Читать книгу La Red - Sara Allegrini - Страница 6
ОглавлениеDaniel
–Sube.
Nunca había visto a su padre así de serio y determinado. No se movía. Le respondió con una sonrisita sarcástica, solo por llevarle la contra, por no darle a entender que este cambio de actitud lo desconcertaba.
–¡Súbete! –alzó la voz, por toda respuesta.
Ok, no era broma.
Se subió al auto, ofuscado. Su padre dejó el teléfono sobre el tablero del auto, lejos de él. Daniel no tenía intención alguna de ponerse a conversar; sacó de su bolsillo su celular y empezó a golpetear la pantalla.
–Puedes cortarla con el teléfono, por favor –le pidió su padre después de unos buenos diez minutos.
Daniel ni siquiera levantó la vista de la pantalla. Ya no hacía lo que le decía su padre. Ya no hacía lo que le decían otros.
El hombre apretó los dientes y no habló más. A Daniel no le gustaba nada esa especie de mueca que detectaba en su cara con el rabillo del ojo: en serio nunca lo había visto comportarse así, pero se encogió de hombros y siguió ignorándolo.
Su padre condujo en perfecto silencio por al menos una hora. Salieron de la ciudad y recorrieron caminos de tierra que nunca antes había conocido.
–¿Se puede saber adónde cresta vamos? –preguntó Daniel al final, cansado de estar sentado. La batería del teléfono se estaba agotando y sus amigos lo estaban esperando en la estación. Además, tenía asuntos que atender.
Su padre le pagó con la misma moneda, ignorándolo.
“Mi viejo está loco”, le escribió al Chepa. “Si mañana no voy al colegio, ¡llamen a la policía!”, y agregó una serie de emojis y cosas: un cuchillo, sangre, una calavera, un ataúd.
Su amigo le contestó con uno al que le salen lágrimas de los ojos.
Después de otra media hora, sin embargo, ya no tenía ganas de bromear y empezó a ponerse nervioso.
–¿Me puedes decir adónde chucha estamos yendo?
–Habla bien –le contestó su padre mecánicamente.
–Yo hablo como chucha se me canta –contraargumentó Daniel.
Su padre calló una vez más, pero la mueca volvió a aparecer en su cara y Daniel estaba a punto de sacársela de un puñetazo. Se contuvo solo porque le volvió a la mente lo que había pasado en su casa.
El auto dejó la carretera y después de andar un rato a campo traviesa, no por lo que se llama propiamente un camino, se estacionó en una especie de claro en medio del bosque. Daniel miró hacia fuera de la ventanilla: había estado todo este rato jugando con su teléfono sin prestar atención a nada, por lo que no tenía la menor idea de dónde estaban. Mucho menos de por qué estaban ahí.
–Dame el teléfono –le dijo su padre de una manera que no le gustó ni un poquito.
–Se dice “por favor” –lo provocó remedándolo.
–Por favor –agregó él, tranquilo.
–¡No! –estalló en una carcajada Daniel y, por toda respuesta, volvió a sumergirse en el juego que había dejado a medias.
Su padre bajó la ventanilla. Daniel lo sintió inhalar profundamente y luego botar todo el aire, como si estuviera contando hasta diez. “Eso, bien”, pensó cínicamente “pégate una calmadita”; y sonrió. Pero su padre, fulminante e inesperadamente, le arrancó el teléfono de las manos y lo lanzó con fuerza fuera del auto contra una gran roca. El celular cayó al suelo como una cosa muerta.
–Pero qué mier…
Esta vez, su padre no lo dejó terminar la frase.
–Bájate del auto –le ordenó.
Daniel lo miró a la cara: la luz que por primera vez vio en sus ojos, centelleante de furia, lo dejó perplejo.
–¡Fuera! –le gritó su padre en ese punto, con el rostro rojo de ira.
Sin entender muy bien qué era lo que estaba sucediendo, Daniel se bajó del auto. Su padre se estiró por sobre el puesto del copiloto y cerró la puerta. Puso marcha atrás y, sin una palabra, sin siquiera darse vuelta, se fue.
Daniel lo vio alejarse con la boca abierta. ¿Qué clase de broma era esta?
–Va a volver –se dijo en voz alta para reconfortarse. Era obvio que iba a volver a buscarlo, en cuanto la rabia se le hubiera pasado.
Ya, de más que esta vez se le había pasado la mano. Nunca lo había hecho antes, es que en serio no se pudo controlar. Y no midió su fuerza. Estaba acostumbrado a agarrarse a combos con gente mucho más grande que él. En cambio, su madre se fue al suelo de una, como un muñeco.
Su madre era una apestosa. Hinchabolas, latera, pegote. Prácticamente se lo estaba pidiendo. Y su padre, como siempre, se había quedado mudo, sin saber qué hacer. Es decir, había llamado a la ambulancia, pero luego ella había recuperado la conciencia, nada grave.
Daniel se encogió de hombros: el que busca, encuentra. Por cierto, ahora su mamá la iba a cortar de una vez por todas con la historia de portarse bien en el colegio, de no salir todas las noches, de volver a la casa temprano, de dejar las malas juntas, como las llamaba ella.
Fue a recoger el celular del pasto. Maldijo con los dientes apretados: la pantalla estaba completamente trizada y ya no encendía. Había pagado una fortuna por él, con la plata de las cosas que les vendía a los tontos del liceo. El Chepa se lo había pelado a uno de ellos y se lo revendió. Ahora estaba inservible, y con rabia Daniel lo tiró de nuevo contra la roca, para terminar de matarlo, como un caballo cojo.
Miró a su alrededor: estaba en un bosque. Hacía siglos que no estaba en uno; la primera vez, tenía unos cuatro años: habían ido a recoger castañas y por diez minutos enteros, largos como una vida, había perdido de vista a sus padres y se había quedado solo, petrificado. Fueron instantes de terror puro; estaba convencido de que lo habían abandonado ahí. Luego había gritado, había llamado a su mamá y su voz había retumbado en el silencio angustiante.
Ella había aparecido de pronto, sonriente, como si nada. El recuerdo de ese día, con la distancia de los años, le dio un escalofrío y por un momento Daniel se sintió exactamente como entonces. Odiaba los bosques, concluyó. Eran un lugar horrible: él era un animal de la selva, sí, pero de asfalto.
Se sentó sobre la piedra con las piernas cruzadas, calándose el gorro sobre los ojos. No le quedaba otra que esperar a que su padre volviera a buscarlo. No dudaba ni por un segundo que lo haría. Solo tenía que mantener el control, quedarse tranquilo. Sacó la bolsita del tabaco y los papelillos y se puso a enrolar un cigarrillo. Fumó relajado, con los ojos cerrados, disfrutando del silencio desconocido de aquel lugar. Era bello, a fin de cuentas, ahora que ya no era un niño y que ya no le asustaban ciertas cosas. Jamás en su vida había estado así: solo en el silencio, sin el celular en la mano ni nada que hacer.
Esperó. Y esperó. Paraba las orejas esperando oír, a lo lejos, el motor destartalado del auto de su padre avecinarse. El comportamiento de hace un rato no era propio de él. Era un débil, un gallina. No sabía cuánto tiempo había pasado, el teléfono estaba roto y había dejado el reloj en su casa. Lo había tomado prestado, digamos, a un compañero de curso menor que él, que se había cagado de miedo y no había opuesto resistencia. Seguro una hora, quizá dos; en ese lugar el tiempo parecía correr de manera distinta. Esto lo ponía muy nervioso. El cielo estaba cambiando de color; no levantaba a menudo los ojos, pero le parecía haber notado, al salir de la casa, un cielo más claro que el de ahora.
Se estaba acercando la noche y de su padre, ni la sombra. Se levantó de la roca y dio algunos pasos alrededor. Aun si lo hubiera deseado, se dio cuenta, jamás habría podido volver a su casa: no había prestado atención al trayecto, no tenía idea de dónde estaba y los árboles en todas las direcciones, a sus ojos, eran todos iguales. Ni siquiera lograba distinguir las huellas de los neumáticos en el suelo. Si al menos hubiera habido un camino, lo habría tomado y habría caminado hacia cualquier lado. Pero así…, pensó. Alejarse de ese lugar podía resultar una pésima idea: si se iba de ahí, su padre no lo iba a encontrar, cuando volviera a buscarlo. Porque estaba seguro de que iba a hacerlo, al día siguiente.
Le volvió a la mente un cuento que le había contado una tía del jardín, de dos hermanos abandonados en el bosque por sus padres. En ese entonces, la desventura de las castañas ya había ocurrido y escuchar hablar de eso a la profesora literalmente lo había aterrorizado.
–Los padres no abandonan a sus hijos en el bosque –lo había tranquilizado ella, notando su expresión.
Pero a él le había pasado. Aunque ya no era un niño, claro.
Fue al caer la noche que Daniel empezó a tener miedo en serio.
La oscuridad era total. Sin luna, la noche era completa. Daniel tenía los ojos abiertos y no veía nada, como si tuviera los párpados cerrados. Esa no era una oscuridad normal. Era densa, pegajosa, tenía manos gélidas que podían agarrarlo de un momento a otro. Era una oscuridad palpitante, que se acercaba envolviéndolo y se retraía dejándolo cubierto de un sudor glacial. Estaba viva y era malvada. Y lo quería muerto.
Y luego, estaban los ruidos: en el suelo, bajo la tierra, entre los árboles sobre su cabeza. Crujidos por doquier, chasquidos y rumores entre el follaje, un barullo de pasos desconocidos e invisibles. Gritos casi humanos se alzaban de pronto de entre las sombras y después gruñidos, una respiración ahogada, una bestia acechando en la tiniebla, otra se acercaba furtiva, olfateando ávida y luego se iba. Un poco más allá, demasiado cerca, el rumor sordo de un cuerpo herido de muerte que cae a tierra y algo que lo agarra, lo sacude y lo estrangula y luego se lo come abriéndose paso con las fauces entre las vísceras calientes. Aquellos ruidos llegaban a sus oídos amplificados, como si hubiera desarrollado el oído de Superman; sabía que era el terror que le hacía estas bromas, pero no podía evitarlo. Escuchar todo eso sin poder ver echaba a andar su imaginación y le hacía fantasear las cosas más horribles. Estaba al borde de la locura. Al final, se alzó desde las tinieblas un suspiro terrible, casi humano; en pocos segundos se le ocurrió pensar que por ahí en alguna parte había un cadáver enterrado, que en cualquier momento vendría a buscarlo. Se encogió dentro de su chaqueta, tiritando de miedo.
Por último, llegó el frío: estaba húmedo y hubo un momento en que Daniel pensó realmente que moriría, de tanto que había bajado la temperatura. Le tiritaban los dientes y trataba de tirar su chaqueta de todas partes, pero si se cubría las piernas, se le congelaba el cuello, y viceversa. Se le había metido en la cabeza la absurda idea de que un ratón le estaba royendo los pies, que habían perdido toda sensibilidad. Entonces, con las manos verificaba cada tanto si aún tenía los zapatos puestos y que no tuvieran hoyos por donde pudiera asomarse algún animal y comérselo. Había oído hablar de niños devorados durante el sueño por ratones, y los padres los encontraban muertos en sus cunas. ¿Pero por qué estas cosas se le venían a la mente justo ahora? ¿Además por qué alguien contaría algo así? Una parte de él sabía que el temor de ser devorado de a pedazos sin darse cuenta era estúpido, pero con esa oscuridad, entre esos ruidos, el miedo hacía que cualquier cosa fuera creíble. Nunca había pensado que la noche pudiera ser así: quería y debía mantenerse despierto, aunque los ojos le lagrimeaban de frío, agotados de mirar la oscuridad.
Sin embargo, llegado un momento, se le cerraron por lo que, cuando los volvió a abrir sobresaltado, le pareció un instante. Miró a su alrededor, ciego. Estaba seguro, aunque no podía verlo, de que había alguien ahí cerca, muy cerca. Lo percibía. Alguien que lo veía perfectamente, que lo estaba observando, pero que él no lograba distinguir en la oscuridad. Sentía solo su respiración, lenta y controlada, muy cerca de él.
–¿Quién anda ahí? –gritó, tratando de poner algo de agresividad en su voz, de que no le temblara, pero con la humedad y el silencio prolongado le salió una especie de resuello que solo lo asustó a él. Ni siquiera le parecía su propia voz.
Nadie respondió. Apretó las manos contra sus orejas y escondió la cabeza entre las piernas. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, alguien le iba a dar un hachazo o lo iba a abrir en dos con un cuchillo. Había visto demasiadas películas de terror y ahora se le venían a la mente todas juntas. Quería gritar, pero no tenía voz. ¿Además, quién lo hubiera escuchado? ¿Quién hubiera acudido en su ayuda? Si cualquiera hubiese querido asesinarlo ahí, en la oscuridad, él no hubiera sabido hacer otra cosa que quedarse quieto, esperando sentir de pronto el dolor de la hoja entre sus costillas. Todo era una pesadilla. Tenía que serlo. Pero no conseguía despertar. ¿Qué hacía ahí? Con seguridad era así como la gente se volvía loca.
Cuando se hubo recuperado de esos largos minutos de pánico, estuvo seguro, sin saber cómo, de que la presencia se había ido. Respiró profundo, una, dos veces; cada bocanada de aire gélido en los pulmones era como el primer aliento de un neonato. Le parecía que había pasado todo ese tiempo en apnea; su corazón volvió a su pulso normal y Daniel se obligó a controlar el temblor.
Después de lo que le pareció una noche eterna, con alivio notó que el cielo comenzaba a aclararse. Las formas de los árboles se recompusieron frente a sus ojos, al principio surreales, luego cada vez más nítidas y tranquilizantes. A medida que la luz volvía, los miedos se disolvían y se presentaban en toda su absurdidad. Cuchillos, ratones, locura, muerte: ¡qué imbécil había sido!
Buscó en su bolsillo el tabaco y con dificultad enroló un cigarrillo, con los dedos tiritones y congelados. Lo encendió para calentarse y sentir que aún estaba vivo. Al tomar el encendedor, estalló en una carcajada histérica, burlándose de sí mismo. ¿Por qué no lo había usado para prender un fuego? ¡Ni siquiera se le pasó por la cabeza, si sería idiota! La verdad es que nunca había usado un encendedor para nada. Para los puchos, obvio, y una vez en que había incendiado un control en clase: “muy difícil”, le había dicho al profesor que lo miraba atónito. “Soy realmente un estúpido”, concluyó. Si sus amigos lo hubieran visto así, en esas condiciones, se habrían reído de él por el resto de sus días.
Después bajó los ojos y quedó estupefacto.
A los pies de la roca contra la que había estrellado el teléfono había un papel doblado. Se estremeció. En ese momento entendió: alguien, durante la noche, se había acercado a él lo suficiente como para dejar esa cosa ahí bajo sus narices.
Miró a su alrededor, luego se agachó y lo recogió. Era un mapa. Dio vueltas el papel en sus manos sin saber bien qué hacer con él. Estaba claro que alguien, que no quería darse a conocer, le pedía dirigirse a algún lugar. Y además ese alguien estaba coludido con su padre. Esto no podía ser casualidad. Era todo tan extraño que podría haber sido un sueño, si no hubiera sido por el hambre, la sed y el frío, que eran demasiado reales. ¿Hace cuántas horas no comía nada? Él, que en el colegio estaba siempre masticando algo y había coleccionado una cantidad notable de anotaciones al respecto. Papas fritas, sándwiches, medialunas, bebidas… la boca se le llenó de saliva.
Escupió al suelo y volvió a mirar el mapa. Por la flecha roja estaba claro que tenía que dirigirse al norte, si solo hubiera sabido dónde diablos se encontraba. Recordaba vagamente haber oído hablar de esto en el colegio. No por nada era la tercera vez que repetía primero. Pero en serio nunca pensó que algo que le enseñaran en el colegio podía servirle en la vida. Vagó por un rato en el bosque, sintiéndose un completo idiota. Entonces agarró un árbol a patadas por la exasperación, pero solo se hizo daño y rompió uno de sus zapatos, que se abrió como el pico de un ganso. ¡Era ridículo! ¿Qué cresta estaba sucediendo? ¿Por qué su padre lo había dejado ahí? Y, además, ¿dónde era “ahí”? Dobló el mapa y se lo metió al bolsillo. No se la iba a hacer tan fácil ni a su padre, ni a quienquiera que fuese el bastardo que se estaba burlando de él.
La jornada fue infinita. Al principio llena de rabia y frustración, luego, cuando el sol comenzó de nuevo a ponerse, de miedo por la noche inminente. Había dado vueltas sin sentido por el bosque, desganado, teniendo cuidado de no alejarse demasiado de la roca cerca de la que su padre lo había dejado.
Después, otro cuento del jardín infantil había reflotado en su memoria: la del niñito que sembraba piedritas en el camino para encontrar el rumbo de vuelta a casa. Y eso es lo que hizo él, regando el bosque de señales para poder volver. Aunque comenzaba a perder la esperanza de que su padre volviera a buscarlo. También había tratado de subirse a un árbol; quizá desde lo alto pudiera encontrar la forma de salir de aquella situación demencial. En lugar de eso, se había rasguñado las manos, rajado los pantalones y dado cuenta de que sus brazos no eran lo suficientemente fuertes. Especialmente porque tenía un hambre maldita que le retorcía el estómago y una sed que daba miedo. Por primera vez en su vida sentía ganas de llorar, pero no le habría dado esa satisfacción a quien fuera que lo estaba observando. Porque, aunque no lo veía, sí sentía encima su mirada fría.
“¡El sol se pone por el oeste!”, se acordó de pronto, cuando ya ni pensaba en eso. Por un momento se sintió inteligente. Pero entonces, ¿el norte estaba delante o detrás de él?, y así de rápido volvió a sentirse tonto. Aun así, por seguridad, amontonó unas piedritas para acordarse a la mañana siguiente, por lo menos, de cuál era el oeste. Entretanto, el sol se había puesto. La desesperación cayó sobre su espalda como un saco de cemento. Se acuclilló a los pies de la roca y se aprestó a afrontar la segunda noche.
Había recogido toda la leña que pudo e intentó prenderla con el encendedor, pero no funcionó: estaba muy húmeda y podrida. Probó con unas hojas y rápidamente el humo lo envolvió por completo, quemándole la garganta, aumentando aún más su sed. Luego de media hora de tentativas, un fueguito enano lo complació. Se sintió confortado por aquel mísero suceso. Hubiera tirado ahí incluso el mapa, pero probablemente era su única posibilidad de salvación. Rezó con todas las blasfemias que conocía y, sin darse cuenta, con la noche ya bien entrada, se durmió.
Había extrañas criaturas dando vueltas a su alrededor y se arrastraban y extendían sus largos cuellos para verlo mejor. Sus rostros no tenían expresión. Y susurraban. Y se reían de él, porque era un inútil.
Se despertó con el corazón latiendo como loco. El fuego se había apagado. Prendió el encendedor: no había nadie. Se congeló: a su lado había dos objetos, una botella de agua y una brújula. Se tomó toda el agua de un sorbo. Se acabó demasiado rápido; Daniel arrugó la botella y la tiró lejos. El frío se le metía por la rotura del zapato; le parecía que también este se reía de él. Tenía el pie prácticamente congelado; ahora sí que se lo podría haber comido un ratón y él no se hubiera dado ni cuenta. Metió unas hojas secas en el hueco, luego sopló las brasas, agregó unas ramas y esperó el día castañeteando los dientes.
Al llegar el alba, luminosa y cálida, Daniel se sentía como fuera de sí, casi como si fuera otra persona. Aunque estaba allí hacía menos de dos días, el mundo de antes le parecía muy lejano, en el tiempo y el espacio. Seguro había terminado en una película o en un estúpido reality, porque esta historia era increíble. ¿Qué había pasado con su familia? ¿Y por qué nadie venía a buscarlo? ¿Cuánto más iba a poder resistir en esas condiciones?
El agua se zarandeaba en su estómago vacío. Se sentía invadido por una languidez sin nombre. Además, hedía, le dolía todo y era como si el hielo se le hubiera metido dentro, tomando el lugar de sus huesos. También le parecía haber olvidado cómo se hablaba. De hecho, empezó a hacerlo solo, en voz alta, como los locos.
–Entonces, Daniel. –Abrió el mapa–. Tratemos de entender alguna cosa.
Comenzó a caminar en la dirección señalada, mirando la brújula. Le hizo falta toda la mañana para lograrlo, pero a medida que avanzaba, reconocía los puntos de referencia y se sentía orgulloso de sí. Era la primera vez en su vida que afrontaba solo una situación difícil. Garabateaba entre dientes, con la lengua pegada al paladar. “El bastardo ese que me dejó la botella de agua, ¿no podía dejarme aunque fuera un pancito?”. Al pensar en comida sintió las piernas de lana y la boca seca. El punto de llegada señalado en el mapa estaba acercándose: ¿qué era lo que iba a encontrar?
Casi se desmayó cuando entre los troncos descubrió una cabaña. Era una casucha en ruinas, pero para alguien que venía durmiendo desde hacía dos noches a la intemperie era como una suite del Hilton. Aceleró el paso, abrió de golpe y entró.
El interior no era mejor: un cuchitril sucio y hediondo. Una cueva buena para un vagabundo, no para él. El piso estaba despegado y rechinaba terroríficamente con cada movimiento. Probablemente, pensó, de un momento a otro se abriría como un abismo bajo sus pies. Le dio un puñetazo a la pared de madera, pero esta no se movió: por lo menos parecía sólida, aunque las tablas tenían rendijas y de seguro dejaban pasar el aire gélido y los ruidos del bosque. Había un colchón horrible tirado en el suelo, con manchas amarillas y lleno de bultos. Una frazada remendada era lo mejor que lograron hacer los que lo dejaron ahí. En el lado opuesto había una especie de estufa oxidada y rota; por su aspecto, se diría que ya había quemado varias hectáreas de bosque. En una esquina habían dejado un balde. Daniel se horrorizó: era para las necesidades, intuyó por el olor. Lo tomó y lo dejó afuera: jamás iba a hacer en un balde, eso era seguro. Registró cada rincón, pero no encontró nada para comer. Se hubiera comido hasta un palo del bosque, con tal de meterse algo al estómago. Colgada en el muro notó una honda. Salió de nuevo y buscó algún animalito al que atacar. Estaba lleno de pájaros, pero por lo visto eran mucho más astutos que él y huían apenas se movía medio paso. No se imaginaba que fuera así de difícil disparar una honda. Era el segundo día en completo ayuno: ¿cuánto tiempo se podía resistir sin comer antes de morir? Esa era una cosa interesante que podrían enseñar en el colegio: sobrevivir solo en medio de la nada, sin celular, con una brújula y un encendedor.
Le costó encender la estufa que, aunque destruida, hacía su trabajo. Luego se tiró sobre el colchón y se durmió de golpe.
Se despertó por la mañana con un dolor de espalda de récord Guinness: el colchón era todo lo que había prometido en el primer vistazo. La frazada en cambio lo había mantenido abrigado y al final, por el cansancio, había dormido tan profundamente que ni sintió los ruidos de afuera. Después de todo, esas cuatro paredes de madera, aunque delgadas, lo hicieron sentir a salvo. Se estiró como un gato y pegó un salto al ver lo que había junto a él en el suelo. No creía en sus propios ojos: era una lata de garbanzos.
Los garbanzos eran la comida que más odiaba en el mundo, por su olor y consistencia, pero en su situación no podía andarse con sutilezas: hubiera sido capaz de comerse una serpiente. Abrió la lata y los engulló, pescando los del fondo con los dedos y bebiéndose hasta la última gota de salmuera. Una vez, pensó, había lanzado al piso el plato de garbanzos que le había preparado su mamá; ahora habría entregado a su madre a cambio de una cucharada más. Seguían siendo asquerosos, pero de seguro eran mejor que nada.
Su estómago estaba más o menos compuesto, pero otro detalle llamó su atención. En el muro había pegado un papel blanco con letras negras, muy claras y bien definidas.
SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,
POR FAVOR.
“¿Cuál campo?”, pensó Daniel. Salió de la cabaña con un pésimo presentimiento. Un área más o menos del tamaño de una cancha de fútbol había sido delimitada durante la noche con estacas y una cinta roja y blanca. Parecía la escena de un delito; solo faltaba el cadáver. Dio dos pasos más: apoyado en el muro de la barraca, un azadón. ¿Tenía que usar ese utensilio? ¡¿Y esto era el campo?! “Si pillo al bastardo que me puso aquí”, pensó con una sonrisa torcida para sus adentros, “ya no nos estaría faltando el cadáver”.
–Y el azadón lo uso para enterrar el cuerpo, más que para sacar piedras. –Hablaba solo, despotricaba y amenazaba, pero la única certeza ahí, era su impotencia.
Además de maldecir y agarrarse con el hombre invisible, ¿qué más podía hacer? ¡No había una cara a la que agarrar a cachetadas y escupos, no había nada que romper y agarrar a patadas en ese lugar de mierda! De todas maneras, una cosa era cierta: nunca en su vida había obedecido a nadie y no lo iba a hacer tampoco esta vez, encima para complacer a alguien que no se dejaba ver y por una cosa sin sentido como sacar piedras de un campo de fútbol.
Entró nuevamente en la cabaña, miró alrededor y luego, felicitándose por su perspicacia, tomó un trozo de carbón de la estufa y escribió rabiosamente del otro lado del papel:
TENGO HAMBRE
Luego se fue a echar sobre el colchón, decidido a no mover un dedo. Pasaba días enteros durmiendo, despertándose solo para comer. No problem.
Se metió una mano al bolsillo y ahí tuvo la segunda sorpresa desagradable: mientras dormía, el bastardo le había sacado el encendedor y el tabaco. ¿Cómo diablos hizo para no sentirlo? Seguro se estaba enfrentando con un espíritu, como en una película de terror. Se estremeció.
En ese lugar olvidado, hasta las cosas más absurdas podían ocurrir de verdad. No le gustaba nada tener miedo: por el contrario, era él quien siempre se lo había infundido a los demás.
Siguió maldiciendo. Y otro poco más. Se sentía impotente y colmado de rabia. Hubiera querido tener a alguien ahí para agarrar a golpes, sacudiendo las manos para descargar los nervios. Como si no bastara, empezaba a hacer frío; se fijó en la estufa y había solo una brasa minúscula aún encendida. Pasó casi una hora intentando revivir el fuego. Salió a recoger más leña y la desparramó en el suelo para que se secara un poco. Al final, el fuego se encendió de nuevo.
–¡Daniel 1, Bastardo 0! –gritó al cielo esperando que alguien lo escuchara.
En la puerta de entrada, mientras el sol se ponía, miró a su alrededor para ver si había alguna cosa para masticar. No encontró nada de nada y se fue a dormir furioso. Si hubiese podido, habría trancado la puerta para impedir que el bastardo entrara, pero no había con qué, a no ser que pusiera el colchón atravesado en la puerta, exponiéndose a los chiflones. En el suelo no volvía a dormir. “Muérete”, fue lo último que pensó antes de dormirse.
A la mañana siguiente, abrió los ojos cuando el sol estaba saliendo: jamás en su vida se había despertado tan temprano. Estaba congelado y se arrastró hasta la estufa para atizar una vez más el fuego. Sentía que le faltaban las fuerzas: tenía que comer cuanto antes. Con la vista vagamente nublada, notó que mientras dormía el papel de la pared había sido sustituido. “Tengo hambre”, había escrito él. Y ahora el papel decía:
QUIEN NO TRABAJA, NO COME.
SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,
POR FAVOR.
Daniel se sintió montar en cólera. Esto era chantaje liso y llano: no se puede obligar a la gente a hacer algo matándola de hambre. Salió a ver si al menos el campo había sido reducido. Quizá, al ver que no podía hacerlo…
Todo estaba tal cual. Junto al azadón, había una botella de agua y una especie de ensalada roja. Daniel no comía verduras nunca, pero esa mañana no se hizo el regodeón. Sin siquiera lavarla, para no desperdiciar agua y tiempo, se comió media ensalada. Crujía bajo los dientes y era amarguísima, pero al menos era comestible. El bastardo debía tener una pérfida ironía, aprovechándose de su hambre para darle todo lo que más odiaba. Por cierto, se había informado bien sobre él, sobre sus gustos; lo que entre otras cosas quería decir que la próxima vez iba a tocar pescado, la segunda comida que más odiaba después de los garbanzos.
Tomó el azadón y con desgano se puso a trabajar. La tierra era dura y llena de piedras, por lo que estaba claro que la petición de removerla era una provocación. Siguió adelante con flojera por unos veinte minutos, luego el mango de madera comenzó a dolerle en las manos: le estaban saliendo ampollas del porte de una nuez y no había cubierto ni un metro cuadrado de tierra. Cuando sacaba una piedra, siempre había otra debajo. “Es un trabajo totalmente inútil, no se puede hacer”, se justificó renunciando.
Dejó pasar inerte el resto de la tarde. Practicó un rato unos disparos con la honda, apuntando a los troncos de los árboles. Recogió otro poco de leña y se terminó ese asco de ensalada. Le costó quedarse dormido, por el hambre y por el rencor; se hacía mala sangre y seguía maldiciendo a su padre y a ese bastardo. De momento no tenía ni idea de cómo salir de ahí, pero de seguro, una vez fuera de esa pesadilla, se la iba a hacer pagar, a cada uno. Los iba a denunciar y hacer meter a la cárcel, como mínimo. Se adormeció con el estómago medio vacío, pero degustando al menos el sabor de aquella vendetta imaginaria.
A la mañana siguiente cuando se despertó, Daniel se apuró en mirar la pared. El papel no había sido cambiado, ahí seguían las mismas palabras del día anterior. Salió para ver qué le había dejado de comer esta vez el bastardo. Junto al azadón no había nada, ni agua ni comida. Casi se desmaya; lo había dado por sentado. Sin embargo, el mensaje era claro: sin trabajo, no hay comida. Imaginó a su carcelero observándolo a escondidas, muerto de la risa. Masticando la rabia, agarró el azadón y retomó esa empresa sin sentido. Con cada golpe, un garabato. Estaba como embriagado de frustración y trabajó un buen rato, con la cabeza gacha, casi sin sentir el hambre o la fatiga. Con cada golpe se imaginaba estar golpeando al bastardo, que se burlaba de él en complicidad con su padre.
Luego de varias horas de aquella labor inútil, se sentó en el suelo sin aliento. Observó el montón de piedras que había arrancado del campo y se sorprendió de ver que era muy grande. Tenía las uñas negras y rotas, las palmas de las manos cubiertas de ampollas, la espalda molida y las sienes sudadas y palpitantes. Hedía asquerosamente. Un rugido devorador atascado en la garganta y de nuevo el mordisco feroz del hambre en el estómago.
Se arrastró hasta la cabaña con la intención de dormir dos días de corrido: no había trabajado tanto en toda su vida. En el suelo, junto a la estufa, estaba la conocida lata de garbanzos, con la botella de agua, siempre insuficiente, y un pedazo de pan viejo. Al lado, un balde con agua y un overol azul. Le sorprendía, más que nada, que el hombre se hubiera acercado tanto a él sin hacerse escuchar o ver de forma alguna. ¿Cómo lo hizo para transportar ese balde sin dejar rastro de su paso? Dejó en un rincón la ropa sucia, se lavó las manos, la cara y el cuerpo, secándose, tiritando, al calor tibio de la estufa. Sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo, consumió aquella cena frugal, que pocos días antes hubiera lanzado a la cara a quien se la hubiera ofrecido. Mojaba el pan en el agua de los garbanzos, para no romperse un diente y darle algo de sabor. Estaba malísimo, pero no se dejaría doblegar por la situación. Aunque afuera todavía había luz, decidió que por ese día había trabajado suficiente. Se sentía como un estropajo y no tardó más de tres segundos en dormirse.
Esa noche, su seguridad empezó a vacilar. Desde la tarde había comenzado a sentirse extraño. Había comido poco y mal y se había deslomado decididamente mucho. Además, todo ese sudor que se le había enfriado encima y el haberse sacado la hediondez con esa agua fría, delante de una estufa medio apagada… Se sentía afiebrado. Al principio fue un leve malestar, la cabeza pesada, las piernas débiles. Luego empezó a tiritar y a castañetear los dientes. No era médico y no tenía un termómetro, pero no necesitaba ni uno ni otro para saber que la cabeza le iba a explotar y que tenía la frente hirviendo. “La última vez que estuve enfermo estaba en la básica”, pensó. Se había agarrado un virus y hasta se había desmayado en el baño. Su madre lo había atendido como a un príncipe oriental, hasta le había dado de comer y él la había agarrado a garabatos, primero porque no se sentía bien, y después porque se había mejorado y sus atenciones le crispaban los nervios. Sí, su madre era decididamente demasiado pegote. Pero en ese momento habría querido tenerla ahí, porque se sentía pésimo y tenía terror de desmayarse, quedar tirado en el piso frío y morir congelado sin que nadie lo supiera. Ahí no había remedios y seguro que el bastardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba enfermo.
Aunque estaba al borde de sus fuerzas, se obligó a salir a buscar leña para la estufa. Luego, tuvo que ceder entrar el balde del pipí: no iba a poder salir como lo había hecho los otros días. Cuando sintió que estaba a punto de desmayarse, cerró la puerta y se tiró en el colchón con la chaqueta y los zapatos puestos. La frazada no le bastaba para mantenerse caliente.
Se despertó en medio de la noche gritando por una pesadilla. Había hecho un hoyo enorme con el azadón y había terminado dentro, después la tierra había comenzado a desmoronarse sobre él, y él gritaba, pero no había nadie que pudiera escucharlo. Entonces la tierra había empezado a entrarle en la boca y él había sentido que se ahogaba. Con esa sensación, de no tener más aire y de estar sepultado, se encontró sentado sobre el colchón. Abrió y cerró los ojos y esperó a que la pieza dejara de girar: el fuego en la estufa había sido atizado y en el suelo había una caja de metal, junto a una cuchara y una pastilla redonda. La pastilla resaltaba sobre el negro del suelo como un botón. Daniel estiró la mano y vio que temblaba. Luego tomó el contenedor de metal, que estaba caliente. Se calentó las manos gélidas sobre él; se sacó los zapatos y se calentó también los pies. Luego sacó la tapa y un olor a hospital le invadió la nariz. Sopa de fideos. Sin embargo, le pareció que era la cosa más deseable y buena en aquel momento. Se la tomó, lentamente, con dificultad, todavía con la sensación de tener un saco de tierra en la garganta. El caldo le alivió el estómago y lo relajó. Con el concho del caldo se tomó la pastilla. “No creas que te voy a dar las gracias”, le dijo mentalmente al bastardo: “es tu culpa que esté así”. Se echó de nuevo a dormir sin lograr controlar los tiritones de la fiebre.
En la mañana se despertó tarde, completamente sudado. Pensaba que iba a encontrar otra cosa caliente para el desayuno, pero no había nada de nada. Sin saber por qué, le dieron ganas de llorar. ¡Se sentía mal, por la cresta! ¿Por qué no venía nadie a ayudarlo? Hubiese apostado que era ilegal tratar a la gente así. Se fue a sentar sobre el colchón; se sentía hecho pedazos. El cartel seguía ahí, siempre el mismo, dándole órdenes. Decidió que ese día no iba a mover un dedo. No era justo, y quienquiera que lo hubiera puesto ahí tenía que darle otra comida, porque él no tenía fuerzas para hacer nada. Se puso de nuevo a dormir. Para el almuerzo, ojalá, habría aparecido algo de comer.
Su estómago le decía que la hora de la comida ya tenía que haber pasado: primero empezó a hacer ruidos, luego a retorcerse como una serpiente. En el suelo no había nada. Por lo menos se sentía algo mejor. Se levantó del colchón y echó un vistazo afuera, para ver si a lo mejor había alguna cosa junto a la cabaña. ¡Pero cómo! Tendría que habérselo esperado. Lívido de rabia, tomó el azadón y volvió a cavar. “No es posible”, se decía mordiéndose los labios. “No es posible”, pero entretanto, cavaba.
Volvió a la cabaña hecho un trapo. Hedía, pero no tenía ganas de sacarse el overol sucio y lavarse. Delante de la estufa apagada, la habitual lata de garbanzos. “Este tipo no tiene imaginación”, pensó. Y ni un poco de compasión. Aunque él, después de todo, nunca había querido la compasión de nadie. De hecho, una vez le había puesto el puño en la cara a una profe que lo había mirado de una forma que no le había gustado nada. De cualquier modo, pensó abatido, si hubiera estado en su casa, de seguro su madre le hubiera preparado un bistec de un kilo, a punto, para devolverle las fuerzas después de la fiebre, con un buen acompañamiento de papas fritas y kétchup… Se dio un golpe en la cabeza, porque al pensar en esas cosas su estómago había dado una especie de tirón, pero al mismo tiempo la otra mano soltó la lata, que le cayó sobre el pie. El dolor por un instante le hizo ver todo negro. ¿Por qué diablos se había sacado los zapatos? Se fijó que su dedo estuviera todavía pegado al pie: del dolor pensó que la lata se lo había rebanado. Se quitó el calcetín: el dedo seguía ahí, pulsante. Le había achuntado medio a medio. La uña se iba a poner negra y después se iba a despegar, pensó; una vez le había pasado a su padre. Se estremeció de la impresión. Se agarró el dedo con las manos, como si pudiera alejar el dolor, pero no funcionó ni un poco. Ya se le habían acabado los garabatos. Esta enésima desgracia, aunque en el fondo no era nada, terminó de abatirlo. De nuevo le dieron ganas de llorar. Por el dolor, el hambre, el cansancio y la sensación de encontrarse en una situación sin salida. Tragó un par de veces para mantener dentro las lágrimas. No había nadie que pudiera verlo, era cierto, pero sabía que no debía llorar, porque habría querido decir que tiraba la esponja, que cedía al chantaje del bastardo que lo tenía ahí, que no era capaz de seguir para ver el fin de esta absurda historia.
–Ya lo decía yo, que los garbanzos hacen mal –se dijo en voz alta, y logró hacerse reír.
Abrió la lata abollada y se comió esa bazofia lentamente, hasta provocarse arcadas. Eran asquerosos, asquerosos y más asquerosos.
Había perdido la cuenta de los días. La uña del pie se le había puesto negra, como previsto, y esa había sido la única exaltante novedad en sus jornadas todas idénticas. Lo sentía, aunque no quisiera admitirlo: se estaba desalentando. Quizá hubiera debido al menos intentar, al principio, salir del bosque. Ahora era demasiado tarde, nunca hubiera tenido la fuerza. Desganadamente seguía amontonando piedras, hora tras hora: no tenía sentido, pero tenía que hacerlo si no quería morir de hambre. ¿Qué había sido de sus padres? ¿Era posible que no se preocuparan ni un poco por él? Se sentó en el cúmulo de piedras con la cabeza entre las manos, sin un pensamiento, totalmente vaciado.
Esa noche en la cabaña, junto a los garbanzos encontró un pedazo de pan. No era el usual mendrugo rompe dientes, viejo y reseco; este estaba fresco y perfumado de harina y horno a leña. Lo tomó en sus manos como si fuera algo único, lo partió y el crujido de la corteza le llenó de saliva la boca. Se acordó de cuando era chico y acompañaba a su mamá a la panadería y ella, en la calle, llevándolo de la mano, sacaba un pedazo de pan recién horneado y se lo daba de comer, guiñándole un ojo cómplice como si estuvieran haciendo algo prohibido. Arrancó de un mordisco el primer pedazo y lo masticó ávidamente. Nunca el pan le había parecido tan bueno; de hecho, le parecía estar saboreándolo de verdad por primera vez. ¿Pero qué clase de pensamientos eran esos? El pan era pan, punto. Sin embargo, por un momento se sintió como en casa. Fue solo una sensación pasajera, pero después de todo el trabajo y el cansancio de esos días, comer algo fresco y rico le dio un ánimo inesperado: era totalmente absurdo, pero le pasó por la mente que había incluso algo bello en estar ahí, mirando el fuego, masticando un pan fresco, vestido con ropa limpia, y el cuerpo, molido por el cansancio, que finalmente reposaba. No era una vida que pudiera llevarse para siempre, pero, se dijo, él nunca había sido de los que hacen planes para el futuro. Que durara lo que tenía que durar. No lograba irse de ahí, pero al final, después de todo, lo importante era tener algo decente que echarse a la boca, porque el hambre era la peor cosa que había probado hasta ese momento.
Se tumbó sobre la cama y durmió profundamente como no recordaba haberlo hecho en su vida.
Durante otra semana siguió sacando piedras de la mañana a la noche, comiendo garbanzos insípidos y tibios dos veces al día y haciendo en un balde. Había vuelto a intentar atrapar in fraganti al hombre misterioso, pero no lo había logrado y ya ni siquiera le importaba, después de todo. Echaba de menos los cigarros y la presencia reconfortante del celular, pero después de los primeros días de abstinencia, casi lo encontraba razonable. Más que nada, ¿cómo hacían lo suyos para estar tanto tiempo sin saber nada de él, si realmente lo querían tanto como decían? ¿Y sus amigos? ¿El Chepa no sospechaba nada, sin verlo ni oír de él en días? Quizá ya lo había reemplazado. Quizá qué diablos estaba sucediendo afuera de ese bosque. De contarlo, nadie habría creído su historia: “mi viejo me abandonó en un bosque, dormí dos noches afuera, después encontré una cabaña y saqué piedras de la tierra por semanas, comiendo cosas que salían de la nada y meando en un balde”.
Era la cosa más estúpida que alguien pudiera oír.
Cuando el terreno estuvo por completo vacío de piedras, apareció un nuevo cartel.
GRACIAS, ÓPTIMA LABOR.
ARAR EL TERRENO, POR FAVOR.
Daniel no tenía idea de qué cosa quería decir la palabra “arar”, pero más que nada lo sorprendió la primera frase. En diecisiete años, nadie le había dicho que había hecho una óptima labor. Se sintió satisfecho consigo mismo, aunque no supiera quién era el desconocido que le asignaba esas estúpidas tareas ni cuál era su finalidad. Para él era un trabajo sin sentido: equivalente a estudiar historia o gramática. La geografía no, se había medio convencido; por experiencia había entendido que esa, por lo menos, de algo servía. “Y, además, ¿qué me puede importar lo que dice alguien que ni conozco?”, se repetía. Por eso, le mandó todas las desgracias posibles, lo apostrofó con las peores palabras que conocía y finalmente le auguró la muerte más dolorosa. Era una cuestión de orgullo: no podía admitir ni siquiera por un segundo que sí le importaba un poco su opinión; que leyendo aquellas palabras había sentido una especie de placer.
Con el pasar de los días, la comida también cambió. Con frecuencia, junto a la estufa había pescado, como previsto. Pero no era para nada como el que ponía en la mesa su madre. No tenía forma de bastoncito. Este era pescado-pescado, casi vivo, digamos, o apenas muerto, que al final es lo mismo. La primera vez, estremeciéndose de asco, había tratado de cocerlo sobre la estufa así tal cual, tocándolo lo menos posible. Era desagradable: los interiores eran amargos y habían vuelto incomible todo el resto. Entonces, por necesidad, se había armado de valor: con una piedra afilada, le había abierto el vientre y lo había vaciado por completo. Una operación vomitiva, pero esa vez por lo menos el resultado había sido comestible, aunque el pescado seguía sin gustarle y seguía siendo demasiado hediondo, en la boca y en los dedos.
No tenía idea de qué podía significar “arar”, pero no tenía intención alguna de preguntar. Preguntar era admitir que necesitaba ayuda, y eso, ni hablar: una cosa era aceptar trabajar para poder sobrevivir y comer, otra era someterse a preguntar. “Solo los débiles preguntan”, se dijo; “los fuertes toman sin preguntar”. Entonces se puso a reflexionar y al final juntó dos más dos: había despejado un rectángulo de tierra de piedras y no había recibido otras herramientas además del azadón. No podía ser cierto, pero al parecer el tipo tenía la intención de hacerse un huerto privado en el bosque, en esa miseria de tierra. Hay gente bien rara. Tomó el azadón y se puso a asesinar el terreno, rompiéndolo y revolviendo el suelo. Era un buen modo de evitar asfixiarse con la rabia que a ratos lo devoraba por dentro.
“Me parece que he acertado”, se dijo envalentonado después de algunos días: el desconocido evidentemente no había encontrado nada que decir y había seguido proveyéndolo de comida, incluso un poco más abundante que de costumbre.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Había perdido la cuenta hacía rato. ¿Entonces qué sentido tenía seguir preguntándoselo? Estaba claro que nadie vendría a buscarlo. Al menos no por el momento. Parecía que todos se habían olvidado de él. A veces la soledad se volvía insostenible, sobre todo por la noche, cuando se sentía sobrepasado por el silencio misterioso del bosque y se sentía la última persona sobre la tierra. Una mañana, sin embargo, sucedió algo hermoso. Una criatura vino a llenar su soledad.
Sobre el techo de su refugio, andaba un gato. No era un animal bonito: le faltaba un ojo, tenía una oreja hecha pedazos y el pelaje rojo y ralo. Era probablemente el gato más feo y pulgoso del universo.
–Minino… –lo llamó despacio, por miedo a que se escapara.
Pero no huyó y Daniel logró incluso acariciarlo. El calor del pelaje bajo los dedos y el movimiento de los huesitos le dieron una sensación extraña, que nunca había experimentado. Nunca había tenido un animal doméstico; en realidad, nunca lo deseó siquiera. Habría tenido que ocuparse de él y no hubiera tenido tiempo, con todo lo que tenía que hacer. Pero en la vastedad infinita y silenciosa de ese lugar, ese gato le pareció lo más bello que podría haberle pasado y lo hizo sentir menos solo. Al final, le puso Minino; nunca tuvo mucha imaginación.
Minino era un buen amigo; lo miraba trabajar, pero no con la expresión altanera que tienen de costumbre los gatos. Daniel sentía que entendía su fatiga. Lo acompañaba mientras él comía y se restregaba para recibir su parte. Aunque era feo y medio pelado, era muy preocupado por la higiene y se lamía con cuidado hasta excesivo las patas y se arreglaba las orejas. Lo ponía de buen humor, ese despojo de gato. Cierto, nunca lo habrían elegido para hacer el comercial de croquetas, pensaba riéndose Daniel, pero para él era el bicho más lindo del mundo. Lo hacía reír y, a su manera, sentirse amado, como solo puede hacerlo un animal que te considera su amo. Sin embargo, Minino era una bestia independiente; a Daniel le parecía el animal perfecto para él. De un modo imposible y misterioso, se parecían.
Le hizo cariño en la cabeza con la mano áspera y el gato cerró los ojos y lo siguió restregándosele. En la cama, esa noche, fue a acurrucarse sobre su vientre y Daniel se durmió observándolo subir y bajar con su respiración.
En arar la cancha de fútbol, como la llamaba él, se demoró probablemente un siglo. Sin embargo, su cuerpo había agarrado el ritmo del sol: abría los ojos apenas el cielo estaba claro, con calma se daba una lavada y se calentaba la leche en una taza de metal, una placentera novedad que había sido agregada cuando comenzó a arar. Cruzaba dos palabras con Minino y después salía a trabajar. Proseguía con la cabeza gacha hasta que el sol ya no le llegaba directo sobre la cabeza, entonces paraba, porque sabía que debía haber aparecido el almuerzo. Seguía sin entender cómo lo hacía el desconocido para no dejarse ver nunca, pero había dejado de intentar atraparlo, porque las dos o tres veces que lo intentó, se había quedado sin comer. Al final, se decía, ¿qué le importaba verle o no la cara?
Después de almuerzo se concedía una pausa, tumbado sobre el colchón o jugando con Minino. El bosque empezaba a hacérsele familiar, a pesar de estar lejos de gustarle. Tenía la impresión de que escondía algo amenazante, aunque en el día lograba ser casi bello, con sus colores y los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Había dejado la honda colgada en el clavo: había concluido que, aun si lograba darle a alguno, después no habría tenido el valor de desplumarlo ni de cocinarlo. Ya era duro con los pescados; con los pajaritos hubiera sido aún peor.
En la tarde retomaba el arado, pero con menos ímpetu; su cuerpo ya estaba cansado. Cuando el cielo empezaba a ponerse rosado y naranjo, Daniel empezaba a sentirse ligero, pero seguía otro poco, porque había hecho una especie de desafío consigo mismo: cada día llevaba un poco más al límite sus fuerzas, para ver si resistía y hasta dónde podía empujar. Sentía que se había vuelto fuerte y resistente, capaz de soportar la fatiga. Lo notaba además por cómo habían cambiado sus brazos: así musculosos le gustaban mucho más. Se imaginaba cuando fuera capaz de salir del bosque: las niñas iban a hacer fila para ganárselo.
Luego en la noche dejaba el azadón, iba a lavarse, se ponía la ropa limpia y era como cambiar de piel.
Cenaba, se perdía desganadamente en algún pensamiento estúpido y acariciaba al gato hasta que los ojos se le cerraban solos.
EXCLENTE TRABAJO, GRACIAS.
PLANTAR, POR FAVOR.
¿Hacía cuánto estaba el nuevo cartel ahí? Imposible decirlo. Daniel salió de la casa seguido por Minino.
Detrás de la cabaña encontró una serie de cajas plásticas con plantas. No tenía idea de qué cosa fueran. Había también un dibujo, explicando cómo se hacía este trabajo: tenía que cavar y plantar distanciando las plantas de un palmo y medio. “Me hacen un dibujo porque dan por descontado que soy un imbécil que no sabe hacer un hoyo en la tierra y poner una planta dentro”, pensó.
A estas alturas, se sorprendió, ya se le hacía natural seguir las ordenes sin preguntar ni el cómo ni el porqué. Tanto más porque no había nadie ahí a quien hacer preguntas ni con quien pelear. No sabía cómo volver a su casa, y en cualquier caso era evidente que a nadie le importaba él: ¿a qué iba a volver? Estar ahí o en cualquier lado era lo mismo, después de todo, con la diferencia de que donde se encontraba ahora, paradójicamente, era menos agotador que su casa, con el colegio, las peleas con sus viejos y el trabajo de mantener alta la reputación en el grupo de amigos y entre los extraños. La vida era una larga y extenuante guerra y cada día había que sostener muchas batallas. En cambio, en el bosque, Daniel sentía una especie de tregua y concordó consigo mismo que cada tanto era necesario hacer una pausa.
Le tiró un pedazo de hígado a Minino, que lo devoró de esa forma suya tan graciosa y después fue a agradecerle, restregándose contra sus zapatos embarrados. Daniel miró el que estaba roto, que actualmente se mantenía cerrado con un pedazo de madera y cuerda que había encontrado en la cabaña. Estaba muy orgulloso de esa reparación. Minino se limpió las patas con la lengua y lo miró agradecido. Daniel sonrió: era un gato educado.
–Bien, Minino.
–Miau –respondió el otro.
–De nada.
Magdalena
Entreabrió los ojos, echó un vistazo al cielo raso y los volvió a cerrar. Se dijo que probablemente estaba todavía soñando. Se concentró en los ruidos y no sintió lo que se hubiera esperado. Abrió de nuevo los ojos para verificar. Sí, lo que tenía sobre la cabeza era decididamente un horrible cielo de tablas de madera. Insólito. Con dificultad se sentó y miró a su alrededor con el ceño fruncido; la única señal de vida era una estufa encendida que calentaba esa pieza demasiado chica, y nada más. Se tumbó de nuevo, distendida, con la frente arrugada por el esfuerzo de recordar cómo había ido a terminar ahí. Recolectó en su memoria los últimos recuerdos que tenía.
Como cada jueves les había dicho a sus padres que se iba a dormir donde Elisa; en lugar de eso, habían ido donde siempre a bailar hasta las cuatro de la mañana y luego habían tomado la micro hacia el centro. Ahí vagaron por dos horas en el frío, esperando a que abriera algún café para tomar desayuno. Después, estaba segura de haber llegado al colegio: se acordaba perfectamente del comentario de la profe de inglés, que le había dicho que tenía un aspecto terrible. Y de la mirada de desaprobación de sus compañeras de curso. Después, nada más. De lo que sucedió luego no tenía memoria. ¿Entonces por qué se sorprendía de encontrar sobre su cabeza un techo de madera? ¿Qué tenía que haber visto, dónde tenía que estar? De momento memoria y cerebro estaban desconectados. Cerró los ojos una vez más, esforzándose por encontrar otros detalles. Recordaba, pero como en un sueño, el olor y el calor del hospital, y con casi absoluta certeza el bip de las máquinas cerca de ella. Tenía que haber estado ahí, hospitalizada, pero ¿cuándo y por cuánto tiempo? ¿Qué día era y cuántos habían pasado desde el viernes?
Cayó de nuevo en una suerte de duermevela. No soñó nada. Solo sentía, como adherida, la oscura sensación de que algo no andaba bien en su cuerpo. Le parecía estar en un viaje al interior de sus venas; percibía, como si estuviera en su interior, ruidos singulares de fluidos en movimiento, tubos digestivos, vísceras que se contorsionaban como serpientes. Debían ser los restos de la pastilla que se había tirado en el local, junto con algún vaso de más. La sensación era la misma, conocida y desagradable, de no pertenecerse más, junto con la imposibilidad de poner un fin a todo esto. Con los sentidos potenciados, le parecía que la realidad, revuelta y distorsionada, le bombardeaba los sesos. La cabeza le daba vueltas sin parar, incapaz de elaborar ni comprender. El corazón se le aceleraba fuera de control. Parecía que iba a explotar. Negro.
Se despertó cubierta de sudor frío. A través de la niebla que le cubría los ojos, vio de nuevo el techo de madera. Entonces no lo había soñado: esta era la realidad. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué le habían hecho? Le dieron ganas de llorar. Le faltaba el aliento y su cuerpo no le respondía; parecía hecho de piedra. No tenía voz en su garganta para llamar, ni un poco de fuerza para levantarse de esa cama horrible e irse. ¿Pero llamar a quién? ¿Y para ir adónde?
No lograba pensar, estaba agotada, consumida desde dentro. Se adormeció de nuevo y en el duermevela tuvo una especie de sueño, o un nuevo recuerdo que afloraba, finalmente, para dar luz sobre el presente. Estaba de vuelta en el hospital, despierta en la cama; pero tenía los ojos cerrados, porque no quería que nadie se diera cuenta de que estaba escuchando. Tenía terror de las preguntas, que antes o después de seguro llegarían. Los grandes querían saber siempre todo y, por lo general, era ese tipo de “todo” que no podía decirse porque ellos lo consideraban equivocado. No era la mejor mintiendo, por lo menos sobre ciertas cosas y en ciertas situaciones. Le salía súper bien decirle a su madre que se iba a estudiar a la biblioteca y en lugar de eso pasar la tarde en la cama de su pololo; pero, si las cosas se ponían feas, como por ejemplo ahora que estaba débil bajo las sábanas ásperas del hospital, no podía mirar a su padre a la cara y negar que se había tomado una pastilla.
Ahora también se sentía mal, porque escuchaba a alguien llorar y, aunque no la veía, reconocía el llanto de su madre. Detrás del rincón, ahí donde debía estar la puerta de la pieza, unas personas hablaban. Una era precisamente su madre, que lloraba y punto. Magdalena podía percibir su desesperación en los sollozos sofocados por el pañuelo. El que hablaba era un hombre, probablemente un médico. Tenía una linda voz, joven, pero el tono era muy serio y decididamente le molestaba.
–¿Están seguros? –preguntó el desconocido en su modo grave.
–La profesora Esperanza nos ha explicado todo –dijo la voz de su padre.
Esperanza era su profe de italiano. Magdalena se preguntaba a menudo cómo lo hacía, ella que parecía inteligente, para trabajar por años en esa especie de college exclusivo, donde iban los hijitos de papi con su hermoso futuro ya entero planificado. ¿Pero qué podría haberles dicho Esperanza a sus padres? Sus notas, a pesar de su escaso empeño, eran siempre altas, porque la profe apreciaba una cosa que en el colegio miraban en menos: el sentido crítico. “Magdalena sabe pensar”, decía en las reuniones de apoderados. Aunque ella lo consideraba más un defecto que una virtud. Los que no pensaban, como sus compañeros, parecían vivir mucho mejor. Era una persona gentil, Esperanza, al menos en apariencia, y comprensiva; resultaba hasta simpática, en ocasiones, pero de todas formas era una adulta, y como tal, aliada de sus padres, no suya. Magdalena no se fiaba. ¿Y qué tenía que ver la profe con el médico? ¿De qué estaban hablando? No lograba captar el nexo.
–Tienen que saber que una vez que se da inicio, no se puede volver atrás –agregó lapidaria la voz.
–Sí, lo sabemos.
Esta vez la voz de su padre sonó extraña, como si le costara mantener a raya la emoción. Los sollozos de su madre aumentaron en intensidad. Magdalena sentía vergüenza ajena. Después de todo, su hija estaba viva, ¿qué razón había para chillar de esa forma? ¿Por qué su padre no le decía que se calmara? Hubiera querido levantarse de la cama y gritarle que la cortara de una vez con la tontera.
–Ya no sabemos qué hacer. Ya está fuera de nuestro control –prosiguió su padre–. Los médicos dijeron que esta vez tuvimos suerte, y eso ya lo habíamos escuchado antes. No creo que haya una tercera. El cielo no va a esperar más, lo puedo sentir.
Qué exageración. “¿Por qué no la cortan?”, pensó Magdalena. Su padre le parecía sinceramente demasiado dramático. Y cómo lloriqueaba su mamá… En cualquier momento le daba algo: no podía seguir así.
Después hubo un momento larguísimo de silencio. Pensó que su mamá se había sentido mal de verdad. O se habían ido todos.
–Está bien –se oyó de pronto la voz del médico–. Intentémoslo.
Magdalena se estremeció y se despertó de golpe. Ahora estaba segura de que no había soñado: estaba ciertamente en una cabaña. Se sentía completamente privada de sus fuerzas, pero por lo menos había vuelto en sí. Seguro había estado de verdad en el hospital y revivir esos momentos le había quitado toda la energía. Los sollozos de su madre retumbaban aún en sus oídos. “Intentémoslo”, había dicho el médico. ¿Qué había querido decir? No lograba entender.
Se miró las manos y estaban pálidas, pero no tenía agujas ni curitas. Se tocó la cara, el cuello, los brazos. Le parecía que sí estaba despierta. Por las tablas de la pared se filtraban una luz y unos sonidos insólitos: como un rumor de hojas y pájaros. Se sentó en la cama y tuvo la desagradable sensación de tener un hoyo negro en lugar de estómago. Además de la estufa, notó, había una fea mesita y una silla. Y sobre la mesita, fuera de lugar como la mujer desnuda en ese cuadro de Manet, sobresalía un plato, con un pastel lleno de crema y chocolate que parecía observarla intensamente. Creyó que alucinaba: era seductor y perfecto, en completo contraste con la miseria y el abandono de aquel lugar. Por un momento pensó incluso en comer un pedazo. En lugar de eso, como hacía a menudo, se dio vuelta para el otro lado, hacia la pared.
Dio vueltas y vueltas en la cama dura e incómoda durante lo que le pareció una eternidad. Sentía la presencia maligna y opresora de la comida a sus espaldas.
–¡Ya, bueno ya! –le gritó de pronto al pastel, sentándose en la cama. Lo agarró con la mano y lo devoró en pocos segundos, engulléndolo, masticando apenas–. ¿Estás contenta ahora? –rugió.
Luego, con fuerzas residuales sacadas quizá de dónde, saltó de la cama, salió de la cabaña, se metió dos dedos a la garganta y vomitó todo.
Se puso a llorar sobre los peldaños de madera delante de la puerta. Lloró un montón, primero en silencio, después –¿qué le importaba?, no había nadie– a los gritos como una niña chica. Fue una verdadera liberación. Hacía un siglo que quería llorar así y quizá por qué no lo había hecho nunca, se preguntaba ahora. Se sacudía presa de los sollozos y ya no podía parar, pero se sentía indudablemente mejor. Tanto, que estalló en risa. También necesitaba reírse así, sin un motivo y a mandíbula batiente.
Cuando aquel largo momento de locura terminó, Magdalena quedó como atontada, mirándose los pies y luego a su alrededor. Estaba en un bosque y eso la sorprendió. Debía haber un montón de pájaros ocultos entre las ramas, porque hacían un barullo increíble. Era sorprendentemente bello y relajante. Su vómito, ahí en el suelo, disonaba con toda esa alegría. Se puso de pie y le dio la vuelta a la cabaña, siguiendo el olor intenso que por un momento había golpeado su nariz.
Había una construcción de madera, larga y estrecha, con el techo tan bajo que Magdalena tuvo que agachar la cabeza cuando quiso entrar. Estaba vacío, pero en el suelo había paja esparcida mezclada con excrementos. “Alguien debería limpiar esto”, pensó con asco.
Salió de nuevo al aire libre y el sol, por un rato largo, la encegueció. Se protegió con la mano hasta que se volvió a acostumbrar a la luz. No quería estar ahí. Se metió la mano al bolsillo y se dio cuenta de que faltaba la presencia tranquilizadora del celular.
Volvió a la cabaña a buscarlo, pero no encontró nada. El fuego en la estufa se estaba apagando; en un rincón había un balde fétido abandonado. En general, ahí dentro reinaba una miseria deprimente. “No quiero estar aquí”, pensó una vez más.
–Debo huir –esta vez en voz alta.
Salió como poseída, miró alrededor y cayó en cuenta de que en verdad no tenía ni idea de dónde estaba. Todas las direcciones eran iguales. Corrió a la derecha, en dirección del sol, como seguida por una horda de espíritus. Corrió hasta que sus pulmones ya no dieron más, zigzagueando entre los troncos. Se paró a recobrar el aliento, doblada en dos; la vista se le nublaba. Se puso nuevamente en marcha, pero sentía que las fuerzas la abandonaban cada vez más. Su cuerpo, Magdalena lo sabía, necesitaba combustible. Pensaba en el pastel transformado en una baba repulsiva en el suelo y casi se arrepintió de haberlo desperdiciado de esa forma. Sacudió la cabeza para sacarse ese pensamiento: estaba segura de que su voluntad era más fuerte y determinada que su estómago, y que como siempre, iba a lograr dominarlo.
Caminó obligando a sus piernas a seguir, arrastrando los pies por el suelo y apoyándose en los árboles. Debía mantener el sol delante suyo, se decía, así no perdería el rumbo, desperdiciando energías que no tenía. Cuando reconoció un árbol por el cual ya había pasado, se dio cuenta de que no es fácil orientarse. “Los árboles se parecen entre sí”, se dijo. Este, sin embargo, tenía un tronco extraño. Se acercó a mirarlo; sí, claro que era el mismo de antes, porque en serio parecía tener un rostro. Como en la película de Blanca Nieves, que de chica miraba con el alma en un hilo. Y el árbol la estaba mirando fijo, de una manera que revelaba cuán decepcionado estaba de ella. Parecía ceñudo, enojado, a punto de agarrarla con una de sus ramas.
Por un momento sintió una especie de miedo, no del árbol, sino de tener que quedarse ahí, sola, por mucho rato. Quien la hubiera llevado a ese lugar, lo había hecho por un motivo. Aunque ella no pudiera entender claramente cuál era.
Un silbido salió de la boca del árbol, sobresaltándola: por un momento le pareció oírlo pronunciar su nombre. Los bosques eran lugares ambiguos, pensó; bellos y amenazantes a la vez. Y en el silencio los árboles tomaban formas extrañas, casi humanas. Se sacó esa idea estúpida de la cabeza; tenía dieciséis años, desde hacía un rato ya no creía en cuentos. Para sacarse cualquier miedo de encima y demostrarse a sí misma que no había motivo para temer, se dirigió hacia el árbol y metió la mano en el hoyo. “¿Ves?”, se tranquilizó a sí misma, “no hay nada aterrador aquí”.
Pero algo peludo se movió en el hoyo rozándole la mano y Magdalena la sacó con un grito. El grito resonó por sobre los troncos y algunos pájaros ocultos entre las ramas volaron lejos en un rumor de alas. Magdalena se replegó sobre sí misma, instintivamente, protegiendo su cabeza, como si los pájaros pudieran volar hacia ella y picotearle los ojos. Con el corazón latiéndole como loco, se dijo que tenía que irse cuanto antes.
Se puso en marcha, pero ahora no podía dejar de pensar en esa cosa que le había rozado la mano. ¿Qué era? Se estremeció de asco. No podía percatarse bien de dónde estaba el sol ahora, había perdido lucidez. Los árboles parecían más altos, muy altos, y el cielo estaba lejos y casi invisible. Mirando hacia lo alto le vino una especie de vértigo. El cuerpo retomó la delantera sobre la voluntad y Magdalena cayó a tierra desmayada.
Tuvo un sueño.
Quizá era un sueño. Quizá no.
Lo que sí, era insólito, extraño, sin embargo, muy real. Estaba tirada en el suelo, esto podía percibirlo; sentía el olor a humedad de la tierra a través de la piel, bajo los dedos. Estaba segura de que habían transcurrido horas desde el inicio de la fuga. Un animal, quizá una ardilla, en un momento se le acercó; Magdalena sintió claramente su nariz estremecerse muy cerca de su mejilla. Esperó que no hubiera sido un ratón. Los ratones le daban demasiado asco. Una sensación de terror la estaba inundando; solo quería escapar de ahí antes de que esa bestia llamara a otras y todas juntas comenzaran a roerle la nariz y los dedos, pero era absolutamente incapaz de moverse. Por fortuna, después, el animal se alejó de su cara; Magdalena percibió las vibraciones en el suelo provocadas por sus saltitos. Después vino un rato largo de nada.
Un ruido de pasos avecinándose, seguros, sin prisa, reactivaron sus sentidos. Los pasos se detuvieron justo a su lado. La mente ausente de Magdalena intuía que el dueño de los pies la estaba mirando. Solo logró pensar que debía encontrarla extremadamente gorda y despeinada. Luego, inesperadamente, se sintió alzar del suelo por un par de manos robustas y seguras. ¿Cómo lo hacía, quien quiera que fuera, para poder levantarla, con lo pesada que era?
Debía ser casi de noche, porque a través de sus párpados cerrados no se filtraba luz. No abrió los ojos, porque no podía; además, era una sensación placentera, sentirse llevada de esa forma, como suspendida en el aire, pero a salvo. El desconocido que la llevaba de manera tan firme olía bien y emanaba calor. Debía ser bello, además de fuerte, imaginó, aún no queriendo mirar. Solo sabía que en su cuerpo no había ni un gramo de energía que invertir en abrir los ojos. Se dejó acunar por todo el tiempo que duró. Casi dormía, agotada, segura como en brazos de la mamá cuando era chica. El desconocido debía ser muy fuerte, para lograr caminar todo ese rato con ella en brazos. Sentía en su rostro el calor de su respiración, que comenzaba a hacerse ligeramente sofocada. Por el cambio de los sonidos que llegaban a sus oídos, comprendió que habían llegado a algún lugar cerrado. Sintió unos brazos que la acomodaban sobre la cama. Solo entonces, mediante un increíble esfuerzo de su voluntad, obligó a sus párpados a abrirse.
Estaba oscuro. En la oscuridad intuyó una silueta. Un rostro blanco por sobre ella, que la miraba sin expresión. No tuvo miedo ni por un instante. El hombre se quedó todavía un rato junto a la cama, con los brazos a los lados de su cuerpo y el aliento recobrando un ritmo regular. Magdalena cerró los ojos lo que dura un pestañeo y al abrirlos nuevamente, él ya no estaba. Si había estado verdaderamente ahí, ahora se había ido, sin el más mínimo ruido.
Al día siguiente, Magdalena se despertó trastornada. Por un momento tuvo miedo de habérselo imaginado todo: la carrera en el bosque, la criatura peluda e invisible en el hoyo, los pájaros que querían comerle los ojos, el desmayo y el tipo que la trajo de vuelta en sus brazos. Cuando abrió los ojos, tuvo la sensación de un déja vu: estaba sobre la cama, en la cabaña de techo bajo de madera, y el pastel con crema y chocolate estaba de nuevo sobre el plato, mirándola inmóvil. Por mucho que Magdalena se esforzaba, no lograba poner en orden los hechos ni distinguir el sueño de la realidad. Y era exactamente eso lo que necesitaba. Para convencerse de que el día anterior había sucedido lo que había sucedido, salió de la cabaña. Se tranquilizó: su vómito, ahora seco, estaba todavía ahí. Algo de verdad había, entonces.
Miró a su alrededor en busca del hombre misterioso, aunque estaba segura, sin saber por qué, de que no iba a volver a dejarse ver. Pensar en él le aceleró el corazón. No recordaba su olor, pero sabía que era bueno. No lo había visto bien, pero estaba segura de que era hermoso. La cuidaba y eso le daba una emoción. Le dejaba comida y, aunque no se dejara ver, la observaba desde no muy lejos. Asaltó el pastel. Estaba rico, indudablemente, pero no lo soportaba. Lo dejó después del segundo mordisco, apenas sintió la náusea. Muy dulce. Muy grande como para terminarlo.
El resto del día fue interminable. No tener nada que hacer era lo peor que podía pasarle: en estos momentos de pausa forzada corría el riesgo de que su mente comenzara a vagar peligrosamente. Los pensamientos salían de los rincones oscuros en los que los había relegado y la asaltaban desde todos lados. Por eso le gustaba la música a todo volumen, el caos de las discos, los días que pasaba hablando de nada con los amigos o flirteando con los cabros. Todo con tal de no pensar. ¿Pero qué se podía hacer en un lugar donde no había nada? Le dio una vuelta a la cabaña y sus ojos se posaron sobre el establo. Había un rastrillo y una escoba apoyados en el marco de la puertecita. Ok, como idea no era lo máximo, se dijo, pero la alternativa de quedarse sola con sus pensamientos era peor que la de ponerse a recoger caca. Sin pensarlo mucho, se amarró el pelo en un tomate, se puso la capucha del polerón, agarró los utensilios y entró.
El establo estaba oscuro, pero por los sutiles recuadros de luz que se dibujaban en la pared del fondo, Magdalena intuyó que tenía ventanas. Fue rápidamente a abrirlas para que entrara algo de aire fresco. Luego, con paciencia y como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, empezó a rastrillar hacia un lado la paja sucia y el estiércol. No paró hasta ver aparecer la tierra. Lentamente, dedicando todo el tiempo necesario, arregló ese espacio abandonado. Su cabeza, se sorprendió, no pensaba en nada: el experimento había funcionado. De tanto en tanto canturreaba alguna melodía de cuando era chica, que quizá cómo le volvía a la cabeza. Sin experimentar el asco que se hubiera esperado, puso el estiércol dentro del balde que había encontrado en un rincón; luego lo llevó afuera del establo, vaciando el contenido en un único montón.
Quizá qué habrían pensado sus “amigos” aristócratas del colegio o sus compañeros de carrete viéndola trabajar de esa forma entre un montón de caca de animal… se habrían reído de ella, todos. Pero lo hermoso fue descubrir que en ese momento no le importaba nada. Que pensaran lo que quisieran. Hacía un montón de tiempo que no se sentía así. Relajada y casi ligera.
Cuando volvió a entrar en la cabaña, encontró un balde de agua limpia; se emocionó al pensar que el desconocido había estado de nuevo tan cerca: se le hacía como que estaban jugando una especie de excitante escondida. Se restregó bien la cara y las manos. La suciedad se había impregnado en sus dedos. A pesar del esfuerzo, no logró sacarse el olor a establo del pelo y la tierra de debajo de las uñas, de las cuales el esmalte se había descascarado casi completamente. No había espejo, pero no lo necesitaba para saber que tenía un aspecto horrible. Dejó intacto el plato de fideos que había encontrado junto al agua que el desconocido le había traído. No había comido fideos en años.
Por la tarde se concedió un paseo y terminó de arreglar el establo. Cuando volvió a la cabaña la esperaba una sorpresa: los fideos habían desaparecido, pero sobre la estufa habían puesto a asar un choclo. Dónde fueron a encontrarlo en esta época del año, era un misterio. Y sobre todo, ¿cómo había hecho el desconocido para saber que ella adoraba el choclo? La pieza estaba saturada del olor delicioso del maíz.
Se sentó con las piernas cruzadas delante de la estufa y tomó el choclo quemándose los dedos. Tomándolo con el polerón, se lo acercó al rostro y se llenó la nariz de su perfume cálido. Despegó el primer grano y lo saboreó lentamente, haciéndolo girar en su boca. Lo aplastó con la lengua contra el paladar y el sabor le estalló en el cerebro trayendo consigo el recuerdo de veranos enteros de piqueros y asados nocturnos. La última vez que se había comido un choclo había sido con su familia, en la playa, bajo un cielo estrellado. Lo recordaba perfectamente: tenía doce años. Se sacudió ese pensamiento que se había colado en su cabeza, pero no logró contener la lágrima que había liberado. Picoteó uno a uno los granos de la mazorca, comiéndola así, lentamente, hasta que se acabaron. Después se fue a la cama con un peso extraño en el corazón.
Cuando Magdalena abrió los ojos, a la mañana siguiente, se sentía extrañamente bien. Un pensamiento se había abierto camino durante la noche, ayudado por el rico sabor del choclo, y ella lo había encontrado allí al despertar y no se lo había sacudido, porque era un pensamiento lindo. Tenía la sensación de que un nudo en alguna parte dentro suyo se había soltado. No sabía quién la había traído aquí ni por qué motivo, sin embargo, esta era sin duda una ocasión única, que alguien había querido darle y que no se iba a repetir. Exactamente aquello que deseaba desde hacía tiempo, aunque no se hubiera dado cuenta hasta esa mañana. Salir del personaje que representaba desde hacía mucho y en el que ya no se hallaba, e iniciar un nuevo libreto, con otros vestuarios, escenografías y personajes. Estaba cansada de mentir, de simular ser otra, de reír cuando las cosas no eran en realidad tan divertidas y de tener siempre que elevar un poco más la vara del límite para liberarse del aburrimiento. Quizá no era capaz de cambiar, o quizá para hacerlo solo tenía que enfrentar un día a la vez, como los granos del choclo que había comido la noche anterior, saboreándolos de a uno.
Se dio vuelta y en la estufa crepitaba un fueguito alegre; el hombre misterioso debía haberlo reavivado para ella, y pensar que él había estado ahí mientras dormía la emocionó de nuevo. Con la estufa prendida la pieza ya parecía menos escuálida. Magdalena tuvo la absurda impresión de que la boca de la estufa le estaba sonriendo. No se resistió y le devolvió la sonrisa.
No tenía ni un poco de ganas de levantarse. Era una sensación placentera estar calentita, con el cuerpo relajado y sin tener nada que hacer, sin estar obligada a llenar el silencio. Se esforzó por recordar el rostro del hombre, pero se le apareció vago como en un sueño. Su estómago sonó de hambre. Aun sin mirar, sabía que en la mesa había aparecido comida. Sentía su olor en el aire. Permitió a sus ojos verificarlo: sobre un plato saltado esperaba a ser comido, pacífico y satisfecho de sí mismo, un enorme sándwich relleno abundantemente con dos dedos de queso. Magdalena se fue a sentar y solo entonces, sobre su cabeza, notó el papel.
COMER, POR FAVOR.
Para quien nunca hubiera experimentado lo que sentía Magdalena frente a la comida, esa orden podía parecer simple; pero no para ella. Ahora, sin embargo, era el hombre misterioso el que le pedía que comiera; él quería que comiera. Lo haría por él, por el desconocido que cuidaba de ella.
Fue a sentarse a la mesa y tomó el pan con circunspección, como si fuese un objeto desconocido que pudiera explotar de un momento a otro. No le cabía en las manos de lo alto que era, y de seguro que no le entraba en la boca. Lo observó por todos lados y le pareció que el pan la miraba a ella. Comenzó a roerlo lentamente, un poco a la vez, de a pequeños mordiscos. El pan estaba fresco y crujía exquisitamente entre los dedos y bajo los dientes; el queso tenía un olor tan invitante que le llenaba la nariz; el placer se propagó por ondas sucesivas por todo su cuerpo. Comió con los ojos cerrados, saboreando cada mordisco con la boca y la nariz, tomándose un montón de tiempo. ¿Qué apuro había? No tenía nada más que hacer y pretendía hacer que su benefactor se sintiera contento de ella. Además, tenía una especie de hambre acumulada y tenía entre los dedos el mejor pan del universo. “Hace una vida que no como de verdad”, se dio cuenta.
Al terminar la comida, Magdalena se quedó un rato escuchando su estómago. De a poco lo había desacostumbrado a las grandes cantidades y esperaba oírlo revolverse adentro, para luego devolver todo el contenido. En cambio, cada cosa permaneció en donde estaba, como si lo que hubiera necesitado todo ese tiempo fuese aquel desmesurado pan con queso. Más tranquila, se puso de pie y salió al aire libre. Respiró el aire fresco y limpio, impregnado de bosque, y pensó que también el aire podía ser bueno o malo: en su casa siempre olía a encierro, el del colegio tenía un olor muy propio, indescriptible, de mucha gente apiñada. El de la calle olía a nubes tóxicas, fierro mojado y desagüe. Pero ahí, en medio de la nada… este debía ser el olor original del aire. Ni siquiera la nota punzante que provenía del establo desentonaba con el resto.
Se puso a pasear; esperaba ardientemente que el hombre misterioso le encontrara algo que hacer o, mejor todavía, se dejara ver. Hubiera sido hermoso vivir ahí, los dos solos. Era reconfortante saber que había alguien que la cuidaba de esa forma. Su mente, por otro lado, corrió hacia el mundo de fuera de ahí. Esta vez Magdalena no buscó detenerla.
Repasó los rostros de los que frecuentaba y sintió su corazón ponerse triste y gélido. Con sus compañeros no había tenido nunca nada en común, y no podría haber sido distinto. En el curso no había hecho amistad con nadie; se sentía siempre juzgada por ellos y a su vez, ella los juzgaba implacablemente de pobres idiotas. Solo pensaban en estudiar y planificar la vida de los siglos a venir y no sabían divertirse. Después estaba Elisa, con quien compartía el shopping y la disco, pero sacando eso, entre ellas no quedaba nada. Y después estaban Lucas, Rex, Chago... Se le cerró el estómago. Ellos eran siempre gentiles, pero era probablemente porque querían de ella esa cosa… Con ese pensamiento, que había incubado dentro de sí por años sin jamás darle realmente espacio, Magdalena se desplomó en el suelo entre lágrimas. Había mentido a sus padres tantas veces, y también a sí misma. Se había desperdiciado haciendo callar esa parte de sí que trataba de rebelarse, diciendo que la felicidad era otra cosa. ¿Cuándo había empezado todo este enredo?
Lloró largamente, sin conseguir parar. Pensaba en las veces que había terminado en el hospital y en los rostros lívidos de sus padres. Y en ese video que habían compartido a sus espaldas, solo para burlarse: cuando se había visto, no se había reconocido y se había asustado, de verse humillada de esa forma. Sin embargo, se había reído para ocultar que el ver a esa otra Magdalena, que ella no recordaba ni conocía, la hacía horrorizarse. Las lágrimas ya no querían parar de salir, junto con los feos recuerdos de las experiencias que la habían llevado a ser lo que era ahora. Gemía: quería quererse bien, quería tratarse bien, porque la vida que había elegido los últimos dos años, ahora lo entendía, casi la había matado.
Solo cuando comenzó a caer la noche le pareció que se le terminaban las lágrimas. Estaba rendida y con la cara hinchada y entró en la cabaña para lavarse.
Se sobresaltó: sobre la mesa, en una esquina había un plato de estofado y al centro, un cuaderno azul con una pluma. Magdalena corrió a la puerta: quería ver al desconocido a cualquier costo.
No había nadie.
–¡Oye! ¿Dónde estás? –gritó dándose valor, con la voz ronca de tanto llorar.
Le respondió solo un grupo de pájaros que volaron desde los árboles más cercanos. Volvió a entrar y se sentó a la mesa. Leyó de nuevo el cartel.
COMER, POR FAVOR.
Nunca le había gustado la carne y ya con el queso había hecho una excepción. Con la punta del tenedor tocó un pedazo; tenía cara de estar blanda, y sin que ella pudiera evitarlo, la saliva se le juntó en la boca. Se sonrió de esa reacción y dejó el tenedor.
“En un momento”, se dijo. Antes tenía otra cosa que hacer.
Abrió el cuaderno y miró las páginas de un blanco resplandeciente. Se pasó el brazo sobre los ojos, que sentía hinchados y con las pestañas pegadas por las lágrimas. Le sacó la tapa a la pluma y comenzó.
Yo sé cuándo empezó todo. Sé cuál es el primer paso que di, la primera mentira verdadera que me ha traído aquí. La culpa es solo mía. Sola y exclusivamente mía. No puedo culpar a nadie más.
Tenía trece años y hacía de todo por parecer mayor. Marco era mi entrenador de gimnasia rítmica. Él tenía veinticinco. A mí me parecía increíble que un cabro grande y lindo como él estuviera interesado en mí. Mis compañeras habrían dado quizá qué por estar en mi lugar. Pero él me quería a mí. Me lo había dicho: “Te quiero Magdalena”. Así mismo. “Te quiero”, mirándome a los ojos de un modo que no dejaba escapatoria.
Magdalena se estremeció con el recuerdo de esa tarde en que él, al final del entrenamiento, la había esperado en la puerta cuando las demás ya se habían ido, y con el aliento en su cuello le había susurrado esas palabras al oído. Después la había mirado de esa forma penetrante que tenía, en espera de una respuesta que, por cierto, ya conocía. Ella había tragado saliva intimidada y había asentido con la cabeza. Y entonces él había sonreído, hermoso. Magdalena hubiera dado cualquier cosa por olvidar ese momento que, por el contrario, se le presentaba perfecta y nítidamente delante de los ojos, aún ahora, y que se le había repetido como una pesadilla por meses, después de haber acontecido. Junto con todo el resto. Su mano temblorosa apretó la pluma.
Él había organizado todo; yo solo tenía que decirles una chiva a mis papás. Lo hice sin pensarlo demasiado: dije que tenía un paseo de gimnasia con quedarse a dormir y resultó. Después del entrenamiento, me quedé dando vueltas sola por un rato. Me sentía grande y libre. Incluso entré en un local y sin saber bien por qué pedí un café. Yo, que me carga el café por lo demás. El garzón me miró de arriba abajo (“Eres más del tipo leche con chocolate”, decía su cara) y todavía tengo grabada en la mente la ridiculez de mi mochila rosada, con algunas cosas sueltas dentro y encima la cara de Hello Kitty. Con el corazón estremecido, al final tomé la micro y después de veinte minutos me bajé delante del hotel que él me había indicado. Cuando pienso en lo emocionada que estaba… ¡qué idiota! Sabía perfectamente lo que él quería de mí y creía que yo también lo quería.