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IV

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A menudo felicitaban a la señorita Harriet Pyne por la buena suerte de contar con una ayudante y amiga como Martha. Cuando el tiempo pasó por esta mujer alta y adusta, siempre flaca, siempre lenta, ganó una dignidad de comportamiento y un cariño en la mirada que le sentaban bien al encanto y honra de la antigua casa. Era inconscientemente hermosa como un santo, como un pintoresco árbol solitario que vive para dar cobijo a incontables vidas y para estar quieto en su lugar. Tenía una familiaridad rústica y constancia tales, tal poder de preocupación, tal reticencia, y tal ternura con los apenados o enfermos; Martha escondía todos estos dones y gracias en su corazón. Nunca se unió a la iglesia porque pensaba que no era lo suficientemente buena, pero la vida era tal pasión y felicidad por ser útil que le era imposible no ser devota, y siempre ocupaba su humilde puesto los domingos, en el banco de atrás junto a la puerta. Había sido educada por un recuerdo; los jóvenes ojos de Helena la miraron siempre tranquilizadores desde un rostro feliz y aniñado. Nunca olvidaría la dulce paciencia de Helena en enseñarle su propia torpeza.

—Le debo todo a la señorita Helena —decía Martha, medio en voz alta mientras se sentaba sola junto a la ventana; se lo había dicho a sí misma miles de veces. Cuando miraba el espejito de recuerdo siempre esperaba ver un velado reflejo de Helena Vernon, pero allí solo estaba su rostro tostado de siempre, ese rostro de Nueva Inglaterra, para devolverle la mirada sorprendida.

La señorita Pyne iba cada vez menos a hacer visitas a sus amigos de Boston; quedaban pocos amigos que vinieran a Ashford e hicieran largas visitas en verano, y la vida se fue haciendo cada vez más monótona. De vez en cuando llegaban noticias del otro lado del océano y mensajes de recuerdo, cartas escritas con letra muy apretada sobre finas hojas de papel que hablaban de lores y ladies, de grandes viajes, de la muerte de niños pequeños y del orgulloso éxito de los muchachos en la escuela, de la boda de la única hija de la señora Dysart; pero incluso aquello pasó hace muchos años. Estas cosas parecían lejanas y vagas, como si pertenecieran a un cuento y no a la vida real; los verdaderos lazos con el pasado eran bastante diferentes. Estaba la invariable bandada de gorriones que Helena había comenzado a alimentar; cada mañana Martha esparcía migas para ellos desde los escalones laterales mientras la señorita Pyne observaba desde la ventana del comedor; año tras año los contaban y los alimentaban.

La señorita Pyne tenía muchos hábitos, pero poca capacidad de imaginación, de modo que al final era Martha quien pensaba por su señora, y dio rienda suelta a su propio buen gusto. Después de un tiempo, sin que nadie observara el cambio, la forma en la que se hacían las cosas a diario en la casa tomó el aire señorial que en el pasado solo se usaba para recibir a los invitados. Con alegría, tanto señora como criada aprovechaban todas las oportunidades posibles para la hospitalidad, aunque la señorita Harriet casi siempre se sentaba sola ante su mesa exquisitamente preparada con sus flores frescas y la hermosa porcelana que Martha manejaba con tanto amor que no había excusa para mantenerla escondida en los estantes del armario. Cada año, cuando los viejos cerezos daban su fruto, Martha le llevaba al pastor el plato blanco redondo de Limoges con el borde calado, lleno de hojas verdes y cerezas escarlata, y su esposa nunca llegó a entender por qué cada año él se sonrojaba y parecía tan consciente del placer, y le daba las gracias a Martha como si hubiera recibido un regalo muy particular. No había sugerencia para dominar el noble arte de las labores domésticas en la limitada relación de Martha con los periódicos que ella no adoptara; no había antigua costumbre refinada de la casa Pyne que ella consintiera en abandonar. Y cada día, como había prometido, pensaba en la señorita Helena —muchas veces al día, en realidad— : si esto le gustaría, o si aquello entraría dentro de su gusto o sus ideas sobre lo adecuado. En la medida de lo posible, las escasas noticias que llegaban a Ashford por medio de una carta ocasional o la charla de los invitados pasaban a formar parte de la vida de Martha, la historia de su propio corazón. Un atlas gastado y antiguo que a menudo estaba abierto por el mapa de Europa sobre la mesilla de su habitación; un pequeño botón dorado anticuado, con un trozo de cristal como un rubí engarzado que se había roto y caído del adorno de uno de los vestidos de Helena, se usaba para marcar la ciudad donde habitaba. En los cambios de una vida diplomática, Martha seguía a su señora por el mapa. En ocasiones el botón estaba en París, a veces en Madrid; una vez, para su gran preocupación, se quedó mucho tiempo en San Petersburgo. Para ser una estudiante lenta Martha había aprendido mucho, pues todo en la vida de estas ciudades extranjeras era de interés para su fiel corazón. Satisfacía a su mente mientras lanzaba migas para domesticar gorriones; todo era parte de lo mismo y se debía a la misma cariñosa razón.

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