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Zygmunt Bauman escribió que la diferencia entre el futuro y el pasado es que el primero deja espacios para la elección. Con esta frase Bauman no pretendía tanto definir o describir el tiempo pretérito, como resaltar el carácter imprevisible del venidero evidenciando una concepción sólida del pasado. Esta percepción, probablemente, fuera compartida por George Orwell, quien, sin embargo, ocupó su pensamiento y su obra con enervantes disquisiciones sobre el sentido y la verosimilitud de la historia. En un artículo sobre la Guerra Civil española publicado en 1942, afirmaba que una de las características de su tiempo era la «renuncia a la idea de que la historia podría escribirse con veracidad». Siete años más tarde, en su obra cumbre, 1984, las referencias al tema fueron aún más inquietantes. La máxima quien controla el pasado controla el futuro; y quien controla el presente controla el pasado o las tesis del Ingsoc sobre la mutabilidad de la historia son, aunque clásicas, de rabiosa actualidad.1
A pesar de las diferentes formas de entender el pasado y las relaciones entre este y el presente, en la actualidad es comúnmente aceptado que nuestra forma de entendernos hoy condiciona nuestras lecturas del ayer y, más aún, que los retos actuales influyen en las preguntas y respuestas que hacemos y obtenemos del registro histórico. La escritura de la historia es, pues, perpetuamente contemporánea. Esta noción es particularmente útil a la hora de valorar la escasa estima social de la historia como conocimiento crítico frente al surgimiento y consumo desmesurado de Memoria y memorias. Según Tony Judt conmemoramos hasta la saciedad los desastres del pasado siglo, pero no los asumimos, los tomamos a la ligera. La lógica cultural del capitalismo tardío, descrita por Jameson, habría afectado también a laindustria de la historia convirtiéndonos en ávidos consumidores de relatos en cadena sobre el pasado. El éxito presente de la sociedad occidental –una sociedad poscatastrófica–, la inmediatez y aceleración de la vida actual y la propia fragmentación de las relaciones entre generaciones, con el consiguiente declive de la experiencia transmitida, han traído aparejadas cierta ansiedad por la adquisición de referentes identitarios –normalmente victimizados– y una, no menos peligrosa, noción de quiebra histórica y vital con respecto a su catastrófico pasado reciente.
El siglo XX está así en camino de convertirse en un palacio de la memoria moral: una Cámara de los Horrores históricos de utilidad pedagógica [...] El problema de esta representación lapidaria [...] no es la descripción –el siglo XX fue en muchos sentidos un periodo verdaderamente terrible, una era de brutalidad y sufrimiento masivo [...] El problema es el mensaje: que hemos dejado atrás todo eso, que su significado está claro y que ahora podemos avanzar –sin las trabas de los errores pasados– hacia una era nueva y mejor.2
Este análisis es aún más pertinente para el caso español. Aquí, la transición política a la democracia y su principal artífice, el Rey Taumaturgo, habrían conseguido redimirnos de nuestro pasado cainita introduciéndonos en Europa –vacuna eficaz contra nuestra innata tendencia a la violencia y al desgobierno–. El horizonte de paz, democracia y europeísmo que se abrió con los ochenta nada tenía que ver con nuestra tradición guerracivilista, por lo que la disciplina histórica nada tenía que aportar a nuestros actuales retos. Existían persistencias del pasado, y todavía se notaba la huella profunda de Franco y la Guerra Civil, pero no eran más que rémoras en el peregrinaje a la tierra de promisión. Estas persistencias y los grandes sacrificados del tren modernizador tenían un cruel espacio en el nuevo horizonte: ejemplos de aquello que se debía evitar. Los precedentes más inmediatos de este discurso, que hemos simplificado y usado irónicamente, eran la concepción más popular de los años sesenta y setenta sobre nuestro más sangriento pasado: la guerra como tragedia colectiva, el todos fuimos culpables. La guerra fue un desastre de tal magnitud que nunca más debería repetirse. Ambos bandos habían cometido crímenes sin parangón, de manera que la responsabilidad del conflicto era irrelevante, lo importante era que no se repitiera. Este valor, o contravalor, inundó hasta la saciedad el ambiente de los setenta, facilitando el tránsito a la democracia y, tras echar al olvido el pasado, posibilitó, con el tiempo, la construcción de otro mito: el de la modélica Transición y su espíritu. Este discurso, en el que confluyen el concepto de redención del imaginario católico y el de contrato social del liberal, se constituyó como mito fundacional de nuestro presente. Ya en el siglo XXI, más del ochenta y cinco por ciento de los españoles se mostraban sumamente orgullosos de cómo se había llevado a cabo el proceso de cambio político, por lo que se podría decir, con Paloma Aguilar, que la autosatisfacción suscitada por la Transición simboliza una reconciliación de los españoles consigo mismos, un nuevo momento.3
Esta forma de comprender el pasado nos remite más a la carencia de políticas de memoria democráticas y a la incapacidad de la historia profesional para llegar al gran público que a una idea muy extendida: la del pacto de silencio. Con facilidad, se toma el pasado a la ligera. No interesa ni es útil la historia crítica, se prefieren los relatos moralizantes, el uso, normalmente bienintencionado, de fragmentos históricos descontextualizados. Empero, como ha señalado Enzo Traverso, estas buenas intenciones tienen, también, su lado oscuro. En demasiadas ocasiones las catástrofes pretéritas sirven para legitimar acríticamente el presente, neutralizando así la capacidad de la historia como instrumento de emancipación.4
A pesar de lo dicho, ni toda la sociedad de los setenta y los ochenta había evolucionado desde el todos fuimos culpables al espectáculo de la posmodernidad mercantil –hubo minorías activas con distintas lecturas del pasado–, ni nada impidió que los historiadores investigaran la crisis de los años treinta y desmontaran el relato de la Victoria –adjudicando la responsabilidad de la guerra al fracaso de una sublevación militar y no al de la democracia–, ni estas nociones se mantuvieron más allá de los primeros años noventa. Si con la crisis de hegemonía socialista algunos políticos, fundamentalmente de izquierdas, comenzaron a abrir grietas en el pacto de no instrumentalización política del pasado con fines partidistas, la conquista de la mayoría absoluta de los conservadores –que inauguró prácticas políticas centralistas y agresivas con la disidencia social, mediática y cultural– provocó el retorno del pasado. Había estallado la Guerra de Memorias, una batalla que anegó de opinión la esfera pública.5
El fenómeno –impulsado desde asociaciones civiles y, sobre todo, desde los medios de comunicación– colocó la historia reciente en la agenda política, social y cultural, dando protagonismo a experiencias y recuerdos marginales de la Guerra Civil y del franquismo. Por doquier aparecían memorias a las que la democracia no había atendido. A los descubrimientos de fosas comunes en El Bierzo los sucederían los relatos sobre las checas de Madrid o las peripecias de los católicos vascos o catalanes. Historias sin proyección social, aunque incluidas en la historiografía, que se narraban enfatizando, las más de las veces acríticamente, el rol de víctimas de las identidades en liza. El fenómeno encontró empatía entre los profesionales, era un buen momento para la historia, aunque pronto se les presentó un reto que los desbordaba. El pasado se alió con el anhelado futuro, rodeó al presente y dejó apenas sin sentido su aportación al conocimiento. Importantes sectores sociales clamaban por la verdad oculta –la de las izquierdas– o por la otra memoria –la de las derechas–. Parafraseando a Javier Ugarte, se cuestionaba la historia profesional al solicitar un relato más verídico –quizá la palabra exacta sea emocional– de lo ocurrido.6
Pocos captaron el reto al que se nos emplazaba, tampoco se dio demasiada importancia a que públicamente se cuestionara la profesionalidad de los historiadores. Hicimos de la memoria y de los usos del pasado objeto de moda para la reflexión consagrándoles congresos, mesas redondas, libros y proyectos. Apenas reivindicamos públicamente la crítica frente al cemento identitario de la historia victimista e, incluso, algunos llegaron a dotar a esta de mayor valor moral. Recordábamos, sí, pero recordábamos la Guerra de Palabras, aquellos momentos en los que no existía posibilidad de comunicación y entendimiento ni entre las historias ni entre los historiadores de la Guerra Civil. Algunos sí percibieron las quejas y ejercieron la autocrítica señalando la incapacidad de la historiografía para suavizar la escisión entre memorias.
Por paradójico que parezca, puede ser que la historia de la guerra que nos han contado y nos cuentan esté contribuyendo a definir las pautas de memoria colectiva escindida en dos opciones antagónicas que hemos heredado del pasado reciente.7
Procesos similares, aunque con otras características, se han dado en otros lugares. Desde finales del pasado siglo han proliferado las reivindicaciones públicas en pro de una revisión del pasado que tuviera en cuenta identidades marginadas y los costes del éxito occidental. Este fenómeno ha producido una revalorización del pasado con importantes consecuencias políticas y legislativas, hasta el punto de que hoy pocas voces niegan el derecho, que no el deber, a la memoria. Mientras en España discutíamos el contenido de la Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura, Tony Judt constataba que el billete para la entrada en Europa lo daba el reconocimiento del exterminio. Paradójicamente, esta revalorización del pasado socavó la autoridad de los historiadores.
A lo que asistimos es a una creciente difuminación de las barreras intelectuales que separaban, no la memoria de la historia, sino más bien al historiador respecto del común de los ciudadanos. Cierto que los historiadores se parapetan detrás de la retórica de la objetividad y la Verdad de la ciencia en busca de una distancia deferente con el resto de sus conciudadanos, pero lo que esto produce es si acaso un injustificable alejamiento del historiador respecto de los debates acerca del pasado que surgen en la sociedad civil.8
Frente a esta actitud, no hace demasiado tiempo, un eminente historiador, Geoff Eley, realizó una lectura de la historia reciente de la historiografía en la que concluía que las aportaciones más significativas se han producido al aprovechar ideas y energías procedentes, si no de las afueras, sí de los márgenes del gremio. Si queremos mantener la actividad, vigencia y utilidad social de la historiografía, sostiene Eley, debemos facilitar el tránsito de teorías, relatos y memorias de múltiples procedencias: arrumbar las defensas de la historia. Esta actitud desenfadada –que procede de la confianza en la historia como instrumento de cambio– resulta más que pertinente, pero sin perder de vista dos recomendaciones no demasiado transdisciplinares de E. P. Thompson, otro historiador no menos influyente. La necesidad de la historia como crítica –con su inherente capacidad para eliminar procedimientos autoconfirmatorios– y que lo realmente específico de la historiografía es la naturaleza cambiante y contradictoria de su objeto de estudio y, nosotros añadiríamos, de sus propios resultados y conclusiones. Las ideas señaladas –transdisciplinaridad, emancipación, crítica y cambio– pueden ayudarnos a dar respuesta al reto planteado por la irrupción de memorias. Un reto, también una oportunidad, que no solo abre una ventana para analizar los marcos del recuerdo de la guerra y de la dictadura, sino que ha acercado nuestro objeto de estudio al gran público. Es nuestra responsabilidad acercarles relatos que, al tiempo que satisfacen su curiosidad y sus demandas, les hagan ver el carácter contingente de nuestro conocimiento, el valor del escepticismo frente a las grandes verdades y la necesidad de que la historia sea autorreflexiva y autocrítica. Es responsabilidad de todos –ciudadanos, asociacionismo cívico, historiadores, medios de comunicación...–vigilar a los vigilantes.9
El tema principal de Miserias del poder no es ni la Guerra Civil ni la memoria colectiva, sino la construcción y consolidación del poder durante el primer franquismo, quiénes fueron sus apoyos sociales y qué actitudes desarrollaron. Un tema que, aun recibiendo atención preferente entre los especialistas, apenas ha conseguido llamar la atención de los medios y de la sociedad.10 El lugar preeminente concedido a la faz más cruel del franquismo ha dejado al margen del debate sobre la Memoria, no solo quiénes fueron los grandes beneficiados de la dictadura, sino cómo hicieron para perpetuarse durante cuatro décadas en el poder y ampliaron, incluso, sus bases sociales. Esta problemática no es nueva; durante la Transición existió una percepción ampliamente extendida sobre el significado y las consecuencias para el momento del drama de la Guerra Civil, mientras que las discrepancias a la hora de valorar la dictadura franquista eran notables. Al existir discrepancias, el recuerdo del franquismo no era útil para el proceso democratizador, por lo que se obvió. La democracia española, explica Ismael Saz, nacía curada de memoria –de la guerra– pero enferma de olvido –del franquismo–.
Lo que se producía era en cierto modo una paradoja: el recuerdo de un mal –la guerra civil– había marcado los límites por donde debía transitar la transición; pero para que esta se llevase a término felizmente era el recuerdo de otro mal el que se eclipsaba.11
La ruptura de las hostilidades en torno al pasado ha hecho del franquismo un tema preferente, pero su incorporación al debate público ha sido parcial y selectiva; más que aprender sobre el franquismo hemos conmemorado el antifranquismo. Existen poderosas razones que explican este fenómeno, la más importante es la persistencia, en importantes sectores de la opinión, del estigma que la dictadura había impuesto sobre los rojos. No solo era necesario significar y dignificar la acción y los sufrimientos de la oposición, sino también resaltar el carácter impuesto y coercitivo de un régimen que siempre se aferró a las armas para conservar el poder. El peso y la necesidad de este mensaje es incontestable, pero olvida que cualquier sistema de dominación es incapaz de mantenerse únicamente sobre la coerción, que importantísimos sectores de la población se alinearon con el bando rebelde, primero, y con la dictadura, después, y que, con el transcurso del tiempo, Franco no solo mantuvo esos apoyos, sino que consiguió ampliarlos. La Memoria de la represión no ha sacado del olvido el franquismo, ya que la dictadura fue mucho más que violencia. El que el proceso de Recuperación de la Memoria Histórica se haya volcado sobre la Guerra Civil y la represión de la inmediata posguerra puede tener, además, el pernicioso efecto de actuar como recuerdo pantalla que oculte elementos significativos de nuestro pasado reciente como la memoria de la República en paz o las acciones antifranquistas durante la dictadura. Urge, pues, un debate público que incluya todos estos elementos para permitir una valoración del lugar de la dictadura en nuestra historia contemporánea.12
Este libro pretende contribuir a este debate. Para llevarlo a cabo, Miserias del poder centra su atención en un universo pequeño con escaso peso político y económico: la provincia de Almería –tristemente conocida como la Cenicienta del Estado–. Pese al florecimiento de las historias locales y regionales, los estudios micro suelen justificarse bien sobre la base de la importancia de la región o el acontecimiento analizado, bien al explicar la imposibilidad de cuantificar el problema en un marco más amplio (represión), o bien por la necesidad de cubrir lagunas historiográficas. Recientemente, y en un marco de especialistas, se diagnosticaba un proceso de desertización en la historiografía del franquismo en Andalucía y se lamentaba, entre otras cosas, la escasez de trabajos sobre las instituciones locales. Mientras el puzle de la represión estaba casi resuelto, en el de las instituciones faltaban muchas piezas –provincias– por encajar. Faltaríamos a la verdad si justificáramos este libro con estos argumentos: ni Almería tiene una importancia capital, ni es imprescindible un análisis micro para describir la política franquista, ni la idea es completar un hueco que facilite la elaboración de síntesis sobre Almería, Andalucía o España. Nuestro objetivo y justificación es contar los años cuarenta desde la periferia real.13
Lo que queremos es ver los intereses materiales de quienes detentaban el poder, calibrar la capacidad proselitista del franquismo, analizar el peso de la familia y las redes clientelares en la dinámica política, dilucidar la continuidad o ruptura de los cuadros políticos de la dictadura... Todo ello desde una provincia depauperada tan representativa o más que otra con un nivel de desarrollo económico por encima de la media. Son preguntas generales hechas a un registro histórico circunscrito. La elección del marco local tiene que ver con el deseo de explicar la interacción entre las órdenes emitidas desde el poder central, la sociedad sobre la que se aplicaban y las instituciones y cuadros políticos, normalmente locales y provinciales, que debían ejecutarlas.
Se debe considerar que una dictadura es una construcción social y, por ello mismo, que no se puede explicar solo a través de sus estructuras y políticas, sino que es imprescindible atender siempre a la doble y cambiante realidad básica de cómo afecta a, y es influida por, la vida de la mayoría de los que viven bajo ella.14
Por norma general, los análisis políticos conceden prioridad a las grandes instituciones del Estado; la pretensión de Miserias del poder es hacer una lectura del poder franquista no tanto desde abajo, ya que no es historia social, como de abajo hacia arriba. No se negará la agencia al poder central, pero lejos de pretender constatar mecánicamente cómo desarrolló sus políticas, trataremos de atender a cómo la realidad social y política de los cuarenta influyó en la forma que adoptó la dictadura, así como a las respuestas que ofreció esta.15
Miserias del poder está estructurado en torno a tres capítulos: Vivir la Cruzada en el Infierno; Hijos subversivos, padres de orden, y Caudillos y deudos. El capítulo primero, Vivir la Cruzada..., narra la Guerra Civil en Almería desde la perspectiva de las derechas o, si se prefiere, de aquellos que por su religión, por su nivel socioeconómico o por su ideología, fueron perseguidos por, o ellos mismos se enfrentaron a, los poderes del bando republicano. Este capítulo persigue varios objetivos: realiza una lectura cultural de la acción colectiva clandestina durante la Guerra Civil, explica la construcción de redes sociopolíticas articuladas en torno a la Quinta Columna, muestra la configuración de los futuros cuadros políticos del franquismo y, finalmente, propone una cronología de la evolución de las actitudes sociales y la resistencia a la República en guerra. El segundo capítulo, Hijos subversivos..., da un pequeño salto hacia atrás para explicar la política durante la II República, prestando especial atención a las dinámicas de exclusión de la política republicana y al nacimiento de Falange. A pesar de las continuidades, FE-JONS tendrá importantes diferencias con respecto a FET-JONS, el partido único orquestado por el franquismo. Explicadas las distancias entre ambas organizaciones, centraremos nuestra atención en dos de las delegaciones de FET-JONS con mayor proyección social: el Frente de Juventudes y Auxilio Social. A través del análisis de su dinámica política, acción y relaciones con el Estado, capacidad de penetración en la sociedad y de los límites que imponía la situación social, económica y política, ofreuna explicación del papel jugado por el partido único en el Nuevo Estado: uno subordinado. Caudillos y deudos... se ocupa del poder en las instituciones locales y provinciales durante los años cuarenta. Se parte de la reconstrucción de las instituciones locales. Este proceso fue extremadamente conflictivo y es más explicativo si se observa de abajo hacia arriba: desde los pueblos hasta las capitales de provincia. Los múltiples conflictos existentes en los municipios ahondaron en el conflicto existente entre FET-JONS y el Estado, lo que se deja ver en todas las provincias con las luchas entre jefaturas provinciales y gobiernos civiles. La solución que ofreció el poder central fue la unificación de cargos, una política que redujo a la nada la posibilidad de crítica al poder. Esta supuso la consolidación de un nuevo caciquismo o, si se prefiere, de un clientelismo de Estado y partido único. Sin negar la renovación producida en los cuadros políticos intermedios del franquismo, proceso que constatamos, interpretamos este hecho como algo característico de un poder local fascistizado. Con esta caracterización, tratamos de dar cuenta de la interacción entre lo viejo y lo nuevo, dando especial relevancia a que el nuevo poder local permitiera que las redes de poder de los notables y sus clientes se beneficiaran de la desmovilización social impuesta por la dictadura. Para acabar, Caudillos y deudos... ofrece un retrato del perfil social de los cuadros políticos que coparon las instituciones locales durante los años cuarenta. Resumiendo, en este libro hablaremos de la fascistización de los católicos, de la desfascistización, muerte y resurrección de Falange y, por último, de caciques, cruzados y fascistas en las instituciones locales franquistas, relatando la construcción de un clientelismo de Estado y partido único.
Miserias del poder es una reelaboración de parte de mi tesis doctoral, un trabajo dirigido a superar un tribunal académico de especialistas. La decisión de presentarlo ante un público más amplio obligó a cambiar el estilo, reduciendo el contenido de las notas a pie de página, suprimiendo jerga historiográfica, eliminando citas literales, etc. Aun así, el texto conserva un tono académico. Lamentablemente, la pretensión de llegar a un público amplio choca abruptamente con el contexto en el que se elaboró y reescribió el trabajo. A pesar de no ser un trabajo divulgativo, invitamos a todos a que lean, critiquen y discutan lo expuesto aquí. La historia y las miserias del poder franquista son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los historiadores.
Notes
1 Zygmunt Bauman (2007; ed. or. 1988), George Orwell (2003; ed. or. ¿1942? y 2006; ed. or. 1949).
2 Tony Judt (2008: 15-16) y Fredric Jameson (1991).
3 Paloma Aguilar en Julio Aróstegui y François Godicheau (eds.) (2006: 265). Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) Encuesta-estudio de diciembre de 1995, CIS. Encuesta-estudio 25 años después, diciembre del 2000, CIS. Encuesta-estudio Constitución e instituciones, 20 aniversario de la Constitución, diciembre de 1998. Paloma Aguilar (1996 y 2004), Paloma Aguilar en Santos Juliá (dir.) (2006), Santos Juliá (2003), Cristina Moreiras (2002) y Teresa Vilarós (1998). La Transición como matriz del tiempo presente en Julio Aróstegui (2004). El concepto de imaginario en Charles Taylor (2006). La pequeña maldad con respecto al toque real de Juan Carlos I es un guiño a un clásico de la historiografía. Marc Bloch (2006; ed. or. 1924).
4 Enzo Traverso (2007: 69-79). Ejemplos de esta actitud pueden ser el uso neoliberal del concepto de totalitarismo o, en un plano distinto, el del pasado semita. Enzo Traverso (2002), Peter Novick (2007) y Norman Finkelstein (2002).
5 Francisco Sevillano (2003a), Santos Juliá (1981), Julián Casanova (1994), Carsten Humlebaek (2004) y Aguilar en Juliá (dir.) (2006).
6 Javier Ugarte en Carme Molinero (ed.) (2006: 187). Sobre los movimientos por la recuperación de la Memoria Histórica puede verse Xavier Domènech (2005), Sergio Gálvez (2005), el especial Memoria Histórica de Hispania Nova (n.° 6 y 7) (2006 y 2007) y Sergio Gálvez (2008). También resulta pertinente Emilio Silva y Santiago Macías (2003). Una lectura crítica de la publicística ultraconservadora de los últimos años en Javier Rodrigo (2004).
7 Jesús Izquierdo y Pablo Sánchez León (2006a: 38). Usos y memorias en célebres congresos Carlos Forcadell et al. (eds.) (2004), Juan José Carreras y Carlos Forcadell (eds.) (2003), Justo Beramendi y María Jesús Baz (2008) y Manuel Ortiz Heras (coord.) (2005). Lo de la guerra de palabras proviene de un artículo clásico de Paul Preston, aunque Pérez Ledesma ha señalado el fin del consenso historiográfico. El ejemplo más palmario de la reedición, aunque entre la izquierda, se pudo ver en el n.° 7 de la revista electrónica Hispania Nova (2007). Paul Preston (1984), Pérez Ledesma en Juliá (dir.) (2006) Jesús Izquierdo y Pablo Sánchez León (2006b). Lo de las líneas de escisión de la memoria en Ronald Fraser (2001).
8 Pablo Sánchez León en Pablo Sánchez León y Jesús Izquierdo (eds.) (2008: 143) y Tony Judt (2006: 1145). Boletín Oficial de las Cortes Generales (BOCG) 8-9-2006, Boletín Oficial del Estado (BOE) 26-12-2007. Puede observarse en el texto de la Ley la vigencia del mito del espíritu de la Transición: «El espíritu de la Transición da sentido al modelo constitucional de convivencia más fecundo que hayamos disfrutado nunca y explica las diversas medidas y derechos que se han ido reconociendo, desde el origen mismo de todo el periodo democrático, en favor de las personas que, durante los decenios anteriores a la Constitución, sufrieron las consecuencias de la guerra civil y del régimen dictatorial que la sucedió». Geoff Eley (1989) Alf Lüdtke (ed.) (1995), Paul Steege et al. (2008), Ranahit Guha (2002 y 2003) y Dipesh Chakrabarty (2000 y 2008).
9 Geoff Eley (2008), Edward Palmer Thompson (1981), James Fentress y Chris Wickham (2003) y Maurice Halbwachs (2004 y 2003).
10 Julián Sanz Hoya (2010), Óscar Rodríguez Barreira (2006) y María Encarna Nicolás (1999).
11 Ismael Saz (2003b: 55) y Aguilar (1996).
12 Saz (2003b), Carme Molinero (2003b) y Marcial Sánchez Mosquera (2008). Sobre la movilización ultraderechista durante la Guerra Civil, véanse Javier Ugarte (1998), José Antonio Parejo (2008a y 2008b), Inmaculada Blasco (2003) y Sofía Rodríguez López (2008). Para el debate sobre los apoyos del franquismo, Francesco Barbagallo (coord.) (1990), Francisco Sevillano (2000 y 2003b), Antonio Cazorla (2000, 2002a y 2002b), Carme Molinero (2005), Ismael Saz y José Alberto Gómez Roda (1999), Óscar Rodríguez Barreira (2007b) y Ana Cabana (2009).
13 En otro lugar ya hablamos del florecimiento de la historia local y su vinculación con la apuesta por reconstruir el franquismo desde la diversidad: Rodríguez Barreira (2006). Esta pretensión también puede verse en Óscar J. Martín García (2008). Análisis de la historiografía del franquismo en Andalucía en Francisco Cobo et al. (2012) y Julio Ponce (coord.) (2008). Ejemplos de historias locales justificadas en su importancia en Luis Castro (2006) o Javier Cervera (1999). Lo de la periferia real es una respuesta a la tendencia a analizar la relación centro-periferia desde una dicotomía tipo que no da cuenta del conjunto del Estado: Madrid (centro-política-estancamiento), Cataluña y País Vasco (periferia-economía-modernización). Carme Molinero y Pere Ysàs (1999), Xavier Domènech (2008) y, sobre todo, Antonio Canales (2006a).
14 Antonio Cazorla (2000: 14). Lo de las preguntas generales en Carlo Ginzburg (2004: 18).
15 Historias desde abajo del franquismo en Conxita Mir (2000a y 2000b), Óscar Rodríguez Barreira (2008), Ana Cabana (2006 y 2007) y Juan Francisco Gómez Westermeyer (2006).