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Sinopsis

Nacho es un joven escritor en busca de una buena historia que contar. Sin ideas y agobiado por su editor, decide emprender un viaje que le llevará a abandonar Bilbao para instalarse en Madrid, donde se sumergirá en un mundo desconocido por él, elitista y soez a partes iguales.

Huyendo de sí mismo, recala finalmente en Lisboa, donde el azar le llevará a encontrarse con una familia española –exiliados de posguerra– que le devolverán la ilusión por la vida. María, Asier… y, sobre todo, Marcial y Nuna lograrán anidar en su corazón un laberinto de pasiones, anhelos y sentimientos desbocados.

Y todo ello, bajo la azafranada luz de la vieja Lisboa que, al igual que con sus fados embauca a los marineros, envuelve hechicera y cautivadora a todos los personajes.

Dedicatoria

A Isidro Bustamante y a su esposa Lourdes.

Y a Isidro, el hijo de ambos.

A veces, el silencio es la peor mentira.

Miguel de Unamuno

Cruzamos la frontera descalzos y sin haber comido nada en varios días, era muy pequeño, un crío que perdió su infancia, como todos los de su generación.

Aún permanece en mis retinas la cruel imagen de personas con los vientres hinchados, abandonados como a trastes viejos en las cunetas. Nadie se paraba a socorrer a nadie, apenas tenían fuerzas para mantenerse en pie.

Andábamos asidos a las enaguas de mi madre, asustados y cansados, el hambre nos hacía llorar de dolor y tan sólo su angustiada habilidad, ofreciéndonos de vez en cuando algunas bellotas y unas cuantas raíces, mitigaba nuestro desconsuelo.

Siempre habíamos sido muy pobres. Mi padre, un honrado jornalero, se mataba a trabajar en los campos hasta llegar con las manos abiertas de llagas que mi madre enjuagaba con agua de vinagre para desinfectarlas. El pobre hombre reprimía el intenso dolor, para que sus hijos no se asustasen.

Tantos sacrificios para nada, para que muchos murieran de cualquier calentura fruto de la hambruna y de las calamitosas condiciones de vida. Terrible, fue terrible.

Por la noche todo quedaba en silencio. Mis hermanos y yo nos acurrucábamos en nuestro jergón intentando mantenernos calientes unos a otros bajo la única manta, deshilachada, que poseíamos. Mis padres apagaban las velas, atrancaban la puerta y velaban en un rincón toda la noche ante el desasosegante chirrido de los camiones al pasar una y otra vez, oyéndose en la serenidad de la madrugada el sonido lejano de los disparos. Las ráfagas salpicaban nuestros oídos, clavándose como alfileres en nuestras sienes.

Esclavos. En eso los convirtieron. Al principio todo era hacinamiento, miseria y hambruna. Muchos enfermaban y morían, otros arrastraban sus huesos esperando el arribo de su anunciado destino. Con el paso del tiempo comprendieron que el prisionero vivo podría ser rentable, desde luego mucho más que el muerto, que sólo servía para rellenar más y más fosas...

Madrid, otoño. Parte primera

Uno

Había dormido mal. El sonido procedente de una sirena de bomberos martilleó, durante unos segundos, los cristales de mi habitación. No había pasado mucho tiempo desde que dejara Bilbao para trasladarme a Madrid, tan sólo unos meses, por lo que a pesar de la intensidad con que sus calles devoran los días, aún no me había acostumbrado a ese hormigueo de anónimos y bulliciosos pasos hacia ninguna parte. Vivía en un apartamento abuhardillado de la calle Santa Teresa, situada a solo dos manzanas de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, por lo que el devenir constante de personas se hacía las veces insoportable. Era un noveno de un edificio de los años veinte que un familiar me cedió hasta que encontrara algo mejor donde vivir, aunque la intención fue permanecer allí desde un principio ya que estaba en el centro y no pagaba alquiler. Fue mi propio editor, Martxel, quien me animó, por no decir que casi me obligó, a venir a la gran urbe como a él gustaba llamarla. Consideraba que mi carrera como escritor había sufrido un retroceso por lo que estimaba necesario que abriera nuevos horizontes, los cuales sin duda, pretendía que los encontrase en esta gran ciudad, amasijo de bloques de hormigón y cemento, con calles cercenadas de obras inundándolo todo y esas enormes grúas amarillas flanqueando las atestadas avenidas, desafiando al plomizo cielo. Sin embargo, a veces permanecía ausente de tan bulliciosa realidad, mirando sin ver a través de los cristales, manchándolos con mi aliento, como un grito desesperado que nadie escucha entre múltiples ruidos de motores.

Una trepidación, un alarido aireado por miles de gargantas desconocidas que se convertían, irremediablemente, en un estrépito que pareciese mudo y sordo, mezcla de sonidos desapercibidos por repetitivos. Atrás quedaron la familia y los amigos, y una relación a medio terminar en mi Getaria natal que me lanzó a la voracidad de la gran ciudad huyendo de mí mismo. Huí, cobarde. Realmente nadie me había convencido, habría que decir que dejé que lo creyeran. Tras mucho pensarlo, un buen día decidí dar el paso y abandoné el trabajo sin más, para establecerme en este apartamento que, aunque pequeño, resultaba acogedor. En la cocina, que al mismo tiempo hacía las veces de comedor y de salita de estar, sobresalían unas vigas de madera de las que colgaban unos diminutos focos translúcidos que, al caer la noche, asimilaban su luz a aquellas luciérnagas que vagan en las cálidas noches de verano. Contaba con una pequeña terraza desde la que, en ocasiones, observaba distraído el deambular de los vehículos, que alineados unos tras otros simulaban tragarse como si fueran las fichas del parchís. Desde allí, contemplaba los Jardines del Descubrimiento, en donde una enorme bandera, impertérrita en su ondear, se mecía altanera sobre el conjunto escultórico dedicado al descubrimiento de América proclamando, tal vez, sus derechos de antigua metrópoli. Salvo que alguna nube traicionera lo impidiese, también podía otear desde mi improvisada atalaya las orgullosas Torres de Jerez, regias e indiferentes al resto de los mortales, alzándose sobre uno de los costados de la plaza de Colón, frente a la Biblioteca Nacional, vigilando cautelosas las enigmáticas esfinges del Museo Arqueológico situado frente a ellas.

Recuerdo un día que, paseando por Serrano, me detuve delante de un escaparate al ver una mesita escritorio que se me antojaba imprescindible. Después de preguntar el precio sólo puedo decir que aún sigo escribiendo sobre la mesa comedor, sentado en un desgastado taburete. Cuando vivía en Bilbao solía ir a visitar a Martxel un par de veces por semana, principalmente para calmar su ansiedad por el nuevo manuscrito, sobre el que naturalmente le argumentaba los excelentes progresos habidos sabiendo que no eran sino meras conjeturas, alharacas sin concreción alguna. Allí conocí a María, una joven administrativa que andando el tiempo se convertiría en mi mejor aliada y Asier, su marido, en el mejor guía y amigo. Me gustaba ir caminando por la ría, sin prisas, contemplando el Nervión, impertérrito al paso del tiempo.

Caminar me sentaba bien y aunque en Madrid no sabía qué podía encontrarme al doblar cualquier esquina, aquel distrito parecía seguro, al menos las patrullas que lo frecuentaban así lo presagiaban, aunque debo reconocer que una cierta inquietud merodeaba mis poros, con una ebriedad hecha a medias del propio cansancio y de la imaginación desmedida, creciendo a cada instante al pasar junto a esas selectas tiendas dotadas de puertas automáticas, selladas como sepulcros, con unos opacos cristales cuyo grosor a duras penas dejaba filtrar la mundana algarabía, convirtiendo la ruidosa cacofonía del tráfico en un ligero y lejano susurro de caracola. Solía bajar por Génova hasta la esquina donde se sitúa el Museo de Cera, junto a un local cuyo luminoso letrero con la leyenda Hot girls show –algo así como espectáculo de chicas calientes– atrae a numerosos turistas en sus visitas nocturnas. Curiosamente la cafetería Rivera ofrece sólo un piso más arriba una idílica estampa familiar, con ancianos y niños merendando al son de una calma chicha ajenos al voraz frenesí esparcido tan sólo unos metros más abajo. Situado en la plaza de Colón, que separa a dos de las vías más emblemáticas de la villa, el paseo del Prado y el paseo de la Castellana, me siento ensimismado contemplando de lejos la columna neogótica que soporta al Descubridor mientras innumerables autobuses de dos pisos, destechados, surcan las avenidas con decenas de turistas que conocen la ciudad a lomos de tan moderno paquidermo, situados a varios metros sobre el suelo, bamboleándose con itinerarios fijos que discurren por el enigmático Templo de Debod y el Teatro Real. Sonrío cuando veo a turistas orientales cargados con sus cámaras, al mismo tiempo que escuchan la retahíla de explicaciones que, en cualquiera de sus ocho lenguas, ofrecen los novedosos auriculares. Los mismos turistas que esperan frente a un McDonald’s, pacientemente, la llegada de su turno mientras se entretienen, divertidos, atrapando cualquier suspiro. Allí, turbado por el trajín desmedido, esperaba a que se abriera de par en par el horizonte prometido, bajo un manto de nubes que pululaban diminutas sobre mí, oscurecidas por la tenaz polución y tan emponzoñadas como mi futuro, triste, tal vez agotado sin ninguna idea sobre la que escribir. Seguía deambulando, parándome a contemplar aquellas esculturas de hormigón, rodeado de olivos y cedros, donde se puede apreciar cómo la reina Isabel ofrecía sus joyas al navegante Cristóbal para que éste pudiera costearse el viaje hacia el universo del Nuevo Mundo.

Un subterráneo cruza por debajo de estas vías, donde el Madrid soez y herrumbroso queda soterrado bajo las tinieblas de un puñado de vagabundos desplomados sobre sus ennegrecidas cajas de cartón, paredes regadas de orines y encaladas de grafitos callejeros que los operarios del servicio municipal de limpieza a duras penas lograban combatir. Un lúgubre túnel recuerda en cuestión de segundos el cambio brusco de esta ciudad que pasa, sin sobresaltos aparentes, de las lujosas tiendas de Velázquez a la inmundicia y podredumbre humana que representa aquella casta de apestados, oculta bajo el engranaje hidráulico de modernas escaleras mecánicas. Salí de aquel túnel con aire taciturno de regreso a casa. Tal vez me sintiera más reconfortado entre las paredes de mi habitación, despejando el vaho de una infusión humeante sobre los cristales, aquellos que tantas veces me vieron secar con un pañuelo un mar de lágrimas. Mi mano, yerma, se entretenía dibujando figuras geométricas de forma arbitraria, al mismo tiempo que una ligera brisa del sur, regada por el Manzanares, me envolvía con recuerdos de la infancia, feliz y lejana al mismo tiempo. La habitación, ya en penumbra y regada de sombras, pareciese querer guardar para sí los ahogados gritos de las tuberías. Me encontré solo, aterido, por lo que no pude evitar sentirme invadido por una sensación de tristeza. El ruido que llegaba a la habitación cada vez resultaba más calmo, sosegado, distante... como un rumor de oleaje lejano. Un espeso silencio se apoderó de todo, para entonces, los edificios vecinos, con sus oscuros muros, desvencijados y maltrechos por la intemperie, proyectaban sus sombras meciendo a la ciudad en un profundo letargo, adormecido por los primeros fríos del otoño.

Dos

A la mañana siguiente, reconfortado tras el descanso, decidí salir a desayunar a la cafetería Santander, en la plaza de Alonso Martínez. Ya había estado por allí otras veces tomando el aperitivo. Me gustaba observar a los viandantes a través de sus grandes cristaleras, hediondas a última hora de la tarde muy a pesar de un joven boliviano que se afanaba en abrillantarlas provisto de un batallón de bayetas y cubos. En pocos meses observaría el cambio que experimentaba aquel local, si bien las tapas seguían siendo las mismas y los clientes también, no así el personal del servicio, camareros y cocineros, que formaban un auténtico ejército de inmigrantes, supongo que documentados, que se esforzaban por atendernos esbozando amplias sonrisas. En los días soleados prefería sentarme en la terraza, junto a la plaza de Santa Bárbara, la misma que los domingos por la mañana era tomada por un equipo de tanquetas, sustituyendo los cañones por mangueras de agua a presión, con las que se pretendía desencallar los detritos esparcidos por doquier tras el paso del botellón nocturno.

Allí sentado, solía entretenerme leyendo la prensa que adquiría en un vetusto kiosco, de chapa y ladrillo, abierto desde las primeras luces del alba. Libreta en mano, apuntaba cualquier noticia que pudiera deparar algo digno que contar, buceaba en su interior en busca de misteriosas tramas sobre las que escribir, sintiéndome en ocasiones como un ladrón de tumbas del antiguo Egipto que buscara sus maravillosos tesoros en aquellas cavidades ocultas a los demás.

Nada. No encontraba nada sobre lo que escribir, o mejor dicho, podría hacerlo sobre cualquier tema, pero no me sentía inspirado. Aquella maldita ciudad, tan abigarrada y mundana, me estrujaba hasta dejarme sin aliento. Dejé el periódico sobre la mesa, desilusionado, guardé el bolígrafo y me recosté sobre un ajado butacón que sin duda alguna habría conocido tiempos mejores. Aturdido, vagué en mis recuerdos buscando no sé bien qué. Añoraba mis andanzas en Getaria, años atrás, trasteando por el monte de San Antón, rociadas por la brisa del Cantábrico y degustando aquellas exquisitas setas que nos merendábamos regadas por un porrón de embriagador chacolí. Fueron días divertidos, de pletórica juventud, cuando salir del pueblo para viajar a la ciudad era en sí misma una fascinante aventura con aquellos trenes rebosantes casi al mismo tiempo de equipajes y paisanos, bajo la inquietante mirada de la pareja de la Benemérita que acompañaban en todo el trayecto. Recuerdo como si fuera ayer aquellos sofocantes viajes, con ese olor a tabaco y a sudor rancio que despedían algunos paisanos y que sólo de vez en cuando aligeraba la brisa, fresca y ufana, que se colaba por la hendidura de una ventanilla a medio subir. Una aventura que, al igual que los viejos exploradores de las rutas orientales, se sabía la hora de partida pero jamás la de llegada, tal era la acumulación de los retrasos provocados por el trasiego de viajeros que se arremolinaban en torno a la salida en cada parada, sin ningún tipo de orden, en un calmoso laberinto de baúles y maletas de cartón. Era muy niño, pero lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este mismo instante, cuando mi padre se bajaba en cualquier apeadero aún a riesgo de quedarse en él, para rellenar de agua una de aquellas botellas de gaseosa con tapón reversible que nos acompañaba en todos los viajes como un integrante más de la familia. Y ese intenso olor a queso, a naranja recién mondada... mezclado con el ligero aroma del salchichón que lo inundaba todo. Qué niñez tan sencilla y tan feliz...

Casi sin darme cuenta atravesé la plaza y pasé por la cervecería Santa Bárbara, con su aire de transición española, con las mesas de madera y el tablero de mármol, con sus camareros de camisa blanca y pajarita negra y pensé que quizá a la vuelta pasaría por allí a tomar un pincho de tortilla con un vermú. Comencé a caminar sin rumbo fijo, aunque enseguida supe que la mejor opción sería seguir adelante por Hortaleza hasta llegar a la Gran Vía, donde gratamente descubriría la Victoria Alada del edificio Metrópolis. Así lo hice. Hortaleza se mostraba ante mí como un mundo de colores, razas y sabores de lo más diverso. Una Torre de Babel contemporánea. A los pocos metros de abandonarme por ella, entré en un kebabs turco a comprar una empanada de hojaldre con carne picada y cebolla. El cocinero manejaba un largo cuchillo, cortando y macerando la carne en pequeñas lonchas que después depositaba en una barra de acero que giraba sobre sí misma. En el mostrador atendía una hermosa joven, que probablemente fuera su hija, con larga melena recogida sobre la nuca, de cara rechoncha y blancuzca que traducía al cocinero nuestras peticiones, gruñendo malhumorado cada vez que alguien pedía algo fuera del menú, provocando una amplia y amarillenta sonrisa en la muchacha.

Con el hojaldre entre mis manos, humeante, paseaba silencioso mirando perplejo el devenir de aquella calle que permanecía anclada en el pasado: de las ventanas colgaban cordeles atestados de pijamas y calzoncillos, pinzas esparcidas sobre el acerado que nadie recogía, algún gato taimado y sucio husmeando por los contenedores abarrotados de despojos, con un ir y venir de sudamericanos vociferando sobre cualquier asunto, magrebíes seguidos muy de cerca por sus veladas esposas y africanos con raftas desaliñadas y de aspecto rapero. Ya de media altura de la calle en adelante, la jauría humana tornaba de pelaje, comenzaban a verse los primeros locales con banderas del arco iris en sus escaparates o sobre los dinteles de las puertas, símbolo del poder gay que representa aquella zona que confluye en la calle Pelayo para ir a desembocar en la plaza de Chueca, sanctasanctórum del lobby homosexual madrileño. Justo al final de tan dicharachera vía, solía pararme a comprobar las últimas tendencias de una tienda de modas de temática hard sex, tan diferentes a las convencionales que había visto en Goya, Jorge Juan o incluso en Alfonso II, cuyos palacetes bordean el parque del Retiro. El dependiente, un barbilampiño que no aparentaba pasar de los veinte años, se debió acostumbrar a mi furtiva presencia y, si bien alguna vez miraba con risa descarada, con estúpida suficiencia, ahora se limitaba, huidizo, a mirarme de soslayo, creyendo percibir en él una socarrona sonrisa. Finalmente alcancé los últimos edificios y en pocos pasos más fui desbordado por el ondulante tráfico de la Gran Vía, aquella a la que a penas un puñado de nostálgicos trasnochados aún siguen llamando de José Antonio, situada en el Madrid Antiguo, con un ancho de calzada de veinticinco metros, aunque lejos quedan ahora aquellos comienzos en los que fuera pavimentada de madera. Pasear por ella era como circular por cualquier boulevard europeo, con sus anchas aceras, sus enormes carteleras de neón palpitante, sus estrenos de cine y teatro y esas enormes filas donde se espera paciente el turno frente a las taquillas para adquirir las entradas. El edificio de la Telefónica con sus catorce plantas, compite con el edificio Capitol, ya en la plaza de Callao, en coronar desde el cielo aquel reino postrado bajo sus sombras. Los limpiabotas, apostados en las esquinas, agudizan su especial encanto otorgándole un toque romántico y bohemio, convirtiéndose al anochecer en un crisol de culturas que deambulan ansiosos en busca de discotecas de moda donde devorar la noche. Según me contó un simpático vejete que se arrimó viéndome tomar notas de las placas conmemorativas de los distintos edificios, esta hermosa vía se construyó con el objetivo de comunicar el noroeste de la ciudad y el centro, además de descongestionar puntos emblemáticos como la Puerta del Sol y establecer mejores accesos entre Argüelles y el Barrio de Salamanca. Supongo que la idea original sería realmente meritoria, aunque mucho me temo que el problema del tráfico hoy en día no se desaturde ni con varias avenidas como ésta. Antes de continuar caminando me venció la vanidad, lo reconozco. Entré en una librería, con cientos y cientos de volúmenes, una gran superficie de varias plantas que se asemejaba a un supermercado del libro. No vi ninguna de mis novelas en la planta baja por lo que pregunté a una empleada, que solícita me informó que se encontraban en la planta segunda, catalogadas según la temática. Me sorprendió. No hubiera imaginado nunca que las obras pudieran llegar a ser tan variadas. Tomé el ascensor y en unos minutos mi ego se insufló como un globo calentado con éter. Allí las encontré, cada una en un estante diferente. En realidad tardé poco tiempo en regodearme con ellas, pues hasta esa fecha tan sólo había publicado dos, con desigual fortuna, si consideramos el número de ventas. No tardé en salir. Me rondaba la idea de cambiar algo, aunque aún no sabía qué. Decidí posponer mi paseo hasta el final, hasta la plaza de España, tal y como me había propuesto, por lo que me quedaría sin ver, al menos por el momento, el conjunto escultórico dedicado a Cervantes con don Quijote y Sancho Panza ubicados en sus jardines centrales y flanqueados por dos de los edificios más altos del centro: la Torre de Madrid y el edificio España, con más de cien metros de altura respectivamente. Desde luego, eran dignos paladines de tan universales personajes y equiparables, en cualquier caso, a sus ya consabidos molinos de viento convertidos en esta ocasión en gigantes de hormigón y acero, donde las lanzas se tornaban irremediablemente en modernas antenas parabólicas. La brisa matinal soplaba traidora de norte a sur avenida abajo, sin encontrar obstáculos en su avance, favorecida por aquel trazado cuadricular proyectado sobre los planos. Aquella brisa heladora parecía despejar mi mente. Miré hacia arriba hendiendo la multitud y asustado por el largo camino que debía desandar. Cansado como me encontraba no me quedó más remedio que aguantar los vapores de aire caliente que emanaban los respiradores del metro y adentrarme en aquella caverna artificiosa, inyectada de temblores subterráneos. Sin embargo, antes de entrar, el letrero de una de las travesías despertó mi curiosidad: calle Desengaño...

Tres

Putas. En ocasiones tenemos el convencimiento de que ciertos nombres de calles sólo existen gracias a las letras de las canciones o a las series de televisión que las popularizan hasta convertirlas en parte de nosotros. Desengaño es una de ellas, y su existencia, muy a mi pesar, nada tenía que ver con cualquier atisbo melancólico o poético de las series familiares o de un juglar de ciudad. Cuando avancé por ella se me heló el alma. Las luces y estrellas colgadas de las carteleras de la Gran Vía se tornaban aquí en herrumbrosas fachadas, desconchadas y agrietadas, donde aquella marabunta humana acampaba con desdén. En nada se parecía lo que mis atónitos ojos contemplaban aturdidos a la leyenda que circulaba en el argot castizo sobre esta céntrica calle: al parecer situaba una disputa entre dos caballeros principales de la ciudad, allende la noche de los tiempos, por algún agravio que su mancillado honor debiera defender a capa y a espada. Pero el duelo, sin duda por el amor de alguna dama, quedó en nada cuando vieron –dicen– pasar una sombra cubierta por un velo y seguida de un zorro. Llenos de nuevas ilusiones y olvidando su pleito, siguieron a tan enigmática figura para comprobar, desengañados y estupefactos, que no se trataba de ninguna dama de distinguida alcurnia, sino de una momia.

Ese romanticismo que impregna a las leyendas urbanas a veces no difiere demasiado de la realidad. Momias. Al menos eso me parecieron a mí. Todo un carrusel de mujeres apoyadas sobre árboles, farolas o puertas donde se pudieran sujetar. Negras y sudamericanas predominaban sobre las demás, convirtiendo a esta porción de Madrid en poco menos que en una de las sucursales de los lupanares del mundo: Mombasa en África, Bankog en Asia y Río en Sudamérica. Visto así, la globalización se había posado sobre la ruta mundial del sexo.

Deambulé entre los coches mal estacionados, ladeados sobre el acerado, aún temiendo que cualquiera de sus chulos me increpara por mirar tan descaradamente. Me llamó sobremanera la atención sus posturas desinhibidas, sus formas de levantar la pierna con el descaro de una corista, desaliñadas y envejecidas prematuramente. De un portal salió un hombre, no tendría más de cincuenta años, atropelladamente, recomponiéndose una corbata negra sobre su camisa. Salió sin fijar la mirada, no viendo nada y chocando con el quicio de la puerta en el que se encontraba una dominicana con medias de color malva que contestó al golpe con una extensa serie de imprecaciones desatadas. Dentro de un vehículo con matrícula argelina esperaba, pacientemente, uno de aquellos proxenetas que velaban sus miradas con gafas negras, escondiendo su rugoso rostro de pálido limón de las miradas de la gente. Sujetos rechonchos, sudorosos o con papada de badajo amorfo merodeaban por las aceras comprobando la mercancía, sin decidirse por nada en concreto. A mi paso, una de aquellas prostitutas trató con dificultad de sonreír, a lo que respondí con una mueca teatral de desinterés que no debió captar, ya que por unos segundos vi resplandecer sus vidriosos ojos, convencida de atraer a un nuevo cliente.

La luz azafranada del sol, indolente, parecía cubrir con irreal maquillaje las marchitadas mejillas de aquellas desgraciadas sin lograr conseguirlo. Un heroinómano, acurrucado en el vano de una puerta, se preparaba para inyectarse un caballo mortal con el que cabalgar hacia el infinito, como aquellos jinetes del Apocalipsis. No pude evitar recordar el tema que popularizara Antonio Flores hablando de Madrid, de sus fugitivos, de dejarse la vida en los rincones, de princesas, psiquiatras y ambulancias, de jeringuilla en el lavabo... En nada se parecían estas almas errantes a las hetarias, las antiguas prostitutas de la Grecia clásica, mujeres con acceso a la cultura, al saber y que eran apreciadas y consideradas socialmente.

Con el tiempo también anduve, cauto y precavido, merodeando por la Casa de Campo, Ballesta y aledaños, repleta de la misma miseria humana. Contrariamente a cuanto sucedía en otras zonas, me sorprendió ver que la calle Montera despertaba al alba tomada por la policía, probablemente por su proximidad con Sol, donde se encuentra la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Llama la atención que durante el día pueda llegar a haber mayor número de policías que de putas, aunque por la noche el efecto sea el contrario. Sin duda, muchas de ellas ahuyentadas por la policía o por la falta de clientes matinales, se mezclarán con las decenas de extranjeros que aguardan colas interminables en la calle Luisa Fernanda, a las puertas de la delegación del Ministerio de Trabajo, en un intento baldío de regularizar su situación.

En muchas de estas calles, se confunden los tenderetes multicolores de sábanas y toallas, con las pancartas que denuncian el ejercicio de tan vieja profesión. No pude aguantar más. Salí cabizbajo. Desengaño quedó tras de mí sin ánimos de mirar atrás, no deseando mantener por más tiempo en la retina aquellas petrificadas estatuas de carne, amasijo de sinsabores.

Horas después me recluía en el apartamento frente a unas amotinadas hojas en blanco con la intención de atravesarlas con mi pluma, como lo hiciera san Jorge con el dragón. Ese puñado de folios en blanco suponían una larga travesía, un viaje probablemente sin retorno, fascinante y seductor por desconocido.

Observé a través de los cristales cómo una fina llovizna invadía el horizonte. Me aferré a la vieja taza de infusiones. Ardía. Un poleo humeante regado con miel me aletargaba sin yo hacer nada por impedirlo. No quise volar. Exhausto, me quedé dormido.

Cuatro

Mantón de Manila, pañuelo de cabeza, falda de percal, botines de tacón, claveles en el pelo, un organillo... no sé muy bien qué es lo que esperaba encontrar al adentrarme por la plaza de la Paja, a través de la puerta del Moro. Cuando me levanté esta mañana desayuné con calma intentando organizar mentalmente las ideas. Exploraría aquel vasto territorio del Madrid castizo, en el antiguo barrio medieval, formado por angostas callejuelas, muchas con pronunciadas cuestas en las que en ocasiones las casas albergan antiguas corralas que formaban parte del barrio árabe.

Me dije a mí mismo que en aquellos barrios castizos, de chotis y de verbenas, que forman La Latina y Lavapiés, aflorarían cientos de historias que contar, tan sólo debía permanecer atento, observar el más insignificante de los detalles, ser minucioso y cauto, como un depredador acechando sigiloso a su presa.

Decidido, anduve merodeando por tan populoso barrio, admirando el estilo mudéjar de la iglesia de San Pedro y recorriendo el recinto de la basílica de San Francisco El Grande mientras observaba divertido a unos alborotados niños que se amontonaban alrededor de un repartidor de horchatas. Ansiaba imbuirme del ambiente dicharachero de sus calles y plazuelas, de sus gestos, de su vocabulario tan peculiar... anotándolo todo detalladamente. Mezcla de razas y nacionalidades, al lado de un locutorio árabe convivía una tienda china de regalos, en frente una panadería regentada por peruanos y pocos pasos más allá un grupo de ecuatorianos almorzaban en el solar de un edificio recién derruido. Este amasijo étnico daba lugar a que cohabitasen en el mismo edificio, en sus parques, en sus calles... musulmanas con enormes velos escondiendo sus rostros junto a desenfadadas sudamericanas mostrando con desparpajo sus orondas caderas y sus ombligos claveteados por piercings, en un crisol de culturas sorprendente por irrepetible. Deambulé durante horas recorriendo la calle del Almendro, entreteniéndome en el mercado de la plaza de la Cebada o paseando por delante de famosos restaurantes y cuevas madrileñas, hasta que dejando atrás la calle de Cuchilleros llegué al Rastro, en la Ribera de Curtidores. Era el día propicio, domingo, para escudriñar la multitud congregada, abigarrada y chabacana en algunos casos, curiosa y ausente en otras. Un cierto aire melancólico me embargó cuando contemplé a los pintores y caricaturistas desgranando su arte, rememorando mis paseos por las calles parisinas, con sus fuentes y terrazas cuajadas de turistas, con aquellos pintores atrapando el tiempo con sus acuarelas. Y por encima de todos los parroquianos, con mirada perdida y desafiante, se alzaba el monumento a Eloy Gonzalo, el popular Cascorro, héroe de la guerra de Cuba, con su fusil máuser al hombro, paso firme y decidido, desafiando al viento y mostrándose más enérgico que cualquiera de los que bajo sus pies pasábamos, ajenos a su figura.

Iba tomando nota de todo cuanto veía, olía o tocaba, dispuesto a atrapar esa idea que motivara mis sentidos. Tuve hambre. El apetito se despertaba más feroz que la mente. Decidí seguir caminando hacia el este. Me habían comentado de una taberna de exquisitas tapas en la plaza de Jesús, junto al metro de Sevilla y muy cerca de la plaza de Neptuno. Anduve perdido durante un rato hasta que finalmente conseguí hallarla, aunque fue muy difícil poder adentrarme en aquel mar de canapés de boquerones en vinagre, jamón de pato o raciones de anchoas. La Taberna de la Dolores sorprende a los visitantes antes de entrar, por el inconfundible mosaico de su centenaria fachada. Ya en el interior pude hacerme con un pequeño hueco en un rincón de su larga barra de mármol, revestida en parte de madera. Una caña de cerveza aligeró mi cuerpo, sofocado tras la caminata.

Cinco

Desperté cansino tras la siesta. Las cañas ingeridas horas antes actuaron como un improvisado narcótico. Bostecé. Miré hacia abajo y pude diferenciar al vendedor de cupones en la esquina del café Berlín, inmutable, con su gabardina ocre y su pintoresco sombrero color perla. La brisa, que arreciaba a estas horas de la tarde, volteaba sobre su pecho los boletos cosidos con imperdibles. Me desperecé lentamente camino del baño. Al desnudarme frente al espejo observé un atisbo de blandengues lorzas por lo que juzgué llegado el momento de aplicarme con mis ejercicios vespertinos, aunque como en tantas otras veces, dejé la idea para mejor ocasión.

Minutos después, tras una suculenta merienda, salí escaleras abajo con ánimo de quemar calorías y seguir pateando Madrid en busca de mis personajes. Me encaminé por la calle Fuencarral hasta llegar a San Vicente Ferrer, una vía larga y estrecha con ligera pendiente cuesta abajo, en pleno barrio de Malasaña. En el metro Tribunal, justo al lado de un vetusto edificio que sirvió de sede al Tribunal de Cuentas, vagabundeaba entre la multitud de inmigrantes y las decenas de jóvenes con litronas que circulaban en todas las direcciones. Resultaba contradictoria la sospecha de miseria, más propia de los arrabales, con el despampanante edificio de apartamentos de cinco estrellas que hacía esquina en aquel cruce. Me adentré por San Vicente sin que me sorprendiese nada de lo que veía: más inmigrantes, suciedad en las aceras, agrietadas paredes, ropas tendidas, pestilencia... si bien debo mencionar que transitaban muchos policías por la zona, llamándome poderosamente la atención el que patrullasen en grupos de siete u ocho agentes, cuanto menos, lo que daba una idea de la peligrosidad del lugar. No hacía mucho había leído en un periódico que en la plaza del Dos de Mayo, adyacente a ésta, hubo violentos disturbios protagonizados por jóvenes acampados con el botellón, mezclándose en plena algarabía con grupos de inmigrantes en peleas callejeras. Ni me acuerdo del número de detenidos, contusiones y navajazos de los que alarmantemente se hizo eco la prensa.

Entré en un local que desde afuera presentaba un aspecto esnob, con jóvenes que vestían trajes de lino italiano o ropas de sport cuyas marcas eran mostradas sin pudor como si de una vulgar subasta se tratara. Manuela, creo recordar que se llamaba aquel garito en cuestión, con máquinas tragaperras estratégicamente situadas abrigando los costados para aprovechar los espacios y un billar al final del local, junto a los lavabos. Sólo servían cócteles por lo que pedí un combinado mezcla de papaya y aguacate que me supo a gloria. Llevaba unas gotas de vodka que aligeró el cansancio que aún me perseguía. Saqué mi cuadernillo y tomé apuntes sin parar. Incluso me entretuve dibujando esbozos en blanco y negro de los rincones recorridos y algún retrato de sujetos singulares, exagerando sus rasgos más apreciables. Pasado el tiempo abandoné el local, envuelto en un olor a tabaco furtivo que deshacía los débiles aromas de las frutas y azúcares glaseados del local que ya no me resultaban frescos ni aromáticos. Casi a mitad de la calle, sin esperarlo, vi la fachada fortificada de un pub del que supe de su existencia al anunciarse en Internet, esa gran alcahueta de nuestros días a quien todos rendimos pleitesía. No hube reparado muy bien en su descripción, sólo recordaba el nombre, Copper, por semejarse a aquel famoso actor norteamericano y porque aparecía como un bar nudista. Mi expectación se desbordó, por no decir la morbosidad. Estaba acostumbrado a visitar playas naturistas, aunque hacerlo sobre el asfalto y en otoño me pareció divertido, al menos sería una sensación distinta de lo habitual y yo ansiaba emociones nuevas. Veinticuatro minutos permanecí allí, el tiempo exacto que tardé en desnudarme, tomar una cerveza por la que me clavaron cerca de veinte euros y comprobar que la temática era única y exclusivamente gay, tremendamente aburrido, con tipos barbudos y barrigones al lado de jóvenes fibrosos y atléticos que paseaban sus cuerpos como si de Adonis urbanos se trataran, sin el menor recato ante roces o miradas lascivas. El huidizo muchacho que abría la puerta, tras llamar previamente a un timbre, recibía a los clientes intentándose tapar con una cortina ante las miradas, a caso libidinosas, de algunos viandantes. Salí igual que entré, silencioso como un felino. Anduve unos metros hasta llegar al final. Más negros, más pijos, más policía... Tentado de seguir perdido por aquellas calles, resolví finalmente adentrarme en el suburbano. Para entonces un aguacero descargaba furiosas gotas intentando barrer, sin pedir permiso, la suciedad de aquella cloaca. El mestizaje desapareció disuelto como un azucarillo. Las zanjas se atragantaron de cristales y escombros. La lluvia siempre tan inoportuna...

Seis

Atendí la sugerencia de Martxel, mi cada vez más desesperado editor, y con lo puesto me dirigí hacia la estación de autobuses de Méndez Álvaro para abandonar la ciudad.

Durante algún tiempo utilicé pasajes que la editorial me proporcionaba para acudir a exposiciones y conferencias y viajé más que nunca. Así me paseé por el malecón de Murcia, me dejé atrapar por la noche portuense de Tarragona, embarqué en un crucero Sevilla-Cádiz, visité a Picasso en su museo malagueño, comí unas pochas en la toledana plaza de Zocodover, me bañé en las arenas volcánicas de Lanzarote y fantaseé junto a los mimos que sembraban las ramblas barcelonesas, antes incluso, de deleitarme en los amaneceres granadinos con sabor a azahar.

Pensé incluso en salir del país. Con ese propósito pude hacerme con un billete para Hendaya, con motivo de acudir a un congreso de ciencias ocultas y literatura fantástica. Martxel no creyó nada de cuanto le dije, aún así, firmó un cheque autorizando mi viaje con una severa advertencia en su rostro según me contó María.

Unos cuantos días después, me encontraba en la sala de esperas de la estación de Chamartín, embelesándome con los coloridos paneles que anunciaban las idas y venidas de los diferentes trenes. Al cabo de un rato ocupé mi plaza en un intercity, rodeado de ensortijadas señoronas que planeaban un caprichoso viaje a Valladolid, aprovechando la ausencia de sus maridos. Por fortuna, nada más arrancar la locomotora se proyectó una película, por lo que me hundí en el asiento intentando aislarme con el taponamiento que los sonoros auriculares producía en mis oídos.

Mientras oteaba el horizonte, iba escuchando a Meryl Streep cómo, en su papel de psiquiatra, aconsejaba a Uma Thurman acerca de una relación amorosa, quedándome dormido de inmediato. El traqueteo me mecía con una placidez que mi cuerpo agradecía, aunque desperté a tiempo de contemplar a través de los cristales de mi ventanilla las inmejorables vistas que ofrecía, en lontananza, las murallas de Ávila, recubiertas por un cúmulo de pétreas nubes compitiendo en ordenada gallardía. Aquel viaje me sorprendió por inesperado. Unos kilómetros más adelante, sin apearme de mi virtual atalaya, almorzaba contemplando la catedral de Burgos. En una primera panorámica sus torres, en forma de agujas que pretendieran desinflar el cielo, parecían querer sobresalir por entre los puñados de bloques de hormigón que las ahogaban con sus bidones de cemento, para posteriormente y ya alejándonos de la ciudad, mostrarse ante el viajero firmes y soberbias.

Tampoco me olvido de la grata impresión que me sobresaltó cuando vislumbré el castillo de la Mota, en Medina del Campo, enhiesto y castellano, ni de las cumbres nevadas ni de los verdes páramos antes de llegar a Vitoria. No sé qué me ocurrió, ni siquiera sabría explicar qué me impulsó a aquello, lo que sí puedo decir es que en cuestión de minutos deseché la idea de salir del país, cogí mi cazadora y mi bolso y me apeé del tren. Sólo, y quizás algo desorientado por mi repentina decisión, me hallaba paralizado en aquella coqueta estación alavesa.

Vitoria, la bella Vitoria. Abandoné la estación para adentrarme en la calle Eduardo Dato, de la que días después comprendí que se trataba de una de las arterias principales de la ciudad. Me alojé en un hotel de dos estrellas del mismo nombre de la vía en la que se ubicaba, muy acogedor, aunque algo incómodo al no disponer de ascensor y demasiado ornamentado para mi gusto, aún así, me sentí muy confortado en mi soleada estancia. No me arrepentí, durante unos días disfruté paseando por el casco viejo, crucé bajo la hilera de álamos que cubre, con el espesor de sus ramas, el llamado paseo de la Senda hasta llegar a la exquisita zona residencial orlada de casonas y palacetes como el que acoge el Museo de Bellas Artes y el de la Casa de las Jaquecas.

Durante semanas no hice otra cosa que viajar descubriendo ciudades ocultas hasta ese instante para mí. Devoraba libros de viajes, aún así, a pesar de todo siempre regresaba a Madrid. Mi intención ante cualquier viaje era volver. Siempre volvía. Aquella urbe, devoradora de hombres, me había atrapado bajo su embaucador manto sin yo darme cuenta. Me sedujo y aquello, lejos de espantarme, me complacía.

Esa misma noche, acomodado entre los pliegues de las sábanas, decidí marcharme para encontrarme a mí mismo. Bilbao, Madrid... pensé que mi vida se estaba convirtiendo en una vertiginosa huída tal vez hacia ninguna parte. Desde luego, habría de contárselo a María, ya que necesitaría que ella me cubriera durante algún tiempo, lo justo para asentarme allí donde fuera y disipar mis dudas.

Abandonado en estos pensamientos, dormí plácidamente arrullado por la madrugada.

Lisboa, primavera. Parte segunda

Siete

–Fue horrible. Tuvo que serlo.

Aún no había introducido la cinta en la grabadora cuando comenzó a relatarme lo que para él fue, durante mucho tiempo, un secreto ahogado en su corazón. No dije nada, le miré con gratitud y con un gesto liviano le indiqué que todo estaba a punto. El silencio, roto sólo por un reloj de pared que marcaba los cuartos, parecía sumirlo en una profunda tristeza.

–Y aquella radio –continuó– a la que mi madre miraba con ojos espantados, sollozando, como si se tratase del mismísimo diablo...

Hizo una pausa. Miró hacia el techo, del que colgaba una amarillenta lámpara de araña, intentando enjugar unas lágrimas furtivas.

–Cautivo y desarmado... Después de tantos años como han pasado, aquel puñado de palabras, que entonces no entendía, se grabaron en mi memoria para siempre. Algunas veces se las oía decir a mi madre en sueños.

–Ha pasado mucho tiempo desde entonces –le dije intentando animarlo.

–Sí, mucho. Pero lo recuerdo como el primer día. Cruzamos la frontera descalzos y sin haber comido nada en varios días. Aún era muy pequeño, un crío que perdió su infancia, como todos los de su generación.

Calló durante unos segundos clavando su mirada en un retrato de familia carcomido en los márgenes. El blanco y negro de la fotografía destacaba sobre el color pastel de la pared.

–Aún permanece en mis retinas la cruel imagen de personas con los vientres hinchados, abandonados como a trastes viejos en las cunetas. Nadie se paraba a socorrer a nadie, apenas si tenían fuerzas para mantenerse en pie.

Andábamos asidos a las enaguas de mi madre, asustados y cansados, el hambre nos hacía llorar de dolor y tan sólo su angustiada habilidad, que de vez en cuando nos proporcionaba algunas bellotas y raíces comestibles, mitigaba nuestro desconsuelo.

Siempre habíamos sido muy pobres. Mis hermanos y yo ayudábamos en todo cuanto podíamos: recogiendo leña, acarreando cubos de agua, rebuscando aceitunas por los olivares, mendigando de acá para allá... claro, que los demás no estaban mucho mejor. Mi padre, un honrado jornalero, se mataba a trabajar en los campos hasta llegar con las manos abiertas de llagas que mi madre enjuagaba con vinagre para desinfectarlas. El pobre hombre reprimía el intenso dolor para que sus hijos no se asustasen. Y con las manos vendadas volvía al día siguiente en busca de un jornal con el que proporcionarnos algo de comer.

–Tuvo que ser muy duro –interrumpí.

–Ya lo creo, demasiado, tantos sacrificios para nada, para que muchos murieran de cualquier calentura fruto de la hambruna y de las calamitosas condiciones de vida. Terrible, fue terrible.

Y mientras mi padre se iba dejando la vida bajo el sol y la lluvia de cualquier dehesa, mi madre restregaba sus laceradas rodillas por los suelos de cualquier casa, cuando la avisaban para fregar, a cambio de unas míseras cucharadas de aceite o de azúcar. Esa era toda su paga.

Dormíamos, mis hermanos y yo, en jergones de lana roída, que con el paso de los días mi padre iba mezclando con paja sustraída, por supuesto sin ser visto –sonrió–, de las fincas en las que le empleaban por temporadas. Esas eran las mejores épocas, cuando lo llamaban para la esquila o la siega, ya que de vez en cuando y con la habilidad que otorga el instinto de supervivencia, nos traía envuelto cuidadosamente en su desgastada gorra de pana, algún huevo fresco que encontraba entre los juncos, donde anidaban patos silvestres y alguna que otra gallina clueca. Además, de camino a casa, cuando el sol desaparecía por el horizonte y la noche tragaba a hombres y animales por igual, intentaba recordar la ubicación de plantas cuyos frutos constituían una importante base para nuestra alimentación, cardos y espárragos e incluso caracoles era lo más habitual. Con todo ello mi madre preparaba sopas con las que poder comer caliente durante varios días. Al menos conseguíamos matar el hambre. Del mismo modo, recuerdo cómo sazonaba estos brebajes con una pizca de sal y de aceite, que había guardado como si de un verdadero tesoro se tratase. Y sin duda que lo era: nuestras propias vidas dependían en mucho de aquellos minúsculos frascos. Esas pocas cucharadas con las que le pagaban a modo de único jornal, suponían un botín al que mi madre no estaba dispuesta a renunciar por muy doloridas que tuviera sus articulaciones a fuerza de fregar restregando el trapo sobre la piedra. Nunca supe de dónde sacaba tiempo incluso para cocer pucheros de café con los que agradecer a los vecinos los cuidados que nos prestaban en su forzada ausencia. Un café amargo y pastoso, preparado con el polvo molido de las bellotas que conseguíamos atrapar saltándonos las alambradas, cuyas espinas se cobraban con creces nuestro atrevimiento.

–Sin lugar a dudas toda una aventura –acerté a decir, en un respiro que se tomó para saborear un oporto con el que me agasajó para la ocasión.

–Desde luego, ¿cómo cambia la vida, verdad? –me preguntó mientras bamboleaba al trasluz su copa.

–Afortunadamente para mejor –le contesté con una amplia sonrisa.

–Afortunadamente... –susurró melancólico.

La tarde tocaba a su fin, la luz crepuscular brillaba sobre las frondosas copas de los árboles de las Siete Colinas. Una áurea especial parecía embrujar a Lisboa en aquel atardecer.

Entretanto, me acomodaba en un sillón de ancha espalda, al mismo tiempo que Marcial permanecía sentado sobre una desvencijada silla de eneas que crujía al menor movimiento. Nunca se casó ni tuvo hijos, aunque aquel octogenario hombre, de amable rostro y pelo plateado era cariñosamente cuidado por Nuna, una de sus sobrinas, quien años atrás se había trasladado a la ciudad para cuidarlo. Su aspecto, más joven en apariencia, resultaba saludable. Ojos negros, de mirada penetrante, sobresalían en un rostro redondeado y sonrojado, donde sólo unas pocas arrugas reflejaban el paso del tiempo. Con una chaqueta de color chocolate y un chaleco granate a juego con los zapatos, aparentaba un elegante toque de distinción muy alejado de la desdeñada imagen relatada.

–¿Sabes qué es lo que más me impresionó de aquella época?

No le dije nada, esperando una respuesta que no llegaba.

–No, ni me lo imagino –respondí para mantener el hilo de la conversación.

–Los ataúdes de madera que a diario desfilaban por las calles del pueblo, de manera inmisericorde, cada día a la misma hora.

–Qué visión más macabra para un niño.

–Unos ataúdes de maderas sencillas... sin inscripciones, sin tallas, sin nada. Nada. Hasta en eso nos diferenciábamos.

Los pobres, sólo podíamos tener acceso a esos ataúdes entregados por el Auxilio Social, cuyas enmohecidas bisagras chirriaban inconsolables. Recuerdo también la imagen de un joven sacerdote, cuyos pasos se perdían entre los pliegues de su sotana, bendiciendo a los presentes con un sudado breviario entre sus blancas manos.

–¿Te gusta el bacalao? –nos interrumpió Nuna con un castellano más fluido si cabe que el mío propio.

–Por supuesto, aquí es poco menos que un plato nacional, ¿verdad?

No me contestó. Se limitó a sonreírme mientras perdía su rastro por el pasillo. Detuve la grabadora. Marcial se había asomado a la terraza y se entretenía quitando unos hierbajos de sus macetas de morados geranios.

–Entremos, aquí hace frío –dijo en tono condescendiente. Volvamos.

Asentí con la cabeza. Tan sólo llevaba puesto una camisa a juego con la rebeca que, meses antes, alguien me había regalado por mi cumpleaños.

–¿Qué te estaba contando? –me preguntó despistado.

Miré el cuadernillo y buceé entre mis notas. Fingiendo interés le hablé de su pueblo y del joven cura que administraba la justicia divina. Hasta ese instante, su relato, aunque pudiera resultar interesante desde un punto de vista antropológico, no significaba nada nuevo. Cualquier persona de su época podría contarme el mismo rosario de calamidades que él me narraba, aún así opté por no decirle nada, sabía muy bien que en ocasiones las mejores historias hay que dejarlas fluir. Encendí la grabadora, por fortuna disponía de varias cintas vírgenes y de un puñado de pilas recargables en mi mochila. Acerté. Valdría la pena esperar.

El buscador de caracolas

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