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Introducción

Poesía y censura en América virreinal: el caso del proceso contra Pedro de Oña

Sarissa Carneiro Araujo

Pontificia Universidad Católica de Chile

El 3 de mayo de 1596 se leyó en la Catedral de Lima y en otras iglesias donde había “concurso de gente” un mandamiento firmado por el doctor Pedro Muñiz, deán de la catedral, provisor y vicario general de la Ciudad de los Reyes, que ordenaba a todas las personas, eclesiásticas o seglares, de cualquier estado, calidad y condición, traer ante él los ejemplares que tuvieran del poema épico Arauco domado, impreso hacía poco en los talleres de Antonio Ricardo, primer impresor del virreinato del Perú.1 En el entretanto, se prohibía la lectura del poema so pena de excomunión ipso facto incurrenda,2 con absolución reservada al mismo Muñiz:

mando a todas y cualesquier personas eclesiásticas y seglares, de cualquier estado, calidad y condición que sean, que dentro de tres días primeros siguientes del de la publicación deste mi mandamiento […] exsiban e traigan ante mí los dichos libros intitulados “Arauco Domado”, y en el entretanto no los lean, lo cual ansí hagan y cumplan so pena de escomunión mayor late sentencia iso fato incurrenda, cuya absolución en mí reservo.3

Con ello, el vicario respondía a la acusación que los regidores de Quito habían hecho días antes contra Pedro de Oña por imprimir un libro “en el cual por particulares fines e intereses, en grande daño, inominia y afrenta de la dicha ciudad y del cabildo y vecinos della, dice que la dicha ciudad fue traidora y rebelde a Su Majestad”.4 Los demandantes, que habían pedido la confiscación de todos los impresos y la quema del original, veían que se acercaban a conseguir lo primero con el apoyo del deán. De todos modos, no satisfechos, presentaron al día siguiente una nueva solicitud demandando recoger el libro de Oña también en otras ciudades americanas.

Este libro busca aportar a los estudios sobre la censura en América colonial a partir del examen de este caso particular: el proceso llevado a cabo contra el licenciado criollo Pedro de Oña y sus impresores por componer y publicar el Arauco domado. Los capítulos que integran este volumen, así como la edición filológica y anotada del expediente completo conservado en el Archivo de Indias, intentan no solo ahondar en diversos aspectos de este proceso, sino darle rostros, circunstancias y afectos a las complejas tramas que lo movieron.

Nos anima, por tanto, esa “pasión por el detalle revelador”, como llamó Carlo Ginzburg a “la idea de que un caso, analizado en profundidad, podría revelar algo que un tratamiento de carácter general no sería capaz de recoger”.5 Se trata, como señala el historiador italiano, no solo de reconstruir lo más minuciosamente posible las vicisitudes procesuales sino de intentar descifrar ese “ruido de fondo”: las expectativas, esperanzas y temores de los actores involucrados,6 en nuestro caso, los afanes e intereses del poeta criollo y sus impresores, de los vecinos de las ciudades de Quito y Lima, del vicario general como censor del libro, del virrey saliente como mecenas y héroe de la obra, de los indígenas americanos como personajes y potenciales receptores de esta, entre otros.

Semejante ejercicio de reconstrucción y desciframiento supone asumir –seguimos citando a Ginzburg– el desafío que entraña la distancia cronológica y cultural, la que obliga a indagar en las hipótesis, conocimientos y preconceptos de los actores del proceso, sin perder de vista nuestros propios conocimientos y presupuestos.7 A ello se encaminan, en este libro, las diversas consideraciones que, desde el ámbito del derecho, de la historia, de los estudios literarios y de la filología, intentan reconstruir y aquilatar el proceso contra Oña. A través del diálogo y conjunción de estas y otras disciplinas intentamos infiltrar en las actas procesuales el fragor de la polémica, la efervescencia y el impacto que tuvieron en su momento.

Por otro lado, nuestro estudio busca no solo explorar las condiciones particulares de un caso que arroja luces al problema general de la censura en América colonial, sino que plantear un modo de leer en el cual la lectura se hace, como señaló Valeria Añón, “recreación de escenas de archivo”, vale decir, recreación del ingente universo de “lecturas, tachaduras, escrituras y polémicas”, de las tensiones entre “inscripción, memoria y palabra”, de las disputas por la enunciación y espesa “trama de interpolaciones, supresiones y silencios” que articulan a la mayor parte de nuestros textos coloniales. En el caso del proceso contra Oña, planteamos que la lectura cruzada del poema con su censura y con otros textos y documentos permite dar cuenta de las intersecciones donde confluyen, se condicionan y repelen los horizontes de los diversos actores, a modo de microcosmos de la sociedad virreinal de fines del siglo xvi.

Este modo de leer “recreando escenas de archivo” incrementa el espesor de un texto ya en sí mismo dilatado por las múltiples relaciones intertextuales que establece con la tradición poética que imita y emula. Aunar estas operaciones de lectura permite abordar un texto como Arauco domado desde perspectivas tanto sincrónicas como diacrónicas, vale decir, desde los ricos entramados de la imitatio –que transpone y transforma el legado poético europeo en el Nuevo Mundo– y desde las dinámicas de “tachaduras y polémicas” que marcaron a la escritura y su primera legibilidad. Enlazadas, estas perspectivas se muestran necesarias para dar cuenta de obras que reunieron múltiples y aun dispares funciones sociales. En el caso de Arauco domado, el poema es simultáneamente puerta de entrada del joven poeta Pedro de Oña al parnaso de los ingenios americanos; pieza clave en la empresa de autopromoción de García Hurtado de Mendoza; “libelo infamatorio” que mermaba la reputación de los rebelados vecinos de Quito y Lima; objetivo de los dardos censorios del vicario general y perfecta ocasión para un ajuste de cuentas entre el virrey saliente y el arzobispo Mogrovejo.

Examinar esta particular “escena de archivo” significa, en suma, observar la circulación y el impacto de una obra como la de Oña en los planos político, jurídico, moral y teológico, y al mismo tiempo estimar la dimensión propiamente poética del texto a la luz de los entramados que esos planos revelan.


Durante el siglo xvi la censura de libros fue, en palabras de María José Vega, una forma de “limitar y eliminar el disenso, como un instrumento de control social y de creación de convicciones, y como un medio de acceder a las conciencias de los individuos a través de la intervención en la textualidad”.8 En su origen, el fin primario de la actividad censoria fue la erradicación de la herejía, sin embargo, por extensión, toda forma de disenso motivó el control y la vigilancia de lo impreso. En el caso de los libros de invención y entretenimiento que no versaban sobre asuntos religiosos, tal como señala Vega, su interdicción partía del “reconocimiento explícito de la relevancia de las ficciones para la vida religiosa y política”.9

En América, este supuesto llevó a la conocida prohibición de pasar a Indias “libros de romance, de materias profanas y fábulas”. La primera cédula de 1531, firmada por la reina, fue sucedida por una serie de cédulas similares que justificaban la medida en los siguientes términos:

porque los Indios que supieren leer, dándose a ellos, dexarán los libros de sancta y buena doctrina, y leyendo los de mentirosas historias, deprenderán en ellos malas costumbres y vicios: y demás desto de que sepan que aquellos libros de historias vanas han sido compuestos sin auer passado ansí, podría ser que perdiessen el autoridad y crédito de la Sagrada Escriptura, y otros libros de Doctores, creyendo como gente no arraygada en la fee, que todos nuestros libros eran de una autoridad y manera.10

El control de la importación de obras de ficción hacia el Nuevo Mundo se basaba, por tanto, en la condición religiosa de los indígenas americanos. Como bien observó Juan Carlos Estenssoro, sobre el “indio” caía (en cuanto cristiano nuevo) la misma sospecha que sobre el judío o el morisco converso, “la de traicionar la fe, ceder a la religión a la que tiende por la sangre, convirtiéndose en un excluido o devolviéndolo […] al punto cero de su integración social”.11 La categoría “indio” dilataba, de ese modo, la asimilación de los indígenas a la sociedad cristiana, sin otorgarles nunca el estatuto de plenamente convertidos, perennizando el momento previo a su incorporación.12

Desde el estudio de Irving Leonard, diversos autores han demostrado, sin embargo, que la aplicación de estas restricciones fue muy exigua.13 Apoyado en extensa documentación sobre el comercio de libros entre España y América, Leonard llegó a la conclusión de que grandes cantidades de libros de todos los géneros literarios circularon por el Nuevo Mundo. Según el autor, la legislación que prohibía el envío de géneros fabulosos a Indias fue letra muerta a causa del descuido o de la corrupción de los funcionarios de la corona.14

Al mismo tiempo, otra clase de libros también mereció especial control en lo que refiere a su circulación en América. No se trataba, en este caso, de libros peligrosos para la fe, sino de textos controversiales que tocaban, como señala Pedro Guibovich, “candentes problemas americanos”, obras que referían a aspectos de la conquista, como la justicia de la guerra, los derechos de los conquistadores, la encomienda de los indios, entre otros.15 Hacia este tipo de libros se dirigían, especialmente, las cédulas que prohibían la impresión y venta de textos sobre América sin licencia del Consejo de Indias.16 Como advierte Guibovich, “el propósito era no divulgar, en lo posible, datos sobre cualquier cuestión importante que atañía a los intereses del Imperio Español en América” y también “velar por la quietud interior de las colonias y suprimir los libros que podrían suscitar críticas y discusiones en pro o en contra de los escabrosos problemas americanos”.17

Un ejemplo notable de esto fue la Historia del Perú (1571) de Diego Hernández, llamado el Palentino. Su narración de las rebeliones de los encomenderos en contra de las Leyes Nuevas en el virreinato peruano dio lugar a la protesta de parte de las élites coloniales y a la prohibición de enviar ejemplares a América según cédula real fechada en 1572.18 Algo similar sucedió con Repúblicas del mundo (1575) del fraile agustino Jerónimo Román, obra que el Consejo de Indias propuso a Felipe ii que fuera recogida porque trataba “muchas cosas en deshonor de los primeros conquistadores”.19

La censura a posteriori del Arauco domado buscó instalar la obra de Pedro de Oña en ambos universos de vigilancia. Por un lado, lo que gatilló todo el proceso, es decir, la acusación de los regidores de Quito, se fundamentaba en claras razones políticas, en la línea de la censura de la obra de Diego Hernández. La poetización de la rebelión de las alcabalas en la pluma del criollo resultaba, en efecto, tanto o más controversial que los textos arriba mencionados, con el agravante de que tocaba un capítulo de la historia virreinal todavía muy reciente. Por otro lado, la censura del deán Muñiz añadió a las razones políticas motivos de tipo religioso concordantes con las prevenciones que habían llevado a la prohibición de traer libros fabulosos a Indias. Según Muñiz, la cura milagrosa de Talguén efectuada por Lautaro podría espolear la idolatría de los indígenas que ya “hoy día tiene ciegos a muchos dellos”,20 y la atribución de capacidades proféticas a la araucana Quidora podría parecer “verdad” a los indios y mestizos, gente “de tan flaco entendimiento” como “los rústicos” de España, que le dan crédito a cualquier obra impresa.21

El carácter controversial del poema de Oña parece haber sido percibido por el poeta o, más probablemente, por algunos de sus primeros lectores (quizás amigos y buenos consejeros), puesto que, a modo de autocensura, algunos ejemplares de la edición de 1596 suavizaban el texto en lo referido a la participación eclesiástica en la rebelión. Significativas variantes introducidas por el poeta en el proceso de impresión de la obra son:

Kk4r – XV, 81, 6-7 Metiendose el bonete y lacuculla / a confirmar suslocos desatinosY entrando algunos canos ala bulla / autorizauan estosdesatinos
Mm2r – XVI, 60, 2sacerdotes de la Toga
Mm2r – XVI, 61Y sus prelados mismos dauan orden / (auiendose entendido conuenia) / que el que tuuiesse cargo, o prelacia, / quedasse solo subdito en su orden; / y aun por el mal exemplo, y gran desorden, / que en otros mas castigo merecia, / por ser los que atizauan a la guerra, / eran echados luego de la tierra.Que quando ya vna vez pierde la rienda, / en el demas razon, el appetito, / querello detener, es infinito, / y mas si tiene ya metida prenda: /mas el Marques en esto puso enmienda / haziendolos echar luego de Quito, / para que no siruiessen sus razones, / al encendido fuego, de tizones.22

Modificaciones insuficientes, en todo caso, no solo para aplacar la indignación de los difamados vecinos de Quito y Lima, sino también para evitar que el proceso contra Pedro de Oña se convirtiera en un ajuste de cuentas entre el virrey García Hurtado de Mendoza (iii marqués de Cañete) y el arzobispo Toribio de Mogrovejo. Huérfano de padre, el poeta nacido en Chile había gozado de especial favor por parte del virrey. Becado por el marqués para estudiar en el colegio de San Felipe y San Marcos en Lima, la composición del Arauco domado culminaba una larga relación de protección y mecenazgo. El expediente da cuenta del esmero puesto por el marqués en la composición y publicación del poema: el virrey había proporcionado las fuentes (orales y escritas) que guiaron la narración de pasajes como la rebelión de las alcabalas, había tramitado con urgencia las licencias necesarias para la impresión del libro y llevado sesenta ejemplares del poema al abandonar el virreinato. La partida de don García coincidiendo con la publicación del Arauco domado trajo consecuencias quizás inesperadas para el joven poeta.23 Contra él se lanzarían no solo los criollos antes rebelados sino también las máximas autoridades eclesiásticas del virreinato, por medio de la participación de Pedro Muñiz en el proceso.

En consecuencia, la censura a posteriori del Arauco domado da cuenta tanto de las interdicciones impuestas a la circulación de ciertas obras en América como del relieve que en ellas alcanzaron las disputas entre los poderes civiles y eclesiásticos locales y los representantes de la corona, principalmente el virrey como alter ego del monarca en América. Es posible afirmar, por tanto, que en casos como el proceso contra Pedro de Oña se jugaba no solo la intervención de la corona y de la Iglesia en el control de lo impreso en América, sino el consabido choque entre las reclamaciones de las élites coloniales y los intereses de la administración metropolitana que, como bien observó Pilar Latasa, “no dejó de ver con recelo el afianzamiento social y económico de dicho grupo”.24


Retrato de Pedro de Oña incluido en la edición de Arauco domado (Lima, 1596).


Los estudios que conforman este volumen abordan distintas aristas jurídicas, políticas, teológico-morales y poéticas que surgen de la lectura cruzada del expediente con otros textos y documentos de la época, con el poema mismo y con otros poemas antiguos y modernos emulados por Oña.

El capítulo de Raúl Marrero-Fente explica detalladamente cada uno de los pasos del proceso contra Pedro de Oña tal como aparecen anotados en el expediente aquí editado. El autor aclara, por ejemplo, las razones detrás de los recursos jurídicos empleados por los demandantes, el carácter de los delitos de que acusan a Oña (un “delito público grave”, la “ignominia, daño y afrenta” a la ciudad de Quito, y un delito de implicaciones religiosas, la calumnia, fruto de la “mentira perniciosa”), y las condiciones que permitieron la presentación de demandas tanto a la jurisdicción real como a la canónica.

Marrero-Fente puntualiza, sobre todo, las características de la figura delictiva que los regidores de Quito aplican al poema de Oña, la de “libelo infamatorio”. En cuanto escrito cuya finalidad era causar infamia notable, se consideraba el libelo difamatorio un crimen grave que debía ser penado con rigor, y un pecado mortal de “caso reservado”. Esto último incide en la preeminencia que ejercerá la jurisdicción eclesiástica en este caso, con la intervención de Pedro Muñiz, provisor y vicario general de Lima.

De especial importancia son las consecuencias sociales que la infamia tenía tanto para los quiteños como para el poeta. Como explica Marrero-Fente a partir de varias fuentes jurídicas, la deshonra causada por la infamia afectaba para siempre a los acusados de “desleales”, dado que la reputación se resentía de modo irreparable con la circulación de rumores. A su vez, de ser hallado culpable, el poeta se convertía en calumniador, es decir, infame de por vida en la figura jurídica del infamado de derecho.

Muy interesante, asimismo, es la conclusión que extrae Marrero-Fente de un pasaje final del expediente que señala que los oidores de la Audiencia se “hallaron” con el virrey en octubre de 1596 (f. 45r). Para el autor esto implica que, a pesar de la intervención privilegiada del tribunal eclesiástico, prevaleció la justicia secular por medio de un “allanamiento” logrado por el virrey Velasco en favor de Oña. Marrero-Fente estima que gracias a la intervención del virrey se habrían eliminado todas las sanciones contra el poeta.

A continuación, el capítulo de Pedro Guibovich Pérez ahonda en un actor clave en todo el proceso: Pedro Muñiz de Medina. El capítulo explica las complejas razones que llevaron a Muñiz (y no a la Inquisición) a actuar en contra del Arauco domado. Entre otros aspectos, Guibovich refiere a las relaciones que Muñiz mantenía con el poder virreinal al alero de una carrera eclesiástica que le había permitido una importante promoción social. Luego de ser nombrado arcediano del cabildo eclesiástico de Cuzco (1581) e integrar un círculo de influencia en torno al virrey conde de Villardompardo (1585), este último lo hizo rector de la Universidad de San Marcos junto a Esteban Marañón (nombramiento no exento de polémica) y recomendó su nombre al rey para ocupar una prebenda en la catedral de Lima (1587). El favor del virrey se hizo notar en el nombramiento de Muñiz como deán del cabildo catedralicio. En ese contexto Muñiz ejerció, además, como provisor y vicario general con motivo de las largas ausencias del arzobispo Toribio de Mogrovejo.

Otro antecedente determinante para la participación de Muñiz en el proceso contra Oña remonta a los conflictos entre el arzobispo Mogrovejo y el virrey García Hurtado de Mendoza, asunto en el cual también profundiza Guibovich. Las duras críticas del virrey al gobierno y al comportamiento del arzobispo tuvieron como consecuencia indirecta la censura de Pedro de Oña, una vez concluido el gobierno del marqués. Quizá por ello Muñiz haya intervenido en el proceso aun sin tener propiamente competencia para actuar como censor. Guibovich advierte que, conforme a las disposiciones de Trento y a la Pragmática de 1558, Muñiz no podía actuar contra Arauco domado pues no era una obra de carácter religioso y su licencia de impresión era potestad más bien de los representantes de la corona. El campo de acción del vicario se limitaba a la confiscación de libros reprobados o sospechosos en bibliotecas y tiendas de libros. Para actuar contraviniendo la ley, Muñiz tenía, sin embargo, razones poderosas, según observa Guibovich: defender a su antiguo protector, el virrey conde de Villardompardo y menoscabar la reputación de García Hurtado de Mendoza.

Este caso muestra, por tanto, que la legislación vinculada al control y vigilancia de lo impreso no solo tuvo una aplicación muy relativa, sino que se prestó a interpretaciones y ajustes antojadizos en función de los conflictos de poder en los virreinatos americanos. En palabras de Guibovich, la confiscación del Arauco domado de Pedro de Oña pone de manifiesto no solo los recelos hacia la palabra impresa, sino la posibilidad de que una obra como esa fuera una “suerte de chivo expiatorio de conflictos existentes al interior de las elites coloniales”.

Tales conflictos de poder se materializaron, en buena medida, en una disputa por la representación. En lo que refiere a la rebelión de las alcabalas (1592-1593), un nutrido conjunto de textos y documentos muestra la afanosa sucesión de versiones que intentaron señorear el disputado terreno de la verdad histórica. El capítulo de Francisco Burdiles aborda este asunto, contextualizándolo en el ámbito de las crisis y rebeliones que tuvieron lugar en distintos puntos de América durante la segunda mitad del siglo xvi.

Burdiles da cuenta de una situación de notable importancia para comprender el ímpetu que tuvo la persecución a la obra de Oña: a pesar de decretado, desde julio de 1593, un perdón general a la ciudad de Quito, hacia la fecha de publicación del Arauco domado permanecían las hostilidades derivadas de la rebelión. En ese sentido, el proceso contra la obra de Oña pudo haber buscado no solo frenar la circulación del libro sino también obligar a los oidores a tomar una postura sobre lo ocurrido durante la crisis. La coincidencia en la fecha de aparición de la obra de Oña y la llegada de un nuevo virrey al Perú reforzaba la urgencia en confiscar un poema que recordaba la deslealtad de los quiteños en pleno escenario de reordenamiento de cargos de gobierno y administración.

A partir del examen pormenorizado de varias fuentes, Burdiles muestra que las versiones discrepan incluso en el caso de los documentos promovidos por el mismo García Hurtado de Mendoza. Entre otras diferencias, son significativas las que apuntan a rebajar o a encarecer la responsabilidad de la audiencia o del cabildo y los vecinos, así como el protagonismo de Pedro de Arana o de Esteban de Marañón, variaciones que el autor explica como fruto de los acomodos a los diversos escenarios de gobierno del marqués de Cañete entre 1593 y 1596. Específicas circunstancias políticas habrían hecho transitar desde la proliferación de relaciones a un conveniente silencio y desde este a la fijación épica en la pluma de Oña.


Archivo General de Indias, Escribanía de Cámara, Legajo 500 de Pleitos de Lima.

El estudio del expediente permite, asimismo, renovar la lectura del poema a la luz de las dimensiones jurídicas, políticas y teológico-morales ya mencionadas. A ello se abocan los capítulos de José Antonio Mazzotti y de Sarissa Carneiro. En el primero, se menciona la cuestión de las variantes textuales atestiguadas en distintos ejemplares de la edición de 1596. En diálogo con las aportaciones de otros autores a este tema, Mazzotti destaca la idea de que los cambios efectuados por Oña buscaron disminuir el ataque al clero al reducir su participación en la rebelión. Estos cambios –significativos en sí mismos– permiten observar, sin embargo, que las más duras octavas del poema en contra de los rebelados quiteños se mantuvieron sin modificaciones.

Ahora bien, en su análisis de estos pasajes de Arauco domado, Mazzotti discrepa de la crítica que ha visto en la postura de Oña un explícito alineamiento político de adulonería al poder real. Por el contrario, postula que en estos fragmentos se captan “ángulos de subjetividad que muy sutilmente descentran los paradigmas absolutos de identidad y de estabilidad ontológica”. El autor muestra que en la focalización del poema se establece una simpatía oculta hacia los encomenderos beneméritos y sus descendientes criollos, así como una solidaridad afectiva con el dolor de mujeres y niños quiteños.

El análisis de las relaciones intertextuales que el poema establece con otras obras en lo que refiere a la imagen del caos cósmico lleva a Mazzotti a preguntarse si el llanto de Quidora podría ser leído incluso como un “eco transfigurado” de la voz del poeta “que no encuentra una base social integradora en el orden imperial que oficialmente defiende”. Dimensiones poéticas y lingüísticas del texto, como la “octava impedida” o los numerosos términos indígenas incorporados, darían cuenta, asimismo, de la complejidad de una obra cruzada por los contrastes no solo del posicionamiento criollo sino del universo social que compone el virreinato. El capítulo concluye con algunas comparaciones entre Pedro de Oña y otros criollos de primera generación en la Nueva España, como Juan Suárez de Peralta, Francisco de Terrazas, Antonio de Saavedra Guzmán y Baltasar Dorantes de Carranza.

Por su parte, el estudio de Sarissa Carneiro se centra en el artificio poético del sueño de Quidora y sus connotaciones teológico-políticas, literarias y artísticas. En primer lugar, el capítulo desbroza los presupuestos que sustentaron la censura de Muñiz en lo que refiere a los fragmentos de la aparición de Lautaro, la cura de Talguén y el sueño profético de Quidora, meollos de la censura doctrinal del poema. La interdicción que el deán manifiesta respecto de esos fragmentos se fundamentaba, sobre todo, en su potencial incentivo a la idolatría. En ese sentido, Muñiz se alineaba a los presupuestos que llevaron a la prohibición de importar libros fabulosos y profanos a América, o a la censura de historias cuyo detalle en la descripción de prácticas idolátricas prehispánicas afectaría el proceso de evangelización de los indígenas.

En el caso específico del recurso onírico, las sospechas levantadas por Muñiz se vinculaban, además, a las prevenciones que pesaban en el siglo xvi sobre los sueños proféticos, suspicacias que se redoblaban en el caso de los sueños de indígenas, objeto de máximo control dada la persistencia de las prácticas adivinatorias autóctonas. Carneiro plantea que, a pesar de los riesgos que entrañaba la idea de atribuir un sueño profético a una mujer araucana, Oña recurrió al artificio onírico en busca de la maleabilidad que este le proveía para narrar acontecimientos tan controversiales como la rebelión de las alcabalas. En cuanto “sueño de Quidora”, la narración difuminaba (convenientemente) las fronteras entre lo real y lo onírico, lo claro y lo confuso, a la vez que satisfacía los deberes del mecenazgo al brindarle una pátina profética a la actuación del virrey.

El capítulo analiza, además, las diversas tradiciones literarias y artísticas invocadas por Oña en la figura de Quidora: los atributos propios de la ninfa o pastora durmiente tal como se describe en obras como Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna o Los siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor; la imagen de Paris durmiendo, motivo de notable relevancia artística y política en el siglo xvi; la dimensión oracular de las ninfas, tal como se presenta en textos como la Arcadia de Sannanzaro, la Égloga II de Garcilaso y Os Lusíadas de Luis de Camões, entre otros. La autora destaca que este denso entramado de relaciones imitativas permite observar con aun mayor nitidez el carácter provocador o “escandaloso” (en el término de Muñiz) del sueño de Quidora. El ropaje literario y artístico con que Oña reviste a Quidora como pastora y ninfa no borra su condición de araucana convertida en legítima transmisora de la revelación profética que encomia a don García.

Por último, la edición integral del expediente conservado en el Archivo de Indias a cargo del filólogo Manuel Contreras Seitz no solo corrige numerosos errores de la única transcripción publicada hasta la fecha (la de José Toribio Medina, Biblioteca hispano-chilena, 1897), sino que vuelve a poner en circulación un texto de gran importancia para el archivo colonial. La edición sigue los parámetros empleados en la colección Biblioteca Antigua Chilena en lo que refiere a la estandarización grafémica, derivada del análisis fónico del manuscrito, así como a la regularización de los aspectos morfológicos, sintácticos y ortográficos. Una serie de notas muy cuidadas favorecen, además, la plena comprensión del proceso por parte del lector contemporáneo.

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Poesía y censura en América virreinal

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