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LOS LÍMITES

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La historia es una disciplina que debe mucho a la erudición y a la acción, a la reflexión y al trabajo de campo, al archivo y al laboratorio; una ciencia que a través de complejos procesos intelectuales ha evolucionado según sus necesidades, fuertemente influida por las corrientes ideológicas y las metodologías académicas. De entre las consecuencias de esa lógica maniobra destaca una bien evidente: no trabajan de la misma manera, o al menos no deberían hacerlo, los historiadores actuales respecto de los cronistas del siglo XVIII, por poner un ejemplo. Los objetos y los métodos de estudio, las fuentes y la manera de interrogarlas, el discurso y la forma de redactar o plantear las conclusiones, todo aquello que en mayor o menor medida conforma en la práctica dicha materia ha ido transformándose de forma paulatina y sigue haciéndolo a medida que se abren nuevos interrogantes y se le plantean nuevos retos. De hecho, existe un aspecto, un recurso útil, defenestrado en ocasiones y plenamente aceptado en otras, un «tema de polémica historiográfica entre escuelas e historiadores», según Pelai Pagés,1 que ha logrado consolidarse en la historiografía actual más como una necesidad que como un vicio o una mala costumbre; se trata de aquello que se ha venido a denominar la periodización de los trabajos históricos.

Resulta evidente que no puede realizarse una investigación histórica sin marcar unos límites temporales claros y razonados; esta es una condición previa indispensable, pero no es esa exigencia la que tratamos de describir. No estamos hablando de la determinación del objeto de estudio, que en historia es lógicamente una esfera cronológica, sino del hábito de estratificar ese objeto de estudio por etapas temporales pese a tratarse de una misma entidad. Esa división se lleva a cabo por motivos estrictamente materiales, es mucho más sencillo trabajar con los hechos y los procesos históricos si lo hacemos por periodos concretos, aunque sus fronteras sean difusas y se confundan con las del vecino. También se puede ahondar más en un determinado ciclo, proceso o acontecimiento si se analiza por partes, separadas por años o mediante otras unidades igualmente válidas. Una herramienta cómoda pero irreal, ficticia, en ocasiones incluso forzada, que se ha de definir como un útil de trabajo para bucear en las estructuras y las coyunturas a fin de hallar una quiebra, un cambio que ayude a situar allí mismo la deseada demarcación, «siguiendo», eso sí, «unos criterios de racionalización que deben venir marcados por la base estructural de las propias sociedades».2

Las dos primeras tareas del historiador, según Antoine Prost,3 que en la práctica acaban por confundirse, son, por este orden, la cronología («colocar los acontecimientos en un orden temporal») y la periodización, la cual, «en un primer nivel, se trata de una necesidad práctica: no podemos abrazar la totalidad sin dividirla», y lo que hace el investigador es precisamente desglosar «el tiempo en periodos». «Pero no todas las divisiones son válidas –advierte Prost–, es necesario dar con aquellas que tienen un sentido y que identifican conjuntos relativamente coherentes», para así «sustituir la continuidad inasequible del tiempo por una estructura significante». Por eso mismo «el historiador que destaca un cambio al definir dos periodos distintos está obligado a decirnos cuáles son los aspectos en que difieren y, aunque sea como reverso, de forma implícita o explícita, cuáles en los que se asemejan», consiguiendo que «la historia sea, si no inteligible, al menos pensable». Y matiza finalmente que «el historiador no reconstruye la totalidad del tiempo cada vez que emprende una investigación: recibe un tiempo ya trabajado, que otros historiadores ya han segmentado en periodos».

Tomemos como muestra el contexto en el que hemos decidido enmarcar nuestro análisis, tomemos como modelo el franquismo, el régimen político que rigió en toda España desde el final de la Guerra Civil (en algunas regiones ya desde el principio de la contienda) hasta el inicio de la transición a la democracia a mediados de la década de los setenta del siglo pasado. Esos casi cuarenta años de dictadura han sido estudiados desde diversas perspectivas que, aunadas, pretenden explicar el conjunto, y todas esas aproximaciones responden por lo general a un esquema que estructura dicho sistema político en fases diferenciadas en función de criterios diversos. Si se aborda el franquismo según su funcionamiento político interno, es necesario separar los primeros gobiernos, dominados por el Ejército y la Falange, ejecutivos fascistizados, de aquellos otros formados por representantes de las familias nacionalcatólicas o, posteriormente, por tecnócratas de nuevo cuño. Desde la óptica económica, los historiadores han optado por separar el periodo autárquico, consecuencia inmediata de la contienda bélica, de la leve recuperación experimentada en los años cincuenta y del desarrollismo de los sesenta. Del mismo modo, las relaciones exteriores también fueron transformándose, y no se debe confundir el apoyo a las potencias del Eje con el aislamiento sufrido tras la Segunda Guerra Mundial, o con la incorporación de España a las organizaciones internacionales tras la normalización de relaciones con EE. UU. Evidentemente, estamos examinando diferentes dimensiones de un mismo objeto de estudio, el franquismo, pero su complejidad y su extensión nos obligan a hacerlo por partes, bien delimitadas a su vez por consideraciones de peso. No es caprichoso actuar de ese modo, ni mucho menos, siempre y cuando los juicios elegidos para parcelar nuestro tema estén lo suficientemente consolidados y sean convincentes. En cualquier caso, la pertinencia de una investigación depende de los criterios de fundamentación, de la coherencia que guíe de principio a fin el proceso de búsqueda y de escritura. En otros términos, que las partes sean congruentes y que los recursos estén justificados.

Para abordar la capacidad del cómic como fuente para el estudio de la historia contemporánea (pues esta forma de expresión es inconcebible antes de la aparición de la prensa como medio de difusión de masas, y esa circunstancia no se produjo hasta el siglo XIX) se debe seleccionar un momento histórico característico en el que los tebeos estén plenamente desarrollados formalmente y consolidados también entre el público, de tal forma que el reflejo de esa misma realidad histórica sea, si no evidente, sí significativo; ese es el caso de buena parte de la historieta española producida durante el franquismo. Sin embargo, como veíamos con anterioridad, no todo el periodo histórico así conocido mantiene las mismas características a lo largo de sus casi cuatro décadas de existencia; tampoco en lo referente a la historieta. No comparten público, ni se rigen por los mismos principios, ni han de sortear las mismas dificultades, títulos como Chicos (editado en San Sebastián desde finales de los años treinta), El Capitán Trueno (nacido en 1956 en el seno de Bruguera) o Trinca (revista que inicia y concluye su andadura poco antes de la muerte del dictador). Pese a ser todas ellas publicaciones comerciales de editores privados, y por lo tanto tener como finalidad esencial la de vender más ejemplares que la competencia, se mueven en escenarios diferentes, tratan temáticas dispares y encuentran una audiencia propia que no es necesariamente compartida con otras cabeceras. Cada cómic debe ser entendido dentro de su contexto particular, valorando las características de ese periodo durante el que fue difundido y leído. Existen por lo tanto modelos de revista, formatos de edición, argumentos y estilos de dibujo específicos, que se mantienen y triunfan durante un tiempo pero que poco a poco suenan obsoletos y son sustituidos por procedimientos y estéticas novedosos. Modelos, formatos, argumentos y estilos desarrollados según los condicionantes legales y materiales de una época y de un lugar determinado, que se pueden o no mantener, que pueden cambiar, y cuya desaparición marca un nuevo camino, en definitiva, una nueva etapa.


1. Primer ejemplar de la revista Chicos (1938).


2. Aventura de El Capitán Trueno de 1956.

Estas cuestiones son claves en todo ejercicio de historia cultural. En la actualidad, los estudios sobre los productos y artefactos humanos (el verdadero objeto de estudio de la historia cultural) han de valorar la utilización y el sentido que, consciente o inconscientemente, sus usuarios les otorgan; han de tener en cuenta el soporte físico con el que fueron elaborados; han de tener en cuenta, también, el significado que transmiten, el mensaje que comunican a sus destinatarios reales o imaginados, contemporáneos o futuros. Los cómics cuentan una historia, es decir, tienen personajes a los que les suceden cosas, y esas cosas que suceden siguen un proceso. Que sean unos u otros dependerá de la circunstancia histórica: esta no es la determinación fatal que imponen los recursos, sino el contexto al que llegan distintas tradiciones, corrientes, posibilidades. La historia cultural estudia ese contexto no como el marco estructural que determina la imaginación de quienes elaboran productos y artefactos humanos, sino como el conjunto de posibilidades de que se valen los creadores. Modelos, formatos, argumentos y estilos son reconocibles en cada época, pero esos recursos pueden proceder de otras épocas y, por supuesto, no ser los únicos disponibles. Esa es la razón de que las investigaciones culturales estudien el artefacto cultural llamado cómic como un conjunto, como una elaboración total, pero también como un sistema que se puede descomponer en partes que tienen su propio origen, su propia cronología, su propio uso. El cómic es una totalidad que combina esas partes y que se emplea. El historiador cultural estudiará dichos elementos –cada uno de los cuales pregona su historia y su tiempo– y la combinación particular, concreta, que el creador ideará de acuerdo con las limitaciones, las rutinas y las circunstancias de su época. Pero estas son solo algunas de las numerosas cuestiones y tareas a las que se ve enfrentado el historiador cultural… del cómic. Vayamos, pues, por partes, centrándolas en su contexto, justificándolas de acuerdo con una circunstancia histórica.

En este sentido, nuestro objetivo no es estudiar toda la producción de tebeos desarrollada durante la dictadura, sino solo la realizada en una etapa determinada: la que se alarga desde 1939 (con la definitiva implantación del Nuevo Estado en todo el territorio nacional) hasta 1952 aproximadamente. Y dos son las razones por las que marcaremos ahí el límite. La primera, la creación el 21 de enero de ese mismo año, por orden del nuevo Ministerio de Información y Turismo, de la Junta Asesora de la Prensa Infantil,4 que como primera medida implantará unas primitivas Normas sobre la prensa infantil en las que:

Clasificando a los niños en dos grupos, de seis a diez y de diez a catorce años, se relaciona todo aquello que debe prohibirse y lo que, por el contrario, puede indicarse. Se dan asimismo separación de reglas, según se refieran a la moral o a la Religión. Finaliza con unas sugerencias o normas literarias a que deben ajustarse las publicaciones infantiles.5

Dichas pautas vigilan el contenido de las historietas, para lo cual listan una serie de cuestiones que no pueden aparecer en los cómics, tales como la violencia explícita, las posesiones demoníacas o el cuestionamiento de la autoridad paterna, y que si aparecen debe ser en unas condiciones determinadas. Ahí radica la primera diferencia respecto al periodo inmediatamente anterior, cuando todo se regía a partir de la Ley de Prensa de 1938, «una legislación de guerra».6 No podemos afirmar, de ninguna manera, que existiera hasta ese preciso momento una mayor libertad creativa, pero sí que la labor de los guionistas y dibujantes de tebeos estaba controlada desde una óptica censora mucho más amplia que se aplicaba a todas las publicaciones indistintamente de cuál fuera la audiencia a la que estuvieran destinadas. La consecuencia principal es evidente: los escenarios, esquemas y argumentos, así como los personajes, pueden ser los mismos antes y después de la reforma legal, pero no serán presentados de la misma manera. En palabras de Enric Larreula: «Mai ningú havia dit encara d’una manera oficial què era el que es podia i què era el que no es podia editar».7

Y la segunda razón –en cierto modo consecuencia de la primera– es el boom editorial experimentado a partir de 1951, cuando se va paliando la escasez de papel y los problemas de edición se normalizan. Cambios que posibilitan la salida de nuevas revistas infantiles, tanto de editoriales ya consolidadas como de otras recién creadas, iniciándose de ese modo una tendencia ascendente que se prolongará hasta la siguiente década. En un informe titulado Prensa infantil y juvenil: Pasado y presente, hecho público en 1967 por la Comisión de Información y Publicaciones Infantiles y Juveniles, dependiente de la Dirección General de Prensa, se expresa muy bien cuál fue la transformación experimentada a principios de los años cincuenta.

Aproximadamente a partir de 1952 cambia la panorámica: la coyuntura internacional ha evolucionado y a su compás la situación interior del país. El papel y los permisos de edición son más fáciles de conseguir. Las publicaciones que hasta entonces habían salido como folletos alcanzan oficialmente una periodicidad fija. Nacen nuevas editoriales y las existentes se lanzan a producir grandes series. Se produce una verdadera avalancha de títulos y de personajes. Las planchas extranjeras se hacen más asequibles, el mercado comienza a saturarse, no por la cantidad de los títulos, sino por la abundancia de lo mediocre.8

Previamente, y «durante casi diez años, desde el final de la guerra, la Prensa infantil española arrastrará grandes dificultades. A la escasez de papel, tintas, etc., se une una limitación de los permisos de edición. Las revistas comerciales circulan sin una periodicidad fija: TBO y Pulgarcito y otras muchas se editan como folletos sin salida regular», pese a ello, «España posee durante estos años difíciles una escuela propia en la manera de hacer prensa para los menores», escuela que tenderá a desaparecer «al cesar la protección estatal» y al romperse el presunto equilibrio comercial que, según la Comisión, se mantenía hasta entonces entre el modelo de «revista» formativa-informativa y el de «tebeo» recreativo.9

A esa transformación contribuirá, como ya hemos señalado, la introducción de un estricto corpus normativo que en un primer momento se limitará a aspectos temáticos y estéticos, y que mediante posteriores reformas (principalmente el Reglamento sobre la ordenación de las publicaciones infantiles y juveniles de 1955) ahondará en un mayor control, al imponer una serie de requisitos y crear un registro de publicaciones, así como una sucesión de premios y sanciones que vendrán a regular definitivamente este sector editorial, marcando, según la Comisión, el final del proteccionismo del sector por parte de las más altas instancias.


3. Pulgarcito tras la guerra.


4. Ejemplar de Mis chicas de 1943.

Hasta ese momento la edición de revistas para niños y jóvenes dependía de la Subsecretaría de Educación, «en que había estado administrativamente integrada desde 1946 al desaparecer la primitiva Vicesecretaría de Educación Popular de fet y de las jons», pero la transferencia a manos de la Dirección General de Prensa del Ministerio de Información y Turismo a partir de 1951 supuso «una importante variación» y «propició y facilitó las autorizaciones para editar publicaciones periódicas y así pudieron obtener tal consideración muchos de los tebeos ya conocidos abriéndose el camino para el nacimiento de otros nuevos».10 Todos estos cambios hay que entenderlos en el contexto político que está viviendo la dictadura de Franco en esos momentos, no en vano la creación del Ministerio de Información y Turismo, que recaerá en manos de Arias Salgado, es una de las reformas sustanciales del nuevo ejecutivo nombrado el 18 de julio de 1951, marcado por el obligado reparto de poder entre las diferentes familias. Al mismo tiempo, esa reforma ministerial responde también al tímido aperturismo que está experimentando España en esos años, primero con la entrada en algunas agencias de la ONU (caso de la FAO en 1950, de la Organización Internacional de Aviación Civil en 1951 o de la UNESCO en 1952), y más adelante con la firma de acuerdos con la Santa Sede y con EE. UU. en 1953.

Hemos acotado ya el periodo que vamos a estudiar, hemos indicado los puntos de inicio y final, pero nos queda pendiente aclarar una cuestión: ¿vamos a analizar todas las historietas producidas en España durante esos años? Pese a todos los problemas con los que tendrá que lidiar el mundo editorial durante dicho periodo, los cuales ya han sido repasados en líneas generales y serán desarrollados en el capítulo siguiente, el número de títulos existentes en el mercado a lo largo de esos años es demasiado elevado como para intentar abarcarlo en su totalidad, de ahí la necesidad de imponer nuevamente unos criterios de selección. Mediante la aplicación del primero de ellos, la comercialización, vamos a dejar de lado las publicaciones de los organismos e instituciones oficiales y aquellas otras íntimamente relacionadas con el Estado, caso de las revistas financiadas y/o producidas por FET y de las JONS o la Iglesia católica, a las cuales se les asignaba regularmente una cantidad de papel en régimen de protección y en las que, pese a compartir distribución y puntos de venta con los tebeos comerciales, primaban los contenidos proselitistas y doctrinales, lo que las descarta directamente como objetivo de este ensayo. El segundo criterio es el destinatario potencial de esas publicaciones, ya que en nuestro estudio nos centraremos en las cabeceras dirigidas a los niños (sustantivo masculino plural), prescindiendo por un lado de los periódicos y las revistas humorísticas para adultos (algunas de ellas nutridas principalmente por páginas de historieta), marcadas por un sesgo más político y aparentemente crítico, y sobre las que la censura de los primeros años del franquismo actuaba más duramente, y apartando, por otro lado, las historietas para niñas, un género plenamente desarrollado durante el franquismo a partir de la pionera Mis chicas (1942) y que está más cerca del adoctrinamiento social y moral que del puro entretenimiento. El origen geográfico, finalmente, será el tercer filtro. Por desgracia, llegados a este punto, nos topamos con un inconveniente que puede condicionar mucho nuestro trabajo: la integridad y el grado de conservación del material que necesitamos consultar. Ya en 1968, Antonio Lara reconocía que el primer problema a la hora de realizar un estudio histórico de los tebeos era la escasez de ejemplares:

Encontrar tebeos antiguos, e incluso modernos, es una aventura en la que el azar tiene la mayor parte. Las bibliotecas y hemerotecas son muy deficitarias en este terreno, y solo algunos coleccionistas particulares, que ignoran, en ocasiones, el valor de lo que poseen y lo conservan por razones sentimentales, pueden guardar páginas inestimables que se creyeron perdidas para siempre.11

El desinterés público y generalizado respecto a la historieta en España (una actitud que afortunadamente está cambiando) ha tenido como consecuencia el nulo respeto hacia este medio de comunicación, hacia sus responsables y hacia su historia. Eso explicaría por qué en un país con una rica y larga tradición seguimos careciendo de un centro de documentación de la historieta, y que en aquellos depósitos que vendrían a cumplir presuntamente esta función se hallen únicamente legajos incompletos y mal datados. Esa situación nos ha empujado finalmente a perfilar mucho más nuestro estudio hasta el punto de optar por circunscribirlo a aquellas cabeceras que bien mediante el acceso al material conservado en determinadas instituciones públicas, o por coleccionistas privados, bien gracias a las reediciones, hemos podido leer en su integridad.

En la década de los cuarenta existieron tres núcleos de edición. El primero en cuanto a volumen de producción y número de editoriales fue Barcelona, y tras él Madrid y Valencia. En esta última tenía su sede un importante sello, Editorial Valenciana, a la sombra de la cual crecieron un puñado de empresas más pequeñas de carácter familiar: Guerri, Saturno, Aguiler, Realce o Lerso, y ya en 1950 vería la luz su máxima competidora, Maga. Nacida a principios de los años treinta como la empresa familiar La Valenciana, y tras haber suspendido su actividad durante la guerra, la rebautizada Editorial Valenciana renacerá poco a poco con la nueva década gracias principalmente al esfuerzo del nuevo propietario, hijo del fundador, y a la incorporación como director artístico del historietista José Soriano Izquierdo. La dirección de Soriano Izquierdo aupará al nuevo sello a cosechar desde el principio de su trayectoria una exitosa respuesta entre el público con publicaciones como Jaimito, Mariló, Roberto Alcázar y Pedrín, Pumby, Purk, el hombre de piedra o El Guerrero del Antifaz. Títulos que por su popularidad, acogida y relevancia han conseguido mantenerse, independientemente de su calidad artística, como referencia de la historia del cómic español, y por ende han sido conservados y reeditados algunos de ellos, con lo que reúnen las condiciones precisas para convertirse en una muestra significativa de la historieta nacional de posguerra y para centrar en ellos el núcleo de nuestro estudio.


5. Viñeta de Pumby, de José Sanchis.


6. Mariló, popular revista de Valenciana.

El cuaderno de aventuras era uno de los tres géneros fundamentales de la historieta infantil durante la posguerra cultivados con tino empresarial por Valenciana (en algún caso como pionera de tendencias posteriores y en otros a rebufo de la actividad de la competencia). Los otros dos eran las revistas de humor y los relatos femeninos. El grueso de la producción editorial de aquellos años lo conformaban los cómics para niños, publicaciones comerciales para todos los públicos destinadas al ocio y al entretenimiento. Las revistas para niñas, en cambio, y como hemos apuntado con anterioridad, eran ciertamente más sectarias, más cerradas, mucho más parecidas entre sí. «Muy pocas veces en la historia del arte y del periodismo», ha señalado el historiador del arte Juan Antonio Ramírez, «un producto lanzado por particulares, con afán de lucro, ha representado tan bien los ideales del grupo en el poder como la historieta femenina española entre 1950 y 1970».12 Por razones prácticas hemos decidido distinguir asimismo entre cuaderno de aventuras realista, cuya acción se situaba en un contexto contemporáneo, y aquel otro ubicado en escenarios temporales pretéritos. En el primer caso, la elección de Roberto Alcázar y Pedrín13 –una serie de vida muy longeva, desarrollada entre 1940 y 1976 por Eduardo Vañó, principalmente– era evidente. Como muestra de aventuras clásicas seleccionamos El Guerrero del Antifaz, creado por Manuel Gago en 1943 y prolongado hasta mediados de la década de los sesenta.


7. Página de Karpa para Jaimito n.º 73.

Puede que con ese punto de partida más de un lector considere que el presente ensayo nace desequilibrado, y que pretender estudiar una enorme producción editorial a partir de dos únicas muestras –y además de un mismo género– es erróneo. En ese caso la solución sería cambiar el planteamiento del trabajo y preguntarse únicamente si Roberto Alcázar y El Guerrero del Antifaz nos pueden ayudar a conocer mejor la historia contemporánea de España. Pero también si ambas historietas merecen un estudio específico que revele esas condiciones de posibilidad –de las que antes hablábamos–, que muestre de qué modo se combinaron sus elementos para ser un éxito. Los cómics son documentos que testimonian parcial, sesgadamente, una época determinada, manifiestan material e inmaterialmente cómo se veía el mundo, cuáles eran los deseos, las fantasías, los fantasmas de sus creadores y de sus destinatarios. Por eso también el cómic podemos verlo –según hiciera Román Gubern con el cine de Hollywood– como un espejo de fantasmas.14 Como la representación deformada, transfigurada, de modelos, de héroes, de figuras que presuntamente nos reflejan o a las que queremos parecernos. Un «fantasma», en el sentido freudiano que Gubern le da a esta expresión, una evanescencia que se hace presente, una entidad fabulosa a la que reconocemos como total o parcialmente real. Esos héroes –Roberto Alcázar o el Guerrero del Antifaz– expresan proyecciones de una época, condensan hábitos y fórmulas, pero también se reflejan en sus destinatarios modelando conductas, gestos, tics, ademanes. En ellos está, deformada, la historia de España; pero en ellos también se expresa el deseo de aventura que trasciende menesterosamente el estrecho ámbito de la sociedad franquista.

En cualquier caso, la elección de ambos personajes nos planteaba también un reto añadido que no habíamos buscado en ningún momento y que posiblemente dota al trabajo de una nueva dimensión. Casualmente ambos tebeos son los más vilipendiados, criticados y juzgados de cuantos se editaron comercialmente durante la posguerra. Sobre ellos han caído todo tipo de acusaciones que los han igualado ideológicamente a los vehículos de propaganda franquista. Nuestra tarea, a la sazón, no será defenderlos de esas imputaciones, sino descubrir qué hay de cierto en ellas, cuáles son reales y cuáles exageradas, pues solo así sabremos si esos tebeos en concreto son utilizables como fuente histórica, como representación transfigurada. Pero esos duros reproches no son la única similitud entre ambos títulos; su éxito y longevidad, como ya hemos indicado, son otra más, y derivado de estos el halo nostálgico que los envuelve entre los lectores más veteranos. Las colecciones originales íntegras se cotizan a buen precio en los mercados de segunda mano y en las librerías especializadas; son un objeto de coleccionismo que con el tiempo se va revalorizando. Por eso mismo el objetivo de dibujar un panorama social de la posguerra mediante la lectura de unos cuantos tebeos entraña serios riesgos. Por un lado –ya lo hemos dicho–, la nostalgia, la lectura sentimental de una serie de textos de infancia que realmente puede confundirnos; y, por otro, el exceso crítico, ir más allá del substrato del cómic.

Es evidente que nuestro análisis debe ahondar en las múltiples dimensiones narrativas de la historieta como medio: la tipología de los personajes, el grafismo, la disposición de las viñetas en la página, la utilización de unas u otras herramientas, la presencia de las onomatopeyas, el recurso del color, los planos o las elipsis de enlace entre los cuadros. Sin embargo, no debemos exagerar nuestra postura ni forzar la lectura, porque puede que un diálogo, una acción, un escenario o una actitud tengan un único y evidente significado. Es decir, con estas historietas, analizadas ahora, interpretadas ahora, podemos incurrir en el exceso simbólico. Sabedores de la repercusión que tuvieron, podemos sobreinterpretar los hechos narrados. La sobreinterpretación, en el sentido que Umberto Eco le diera a esta expresión, es una operación de exceso resignificativo: vemos más, mucho más, de lo que creadores o destinatarios podían o pudieron llegar a ver. Está claro que no tenemos por qué ceñirnos a una interpretación literal, inmediata, propiamente textual, pero también es cierto que hacer metáfora de todo, hacer símbolo encubierto de cualquier cosa narrada, puede llevarnos a lo inverificable. Es preferible una interpretación modesta y metódica a un uso inspirado y arbitrario de la historieta que, al fin y al cabo, es eso: una historieta.

Entraremos a debatir, pues, solo aquellos temas que la lectura de los tebeos elegidos nos proponga, ciñéndonos en la medida de lo posible a lo que veamos en las viñetas, conectándolo con el contexto social e histórico. Para evitar la tentación de querer descubrir aspectos que el tebeo no nos presenta, buscando entre líneas justificaciones para nuestras sentencias, nada que no sea tratado por los historietistas responsables de las diferentes obras merecerá nuestra atención, y reproduciremos literalmente aquellos diálogos elocuentes y expresiones analíticamente útiles que aparezcan en el tebeo, indicando número y título del cuaderno para su posible localización. Lógicamente estos temas están muy relacionados y es difícil intentar estudiarlos de una manera independiente, por lo tanto su separación en diferentes capítulos es metodológica y no real.

1 Pelai Pagés. Introducción a la historia. Barcelona, Barcanova, 1990, p. 256.

2 Ídem, p. 257.

3 Antoine Prost. Doce lecciones sobre historia. Madrid, Cátedra, 2001, p. 125.

4 En dicha Junta estaban representadas, entre otras entidades, Acción Católica, el Frente de Juventudes, la Confederación de Padres de Familia o la Comisión para la Ortodoxia y la Moral.

5 José María Vázquez. La prensa infantil en España. Madrid, Doncel, 1963, p. 75.

6 Enrique Bordería Ortiz. La prensa durante el franquismo: Represión, censura y negocio. Valencia, Fundación Universitaria San Pablo CEU, 2000, p. 25.

7 Enric Larreula. Les revistes infantils catalanes de 1939 ençà. Barcelona, Edicions 62, 1985, p. 30.

8 Prensa infantil y juvenil: Pasado y presente. Madrid, Dirección General de Prensa del Ministerio de Información y Turismo, 1967, p. 28.

9 Ibíd.

10 Salvador Vázquez de Parga. Los cómics del franquismo. Barcelona, Planeta, 1980, p. 29.

11 Antonio Lara. El apasionante mundo del tebeo. Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1968, p. 35.

12 Juan Antonio Ramírez. El cómic femenino en España: Arte sub y anulación. Madrid, Edicusa, 1975, p. 59.

13 Cuando nos refiramos al título de las publicaciones lo haremos en cursiva, no así cuando nombremos a los personajes protagonistas de estas.

14 Román Gubern. Espejo de fantasmas: De John Travolta a Indiana Jones. Madrid, Espasa-Calpe, 1993.

Viñetas de posguerra

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