Grecia, Italia o Egipto, cuya antigüedad toponímica ha generado la ilusión de una continuidad histórica, contradictoria con el hecho de una existencia nacional muy reciente, a la que se ha llegado tras decenas de cruces étnicos, sacudidas culturales y variaciones territoriales. El nombre de Francia, por ejemplo, es mucho más joven, pero su existencia nacional bastante más antigua. Como los humanos vivimos a través de los nombres, a los que asociamos intensas poquedades y abstractas muchedumbres, el nombre de España —en el que han cabido tantos pueblos y tantos reinos— nos sugiere fortaleza y no debilidad, regularidad y no zozobra, identidad esencial y no intermitencia nacional. La disparidad entre la estabilidad del nombre y la efervescencia conflictiva del contenido explica en parte el malestar que se apodera de uno cuando se pasa de la «vividura» al pensamiento. España es más vivible que pensable. Por eso los nacionalismos periféricos y el «izquierdismo» madrileño quieren quitarle el nombre; y por eso el nacionalismo español y el destropulismo reaccionario lo pronuncian de manera redundante y enfática, como una jaculatoria contra la historia y una declaración de propiedad contra la vividura común.

Entre los siglos viii y xvi, en todo caso, el nombre «España» no ciñe ni un Reino ni una Nación sino un cajón territorial, un mero contenedor geográfico vacío. Cervantes, por ejemplo, utiliza 59 veces el término en el Quijote, treinta en la primera parte y 29 en la segunda, siempre para referirse al territorio físico o para subrogar el poder dominante de Castilla. En cuanto al gentilicio «español», es un extranjerismo de origen provenzal que no se usó en ningún caso antes del siglo xiii: era el modo en que los foráneos se referían a los habitantes de la península, con independencia de que fueran cristianos o musulmanes, andalusíes, castellanos o aragoneses. Cervantes, que sí nombra a «castellanos», «vizcaínos» y «gallegos», lo emplea muy pocas veces en su inmortal novela; hay muy pocos «españoles» en La Mancha. Nunca había reparado en la extravagancia morfológica de esta desinencia en «-ol», inexistente en castellano para otros topónimos. Los habitantes de Ocaña, por ejemplo, se dan a sí mismo el nombre de ocañeses u ocañanos, que es la forma regular, o la más habitual, de los gentilicios españoles. No se puede sacar, desde luego, ninguna conclusión de esta anomalía, pero uno siente la tentación de evocarla a la hora de explicar las dificultades que tienen muchos españoles para identificarse con un gentilicio que no es autonimia sino heteronimia: el nombre, digamos, que nos han dado los «franceses», por lo que la negativa a ser «español» expresaría una paradójica reacción nacionalista y patriótica. Los españoles —podría decirse— somos extranjeros para nosotros mismos. Parte de esta extrañeza gramatical se recoge en la frase un poco prescriptiva «los españoles somos» (orgullosos, valientes, solemnes), poco usada ya en ausencia de poquedades intensas, pero que a un italiano o un francés les resultaría tan traumática como un anacoluto: esa falta de concordancia entre el sujeto (tercera persona del plural) y el verbo (primera persona) refleja la voluntad muscular y casi desesperada de apropiarse de algo que no se es, que nos es ajeno, que está siempre un poco lejos de nuestros cuerpos. Decir «los españoles somos» (no importa los predicados que encadenemos después) es tan incoherente, desde un punto de vista gramatical, como decir «los españoles soy» o «los españoles eres». Los españoles somos visigodos. Los españoles soy Santiago. Los españoles eres mi madre. Es difícil saber lo que estamos diciendo.

Somos españoles porque tenemos un pasaporte español, porque vivimos en un nombre antiguo e incómodo, porque aceptamos como natural que en un comercio denominado «estanco» se vendan al mismo tiempo sellos y tabaco, porque hablamos inglés con un acento nefasto, perfectamente reconocible para un anglosajón. Lo somos también porque nuestra experiencia vital presupone el conocimiento compartido e inconsciente de ciertos procedimientos administrativos, de ciertos expletivos e interjecciones, de ciertos horarios comerciales y ciertos salvoconductos gestuales; también de una determinada manera de relacionarse con las instituciones, con el espacio público, con los cuerpos; de saludarse, de festejar, de condolerse, cenestesias etológicas cuya intersección con los «conjuntos nacionales» llamados Catalunya o País Vasco puede estar más o menos poblada, pero nunca vacía. Cuando los españolistas —y esto desde José Antonio Primo de Rivera— dicen que el «separatismo» es un rasgo propiamente español, de manera que la voluntad de independizarse de España supone, al mismo tiempo, una declaración de españolidad esencial por parte de los independentistas, están tratando de justificar, en nombre del nacionalismo más étnico y ahistórico, el derecho a tomar todas las medidas imaginables, democráticas o no, contra el nacionalismo ajeno: su propia resistencia confirma a vascos y catalanes como españoles de raza y nos autoriza, por tanto, a mantenerlos por la fuerza en la nación a la que naturalmente pertenecen. Pero lo cierto es que, si los catalanes y los vascos se independizaran de España, propósito tan legítimo como penosamente hacedero, dejarían de ser españoles en términos políticos y jurídicos, pero tardarían siglos en deshacerse de estas intersecciones culturales y etológicas que pueden llamarse «españolas» sin agravio ni remordimiento.

Lo que no creo es que ninguna persona normal se «sienta» española (ni vasca o catalana). En junio de 2010 vi la famosa final del Mundial de fútbol, completamente solo, en la habitación de un hotel de Maracaibo, en Venezuela. Lo confieso: sentí una gran alegría cuando marcó Iniesta su gol y más alegría aún cuando acabó el partido con la victoria de España; luego, cuando los compañeros filósofos de distintas nacionalidades con los que compartí la cena me felicitaron por el resultado, me sentí «victorioso». Me sentí alegre y victorioso, sí, pero no me sentí español, y ello por la misma razón por la que uno no se siente más o menos padre con los logros y derrotas de sus hijos: padre, como español, es un estado, no una emoción. Los compañeros que me felicitaban por la victoria me felicitaban, ellos sí, en mi condición de español, pero yo no «sentía» esa condición, y hasta puedo decir que sus congratulaciones me incomodaban un poco, pues me obligaban a sacar mi alegría de su propio recinto, donde me había reunido, en mi soledad, con una muchedumbre igualmente jubilosa, y entregársela a un país abstracto que, como tantas veces antes con tantas otras cosas, no iba a hacer un buen uso de ella.

Un partido de fútbol es un lugar excelente para distinguir entre «filiaciones» y «afiliaciones», esas dos formas de estar en el mundo que analizó muy bien el escritor palestino-estadounidense Edward Said. A uno puede no gustarle el fútbol y puede decidir, por tanto, no ver la final del Mundial. Pero desde el mismo momento en que nos situamos ante la pantalla del televisor renunciamos a la indiferencia y, aún más, a la objetividad. Es verdad que el fútbol no es exactamente un juego o no es solamente un juego: es una forma reglada de dibujar figuras complejas en el espacio y de reconocer, delimitándolo, el espacio mismo como categoría independiente de nuestra voluntad. Si nos irrita que la pelota sobrepase las líneas laterales es por la misma razón por la que nos colma de satisfacción que la red la retenga cuando penetra bajo los tres palos: en el saque de banda el espacio se derrite; en el gol se cierra y se consuma. Valga decir que el fútbol contiene un fondo de belleza objetiva sin el cual no se explicaría su seguimiento «universal». Pero esta belleza es inseparable, y hasta parcialmente efecto, del compromiso subjetivo con el que se contemplan los lances del juego. En el terreno se enfrentan dos equipos que subrogan enseguida, lo queramos o no, el bien y el mal; incluso si ninguno de ellos es el «nuestro», sucumbimos espontáneamente a la necesidad de alinearnos, al albur a veces de las impresiones más superficiales (el color de las camisetas o el nombre del equipo), como si aceptáramos que la emoción partidista es la condición o, al menos, el afrodisíaco o umami de la revelación espacial. La máxima belleza —el movimiento ordenado en el espacio— no puede disociarse de la máxima fealdad —el desorden de las pasiones arbitrarias más prevaricadoras y sectarias—.

La final de un Mundial la ven muchos más millones de personas que habitantes tienen los dos países enfrentados en el campo. Todos los espectadores, sin excepción, vuelcan su alma hacia uno de los dos equipos. Pero no todos lo hacen por las mismas razones. Mientras que los seguidores «nacionales» se alinean por «filiación», los millones restantes lo hacen por «afiliación». Para que se me entienda, aclararé que por «filiación» entiendo aquellos lazos emocionales o afectivos que nos vinculan a una comunidad no elegida, a la que se pertenece de hecho y al margen de la voluntad, como es el caso de la familia o la nación. La afiliación, en cambio, tiene que ver con las afinidades electivas, con los vínculos que uno elige y desarrolla por propia decisión y de una manera, si se quiere, racional o, por lo menos, consciente: pensemos en las organizaciones políticas, desde luego, pero también en (al menos formalmente) los contratos laborales o los grupos de amistad y afinidad de internet. Si aceptamos esta simple división binaria, podemos decir que nuestra vida política y social se mueve sin interrupción entre filiación y afiliación y que por eso mismo la humanidad está siempre expuesta a la amenaza de dos peligros mellizos. El primero es la negativa a reconocer ningún derecho o existencia a las relaciones de filiación, exigiendo que todas ellas sean de afiliación voluntaria; esta pretensión de que no haya nada dado (ningún dato) es la forma ideal del mercado capitalista, pero también la ambición de ciertos totalitarismos históricos, de derechas y de izquierdas, obsesionados con la construcción de un «hombre nuevo», fruto enteramente de un proyecto o cálculo racional. El segundo peligro es, por el contrario, el de confundir filiación y afiliación; esto ocurre, en la izquierda, cuando las relaciones de militancia devienen relaciones de familia, clausuradas en lenguajes cifrados y afirmaciones identitarias que cierran por tanto el paso a la complejidad del mundo; y ocurre, en la derecha, cuando se asume como evidente que la filiación más apasionada y esencialista es el resultado de una afiliación racional: el chovinismo nacionalista está siempre convencido, por ejemplo, de que le ha tocado formar parte de la nación que habría elegido como mejor y superior si hubiese podido escoger libre y racionalmente.

La filiación, real o imaginaria, es fuente de emociones y sentimientos, pero no puede sentirse directamente; nadie siente de modo inmediato su «filiación». Ni siquiera un racista se «siente» blanco cuando lincha a un negro, porque la blanquitud es la normalidad, la sustancia, la naturaleza misma, que solo puede sentirse como duda o anomalía, como se siente una piedra en el riñón. Al mismo tiempo y del otro lado, todas las afiliaciones son resultado de emociones filiativas ignoradas o escondidas: cuando decidimos, por ejemplo, apoyar al Atlético de Madrid sin ser colchoneros, es muy probable que en realidad estemos tomando partido contra su rival de esta tarde, el Real Madrid, y ello porque somos culés y además independentistas catalanes. Detrás de todas las afiliaciones hay siempre historias complejas y filiaciones no explícitas. Pero es bueno distinguir entre unas y otras. En el caso del fútbol, esta diferencia asoma en las dos expresiones que se usan, de distinto grado e intensidad, para justificar el apoyo a un equipo. La filiación dice: «soy de» (del Real Madrid, del Barça, de la Roja), misteriosísima fórmula ontológica que, tratándose de deporte, subraya el carácter filial, básicamente inofensivo, de una pasión muchas veces adventicia o reciente. La afiliación, por su parte, dice: «voy con» (el Real Madrid, el Barça, la Roja), marcando así la distancia original y el carácter libre y racional de un apoyo interino o provisorio. El fútbol es, en todo caso, uno de los tres ámbitos en los que uno se puede permitir, como condición para la comparecencia objetiva del espacio, un poco de confusión entre filiación y afiliación; y cuyo placer exige, desde luego, algún tipo de compromiso subjetivo, bien mediante filiación, bien mediante afiliación.

El segundo ámbito es el amor, esa relación que los afectados perciben al mismo tiempo como elegida y como no elegida, como libertad y como destino. Mis relaciones con mi madre o con mi hijo son estrictamente filiativas: me han caído encima, ley de la gravedad cuya belleza antropológica es necesario seguir reivindicando. Mi amada, en cambio, ha entrado en mi vida desde fuera y tardíamente y puedo sacarla de ella en cualquier momento; pero mientras la amo la vivo también como «caída del cielo», destinada a mis brazos desde siempre y para siempre, y ello incluso si la eternidad, finalmente, dura solo tres meses o tres años. Toda la belleza y todo el placer del amor proceden de esta ilusión filiativa, sin la cual ni distinguiríamos entre un cuerpo y otro ni tendríamos cada uno de nosotros —necesaria para la supervivencia general— una experiencia igualmente única y singular de universal irrepetibilidad humana. El amor se destruye a sí mismo si se vive como una afiliación azarosa o soberana («voy con Ana», como si lo que me gustara de ella fuera el nombre o el color de su vestido). Los que advierten contra los peligros del «amor romántico» y pretenden erradicar toda «ilusión filiativa» de las relaciones eróticas en favor de una racionalización afiliativa son en realidad defensores de izquierdas del viejo y derechista «matrimonio de conveniencia», fuente de mucha estabilidad social pero también de mucha contaminación glacial. El amor es peligroso, es verdad, pero más peligroso es no correr jamás ningún peligro.

El tercer ámbito donde es necesario conjugar filiación y afiliación es la democracia. Eso que llamamos Constitución es la acción en virtud de la cual una comunidad concreta, unida por lazos filiativos, en este caso nacionales, reafirma sus vínculos mediante un pacto afiliativo consciente que reconoce pero deja atrás la filiación. La nación filiativa puede querer guerra o venganza o tortura contra los enemigos externos e internos; así que la nación afiliativa se da a sí misma un Estado de derecho que impide los excesos derivados de esa filiación que la afiliación, al mismo tiempo, ha refrendado. El problema de la Constitución española es que su impulso afiliativo solo reconoce una «nación», de manera que, al menos en este aspecto, prolonga, sin superarla, la filiación estricta, pues la nación que se da a sí misma ese marco pretendidamente colectivo excluye a aquellos ciudadanos que se sienten parte de la nación catalana o de la vasca, filiaciones solo amagadas o insinuadas y finalmente escamoteadas en el texto constitucional. La Constitución española no pasa, por tanto, al estadio propiamente afiliativo o democrático, el único que podría mantener a raya las pretensiones totalitarias de la filiación española y las acucias «rebeldes» de los nacionalismos periféricos. Solo una constitución plurinacional —y federal— o, lo que es lo mismo, pluriafiliativa, podría satisfacer todas las demandas de filiación y contener simultáneamente todas las pulsiones étnico-esencialistas. Una verdadera constitución «republicana», en efecto, es el único dispositivo que permite conciliar esas dos formas de alineamiento que hemos citado en relación con el fútbol: nos permite «ser de» España y además «ir con» España (o «ser de» Catalunya y además «ir con» Catalunya).

La filiación, en definitiva, es fuente de emociones, pero no puede ella misma emocionarnos. La españolidad, en este sentido, quizás solo se puede «sentir» de forma negativa. Quiero decir que un independentista catalán o vasco o gallego «sienten» que no son españoles (sienten, si se quiere, la negación de la españolidad en el pecho) pero no la catalanidad o la vasquidad o la galleguidad, filiaciones que no se corresponden con ningún sentimiento sintético total, porque consisten, como la españolidad misma, en una rapsodia o ráfaga de «vividuras» positivas, rutinarias y silenciosas. También puede ocurrir, es verdad, que uno se sienta, en determinadas ocasiones o en ciertos lugares, un español negativo, experiencia familiar para cualquiera que haya ambicionado, por ejemplo, dejar de ser español en Portugal, donde es imposible sacudirse esa condición (como es imposible sacudirse el acento o las pestañas), pues los portugueses, justificadamente suspicaces frente a los españoles, no distinguen entre un castellano y un vasco, entre un españolista y un lusófilo, y nos imponen a todos por igual una identidad muy fea (gritona, imperativa, colonial) que se siente en el vientre como un sapo viscoso y movedizo. Ahora bien, en ese caso uno experimenta más bien el deseo de no ser español o el de no ser ese español, mitad real mitad imaginario, que los portugueses han sacado de su propia portuguesidad insensible. Está bien viajar a Portugal precisamente para concebir el deseo de ser un español diferente.

Porque lo decisivo es que la filiación nacional española no impone un paquete establecido o definitivo de emociones y reacciones, igual que el sexo masculino no impone a los hombres la violación como única forma posible de relacionarse con las mujeres. Uno puede sentir la alegría de que España gane un Mundial y sentir mucha vergüenza de que España «reconquiste» la isla de Perejil. Uno puede sentir el placer de desear y ser deseado en cuanto que «hombre» y sentir el horror (ver capítulo IV) de los pechos virilmente abombados, de la bravuconería genital y de las jerarquías sexistas. Me voy a atrever a proponer este paralelismo. Decía más arriba que el «olvido» del pasado tenebroso de nuestra historia había coincidido en las últimas décadas con la desvirilización de la masculinidad, que ya no busca su seguridad en los genitales. Este es un gran triunfo sobre el machismo pero también debería serlo sobre el constructivismo radical y sus arbitrismos fantasiosos. Durante años —lo he contado en el arranque de este capítulo— he intentado dejar de ser español, luchar contra la españolidad invasora, que me parecía un obstáculo íntimo para la libertad y la justicia; y en el curso de esa lucha acabé entregando autores indispensables y paisajes maravillosos. Esta lucha ha sido contemporánea de otra concomitante contra la masculinidad; durante muchos años me ha parecido que la única forma de ser bueno, decente, pacífico, inteligente, justo y empático era dejar de ser un hombre. Estas dos luchas, naturalmente, estaban biográficamente asociadas —más allá de las presiones familiares— a la experiencia epocal de una escuela que blandía la españolidad, como bastón y como pene, contra los más débiles, los menos agresivos, los más «femeninos». Si estiramos un poco la diferencia entre filiación y afiliación, podríamos decir que, en términos sexuales, el sexo es filiación y el género afiliación. España no tiene sexo, salvo porque la visión católico-imperial le ha concedido siempre uno, por supuesto masculino, al que ha reducido toda filiación nacional posible; es decir, España tiene sexo porque la mitad siamesa más sombría de nuestro país, la que ha moldeado la españolidad eterna, bigotuda y beata, ha negado cualquier alternativa genérica: España es orgullosa, solemne, valiente, cristiana, felizmente intolerante, ceñudamente tradicionalista. Los hombres, por nuestra parte, tenemos sexo, fuente de muchos placeres y muchos sufrimientos, y al mismo tiempo tenemos género, resultado de una construcción histórica enganchada solo en parte a los genitales, los cuales pueden ser civilizados y hasta domesticados sin necesidad de recurrir a la solución extrema de la castración; ni a la menos extrema del puritanismo sexual y la negación libidinal. El feminismo minoritario que identifica el sexo masculino —o su género, construido como irreformable— con la violación y la violencia se parece mucho a la ideología católico-imperial que identifica España con los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros y Hernán Cortés; es decir, a esa visión étnica que niega toda posible afiliación democrática en favor de una filiación siempre cerrada, esencial, casi biológica. ¿Se puede ser hombre y además pacífico, sensible y cuidadoso? ¿Se puede ser español y además mujer, demócrata y pacifista? Soy español, como decía Cánovas, porque no puedo ser otra cosa, pese a que lo he intentado sañudamente, perdiendo mucho tiempo y muchos aprendizajes; igualmente intenté sin éxito dejar de ser un hombre, a veces con dolorosa pasión de zelote, mediante un voluntarismo intelectualmente bastante estéril. Luego claudiqué. Soy un hombre. Eso quiere decir que no puedo ser Frida Kahlo ni Mesalina, pero no estoy obligado a ser mi padre ni mi viejo profesor de gimnasia ni el matón de mi colegio; eso quiere decir tan solo que en un momento de mi vida tuve que decidir qué «hombre» —y cuánto «hombre»— quería ser. Claudico. Soy español. Eso quiere decir que no puedo ser tailandés ni alemán; pero no quiere decir que tenga que ser mi abuelo paterno (ver capítulo II) ni mi bisabuelo (ver capítulo V) ni Francisco Franco ni Largo Caballero; eso solo quiere decir que estoy obligado a decidir qué español quiero ser, a qué tipo de español quiero «afiliarme», sin olvidar nunca que «las mutaciones han de partir de lo que está ahí y de los medios al alcance de los que pretenden mudar eso que existe» o, valga decir, que «lo que quiera que sea, ha de ser hecho con españoles». No me siento «español» como no me siento «hombre». O, al revés, me siento español y hombre de la misma manera, a ráfagas, en llovizna, balanceándome rapsódicamente entre la filiación y la afiliación. Acepto y hasta reivindico algunas «expresiones de género» masculinas sensatas y conforme a Derecho (o, al menos, no dañinas para nadie) después de haber logrado —creo— depurar mi masculinidad de muchos de sus parásitos machistas; la derrota del machismo, nunca definitiva, debe servir para liberarnos en cuanto que hombres y mujeres, con todas sus misteriosas voluntades y deseos, no para liberarnos de los hombres y las mujeres. Reivindico igualmente una españolidad sin sexo o con poco sexo, constitucional, republicana, federal, que dé satisfacción a todas las demandas de filiación nacional a partir de un refrendo afiliativo democrático; y que proteja —de los identitarismos y del capitalismo— eso que he llamado en otro sitio «prevaricaciones antropológicas», todas esas «vividuras» comunes sin relación con la verdad y la justicia pero compatibles con el Derecho, llamadas también costumbres y tradiciones, que nos unen sin parar, sin saberlo, a los otros cuerpos: los arbóreos, los humanos o los literarios. Porque no puede ocurrir nunca más —no debería ocurrir nunca más— que un lector español se niegue a leer a Cervantes y Galdós precisamente porque son españoles.

España

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