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Primer testimonio “Me he buscado la vida”(*)

Se espera de un AE que cuente una hystoria (1) que transmita la experiencia de su análisis y la manera que encontró para considerarlo concluido y hacer el pase. Los dos pasadores me pidieron muchos detalles, no se conformaban con cualquier cosa, no solamente mostraron un gran interés acerca de la adquisición de un saber sobre la verdad de la experiencia, de cómo se llegó hasta ahí, sino también acerca del savoir y faire con los restos del final del análisis. Dicho de otro modo, cómo arreglárselas con los restos sintomáticos.

Lo que queda al final de mi experiencia analizante es como una performance, (2) compuesta de varias escenas, significantes y marcas en el cuerpo que quedan como restos por fuera del sentido. En esa performance podríamos encontrar las siguientes piezas:

Hay un niño pequeño de 4-5 años que juega con varias niñas, juegos sexuales infantiles que se repiten, y en uno de esos juegos experimenta una intensa excitación que no puede ser simbolizada, por su precocidad y la dificultad para darle algún sentido. El cuerpo queda marcado por un exceso de energía y la mirada como el objeto de goce privilegiado en su economía libidinal, que localiza algo de ese exceso, pero no todo.

Hay un niño de 8 años que mira a su padre caído en el suelo. Una extraña sensación recorre su cuerpo, un escalofrío, una perturbación que como un “dolor” lo sacude. Marca y dolor que me acompañan todavía, aunque con menor intensidad.

Hay una madre que le dice a su hijo: “Hay algo más, pero no te lo puedo decir”.

Alrededor de esos agujeros en la existencia y de esas marcas significantes, el universo de mi neurosis se edifica tratando de encontrar a través del síntoma la reparación más o menos adecuada, según los diferentes momentos de mi vida, hasta que los embrollos de la vida amorosa me conducen a consultar a mi primer analista, hace algo más de 22 años.

La neurosis infantil

Una infancia relativamente feliz y agradable hasta que, a la edad de 7 años, la familia se traslada a Madrid ante el cierre de la mina en la que trabajaba el padre. Un padre amado y cariñoso, de pocas palabras, trabajador incansable para sostener económicamente a una familia humilde que tuvo que emigrar a la gran ciudad, momento a partir del cual, de una manera incomprensible, comenzó su deriva hacia el alcohol.

Uno de esos días en que voy a buscarlo al bar, lo encuentro caído en el suelo. Ese día había bebido demasiado. Ese instante quedará fijado como un trauma, un agujero en mi existencia, y me pasaré la vida tratando de repararlo, para poder bordearlo al final del análisis, aunque no sin restos sintomáticos.

¿Está vivo o está muerto? Angustiado, me acerco a mi padre y lo levanto, lo atiendo y lo llevo a casa. Ahora puedo decir que verdaderamente me levantó a mí mismo porque también soy yo quien estaba tendido en el suelo, una identificación primaria a un goce mortífero, que se revelará al final del análisis. La enfermedad y la muerte serán mi pesado partenaire a partir de entonces, elección forzada y contingente. Levantarme, y salir de ese lugar, será la respuesta subjetiva y sintomática frente a lo real, una y otra vez.

Durante la infancia y la adolescencia tomé el rumbo del deporte de competición, lo que me permitió separarme algo del espeso mundo familiar y del suburbio en el que crecí. Allí pude encontrarme con una figura sustitutiva del padre: el entrenador.

Se trataba de la gimnasia deportiva. El síntoma del deporte sirvió para satisfacer un goce del cuerpo que se recortaba en relación al vacío y la mirada. Fue una etapa muy divertida, con viajes, amigos y donde la pulsión se satisfacía con facilidad. Estaba la erótica de la mirada, que el gimnasio facilitaba, en los momentos de la adolescencia en que se trataba de ir al encuentro con el otro sexo. En el entrenamiento y en la competición, la mirada del Otro, fascinado por las acrobacias propias del deporte, sostenía la satisfacción de la pulsión escópica (mirar y hacerse ad-mirar por el otro), y al mismo tiempo permitía que el goce del cuerpo encontrara la manera de esculpirse una y otra vez.

El deporte fue el primer síntoma que ensamblaba el goce en lo real y lo simbólico del trauma. Los entrenamientos de tres o cuatro horas diarias se prolongaron hasta la edad de 19 años, en que se hicieron incompatibles con los estudios de medicina, por lo que abandoné la gimnasia de competición.

Desde la más temprana infancia quise ser médico. Durante el primer análisis pude elaborar que el deseo de curar, propio del médico, estaba determinado por la enfermedad del padre. Padre, padeciente, paciente, declinación simbólica que orientará mi elección por la medicina.

De niño me convertí en “el ojito derecho de la madre”, que me dijo en una ocasión, en que le declaré mi vocación por la medicina: “Tienes algo especial, pero hay algo más que no te puedo decir”.

Madre sacrificada, en el lugar de la víctima frente al goce del padre, entregada y dedicada a la vida familiar. Una vida familiar alegre, por el deseo que habitaba en ella, y tormentosa por los excesos del padre.

Este enunciado materno, que siempre estuvo presente en mi vida, que portaba al mismo tiempo un enigma y un sinsentido: “Hay algo más que no te puedo decir”, sirvió para promover y dar sentido a la significación fálica y al fantasma.

En la novela familiar de mi neurosis, el hijo varón de una familia humilde, con dos hermanas, que vivía en el extrarradio de la gran ciudad, que creció en las calles sin asfaltar, estaría destinado a superar esas difíciles condiciones e ir más allá del padre. Esta demanda del Otro constituyó la modalidad de mi neurosis infantil: un “niño bueno y ejemplar” que se dedicó de forma decidida a satisfacer esa demanda, lo que no fue sin consecuencias.

El primer análisis

La elaboración que pude realizar inicialmente, del lado del sentido, consistió en considerar que mi posición subjetiva estaba tejida del fantasma de salvar o curar al Otro. Así se explicaba el síntoma fundamental que se organizó a través de la vocación por la medicina o la participación en los ideales revolucionarios en la época universitaria. Salvar, también, a cualquier precio, la relación amorosa de la que no podía separarme, motivo por el cual se inició el primer análisis. “Ni contigo, ni sin ti”, podría resumir el funcionamiento en que había estado en una relación amorosa durante 10 años.

En ese tiempo, recuerdo que, en un momento de angustia, tras haberse revelado algunos de los significantes fundamentales que habían sostenido mis ideales, todos ellos en la función de reparar la figura paterna, le manifesté a la analista:

-Y ahora ¿qué puedo hacer dado que no creo en nada?

La analista me contestó:

-Pero usted ha hecho la experiencia del inconsciente.

El análisis continuó, a pesar de la angustia, bajo el paraguas de esa “verdad mentirosa”, (3) tomando a mi cargo la creencia de que esa era la única vía que me quedaba para salir de los enredos en los que me encontraba. En la vida y en el trabajo me las arreglaba más o menos bien, pero cuando me tumbaba en el diván aparecía la angustia y apenas podía hablar. Así transcurrieron varios años.

El inconsciente transferencial trabajó de forma decidida acompañado por los silencios de la analista. En mi historia algo no había podido ser dicho, ni estaba a mi alcance, y como efectivamente había hecho la experiencia del inconsciente, sus revelaciones me habían transformado en un apasionado del psicoanálisis y de los amores con la verdad.

Durante el primer análisis fallece mi padre. Duelo difícil en el que aparecen las escenas familiares infantiles, lo insoportable, donde la angustia se entrecruza con los enredos de la vida amorosa. Lo real del padre y del amor se mezclaban sin darme cuenta de la lógica que se evidenciaría al final del análisis.

Un año después viajo al pueblo en el que estaba enterrado. Allí, acompañado de mi madre y una tía paterna, pienso ante su tumba: “Nunca sabré porqué mi padre tomó ese rumbo en su vida, (4) pero ahora se trata de la mía”. Al mismo tiempo, le manifiesto a mi madre que, en el caso de que me sucediera algo, deseaba ser enterrado en ese pequeño cementerio. Mi tía paterna, viuda y sin hijos, me dice que ella ha comprado tres nichos y me indica donde ella será enterrada, el de su marido y me ofrece la tumba que queda vacía. Yo respondo afirmativamente a ese ofrecimiento.

La pulsión de muerte campa a sus anchas. Estoy en un cementerio con mi madre, mi tía paterna, la tumba que me espera cercana a la de mi padre y esa identificación mortífera a un goce que ya se vislumbra en el sueño de entrada de mi primer análisis. En ese sueño estoy en la calle caído en el suelo, inconsciente. Acuden los servicios de urgencia y les digo que no me lleven al hospital, que me lleven a la consulta de la analista. Sueño que es el índice de un real que aspiraba mi existencia.

El primer análisis tuvo efectos terapéuticos importantes, pero finaliza ante el fallecimiento inesperado de la analista. Había iniciado una nueva relación en la que los “embrollos y desembrollos” de la vida amorosa se daban de otra manera, pudiendo hacer de esa mujer la madre de mis dos hijos. Tengo que decir que no creo que hubiera sido posible ser padre sin haber pasado por la experiencia del análisis.

Me encontraba en un momento de entusiasmo y estudio en relación al psicoanálisis y la vida me iba bien, en general. Sin embargo, la práctica del psicoanálisis era fuente de cierta angustia. El inicio de mi práctica como psicoanalista comenzó hacia finales de mi primer análisis a partir de un sueño. En el sueño yo atendía a un paciente como psicoanalista y no como médico. La elaboración de ese sueño en el diván se traduce en una primera autorización a la práctica clínica como psicoanalista. Se trataba de autorizarme, a la práctica analítica, sosteniéndome en el sujeto supuesto saber (5) y en la dimensión simbólica del inconsciente transferencial. La aparición de la angustia relacionada con la práctica del psicoanálisis era para mí el motivo fundamental para continuar el análisis.

El franqueamiento del fantasma

Un año después de iniciado el segundo análisis, se produce un sueño cuyo contenido es el siguiente: mi padre está muerto en el tanatorio del hospital donde había realizado mis estudios de medicina. Mi madre está al lado mío y me pide que le salve la vida. Yo le contesto: “No soy médico de este hospital”. En la segunda parte del sueño estoy con mi hijo en brazos. En el sueño me doy cuenta de que no sé si en la escena estamos mi padre y yo, o soy yo el que está con mi primer hijo. Cuando me despierto anoto en una libreta, hay tres pero son dos. ¿Quién es el padre y quién es el hijo?

Es la manera en que el inconsciente trabaja aproximándose a lo real del padre. Se me convoca a curar al padre y tras 10 años de iniciado mi primer análisis, puedo decir que “no soy médico de este hospital”; pero sobre la pregunta de quién es el padre no hay respuesta. Hay tres, pero son dos. Una vez que se sale del significante “soy médico” que viene a rellenar el agujero de la castración del padre, la pregunta por el padre no tiene respuesta, es el encuentro desde lo imaginario y lo simbólico con el agujero de lo real.

El deseo del médico es el deseo de curar, podría decir el deseo de “curar al padre”. Para el discurso de la ciencia hay un saber en lo real del cuerpo y este se articula con el sentido terapéutico de la cura.

Pero en el discurso analítico se trata de otra cosa. La angustia se declinaba allí donde me encontraba con el límite del sentido en la práctica del psicoanálisis, siempre estaba demasiado preocupado por encontrar una orientación en la cura de los pacientes. Lo real, (6) a diferencia de lo simbólico, no es un orden, y en sus laberintos me encontraba perdido.

De la comodidad del sentido y la terapéutica a la dificultad de la orientación hacia lo incurable del síntoma. Se trataba, entonces, de los impasses de mi propio análisis.

Pero entonces, ¿de qué se trata, me preguntaba?

Detrás de esta primera versión del fantasma de salvar al Otro se ocultaba un goce, que pudo ser develado a lo largo del trabajo analítico que llevó varios años.

La frase de la madre –“Tienes algo especial, pero hay algo más que no te puedo decir”–, siempre fue muy enigmática para mí, al mismo tiempo que me colocó en la posición subjetiva de hacerse ad-mirar por el Otro. El enunciado de la madre y el objeto mirada dieron los elementos necesarios para la argamasa del fantasma. Ser ad-mirado por el Otro era la manera en que el objeto mirada desmentía la castración y al mismo tiempo se convertía en una fuente de satisfacción.

Del lado de “tienes algo especial” se organizó el narcisismo, la consistencia fálica, el lado más delirante del yo, en el sentido del desconocimiento, la agresividad y el odio.

Del lado del “hay algo más que no te puedo decir” se encontraba la parte más productiva de la subjetividad, la de la búsqueda, la que me hizo plantearme preguntas y dividirme, la que me permitió más allá de la medicina encontrarme con el psicoanálisis. Al mismo tiempo, este enunciado materno promovió la demanda de un saber que siempre fue respondida de manera enigmática. Ella siempre guardó el secreto. ¿Pero qué es eso que no me puede decir?, me he preguntado en numerosas ocasiones. Y así fue como esta demanda de saber dirigida al Otro tomó la consistencia de un objeto pulsional en la transferencia con el analista. J.-A Miller lo llamó el objeto epistemológico, haciéndolo equivaler al objeto anal.

Tras años de elaboración en el análisis de toda esta lógica, de encontrarme con la repetición y los momentos de estancamiento del mismo, se producen dos sueños.

En el primero, estoy con una mujer y ella se va con otro, lo hace a escondidas, pero al mismo tiempo yo lo sabía. Durante el mismo sueño, me doy cuenta de que es la lógica de la vida amorosa en la que había estado. Lo vivo como agua pasada.

Al final de este primer sueño, me encuentro frente al analista y le digo: “Ya nos queda poco, estamos acabando y el analista sonríe. Yo experimento un fuerte dolor”.

Sueño que anuncia un final de análisis y un resto de goce: el dolor. En este momento, el dolor es elaborado como un resto que se produce en la perspectiva de la terminación de la transferencia.

Esa misma noche tengo un segundo sueño. Durante el mismo aparece un “magma” incandescente que se transforma, como una masa o fuente de energía que se transforma en colores que brillan y me produce cierto horror. Se transmuta en un caleidoscopio de colores y me llaman la atención sus aristas.

La elaboración de este sueño supone un punto de viraje en el análisis. En la vida amorosa hacerse ad-mirar por el partenaire convirtió la relación en un tormento con todos los ingredientes de la pasión y el sufrimiento, y a encontrarme con su reverso: el rechazo y la caída. Hacerse ad-mirar y hacerse rechazar o caer, funcionaba como en la topología de la banda de Moebius. Se pasaba de un lado a otro sin cruzar ningún borde.

La angustia que aparecía en los momentos en que ese circuito se hacía excesivo, trataba de compensarla con nuevas relaciones, aunque sin poder abandonar totalmente la primera. Durante algunos años, se podría decir, que busqué y encontré amparo bajo los semblantes del hombre “seductor” y “mujeriego”. La multiplicación de las mujeres en serie tenía como función desmentir la imposibilidad de escribir la relación sexual. (7)

Entonces, la dificultad para la separación por la que inicié el primer análisis tenía una lógica al servicio de la satisfacción, aunque esta fuese paradójica y fuente de malestar. Había que retener al partenaire para que el circuito pulsional hiciera su recorrido. Un modo de gozar se vislumbra como consecuencia de ese núcleo pulsional.

El encuentro durante el sueño con esa “cosa” incandescente me perturba y me produce horror. ¿Qué es esa “cosa” que brilla? ¿Porqué me produce tanto horror?, me preguntaba.

Me respondí en el diván diciendo que en el sueño se trataba de una representación imaginaria del propio goce. Esa especie de “cosa, caca que brilla”, soy yo, resto que cae, energía que se transmuta en colores y trata de brillar. Se trataba de mi propio goce, que se había mantenido oculto tras los meandros de la propia neurosis y la pantalla del fantasma. Se despejaba así el lado más opaco del goce. El objeto y el goce de la mirada se perfilaba, entonces, como una placa giratoria que por un lado introduce la vida, y por el otro, gira alrededor de un vacío, o de un real que era velado por el objeto plus de gozar.

Entonces el goce de la mirada, una vez franqueada la ventana del fantasma, muestra su vertiente real en esa escena en que el niño encuentra a su padre caído en el suelo. El goce de la mirada incluye lo vivo de las primeras escenas infantiles, de los juegos de curiosidad sexual que se repiten en la más temprana infancia y la muerte, la mancha que me mira desde el momento en que aspirado por esa escena me hago acompañar por ella.

No fue casual el síntoma de la medicina como una forma de tratamiento de ese real. Fue una elección del lado de la vida, aunque los costes subjetivos fueron por momentos importantes. Trabajar como médico en ese borde, el de la vida y la muerte, durante más de 30 años sin haber salido muy dañado ha sido posible gracias a la experiencia del análisis.

El “dolor” es un S1, significante amo, de un goce marcado en el cuerpo, tras un encuentro contingente, y que se itera en cada uno de los síntomas que la neurosis pudo anudar.

El fantasma se perfila en la lógica del falo y del objeto que vela lo real, pero una vez que se puede ir más allá de esa ventana, un efecto de extrañeza y extravío, cierta angustia y afecto depresivo, emergen y me acompañan durante un tiempo.

En cualquier caso, tengo que decir que para mí lo fundamental en el análisis no fue encontrarme con el propio deser sino lo que vendría después. Uno sale de ahí como en el cuadro de los embajadores de Holbein, (8) pero sin saber muy bien lo que le espera y cómo finalizar el análisis.

La experiencia de la inconsistencia y el sinsentido

Tras el sueño del “magma incandescente” que me produjo un gran impacto no sabía cómo continuar.

¿Y ahora qué?, le pregunté al analista. Él me dijo que había que dar una vuelta más, lo que escuché como construir mi propio caso clínico. Varios años dando vueltas, al mismo tiempo que mi relación con la causa analítica y con la Escuela se estrecha, asumiendo nuevas responsabilidades.

Sin embargo, ahora puedo decir que se trataba del tramo necesario para finalizar el análisis en la perspectiva del sinthome, (9) de lo curable a lo incurable. Esta perspectiva supone que la satisfacción del final del análisis tome la medida necesaria para poder darlo por finalizado.

En ese contexto se produce la sesión más corta que recuerdo. Comencé diciendo que “el análisis está hecho de piezas sueltas”, y el analista me contestó: “exactamente”, dando por finalizada la sesión. Me levanté del diván y le comenté que no me daba tiempo a decirle… y me respondió: “Queda suelta”.

Esta interpretación del analista no es cualquier cosa, para un sujeto obsesivo que siempre trata de cerrar por la vía del sentido todas las significaciones en un circuito que puede ser infinito, tratando de capturar lo real.

Este acto descompleta y desarticula este funcionamiento del inconsciente transferencial e introduce la fragmentación y el vacío como elementos operatorios imprescindibles en la orientación hacia lo real para que el análisis pueda finalizar.

Ahora puedo decir, que en mi caso no solamente fue necesario que fuese franqueado el fantasma, sino que también hizo falta que el analista introdujera la inconsistencia y el sinsentido a través del corte, para que se pudieran dar las condiciones de finalización del análisis. Creo que fueron las maniobras necesarias a la demanda de saber que desde el inicio del análisis operaba en la transferencia, como un objeto cuya consistencia estaba desde el principio en la elección del analista. Su elección tuvo que ver con el hecho de que por su condición de Analista de la Escuela podía responder adecuadamente a mi pregunta por la posición del analista, porque él podía enseñarme las claves para una praxis que, en mi caso, era fuente de angustia. Este objeto epistemológico fue erosionado una y otra vez en cada vuelta que realizaba para construir mi propio caso clínico, porque en cada vuelta se trazaba una imposibilidad.

Finalmente es a través de un sueño que se produce el movimiento de salida del análisis.

Durante el sueño suceden dos cosas. En primer lugar, estoy haciendo el pase, relatando mi análisis a una pasadora. El relato es largo, muy largo, casi podría decir que ocupa gran parte de la noche. Del texto de ese relato no recuerdo nada, es como si después de haberlo contado hubiera desaparecido del disco duro de la memoria del sueño. Una página en blanco. Después de esto aparecen cuatro letras CPUT, y un guión.

Cuando me despierto, estoy toda la mañana tratando de entender el significado de esas cuatro letras. No asocio nada y se me ocurre la absurda idea de hacer una búsqueda en Google.

No puedo hacer la búsqueda. El problema está en que no puedo poner el guión en ninguna parte, el guión está y no sé entre qué letras ponerlo, realmente es un agujero que no puedo escribir en el teclado del ordenador. El guión pasa de esta forma a tener una función de no articulación de las palabras, no cesa de no escribirse. El sentido está excluido.

Tengo entonces la certeza de que mi análisis ha finalizado. Es un convencimiento radical. Ya no podía continuar asociando, no podía seguir en el diván. El analista es desalojado del lugar de sujeto supuesto saber y el Otro pierde la consistencia que alojaba la transferencia y la lógica interna de la propia neurosis.

Hay una sensación de alegría y entusiasmo. Realizo sentado algunas sesiones más.

En la última entrevista con el analista le señalo que me está pasando algo raro. En la percepción de la visión hay más luz, puedo distinguir los colores con más facilidad, hay más contrastes. Una cierta euforia recorre mi cuerpo. Los paseos que doy en los alrededores del consultorio del analista en Barcelona, me emocionan corporalmente por la viveza de los colores. Siento mucha alegría.

Es como si la experiencia de lo real del sueño hubiera desdoblado en diferentes circuitos la banda de Moebius; sus dos caras: la admiración y la caída. Hay más de un recorrido, hay más diversidad, hay un poco más de luz, hay más color, hay un paisaje más interesante. Hay la posibilidad de que la pulsión pueda bailar con otros objetos.

Se precipitan una serie de elaboraciones y un acto.

Me doy cuenta de que había pasado mi vida tratando el dolor ajeno como una forma de tratar el dolor propio, resto de goce que queda marcado en el cuerpo. Había trabajado en el tratamiento del dolor en la medicina y en cuidados paliativos. Posteriormente, había realizado un DEA para el Instituto del Campo freudiano sobre la fibromialgia, que finalmente se publicó en un libro: El dolor y los lenguajes del cuerpo. Me había planteado el proyecto de tesis sobre el mismo tema, hasta que finalmente cambio el rumbo y la tesis sobre el dolor se traduce en el testimonio de pase.

Me doy cuenta de la importancia de la escena del cementerio y de la aceptación de la oferta de mi tía paterna en la que la pulsión de muerte señala un destino asegurado. Informo en una reunión familiar que no quería ser enterrado en la tumba que me había ofrecido mi tía, junto a la suya y la de mi padre.

El azar hizo que unos meses más tarde falleciera mi tía paterna, y que en el momento de su entierro los familiares preguntaran acerca de lo que iban a hacer con esa otra tumba que quedaba vacía, colocada justo encima. Me mantuve en silencio. Mi madre también. Fue un momento inolvidable para mi y difícil de relatar, la misma sensación que pude experimentar unos meses más tarde ante el cuadro de Malevich Cuadrado negro en el Centro Pompidou en París. (10)

Experimenté un momento de des-realización corporal en el que algo se evacuaba desde mi cuerpo y drenaba por ese agujero, por esa mancha negra que me mira. Hay un momento de ¿“escalofrío”? ¿“sacudida”?, no sé como nombrarlo.

Mi madre me preguntó a la salida del cementerio porqué había tomado esa decisión y solamente le pude contestar que eran cosas mías.

Unos meses más tarde le pregunté acerca de su enunciado: “Hay algo más que no te puedo decir”. Su respuesta me produjo un gran asombro.

Ella me contó la siguiente historia. A los pocos meses de nacer me llevó al médico porque tenía algunas marcas o úlceras en la boca. En la consulta del médico estaban mi padre y mi madre. El médico les dijo que esas marcas eran la señal de que era un niño especial, pero que no se lo podían contar a nadie, si acaso me lo podían contar a mí antes de que ellos murieran. Mis padres se lo creyeron y lo mantuvieron en secreto. Ahora entiendo porqué mi madre siempre me habló de aquel médico con una fascinación que siempre me sorprendió, hasta el punto de que sin saber que lo sabía encarné durante muchos años ese mismo personaje.

Esta historia casi delirante me produjo mucha risa. No podía creerlo. ¿Cómo era posible que una historia así me hubiera marcado hasta ese punto? El enunciado enigmático que me acompañó siempre jugó su partida y queda como un resto sin sentido, un absurdo más de los muchos que uno se encuentra a lo largo de su existencia.

Tras finalizar el análisis decido continuar los controles de casos con otro analista. Un viraje en la práctica comienza a producirse. Esta experiencia dura varios años y se producen varios sueños. Sueños de zambullida en lo real, en el agujero abierto en el inconsciente, que Lacan equipara con la concha del apuntador en el Seminario 11.

En el primer sueño estoy en mi casa con mi familia y aparece un gran agujero por el que soy aspirado, tal y como uno puede imaginarse los agujeros negros del cosmos.

En el segundo sueño estoy con mi mujer y mis dos hijos en un lugar donde se producen movimientos de tierra y grandes inundaciones. Huimos de ese lugar y llegamos a un pasadizo que hay que atravesar. Cuando llegamos al final, nos damos cuenta de que mi hijo no había podido salir de allí. Mi pareja y yo nos miramos aterrorizados y angustiados. Había que volver a por él. Lo busco de un lado a otro, pero no lo encuentro. Vuelvo a salir por el pasadizo. Mientras le digo a mi mujer que no lo he encontrado aparece mi hijo y le pregunto: “¿Cómo has salido?” Y contesta: “Me he buscado la vida”.

En el tercer sueño aparece la pregunta acerca de presentarme al dispositivo del pase y una respuesta afirmativa: hay que hacerlo.

Cuarto sueño: estoy en la consulta del analista con el que solía controlar. Estoy tumbado en el diván y no puedo hablar. Al mismo tiempo, experimento una serie de fenómenos extraños en el cuerpo, fenómenos de fragmentación corporal. Me asusto y vuelvo la cabeza hacia atrás, observando cómo el analista está haciendo movimientos muy extraños y pienso: “El analista está loco”. Me levanto y salgo corriendo de la consulta.

Este fragmento de real al que arribo en mi análisis –en la posición del analista hay un toque de locura, me señalaría el analista con quien realizo el control– me libera de los semblantes que constreñían el acto analítico, al mismo tiempo que introduce un punto de fuga, de sinsentido y de agujero en el saber. En esa inconsistencia emerge un deseo distinto, que emana de la orientación a lo real, y que estaba como pregunta desde los comienzos del segundo análisis.

Un último sueño se produce antes de la entrevista con el secretariado del pase de la École de la Cause Freudienne. Estamos en un hotel toda la familia y se vuelven a producir movimientos de tierra, terremotos, inundaciones y tenemos que salir huyendo del lugar. Pierdo a mi mujer y mis dos hijos. Los busco desesperadamente pero no los encuentro. En el medio de esa tarea encuentro un pequeño hotel en el que hay psicoanalistas que conversan. Un lugar en el que podía descansar cuando no me quedaban fuerzas para seguir buscándolos. Un querido colega me dice que los ha visto con vida, lo que me anima a continuar buscando. Cuando me despierto irrumpe en mi conciencia una frase: “Errante de lo real”.

En última instancia se podría decir que así fue como me presenté al pase antes de la nominación. “Errante de lo real”, como el que va de un lado a otro y también se equivoca. Porque en el final del análisis uno no obtiene garantías frente a lo real, no hay un saber, más bien se trata de arreglárselas con eso.

Ensamblajes

Poco tiempo después me encontraba en París llamando a la puerta de los pasadores. Ellos, cada uno en su estilo, me interrogaron especialmente por lo que queda al final del análisis. Yo les transmití la idea que tenía acerca del “ensamblaje” que me inspiró una visita al Museo Rodin en París.

El estudio de Rodin tenía una parte donde almacenaba las escayolas y los bocetos y partes de las figuras que había reproducido anteriormente (brazos, piernas…). Esas partes de los cuerpos de las esculturas, despedazadas, las guardaba en cajas. Conservaba escayolas y moldes para ello, de manera que una misma figura podía ser realizada en tamaño diferente y con una distinta postura de brazos o piernas. El escultor solía guardar modelos completos, fragmentos y piezas sueltas, dándoles vida de diferentes maneras, en diferentes contextos plásticos.

Aplicaba de esta manera lo que se llama la técnica del “ensamblaje”, en la que nuevos moldes eran construidos en nuevas figuras de otro orden. En estas nuevas obras, el vacío que separa las figuras era tan importante como la propia materia, y además podía hacerlo con la combinación de materiales y objetos distintos y heterogéneos. De esos restos, combinados alrededor del vacío, en el ensamblaje, algo nuevo era posible.

Así podríamos considerar la experiencia de un análisis que vaya más allá de los efectos terapéuticos que se producen de forma añadida. De los resultados de la experiencia analítica no habrá una solución universal, sino una solución singular para cada uno. Para ello hay que operar con las “piezas sueltas”, restos significantes y trozos de real para que algo nuevo pueda advenir en el régimen de la satisfacción y del goce.

Las “piezas sueltas” componen la performance de la que les hablé al principio. Un exceso de energía, un enunciado de la madre, una escena en la que un hombre caído es levantado y se levanta al mismo tiempo, y un resto de goce –“el dolor”– que queda como marca en el cuerpo, inscripto por fuera del sentido.

En algunas ocasiones, mientras camino a la luz del día, miro hacia atrás para comprobar si la sombra del padre sigue estando ahí o no. A veces no está y en otras, adivino su relieve. Podría decir que ese relieve es ahora una carga mucho menos pesada que en el pasado y que de lo que se trata, tal y como decía Lacan, es de ir más allá del padre a condición de servirse de él.

Comencé el testimonio diciendo que “levantarme”, y salir de ese lugar, será el sinthome que inventaré frente a lo real del trauma, una y otra vez. Iteración que será nombrada por mi analista, durante mi segundo análisis, en una ocasión: “Usted es un acróbata”, significante que nombra y que queda como un goce del cuerpo sin el montaje del sentido.

Es en esa oscilación, en ese desplazamiento, en el que el sinthome, como acontecimiento del cuerpo, se inscribe y queda en el final del análisis. Es lo que queda una vez que el síntoma ha sido interpretado, se ha atravesado el fantasma y se ha podido ir más allá del encuentro con el propio deser. En el final del análisis uno puede desprenderse de la identificación a un significante: “caído”, que es portador de un goce, pero no de su real. El agujero de lo real es inasimilable.

De esta forma, un cierto desplazamiento en el modo singular de goce se produce para estar al servicio de “buscarse la vida”, en lugar de la pulsión de muerte, tal y como aparece en las palabras del hijo en el sueño. Por otro lado, el sinthome también puede ponerse al servicio de la causa analítica, lo que es otra manera de que la pulsión encuentre un destino y un recorrido para bordear lo real.

Este enunciado, “buscarse la vida”, no aporta en sí mismo ninguna solución más allá de la vitalidad en la que se sostiene. Esta vitalidad incluye un sinsentido –“el toque de locura”–, y por qué no decirlo, también un “toque de extravío” en la vida amorosa. Pero estas son dos cuestiones que me propongo para el trabajo durante los tres años de ejercicio como AE.

No hay un punto de basta, ni una última palabra en el final del análisis. En la lógica de la última enseñanza de Lacan, la topología de los nudos en los que podemos considerar al serhablante (parlêtre) (11) es inestable. El analista nominado por la Escuela también queda en posición analizante y puede poner en juego su experiencia con lo real, para acompañar a que otros la puedan hacer.

Nada más.

*- Primer testimonio fue presentado en la sede de Madrid el 14 de octubre de 2013.

1- Hystoria es un neologismo de Lacan. J.-A. Miller subrayará en su Curso El lugar y el lazo las afinidades del pase y la histeria, y cómo en el dispositivo analítico hay que histerizar al sujeto y empujarlo a buscar la verdad de su ser de deseo. La hystorización consistiría en convertir esa búsqueda de la verdad en una hystoria que se cuenta. La y que se escribe en la palabra historia da su valor a la histeria (hysterie, en francés) y nos indica, al mismo tiempo, que el relato que se cuenta tiene un toque de “cinismo”, al haberse realizado, durante el análisis, la experiencia del sinsentido y de la inconsistencia.

2- Performance en el sentido de instalación artística compuesta de elementos heterogéneos y diversos (imágenes, escenas, palabras, marcas, etc.).

3- En la “Nota italiana” Lacan subraya que: “Con la consecuencia de que no hay verdad que pueda decirse toda, incluso esta, porque a esta no se la dice ni mucho ni poco. La verdad no sirve nada más que como el lugar en el que se denuncia ese saber”. Aparece aquí esbozada la ruptura entre la verdad y lo real, que a partir del año 76 conducirá a Lacan a decir que no hay verdad sobre lo real, ya que lo real se perfila excluyendo el sentido.

4- Este pensamiento está relacionado con la deriva al alcoholismo del padre.

5- Miller ha desarrollado ampliamente este concepto y nos habla de la existencia de tres sujetos supuestos saber en la transferencia: el analizante, el analista y el inconsciente, que constituyen una estructura que es la de la sesión analítica. El analista ocupa ese lugar, aunque tiene que estar advertido de que se trata solamente de un semblante. Aunque el analizante le suponga un saber sobre el síntoma a descifrar, en realidad el analista no sabe nada acerca del inconsciente del analizante.

6- Lo real, en cursiva, para diferenciarlo del concepto de realidad. La vertiente real del síntoma se obtiene en el más allá de su desciframiento del lado del sentido. Se trata de aquello que hace agujero y de su imposible de decir.

7- En la “Nota Italiana” (1973), Jacques Lacan nos dice: “El saber en juego es que no hay relación sexual, quiero decir, relación que pueda ponerse en escritura”. Se refiere al hecho de que en el ser humano el instinto y la naturalidad están perdidos por el hecho de su encuentro con el lenguaje.

8- Los embajadores –el cuadro se llama en realidad Jean de Dinteville y Georges de Selve– es una pintura de Hans Holbein el joven, actualmente en Londres. Triplemente importante por sus resonancias históricas, por su riqueza simbólica y por su excelencia plástica, incluye un raro objeto en primer plano que fue algo misterioso durante mucho tiempo. Fue en el siglo XX cuando un historiador del arte, Jurgis Baltrusaitis, descubrió que esta forma que ocupa el primer plano de la pintura es lo que se llama frecuentemente hueso de sepia, siendo de hecho una anamorfosis de un cráneo humano: esta pintura es una vanidad.

9- El sinthome es el título del Seminario 23 (1975-1976). En la experiencia de un análisis la disyunción entre sentido y real no es excluyente, y al mismo tiempo se constata que en el síntoma hay un núcleo de goce opaco al sentido que no puede descifrarse. Es la perspectiva de lo real del síntoma, es decir de su incurable.

10- La obra Cuadrado negro es de las piezas centrales de la obra del artista Kazimir Malevich y una de las icónicas del siglo XX. El Cuadrado negro es el himno de Malevich al movimiento artístico denominado suprematismo, que se caracterizaba por la supremacía del sentimiento artístico y las figuras geométricas básicas, con colores limitados y en contra de todo tipo de representación.

11- Parlêtre es un neologismo que introduce Lacan al final de su enseñanza, para diferenciar el sujeto del inconsciente, el inconsciente freudiano, del sujeto que tiene un cuerpo que goza, el goce del cuerpo como goce de la vida. El parlêtre es hablante, pero también es hablado.

Ensamblajes y piezas sueltas

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