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PRÓLOGO

Era una noche más como cualquier otra; sin embargo, no podía dormirme dando vueltas en mi cama. Todavía me sonaban en mi corazón las palabras de aquella canción que había escuchado hacía unas escasas horas: “Cuánto he esperado este momento… fue por ti fue porque te amo…”. Sabía que no se trataba de un insomnio normal. Me levanté para mirarme en el espejo del baño y, al contemplar mi rostro, supe que acababa de nacer de nuevo. Era la primera vez en mi vida que entendía mi verdadera identidad. No pude resistir las lágrimas… tenía quince años… mi vida acababa de cambiar para siempre.

IDENTIDAD OCULTA

Tenemos una identidad que muchas veces desconocemos. Somos amados desde antes de existir, y desde que nacemos somos campeones; basta con observar que es un solo espermatozoide, entre millones y millones que compiten por llegar a fecundar un óvulo, el que logra la victoria. En ocasiones pueden llegar a ser hasta 900 millones de espermatozoides los que luchan por llegar primero, pero sin embargo es uno solo el que lo logra. Esto hace que seamos únicos desde el mismo instante de la concepción, y además, campeones desde los mismos genes.

Los cristianos podemos experimentar un plus sobre ese valor, pues desde el bautismo entramos a formar parte de la familia divina, el Padre nos ve y ama como a su mismo Hijo. Jesús, por su parte, nos demuestra cada día su inmenso amor en su sacrificio de la cruz; el Espíritu Santo es el encargado de revelarle este amor del Padre y del Hijo a nuestro corazón (Rom 5, 5). Además de eso, los cristianos católicos podemos comulgar diariamente con el mismo Jesús que se nos ofrece como alimento en cada Eucaristía; y como si fuera poco la santísima mamá María nos hace saber que nos ama tiernamente. Junto a estas realidades espirituales, también contamos con el amor que nos brindan nuestros seres queridos, algunos de los cuales, sin dudarlo, entregarían su vida por nosotros. En definitiva, ¡somos amados!

Sin embargo, son miles de millones en el mundo entero los que por distintos factores viven como si no fueran amados, mendigando cariño, compitiendo para demostrar cuánto valen, suplicando una oportunidad para sentirse alguien… ignorantes de quiénes son verdaderamente. Han perdido su identidad en el duro camino de la vida. Se han convertido progresivamente en hijos pródigos de un Padre que está esperando para devolvernos toda la felicidad, la alegría, la paz, el amor, el cariño, la autoestima… la identidad que el diablo nos robó.

Yo he sido un hijo pródigo en muchas ocasiones, y hasta el día de hoy sigo sintiéndome perdido en distintas circunstancias personales. Pero quisiera comenzar este libro testimoniándote acerca de lo que yo considero como el encuentro decisivo de mi vida. He contado este testimonio a miles y miles de personas a lo largo de trece años predicando la Palabra de Dios, recorriendo centenares de kilómetros en distintos escenarios: en las montañas perdidas de algún poblado, en grandes escenarios, en los colegios donde doy clases, en capillas, en parroquias, en salones pequeños e inmensos, en radio emisoras pequeñas y en radios que salen para todo el país, en la televisión, etc. Lo he contado con la misma pasión siempre, aunque mi prédica sea para una sola persona o para cientos; y cada vez que lo hago siento la misma emoción, como si lo contara por primera y única vez. Hoy tengo la magnífica posibilidad de dejarlo por escrito en este segundo libro que el Señor me permite escribir. Cuando terminé de escribir Enfrentando la tormenta supe que de lo siguiente que tenía que escribir era acerca del amor de Dios... y que tenía que dejar por escrito para las próximas generaciones este encuentro decisivo.

ENCUENTRO DECISIVO

Crecí toda mi infancia soportando los maltratos de mi padre, de mis compañeros de colegio, de mis vecinos, que cada día de mi vida de algún modo u otro me hacían sentir que estaba por error en este mundo, que no debía existir, que era lo mismo que estuviera o que no estuviera en esta vida; al menos así lo sentía yo.

Cuando tenía nueve años, mi padre falleció por un tercer infarto que no pudo resistir.

Unos meses después, yo dejaba el colegio a causa de las burlas que me hacían mis compañeritos de colegio por hacerme pis encima mientras daba una lección oral.

Para ese entonces yo me consideraba a mí mismo como un monstruo horrible; tenía una montaña de complejos que me hacían sentirme una criatura discriminada. No recuerdo una sola persona que me llamara por mi nombre de pila, todos tenían un apodo para nombrarme: para la gran mayoría era “el huesadas” (por mi flaqueza extrema), y el resto de los apodos fueron cambiando con los años de acuerdo a la acentuación de algunos de mis defectos: “oreja”, “naso”, “perudo”, “peraca”, “alfajor mal pegado”, “oscuro”, “rulito”, “ratita”, etc. Entre los numerosos traumas que padecía, uno de los que más sufría era al hablar en público, pues comenzaba a tartamudear a causa del miedo que me provocaba la exposición pública. No podía mirar a nadie a los ojos.

Como consecuencia de todo esto, más otras situaciones personales, en menos de un año intenté suicidarme tres veces. Tomé veneno para ratas y cucarachas, e intenté cortarme las venas, pero era tan fracasado que ni siquiera pude quitarme la vida. Mi mamá decidió ponerme bajo tratamiento psicológico de dos mujeres especialistas que me hacían hacer dibujos. Yo dibujaba todo el tiempo monstruos aplastando a pequeñas criaturitas.

A los once años, mi madre se sentó a conversar conmigo; uno de los motivos de la cita era para explicarme que debía salir a trabajar con mi hermano para poder subsistir; la idea era acompañar a mi hermano a repartir sobres por toda la ciudad. Pero el principal motivo, que marcaría rotundamente mi vida, era otro. No te podría repetir una a una las palabras de aquella charla con mi mamá, pero recuerdo que salí corriendo a tirarme debajo de mi cama (mi refugio preferido) a llorar amargamente; dentro mío se me cruzaban imágenes de mis padres intentando abortarme cuando era un inocente feto, de una especialista diagnosticando un tratamiento especial para un niño que probablemente no tendría una inserción intelectual y social adecuada en el futuro, de un individuo rotulado inevitablemente para el fracaso.

Y como ya había intentado quitarme la vida inútilmente, y convencido de que mi mañana estaba determinado, me entregué a una vida oscura y perdida. Satanás estaba muy atento para ofrecerme todas las medicinas para mi alma herida, y yo acepté trabajar para él aceptando todas sus condiciones. Comencé a juntarme con los peores del barrio, con gente mayor que formaba parte de una barra brava de fútbol de mi ciudad, con los drogadictos, borrachos, ladrones y depravados sexuales. Y allí aprendí a hacer cosas que jamás debería haber hecho.

Cuatro años después de llevar esta vida tan vacía, parecía una persona de treinta años por todas las experiencias horribles vividas con gente más grande que yo; pero apenas era un muchachito de quince años.

No obstante, lo peor que me sucedía estaba dentro de mi corazón; tenía un odio que me hacía agarrarme a pelear con cualquiera que se riera de mí. Y detrás de esas mil máscaras que usaba, se escondía un niño terriblemente herido, con una montaña de complejos, necesitado de amor, que solo buscaba lo que buscan todos los adolescentes a esa edad: ser feliz. Solo que yo buscaba en lugares equivocados.

Una de esas noches, más precisamente el jueves 5 de octubre del año 1995, a diez días de cumplir mis dieciséis años de vida, accedí a una invitación que una mujer me había hecho de ir a una reunión de oración. Mi imagen de Dios estaba muy distorsionada; yo creía que Dios era como mi papá, violento, castigador, que me odiaba y por eso permitía todo lo que me sucedió en la vida. A los cinco minutos de entrar en aquella capilla quise salir corriendo. Eran cerca de 40 mujeres carismáticas bailando, cantando, aplaudiendo, tocándote mientras cantaban una canción que decía: “Al hermano que toque bendito será”. Yo tenía el pelo largo, usaba arito y tatuajes; me vestía con pantalones desflecados y usaba una enorme cantidad de pulseras y cadenas que me convertían en un ridículo. Sin embargo, esas mujeres me trataban con un cariño que yo desconocía. Y, al tomar asiento, estaba la trampa del Espíritu Santo esperándome. Me gusta suponer que esos minutos fueron de temblor en el infierno y de suspenso gozoso en el Cielo. Estaba al borde del momento más decisivo de toda mi vida.

Un señor con guitarra en mano comenzó a cantar canciones del amor de Dios. Una de ellas decía “Dios te ama a ti… mucho más de lo que puedas imaginar… mucho más que a la tierra… mucho más que al mar… mucho más que a la estrella… te ama a ti”. Las mujeres me señalaban con el dedo cantándome la canción, mientras yo planeaba la manera de escapar desapercibidamente de ese lugar. Me sugirieron cerrar los ojos. Me convencí que al fin y al cabo ya no tenía nada que perder, así que decidí cerrar los ojos, qué más da, eran solo cinco minutos más en mi búsqueda desesperada por hallar la paz que los placeres no me brindaban.

El hombre de la guitarra comenzó a cantar una canción de Martín Valverde llamada Nadie te ama como yo que dice:

Cuánto he esperado este momento,

cuánto he esperado que estuvieras aquí,

cuánto he esperado que me hablaras,

cuánto he esperado que vinieras a mí.

Yo sé bien lo que has vivido,

yo sé bien cuánto has llorado,

yo sé bien lo que has sufrido,

pues de tu lado no me he ido

Pues nadie te ama como yo.

Mira la cruz,

esa es mi más grande prueba.

Nadie te ama como yo…

Fue por ti, fue porque te amo.

Nadie te ama como yo.

Yo comencé a llorar como un niño al escuchar esta canción. No entendía lo que estaba sucediendo, pero era la primera vez en mi vida que me sentía amado de esa manera. Sentí una especie de abrazo que jamás pude explicar bien, pero era tan real, tan especial. Era el abrazo de mi Papá, era el toque de mi Jesús, era la presencia sanadora del dulce Espíritu Santo… era Dios que entraba en mi vida para plantar una bandera para siempre.

Si bien la conversión no fue de la noche a la mañana, aquella noche mi vida cambió radicalmente. Me supe necesitado por Dios para ayudar a miles de personas a tener esta experiencia que alumbró mi oscuridad. Y acepté. Y me enamoré perdidamente del Dios que me había salvado la vida revelándome mi verdadera identidad. Descubrí mi vocación misionera. Fui sanado por el Señor de mis miles de complejos y empecé a cumplir uno a uno todos mis sueños, en contra de cualquier diagnóstico del pasado o maldición recibida desde niño. Empecé a predicar, en contra de mis crisis de tartamudez; a cantar para el Señor; a estudiar la Biblia, recibiéndome en mi carrera de teología con la medalla de oro al mejor promedio de todas las carreras del instituto; a escribir; a ser feliz y disfrutar de la vida en abundancia que el Señor me tenía preparada. Sé quién soy y cuánto valgo.

Hace un tiempo, este Dios hermoso al que me consagré me pidió que pusiera por escrito todo lo que había aprendido acerca de este Amor que conocí, no en teorías, sino en la experiencia personal, y que lo puedo experimentar cada día de mi vida. Así nació este libro, que no dudo que será de mucha bendición para tu vida. Mi oración es que al leer cada párrafo de esta obra, seas alcanzado por ese Amor que transforma la vida de las personas…

El amor que nos devuelve la identidad.

Sebastián Escudero

sebaescudero@hotmail.com

El amor que nos devuelve la identidad

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