Читать книгу Cultura política, visualidades y cine - Óscar Pulido Cortés - Страница 5
ОглавлениеEl Estado, el sujeto y lo público: un estudio cultural y político1
José Gabriel Cristancho Altuzarra2
Introducción
El concepto de cultura política hace referencia a todas las producciones culturales en las que se expresa y se configura lo político (Herrera et al., 2005) es decir, la disputa por y el ejercicio del poder (Cristancho, 2018a). Como ya se expresó en otra parte (Cristancho, 2019), la hegemonía se sostiene gracias a que se logra un consenso social, un sentido común en el cual hay como parte de su núcleo ético-político, una concepción/imaginario de lo que es justo y lo que es injusto3, que permite validar y aceptar el orden social existente, su manera de proceder, sus instituciones, en suma, el statu quo. Pero hay otras concepciones/imaginarios de lo justo y de lo injusto en la vida social sobre todo en los sectores en disputa. En efecto, “(…) ese núcleo le da forma y fondo a la participación del sujeto en la arena política, que puede buscar el cambio de la sociedad o conservarla como está de acuerdo con esas reivindicaciones” (Cristancho, 2019, p. 151).
Las disputas por la hegemonía son luchas de clase, género, raza, y tienen que ver también con relaciones geopolíticas. En estas disputas se configuran reivindicaciones que al mismo tiempo dan cuenta de las distintas concepciones de justicia que, como producciones culturales, se disputan un lugar en la arena política, con mayor o menor éxito para lograr ser hegemónicas. Desde esta perspectiva, estudiar la cultura política implica problematizar la hegemonía y dilucidar sus luchas.
En una investigación anterior (Cristancho, 2018b) se evidenció que la problematización acerca del concepto de justicia desde las teorías filosóficas alcanzó apenas a arañar una cuestión fundamental: que dichas concepciones son productos culturales, que no son las únicas y que entre ellas están casi invisibilizadas las concepciones de justicia que circulan o están presentes en la vida cotidiana; esto explica que las concepciones filosóficas de la justicia suelen estrellarse con contextos locales y diversos. Por esta razón, se vio necesario problematizar las concepciones e imaginarios de lo justo más allá o más acá de las concepciones filosóficas de la justicia, es decir, analizar las que se dan en ámbito social y que se materializan y evidencian en producciones culturales presentes en la vida social.
Entre dichas producciones culturales encontramos las categorías con las que pensamos lo político; en efecto, estas no son neutras son daciones de sentido y fruto de relaciones de poder; así, lo que se entienda por democracia, Estado, ciudadanía, lo público, lo privado, la participación política, entre otros, hace parte de esas producciones de sentido y su significado está siempre en disputa en el marco de la lucha por la hegemonía (Cristancho, 2019).
Partiendo de esta cuestión, el propósito de este capítulo es presentar los resultados de la investigación que ha problematizado los rasgos de la hegemonía contemporánea y sus procesos culturales que han debilitado el sentido de lo público, han relativizado el papel del Estado y han atacado el papel de los sujetos en dichos procesos. Esto se abordará en tres momentos, cada uno de los cuales asumirá un objeto de análisis en perspectiva sociopolítica y cultural, objetos en los que se evidencian las disputas por el sentido y por el poder en la época contemporánea y de manera particular en Colombia: el Estado, el sujeto y lo público.
El primer movimiento de este trabajo será establecer que existe una relación no siempre feliz entre la categoría democracia y la categoría Estado, lo cual se evidencia en la constante presente en distintos modelos que han existido desde el Estado liberal clásico, hasta los Estados contemporáneos de corte neoliberal y neoconservador. Este recorrido nos ocupará en la primera parte y permitirá problematizar el Estado, más que como una institución (Bobbio, 1996), como una construcción cultural marcada por teorías políticas y contextos socioeconómicos de índole nacional e internacional que, de una forma vertical, pretende incidir en la configuración de la sociedad y de los sujetos.
En la segunda parte se toma distancia del terreno institucional asumido en la primera parte, para desplazarse al ámbito micropolítico por excelencia: el sujeto. Aquí se abordará la cuestión como un objeto de análisis cultural en el que se pueden problematizar las distintas estrategias que han permitido que el sujeto paulatinamente tome distancia de la política tradicional, se desinterese de lo político, o en el peor de los casos, caiga en redes de poder clientelistas; con esto se espera abrir la pregunta por la tarea de formación política que toda sociedad democrática requiere y que podrá abordarse en la última parte.
A partir del recorrido de las anteriores secciones, en la tercera se planteará la necesidad de la construcción de cultura política en cualquier contexto, pero especialmente en el colombiano, a partir de una nueva problematización y resignificación de la manera de pensar y de sentir lo público como núcleo de una democracia radical. Esto se hará haciendo alusiones sobre la situación específica del caso colombiano y un análisis que renueve la pregunta por lo justo, asunto del cual partió la indagación, y que como se mostrará, implica alternativas que articulen transformaciones institucionales, culturales y subjetivas que el contexto actual demanda.
Nodos de poder: tensiones entre el Estado y la democracia
El Estado es la institución política en la que se materializa, se adopta y se adapta una concepción/imaginario de justicia. Es cierto que, en cada contexto, el Estado moderno ha tomado formas tan diversas que parece imposible analizar esta institución. Por ejemplo, son diferentes los Estados que se dicen comunistas de los que se dicen capitalistas y a su vez, entre ellos hay diferencias: los Estados comunistas chino, cubano y norcoreano tienen diferencias entre sí, de la misma forma que las hay entre los Estados Unidos y Francia.
Sin embargo, podemos identificar al menos tres tipos de Estado básicos que se asientan en teorías políticas disímiles: El Estado liberal, el Estado totalitario y el Estado comunista. Esta clasificación es tentativa4 además por lo ya ejemplificado; lo que interesa señalar es que puede sostenerse la hipótesis de que, pese a sus diferencias ideológicas, estos tres modelos de Estado en realidad comparten la misma columna vertebral: el capitalismo como forma de vida. En efecto, el capitalismo no es simple y llanamente un sistema económico, sino una manera de existir en la que se considera que el propósito de la existencia es la producción continua e infinita de plusvalía, lo cual exige explotación5.
Pese a sus diferencias ideológicas, los tres tipos de Estado conocidos desde la modernidad son instituciones que han organizado la vida de manera explícita e implícita para este fin y por ese medio. Ahora bien: interesa analizar que las teorías políticas en las que se han sostenido estos Estados al mismo tiempo presumen ser democráticos aunque su concepción de la democracia sea radicalmente distinta. Desde la modernidad, la categoría Estado se ha aparejado a la de democracia, tomando en cuenta que la ruptura fundamental respecto del modelo político premoderno fue ubicar la soberanía no ya en el rey como individuo elegido por Dios, sino en el pueblo como único soberano.
En los tres modelos señalados se defiende ideológicamente esta idea: en todos ellos, el demos, es decir, la categoría pueblo, se usa explícita o implícitamente para reivindicar, en primer lugar, la soberanía fundamental y, en segundo término, la legitimidad del origen del poder y del orden político materializado en el Estado.
Así, el liberalismo reivindica al pueblo entendido como el conjunto de la sociedad6, pero frente a ello el comunismo cuestionará que toda lucha y reivindicación es de una clase social oprimida frente a otra que la oprime: así como los burgueses hicieron su revolución se precisa la del proletariado7; entre tanto, el totalitarismo reivindica al pueblo como sustancia de la nación con supremacía racial8, lo que en la práctica hará que la soberanía del pueblo se condense en el líder (Arendt, 1998).
Ahora bien: históricamente la disputa entre estos tres modelos de Estado pareció resolverse, primero en la Segunda Guerra Mundial, cuando se derrotó al modelo totalitario; por otra parte, se presumió derrotado el comunismo como ideología en virtud de la caída de la URSS y por el hecho de que el Estado chino asumió políticas económicas neoliberales. (Harvey, 2007). La coyuntura actual no descarta que el modelo chino consiga la hegemonía global desplazando a Estados Unidos; sin embargo, el debate ideológico se concentra precisamente en si las instituciones políticas defienden las libertades (en el sentido moderno del término) como principios inamovibles; esto pone en evidencia que el liberalismo y el Estado liberal siguen siendo referentes por excelencia..
Entendiendo el Estado como la materialización de una serie de ideas y prácticas, puede decirse que, en relación con la materialización del Estado liberal, se presentan profundas tensiones; por ejemplo, los Estados monárquico-parlamentarios expresan las articulaciones entre los sectores burgueses modernos y los sectores de las noblezas tradicionales aunque se basen en concepciones liberales que cuestionan precisamente los privilegios nobiliarios, a condición de que se evitase el absolutismo (Lario, 2005; Ortí, 1989).
Además, en el siglo XVIII, el liberalismo no era la única teoría pujando por un lugar en el campo de la filosofía política9, pero fue la que consiguió más fácilmente materializarse en la práctica, porque no solo constituía un asidero ideológico en el campo político, sino también en el económico; esto permitió que el liberalismo se consolidara como fundamento político del capitalismo lo cual incide en la concepción de la democracia. En efecto, mientras otras teorías como la del republicanismo cívico hacían énfasis en la participación del pueblo soberano, entendido como una comunidad de sujetos en la construcción de lo político (Mouffe, 1999), el liberalismo hizo énfasis en la libertad como valor primigenio de cada uno de los individuos en tanto que cada uno de ellos es el átomo del cual se compone el pueblo soberano; se deduce entonces que para el liberalismo, el pueblo es concebido como una suma de individuos egoístas cuyo máximo bien es su libertad.
Así, el liberalismo se asentó principalmente en concepciones antropológicas individualistas y egoístas (Hobbes, 2006) y en postulados éticos de corte utilitarista (Cristancho, 2011; Hume, 1993; Stuart-Mill, 1984;) que lograban también justificar y explicar el liberalismo económico (Smith, 2011) que exigía mejores condiciones políticas de los sectores burgueses.
Esto tiene serias implicaciones: por un lado, el liberalismo logra articular los intereses políticos y económicos de los sectores burgueses, industriales, terratenientes y nobiliarios para hacer del capitalismo, en principio, un proyecto económico. En virtud de esto, el capitalismo se ubica como el eje alrededor del cual deben configurarse las instituciones políticas: la libertad es el máximo bien del ser humano, sí; y, sin embargo, el Estado requiere emplazar la vida misma para moldearla y disciplinarla a través del aparato educativo (Cristancho, 2013), el servicio militar, y demás instituciones de encierro que aseguren que el sujeto asuma la forma productiva capitalista. Estos principios, que ya estaban asentados en el liberalismo clásico y en el Estado liberal, serán llevados a su máxima expresión en la teoría y la práctica neoliberal en tanto que el Estado como institución queda totalmente supeditado a los intereses del capital local y, sobre todo, transnacional.
Interesan las implicaciones que esto tiene en la concepción de la democracia: la primera, que las categorías soberanía, pueblo y ciudadanía son comprendidas desde los intereses económicos, lo cual posibilitará más tarde reconocer a los sujetos masificados y consumidores. La segunda, la categoría participación política se enfatiza al ámbito privado, individual, no al tejido colectivo, por lo cual queda delimitada a cinco modalidades de carácter individual: opinar públicamente, debatir, deliberar y tomar decisiones.
La tercera, lo anterior se canaliza principalmente a través de poder elegir y ser elegido como representante, en el marco de partidos políticos, poniéndose el énfasis en la representación de intereses (democracia representativa). De esta forma, es la configuración de una ciudadanía pasiva, atomizada, desarticulada; la agencia de movimientos sociales y tejidos colectivos será vista entonces siempre con un hálito de sospecha y de amenaza latente. La aceptación de las movilizaciones sociales por parte del Estado es al mismo tiempo producto de las presiones ejercidas por sectores en disputa, pero también como una forma de poder regularlas e intervenirlas desde reglas que no amenacen el statu quo.
De esto se infiere que la teoría liberal, en el campo político, fundamenta lo social en las libertades e intereses individuales dotando de gran fuerza a un nuevo concepto que se irá anidando y se configurará como eje de lo político: el concepto y sensibilidad de lo privado. Y la teoría liberal, en el ámbito económico, asienta la producción en el libre comercio y en la propiedad privada como bases para asegurar la plusvalía.
Así, el liberalismo opera un triple movimiento: el primero, legitima el Estado desde la soberanía popular, pero una vez hecho esto relega el papel del pueblo y su participación para ubicar al Estado como el único referente desde donde se piensa lo político10. Dicho de otra manera, canaliza la carga cultural del sentido de lo político hacia el Estado como institución para que nos subjetivemos (nos constituyamos como sujetos), desde los marcos normativos y culturales que provee el Estado, como lo sugiriera Althusser (1971). El segundo, al ser una moneda con dos caras —la política y la económica—, el liberalismo dota de sentido al capitalismo al punto de que no solo lo constituye como un proyecto económico, sino que le permite que se configure como una forma de vida, una manera de existir, cuyo eje es el bien privado como base y la plusvalía infinita y continua como fin de la existencia humana.
De ahí que el tercer movimiento sea que la democracia sea pensada y ubicada como subinstitución formal regulada por el Estado como institución. En tal sentido, todo ello ubica a la categoría ciudadanía sería la construcción cultural que ubica al sujeto en un orden democrático institucionalizado por el Estado y sus reglas (Cristancho, 2018a, p. 63).
Así, el liberalismo es la teoría que en el sentido común hace parte de la hegemonía que permite justificar o dar fundamento al capitalismo como forma de vida, ubicándolo como eje de referencia existencial, alrededor del cual debe girar el Estado como institución y situando a su vez a la democracia como algo subsidiario que debe girar en torno al Estado neutralizando el concepto y la sensibilidad por lo común (lo público), que es el núcleo de la democracia.
Las implicaciones que esto tiene en la concepción cotidiana de lo justo son tres; en primer lugar, lo justo se constituye en el Estado mismo en tanto es producto de un contrato social en el que ningún sujeto está por encima del derecho (Estado de derecho); en segundo lugar, derivado de ello, lo justo estriba en la capacidad del Estado en asegurar los derechos fundamentales, pero principalmente los derechos individuales como la libertad, la propiedad y la seguridad.
Así, en tercer lugar, la injusticia (la ausencia de libertades y la desigualdad) es concebida como resultado del autoritarismo o exceso de intervencionismo estatal, el desorden social y la falta de iniciativa de los individuos; los sujetos y la sociedad han de ser disciplinados por el Estado y sus instituciones11. Así, en este caso lo justo se concibe desde una noción negativa de libertad entendida como ausencia de coerción, meritocracia que no tiene en cuenta la historicidad y capital heredado de los sujetos. Sin embargo, tal es la prevalencia del Estado y del capital sobre el derecho que el Estado de excepción es, en realidad, no una excepción, sino una regla cuyo uso potencial siempre está latente (Agamben, 2005) y es la puerta de entrada a la dictadura y al totalitarismo12.
De la despolitización del sujeto
Derivado de lo anterior, en esta parte interesa problematizar las distintas estrategias que han permitido que paulatinamente el sujeto tome distancia de la política institucional, se despolitice al punto de desinteresarse de lo político, caiga en redes de poder clientelistas, o en el peor de los casos, se identifique con proyectos autoritarios y neoconservadores.
Para tal fin requerimos partir de un concepto de sujeto. Como en otros trabajos ya se ha abordado la cuestión de la categoría del sujeto político y su construcción (Cristancho, 2011; 2018a), se invita al lector a revisarlos; ya que en este trabajo solo se complementan algunos aspectos de lo planteado allí.
El sujeto es el ser y la espacio-temporalidad micropolítica por excelencia, pues es donde el poder se configura, circula y se transforma. En este sentido, el concepto de sujeto político debe desglosarse en dos aspectos: el sujeto y lo político. Respecto del sujeto se puede decir, en forma negativa, como aquello que no es objeto. Lo segundo, se puede ver desde el sentido de “estar sujeto” y eso implica que el sujeto está determinado por los contextos, por las relaciones sociales, por el poder, por el territorio, ocupando así unas posiciones pre-asignadas.
Pero también puede asumirse desde el sentido de “ser sujeto”, en tanto que no solamente está determinado por el contexto, el tiempo o el territorio, sino que puede tomar determinaciones, decisiones, posiciones y puede hacer y expresar cosas. Estas dos dimensiones son complementarias pues, hay elementos que determinan al sujeto, pero también hay otros desde los cuales se constituye. Dicho contexto social fue producto de relaciones de poder donde los sujetos transformaron y pueden seguir transformando esos contextos.
Otro componente es que se llega a ser sujetos, pues el sujeto es histórico, tiene historicidad. Esto implica que es necesario evitar miradas esencialistas sobre el sujeto sino, más bien, con una perspectiva que permita comprenderlo como algo que se va transformando a lo largo del tiempo en el marco de procesos sociales: va cambiándose a sí mismo y al mismo tiempo va transformando elementos de su propio contexto.
En consecuencia, frente a la pregunta ¿quién es sujeto?, este puede decirse tanto de los seres singulares que somos cada uno, como de los tejidos colectivos, los movimientos sociales, en tanto que el sujeto nunca es abstracto, sino que está en relación intersubjetiva. Habría que agregar además que hay discusiones sobre si la tierra y los animales son sujeto; esto responde a cosmovisiones diversas; en algunos casos se reivindica y se ha legislado, en el ámbito jurídico, que son sujetos de derechos.
Además de lo anterior, se puede indicar que el sujeto no es una entidad unificada en sí misma, es decir, al interior del sujeto hay divisiones internas, está fragmentado y eso pasa tanto a nivel individual como a nivel colectivo. En ese mismo proceso el sujeto ocupa diversas posiciones (Mouffe, 1991); esto permite entender, por ejemplo, que un hombre mestizo, ilustrado, asalariado, latinoamericano tiene posiciones de privilegio a nivel patriarcal y cultural, pero puede estar en condición de desventaja a nivel económico, racial y geopolítico.
Ahora, en cuanto a lo político, hay un primer punto de partida derivado de lo expuesto en el primer apartado y es que, el Estado pretendió ser la institucionalización de los derechos, el consenso, las instituciones, la participación, la ciudadanía. Aquí es preciso deslindar o separar esa convicción de lo político para poderlo entender cómo ese campo donde se ejerce y se disputa el poder.
En ese sentido, se habla en términos de presencia de una disputa por el poder en dos sentidos: institucional porque hay que reconocer el papel del Estado. El Estado en ese sentido opera y subjetiviza. Se encuentra todo el régimen político, canales institucionales, pero también, están los elementos informales que son políticos; es allí donde están las relaciones y prácticas tanto sociales como culturales en las cuales hay relaciones de clase, de género, de etnia, y las relaciones geopolíticas.
De esta manera, se entiende que el Estado neoliberal y el Estado neoconservador funcionan porque hay una articulación, así como el Estado liberal en su momento lo logró. Lo anterior permite entender la categoría hegemonía que se refiere al ejercicio del poder a través de un consenso social que los sectores hegemónicos logran sobre otros sectores subalternos:
La hegemonía consiste en la capacidad que tienen unos sectores sociales de ejercer el liderazgo y el poder en virtud de que suministran un principio que cohesiona los distintos referentes ideológicos de todos los sectores sociales; así se configura una visión unitaria del mundo como un sentido común compartido por la sociedad, asegura el consentimiento de sectores sociales afines y subalternos, y mantiene a raya concepciones del mundo alternativas de los sectores de oposición. Dicho de otro modo, hegemonía indica un sentido común ampliamente compartido, un consenso superpuesto, no un acuerdo racional (Mouffe 1991, p. 212; Mouffe 1999, p. 81). (Cristancho, 2019, p. 150).
Si se toma en cuenta lo anterior y se conjugan las dos concepciones del sujeto y de lo político se derivan unas conclusiones de carácter teórico: en primer lugar, el contexto social y político produce sujetos en virtud de procesos históricos, ejercicios y disputas por el poder. En segundo término, el sujeto interviene y toma posturas frente a su mundo y su contexto político, a favor o en contra de las hegemonías, aunque no siempre lo haga premeditadamente.
En tercer lugar, el sujeto puede cuestionar o problematizar lo que ha llegado a ser, así como las condiciones de su mundo social, es decir, tiene ese poder. En cuarto lugar, el sujeto puede ejercer el poder que dispone, sea mucho o poco, pero dispone de este; es esto lo que hace posible la reconfiguración de las hegemonías y, es por eso que, es importante para los sectores hegemónicos trabajar para conservar su liderazgo porque su descuido implicaría la pérdida del poder.
Por lo tanto, surge la incógnita ¿Qué implica estudiar al sujeto político?, es decir, ¿Qué implica hacer objeto de estudio al sujeto político? es así como se observa que implica identificar y analizar las formas como el ejercicio y la disputa por el poder ha configurado a los sujetos, sus identidades y sus maneras de ser; implica ver cómo se configuró ese sujeto político.
Esto implica también analizar la forma como los sujetos ejercen y disputan el poder o dejan de hacerlo, en otras palabras ¿cómo participan en lo político? Se entiende entonces por participación política, aquel proceso en el que se ejerce y se disputa el poder, lo cual se da tanto en el ámbito institucional como en el de la vida cotidiana.
De esta forma, se puede generar la pregunta ¿Qué sujetos políticos hemos llegado a ser, en el caso colombiano? Para responder esta pregunta se retoman los análisis y conclusiones planteados en otros trabajos (Cristancho, 2018b; Riveros y Cristancho, 2018) en donde se indica que la cultura política ha sido permeada por el conflicto y en ese aspecto, se encuentran varios elementos: las desigualdades políticas, sociales y culturales que han propiciado, mantenido y alimentado el conflicto armado, luchas por liderazgos sociales, movimientos obreros, campesinos e indígenas, afros víctimas del conflicto.
Además, se encuentra el tema de la violencia bipartidista, ya que fue un impacto fuerte en la estigmatización del otro, aquella relación amigo-enemigo, la desarticulación de tejidos colectivos; dicha violencia también afectó las organizaciones sociales que en ese momento existían: organizaciones obreras, campesinas, entre otros.
Ahora, la Guerra Fría como parte del contexto geopolítico en su momento incidió y de igual manera el Frente Nacional como parte del contexto local, incidieron en gran medida en la configuración de lo político en Colombia. Las políticas desarrollistas subalternizaron la región en el contexto geopolítico (Escobar, 2007) y al tiempo que la reforma agraria ha permanecido como un asunto aplazado.
Asimismo, las tensiones de los movimientos sociales, los grupos insurgentes, las políticas contrainsurgentes, el surgimiento del paramilitarismo, el narcotráfico, se fueron entremezclando y degradando el conflicto armado, atacando el tejido colectivo, minando el liderazgo social y fortaleciendo prácticas clientelistas. De este modo, todos estos factores sumados al neoliberalismo, la globalización y el neoconservadurismo, han debilitado la democracia, han generado el predominio de lo privado sobre lo público, enfatizan en la individualización, en la apatía y en la desconfianza frente a las instituciones.
En efecto, el viraje hacia el neoconservadurismo pone en mayor riesgo las posibilidades de transitar a una sociedad sin conflicto armado siendo esto lo que se buscó mediante el proceso de negociación. De esta manera, se hace más difícil la democratización de la sociedad, de los territorios y de la definición de la política pública.
En efecto, el neoconservadurismo se basa en la remarcación de relaciones clientelistas entre autoridades y ciudadanía, refuerza la autoridad militarizada porque implica que va configurando la fobia (mezcla de miedo y odio) hacia lo diferente, acentúa valores tradicionales, elitistas, racistas y patriarcales que mantienen privilegios y brechas sociales que ponen en riesgo la vida de líderes y lideresas sociales que son una de las condiciones de democracia radical.
Revitalización del concepto y la sensibilidad sobre lo público: núcleo de la democracia radical y la formación política
Con todo lo explicado hasta aquí, se infiere que el Estado como institución es el aparataje que el capitalismo ha requerido para asegurarse como modo de vida; las prácticas que esto ha implicado han permitido, que en la hegemonía se construya como parte del sentido común actual, en el marco de teorías neoliberales y neoconservadoras, una concepción/imaginario de justicia con dos implicaciones complementarias sobre el sujeto: su despolitización y la autoresponsabilización de su situación en el orden político y económico.
En la base de este proceso se encuentra la aceptación resignada del orden social, el debilitamiento de la democracia y de lo público y la naturalización del capitalismo como forma de vida. O, como lo mencionamos, la constitución de un sistema semejante al solar en el que el eje de referencia es el capitalismo, alrededor del cual gira el Estado y en torno del cual gira la democracia. Frente a ello se requiere problematizar dicho sentido común en el que el bien privado y la plusvalía dejen de naturalizarse y cómo el patriarcado y la colonialidad se han articulado al capitalismo.
Como alternativa a dicha situación se requiere ejercer un giro copernicano en política que implica ubicar a la democracia radical como eje; en torno de ella y como producto de la participación directa, el disenso y el reconocimiento de la diversidad de grupos sociales dotado por la democracia, tendrían que girar maneras de existir alternativas y articuladas entre sí; en torno de estos modos de vida tendrían que girar las instituciones políticas diseñadas en función de proteger y garantizar el buen vivir y la justicia.
En efecto, al sacar la democracia de la perspectiva liberal, el concepto se ensancha situando como núcleo de la misma al bien común (lo público) y la participación de él y en él. Esto implica que el concepto de lo público se definirá a partir del reconocimiento de sí y de los otros, de aquello en lo que somos semejantes y diferentes en virtud de nuestra historicidad, definiendo lo común por necesidad vital (el aire, el agua, el territorio y lo requerido para existir con vida digna) y por libre decisión (las producciones culturales y materiales que faciliten el acceso a lo necesario para la vida digna).
Esta participación ha de ser activa, continua y directa, lo cual implica una politización de los sujetos y la autodeterminación de los pueblos desde su diversidad. El reconocimiento mutuo en constante debate haría posible dicha autodeterminación y participación y, al mismo tiempo, lo fomentan.
A partir de su ampliación y resignificación se problematizan nuestros modos de vivir, para que estén basados en un concepto/imaginario de justicia amplio y alternativo: en primer lugar, en un sentido negativo, como la capacidad de evitar o reducir lo más posible la desigualdad social, étnica, de género y geopolítica; en segundo lugar, en sentido positivo, como la capacidad de los seres humanos de configurar los mecanismos formales e informales necesarios para que todo ser viva en dignidad (justicia sociocultural) y evitar o corregir aquellas acciones o maneras de existir que atenten contra la dignidad de cualquier ser (justicia restaurativa).
Este concepto de justicia implica la participación activa y continua que permita enfatizar en la construcción constante de la justicia sociocultural lo más posible para que se haga lo menos necesario posible el uso de la justicia restaurativa y se aplica de parte de los seres humanos para ellos, pero para los demás animales, las plantas, los ecosistemas y el planeta en general.
A partir de esto, será preciso repensarnos y reconfigurarnos como sujetos, repensar y reconfigurar nuestro sistema económico y desde todo ello, a repensar el Estado o las instituciones políticas y revitalizar el concepto y la sensibilidad de lo público. Para una futura investigación queda asumir la pregunta por la teoría económica que habría que postular para aplicar este concepto de justicia alternativo.
Por lo pronto, ¿de qué manera en el campo cultural los diversos sujetos y sectores sociales pugnan por fracturar la sensibilidad y los conceptos hegemónicos? ¿Cómo estas luchas posibilitan resignificar y sensibilizar lo público? Son asuntos que podrán ser analizados a la luz de los capítulos que siguen a continuación.
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1 Capítulo derivado del proyecto de investigación Creación, cultura política y educación con código SGI 2722, financiado por la Dirección de Investigaciones de la UPTC.
2 Doctor en Educación, docente investigador de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, investigador GIFSE y Educación y Cultura política.
3 Lo justo y lo injusto no solo es un asunto político, sino también ético; es cierto que, desde la modernidad la filosofía política pretendió desanclar las concepciones de la vida buena de las concepciones de justicia para garantizar organización social en los Estados modernos laicos no confesionales (Mejía e Hincapié, 2018); sin embargo, el concepto de lo justo solapa la concepción/imaginario de lo que está bien y lo que está mal. Nietzsche (1996; 2012) es quien inicia a explicitar esta situación y las relaciones entre verdad, moral y poder.
4 Si bien podría pensarse que puede haber otros tipos de Estado como el Estado social (o de bienestar) y el Estado neoliberal, en este trabajo consideramos que estos modelos son otras expresiones del Estado liberal, ya que parten de sus mismos principios, pero hacen énfasis en aspectos específicos: el Estado social busca corregir la desigualdad y garantizar los derechos sociales para posibilitar el consumo (Del Rosal, 2016; Paramio, 2010); el Estado neoliberal enfatiza en la reducción del gasto público, la privatización y la flexibilización para hacer más fluida la globalización (Harvey, 2007).
5 En este trabajo “se entiende por explotación no solamente la relación asimétrica entre un empleador que paga malos salarios y se aprovecha de sus trabajadores o la extracción de materia prima o aprovechamiento de recursos naturales; la explotación es la acción y la producción de situar o disponer a cualquier ser para que produzca plusvalía económica o simbólica” (Cristancho, 2020, pp. 159).
6 “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuandoquiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad” (Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, 1776. El subrayado es mío).
7 “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras, franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna. (…) La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas. (…). En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”. (Marx y Engels, 2011, pp. 30, 31, 59).
8 “¡Cuánto se indigna nuestra burguesía al escuchar a un vagabundo cualquiera decir que le da lo mismo ser alemán o no serlo, y que se siente igualmente bien en todas partes con tal de tener para su sustento! Lamentan entonces esta falta de «orgullo nacional», y vituperan con acritud semejante modo de pensar. ¿Cuántos, no obstante, se habrán preguntado por qué tienen ellos «mejores» sentimientos? ¿Cuántos son los que entienden que los recuerdos sobre la grandeza de la Patria y de la Nación en todas las manifestaciones de la vida artística y cultural son los que inspiran el legítimo orgullo de poder formar parte de un pueblo tan capaz?” (Hitler, 2013, p. 26).
9 En muchas partes del mundo, pero en particular en América Latina, las tensiones se dieron entre la tradición liberal, la tradición republicana y la tradición iusnaturalista católica (que es lo que alimenta el conservadurismo), durante todo el siglo XIX, y que se expresó en las guerras civiles y conflictos internos. De igual manera, al interior de cada teoría hay matices, ya que, por ejemplo, el contractualismo de Hobbes (2006) es distinto del de Locke (1997). Coronel y Cadahia (2018) sugieren que existen dos tipos de republicanismo: el oligárquico y el plebeyo; atribuyen al primero aquel tipo de republicanismo que concibe a las instituciones o, en nuestros términos al Estado como el aparato que permite conservar los privilegios existentes; el republicanismo plebeyo, por el contrario, concibe al Estado como el aparato que canaliza los conflictos entre los sectores de la sociedad para disminuir las brechas y ampliar los derechos.
10 Un estudio amplio y juicioso sobre la categoría pueblo y su relación con lo político en los albores de la modernidad es el ya clásico trabajo de Martín-Barbero (2003).
11 El énfasis en los derechos va oscilando de acuerdo con la modalidad del Estado liberal; por ejemplo, en el Estado social se enfatiza que para garantizar los derechos fundamentales es preciso garantizar los derechos sociales siendo asumido esto por Estado; mientras que en el Estado neoliberal la responsabilidad de estos derechos recae totalmente sobre cada individuo como lo plantea la literatura de autoayuda, el coaching y el autoemprenderismo (Han, 2014). El Estado fordista ejerció disciplina sobre el sujeto para asegurar que este se adecuara a sus parámetros, normas y manera de existir, pero esto ha ido dando paso a las sociedades “flexibles” y de control en las sociedades posfordistas que han exigido el talante neoliberal. Sobre esto véase lo planteado por Deleuze (2006), Sennet (2001) y Fraser (2003).
12 En efecto, como lo plantea Boaventura de Sousa Santos (2006) “El grado cero de legitimidad del Estado moderno es el fascismo: la completa rendición de la democracia ante las necesidades de acumulación del capitalismo” (p. 14).