Читать книгу ¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces? - Selim Erdem Aytaç - Страница 7

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Introducción

Una reconsideración de la participación política

Es difícil exagerar lo que está en juego en la participación popular en elecciones y protestas. Si la concurrencia a las urnas hubiera sido mayor en ciertos lugares de Míchigan, Pensilvania y Wisconsin el 8 de noviembre de 2016, Hillary Clinton podría haberse convertido en la cuadragésima quinta presidente de los Estados Unidos. Si la concurrencia hubiese crecido un poco entre los votantes jóvenes británicos el 23 de junio de 2016, el Reino Unido tal vez habría decidido permanecer en la Unión Europea. Si en el invierno europeo de 2013-2014 no se hubiera desatado una ola de protestas en Kiev, el gobierno de Víktor Yanukóvich quizá habría podido permanecer en el poder en vez de caer, tal como sucedió en febrero de 2014 y, en ese caso, Rusia no habría invadido Crimea ni habría estallado la guerra en el este de Ucrania. Los cambios en el nivel de participación popular pueden modificar la historia mundial.

Sin embargo, para explicar por qué la concurrencia a las urnas sube o baja y los movimientos estallan o se desinflan, los científicos sociales –y hasta cierto punto, las campañas y los activistas– se apoyan en teorías e ideas insuficientes. Algunas dependen de supuestos que toman poco en cuenta la psicología humana. Otras omiten predecir regularidades que observamos en todo el mundo.

La elección presidencial estadounidense de 2016 y sus secuelas ilustran con claridad esas deficiencias. La campaña se distinguió por un lenguaje duro contra los musulmanes y los inmigrantes mexicanos. En esos momentos, muchos ciudadanos musulmanes que no se habían molestado en registrarse para votar lo hicieron, y muchos inmigrantes mexicanos iniciaron los trámites para adquirir la ciudadanía estadounidense (Pogash, 2016; Gonzalez-Barrera, 2017). Una explicación natural es que la cruda retórica de campaña enojó e infundió miedo a integrantes de esos grupos, que vieron entonces la importancia crucial que la elección venidera tenía para ellos. Durante décadas, “muchos musulmanes no veían demasiada diferencia entre los partidos”, explicó un hombre que participaba de una campaña de empadronamiento en una mezquita de Oakland, California. Una mujer que acababa de retirar seis formularios de empadronamiento, para ella y para integrantes de su familia, dijo: “Esta es la votación más importante de nuestras vidas” (Pogash, 2016).

En enero de 2017, un día después de la asunción presidencial de Donald J. Trump, se produjo la protesta más grande en la historia de los Estados Unidos. Entre 3.200.000 y 5.200.000 personas participaron en manifestaciones en más de 650 ciudades de todo el país (Chenoweth y Pressman, 2017). Aunque promocionadas como la Marcha de las Mujeres, muchos hombres tomaron parte en ellas y, a juzgar por los carteles y las consignas, lo que impulsaba a muchos a salir a la calle eran la ira y la repugnancia contenidas frente al tono y el contenido de la campaña de Trump, así como la consternación ante su victoria.

Sin embargo, las teorías que prevalecen en las ciencias sociales acerca de la participación política rechazarían estas explicaciones de la concurrencia de la gente a las urnas y de los motivos de su protesta. La idea de que lo que impulsa a los individuos a participar en una acción colectiva es su impresión de que hay mucho en juego para ellos (o a mantenerse apartados cuando estiman que se juega poco) no tiene fácil cabida en los marcos predominantes. Más aún, el miedo, la ira y otras emociones son fundamentalmente ignoradas. Las principales teorías se esfuerzan por entender la dinámica que parece funcionar de manera tan evidente en la mezquita de Oakland o en las calles de Washington DC, Nueva York y otras ciudades. Los ciudadanos que antes veían poca diferencia entre los partidos y sus programas se habían mantenido al margen de las urnas. Pero mostraron mayor disposición a votar cuando comenzaron a percibir una diferencia real y a sentir que les importaba mucho más cuál sería el candidato ganador y cuál el perdedor. Los manifestantes estaban irritados con el presidente entrante y temían las probables políticas de su administración. Por ende, se sentían dispuestos a hacerse cargo de los costos y riesgos de lanzarse a las calles.

En rigor, desde un punto de vista teórico, muchos científicos sociales consideran desconcertante la participación política, aunque el desconcierto está menos difundido entre los observadores legos. A menudo, nosotros mismos entablamos conversaciones incómodas y hasta graciosas con nuestros amigos, parientes y estudiantes para tratar de explicarles por qué es sorprendente que voten y se comprometan en otras formas de participación masiva. “Debería desconcertarte”, explicamos con paciencia, “el hecho de que la gente se moleste en participar, dado que sus acciones no van a modificar el resultado y ellos mismos van a beneficiarse (o a perjudicarse) de igual manera, ya sea que participen o no”. “Pero no te preocupes”, nos apresuramos a agregar, “¡podemos explicar ese extraño comportamiento!”. Si votan, tal vez estén expresando su identificación partidaria, pero ¿a quién se la expresan? ¿Y qué pasa si no simpatizan con partidos políticos? Otra posibilidad es que obedezcan una norma democrática que indica que tienen el deber de participar. Si protestan, quizá formen parte de una red social que valora el activismo y hace que los apáticos se avergüencen. Pero ¿qué pasa si su mente no evoca las imágenes de la bandera nacional en cada jornada electoral? ¿Y qué si a veces rechazan la sutil presión de los amigos que los inducen a concurrir a la manifestación, pero en otras oportunidades sí deciden participar? ¿Por qué en algunas ocasiones las normas o el impulso de autoexpresión política empiezan a hacer efecto y la presión social es eficaz para motivar la acción colectiva, pero en otras ocasiones no?

“Bueno”, responden los científicos sociales, “tal vez algunas elecciones o movimientos simplemente no les parezcan importantes”. “Pero, espera”, contraargumenta el interlocutor, “acabas de recordarme que mis acciones individuales no modificarán los resultados. Así que, al parecer, no tengo una razón concreta para participar, aunque me importe mucho”.

El factor que cambia de una elección a otra y de pequeñas manifestaciones a levantamientos de masas tal vez radique, entonces, en los obstáculos puestos en el camino de los potenciales participantes: el grado de dificultad existente para empadronarse o la probabilidad de que un manifestante tenga un desagradable encuentro con los garrotes y los carros hidrantes de la policía. Estas disuasiones pueden concebirse como costos de participación y sin duda marcan una diferencia en los índices de participación. Dichos costos, que son variables, a menudo constituyen el recurso “apto para todo servicio” que usan los científicos sociales cuando quieren explicar por qué la concurrencia a las urnas sube o baja o por qué una pequeña manifestación deriva, o no, en una protesta masiva.

Sin embargo, si los costos de participación constituyeran la totalidad de la historia, nunca esperaríamos verlos en alza al mismo tiempo que crece la participación.

Si la participación creciera y decreciera en función de su costo –cuánto tiempo, dinero y planificación insume y cuánto riesgo entraña–, por supuesto las barreras legales a la presencia de los votantes deberían reducir la concurrencia a las urnas. Pero la realidad nos dice otra cosa. En los Estados Unidos, las leyes tendientes a dificultar el voto de ciertos grupos, como los afroamericanos, sin duda han sido eficaces durante varias décadas. Pero las investigaciones (reseñadas en el capítulo 1) demuestran que las recientes leyes para controlar la identidad de los votantes han sido relativamente ineficaces. Incluso si estas leyes desalientan la concurrencia a los lugares de votación, también pueden constituir una oportunidad para que los dirigentes movilicen e impulsen a esos grupos determinados.

También en las protestas los costos de participación se elevan claramente cuando los manifestantes se enfrentan a tácticas policiales duras: aerosoles de pimienta y gases lacrimógenos, balas de goma, garrotazos a granel. Sin embargo, en el mundo entero la represión suele tener el efecto contrario al previsto. No es infrecuente que las tácticas policiales duras conviertan pequeños mítines en levantamientos masivos. Al parecer, sucede algo que es más complejo que el aumento y la caída de los costos de participación.

La teoría que desarrollamos en este libro se concentra en la interacción entre los costos de participación y lo que llamamos “costos de abstención”. Representan una carga: los primeros, para el bolsillo y los planes de la gente; los segundos, para su equilibrio psíquico y su tranquilidad. Concentrarse exclusivamente en el primer tipo de costos es contar solo la mitad de la historia. La participación está determinada por el efecto neto de los costos de participación y de abstención.

Antes de indagar en las teorías de la participación, es importante destacar que nuestro estudio también tiene consecuencias prácticas. En lo referido a la concurrencia a las urnas, en décadas recientes académicos y equipos de campaña han coincidido alrededor de una agenda vinculada a la necesidad de “salir a votar” [“Get-out-the-vote”]: iniciativas conjuntas para entender e incrementar la participación electoral. Uno de los ejes de esa actividad ha consistido en buscar la mejor y más eficaz manera de transmitir mensajes movilizadores a los potenciales votantes. Esto nos enseña, por ejemplo, que los recursos marginales deben emplearse en salir a solicitar el voto cara a cara en vez de apelar a llamadas automáticas. También, con experimentos de campo, hemos aprendido cómo puede desplegarse la presión social para llevar a la gente a los lugares de votación. Ese trabajo echa una potente luz sobre un motivador emocional: la vergüenza.

Es mucho menor el trabajo que los investigadores del “Sal a votar” han centrado en el contenido de los mensajes que deben transmitirse a los potenciales participantes, aunque, como es obvio, los organizadores de campañas comprobaron largo tiempo atrás que los grupos focales y otras técnicas de evaluación de mensajes son de gran valor. Lo que veremos es que el último tipo de iniciativa no es en modo alguno inútil. El mensaje importa y, como demostraremos en este libro, importa en especial por su facultad de suscitar respuestas emocionales que atraen a las personas a la acción colectiva. Esas respuestas emocionales van bastante más allá de la vergüenza e incluyen la ira y la indignación moral, el entusiasmo y, en algunos escenarios, la angustia.

De igual manera, entender bien la teoría acerca de la participación en protestas tiene relevancia práctica. Un ejemplo serían los efectos de la violencia en las protestas, ya sea que la ejerzan la policía y las autoridades o los participantes movilizados. Habida cuenta de que a ambos lados les preocupa la opinión pública más general, les resultará útil que se perciba que cualquier hecho de violencia producido ha sido obra del bando contrario, mientras que ellos no han dejado de comportarse pacíficamente.[2] Una pasividad disciplinada, mientras los demás bandos se inclinan por tácticas hostiles, no solo cosechará más apoyo externo, sino posiblemente atraiga a mayor cantidad de participantes. En los Estados Unidos, al comienzo del gobierno de Trump, los conservadores de varios cuerpos legislativos de los estados propusieron proteger de sanciones legales a los conductores que pudieran llegar a herir a manifestantes, si estos desarrollaban su protesta en calles o autopistas. Nuestro estudio indica que esas leyes serían contraproducentes desde el punto de vista de quienes las proponen: existe igual probabilidad de que ahuyenten a los manifestantes como de que generen apoyo a las protestas.

Limitaciones de las teorías actuales

Las limitaciones de las teorías de la participación política masiva no han evitado que los científicos sociales recopilen datos y elaboren sofisticadas descripciones de los tipos de personas que participan y no participan, y tampoco han impedido que expliquen la participación, en el sentido de hacer predicciones certeras acerca de quiénes participarán y en qué tipo de acción. Pero como en el caso de los físicos que observaban la caída de los cuerpos a tierra antes de la revolución newtoniana, nuestra falta de teorías adecuadas torna elusiva una comprensión más profunda y lleva a interpretaciones cuestionables de las observaciones que hacemos.

Una de las interpretaciones destacadas, aunque problemática, es que la teoría de la elección racional explica bien la participación masiva. En lo referido a la votación, el problema se despliega en dos importantes estudios empíricos sobre la concurrencia a las urnas en los Estados Unidos, publicados con unos veinte años de diferencia: Mobilization, Participation, and Democracy in America, de Steven Rosenstone y John Mark Hansen (1993), y Who Votes Now?, de Jan Leighley y Jonathan Nagler (2014). Los autores de uno y otro libro intentaron meter a presión –a nuestro juicio con no demasiado éxito– sus hallazgos en la caja de la elección racional. Rosenstone y Hansen señalaron que la gente carece de incentivos individuales para votar o buscar información relevante respecto de la política, tareas onerosas que pueden dejarse en manos de otros. A su entender, “librado [el público] a sus propios recursos […], su intervención en el proceso político se frustraría debido a dos difíciles problemas: las paradojas de la participación y la ignorancia racional” (Rosenstone y Hansen, 1993: 6). Según sostienen los autores, esos obstáculos se superan mediante los partidos políticos y las campañas, que racionalmente hacen un esfuerzo por llevar a la gente a las sedes de votación. De modo que la motivación de votar es extrínseca al individuo: este no se involucrará a menos que los partidos o las campañas políticas lo inciten a hacerlo. Por extensión, los manifestantes no saldrían a las calles sin el acicate de los activistas.

Dos decenios después, Leighley y Nagler (2014: 122) promovieron “una sistematización de la concurrencia a las urnas basada en los costos y beneficios”. Un hallazgo importante del que informan es que “un individuo será más propenso a votar cuando los candidatos asuman posiciones políticas que den al votante más opciones diferentes” (2014: 124). Sus palabras hacen recordar al ciudadano musulmán estadounidense que de repente ve un mundo de diferencias entre los candidatos demócrata y republicano, a quienes antes veía como Tweedledum y Tweedledee.[3] Pero hay un desajuste en la invocación de los autores a la diferencia en la posición política de los candidatos como un acicate para llevar a los ciudadanos a las urnas. Las explicaciones en términos de costos y beneficios subestiman esas diferencias. Una vez más, el motivo es que, por enorme que sea la diferencia de los beneficios individuales en caso de que gane su candidato preferido, no le resultará tan perceptible que su voto pueda influir en las probabilidades de obtener el resultado deseado. Por consiguiente, Leighley y Nagler tienen que hacer cierto esfuerzo para meter a presión en la caja de los costos y beneficios el efecto de las políticas polarizadas sobre la concurrencia a las urnas. Acuden, entonces, a un trabajo teórico seminal de John Aldrich (1993), quien señaló que los costos de votar suelen ser muy pequeños y que las campañas no tienen dificultades para solventarlos. Cuando los candidatos proponen programas con marcadas diferencias –razonan asimismo Leighley y Nagler–, los partidos invierten más recursos en llevar a la gente a las urnas. De modo que volvemos a dar con personas que responden íntegramente a presiones extrínsecas en favor de la participación. No resulta clara la causa por la cual responden a esos esfuerzos adicionales de los partidos: según los principios de la teoría de la elección racional, no deberían hacerlo. El enfoque de Aldrich, Leighley y Nagler, como el de Rosenstone y Hansen, recurre a los costos de la participación, a pesar de que sus hallazgos apuntan, como factor clave que impulsa a la gente a ir a votar, a los beneficios percibidos que esta prevé obtener si se impone su candidato preferido.

Los científicos sociales que han elaborado explicaciones generales de las causas que motivan las protestas de la gente se han preocupado menos por los problemas clásicos de la acción colectiva. Pero sus exposiciones también tendieron a omitir la elaboración de un modelo que incorporara al mismo tiempo una percepción de los costos y riesgos materiales que enfrentan quienes protestan y las compulsiones sociales, psicológicas y morales que pueden convertir a los ocasionales testigos en participantes. Esperamos convencer al lector de que puede lograrse mucho con un marco general de explicación de la participación que pueda modificarse para encontrar sentido a la decisión de la gente de votar o abstenerse y a su voluntad de protestar o quedarse en casa.

¿Por qué estudiar en conjunto las decisiones de votar y protestar?

Por qué la gente va a votar y por qué participa en protestas son interrogantes que usualmente se estudian por separado. Los politólogos examinan la participación electoral, y los sociólogos y psicólogos sociales, la participación en movimientos. Cualesquiera sean sus motivos, esta división académica del trabajo no debe su origen al hecho de que las decisiones de los potenciales participantes tengan enormes diferencias en uno y otro escenario. Ya se trate de la decisión de votar o de la de manifestar, es posible que se interpongan las restricciones económicas y temporales. Más aún, las dos implican un esfuerzo cognitivo: la persona tiene que hacerse una idea de lo que exigen los manifestantes y resolver si está de acuerdo con sus objetivos, o decidir cuál de los candidatos es honesto o propone políticas que podría apoyar. Los resultados, tanto de las elecciones como de las protestas, redundan en bienes para la comunidad, de modo que, con referencia a esas dos actividades, las personas bien pueden preguntarse: ¿para qué molestarse?

Seamos claros: hay diferencias entre votar y protestar. Como explicamos en los capítulos que siguen, los costos implicados en la protesta tienden a ser mayores: en promedio, la participación en manifestaciones exige más tiempo y presenta mayores riesgos que el hecho de votar. Las personas pueden sentir que es un deber participar en ambos escenarios, pero lo que difiere es el deber hacia qué o hacia quién: la sociedad en general, en el caso de los votantes; los amigos, los conocidos y los compañeros de ruta, en el de los manifestantes. En uno y otro caso, los potenciales participantes son sensibles al contexto estratégico cuando toman su decisión. Pero esos contextos estratégicos son diferentes. Por ejemplo, la previsión de que una elección será reñida puede impulsar a los votantes a acudir a las urnas, mientras que la gente quizá decida participar en una protesta en función de las dimensiones de la multitud que espera ver en las calles: en este último caso, cuanto mayor sea la cantidad de participantes, mejor.

El aspecto clave es que los potenciales votantes y los potenciales manifestantes toman en consideración los mismos factores cuando deciden participar o quedarse en casa, aunque esos factores tengan un peso diferente en sus decisiones en cada caso. En términos más técnicos, los parámetros fundamentales son los mismos, aunque interactúen de distinta manera y sus valores sean típicamente diferentes.

Al poner dentro del mismo marco esos dos instrumentos cruciales de la participación popular, hacemos notar una unidad subyacente entre esferas dispares de la acción política. Las personas se sienten atraídas al lugar de votación o el mitin cuando consideran importante el resultado, aunque este redunde en bienes para la comunidad. Tal vez las impulsen a actuar respuestas emocionales a las acciones de las élites. Al respecto, demostraremos que una emoción clave, la ira, es un poderoso propulsor de la acción colectiva, consista esta en votar o en manifestar. Los participantes potenciales en esos dos tipos de acción pueden ser sensibles a una idea de obligación moral de actuar; sin embargo, dejaremos en claro que esas obligaciones morales son más situacionales que absolutas.

Los teóricos democráticos asignan valores bastante diferentes a esas dos formas de acción popular. Luego de elaborar y someter a prueba una teoría que, en una forma modificada, da cuenta y razón de las dos, al final del libro aludimos brevemente al valor de las elecciones y las protestas como instrumentos de la democracia. Mientras muchos teóricos de la democracia ponen las elecciones en el centro y las protestas en la periferia –o fuera de los límites–, por nuestra parte las consideramos complementarias: cada una compensa los defectos de la otra como instrumentos de rendición de cuentas, representación e igualdad política.

En este libro, no nos limitamos a afirmar que en las decisiones de las personas respecto de su participación en esos dos diferentes ámbitos de la acción colectiva influyen factores similares. Tratamos las aserciones como proposiciones comprobables y las sometemos a prueba. Lo hacemos con datos novedosos de diversos tipos –encuestas por muestreo, experimentos dentro de encuestas, entrevistas en profundidad y observación de campo– y recopilados en diversos lugares: los Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia, Brasil, Turquía y Ucrania. Técnicas de avanzada nos permiten desentrañar cuestiones espinosas. Para dar algunos ejemplos, se ha demostrado con amplitud que ciertas elecciones importantes (presidenciales, nacionales) generan una concurrencia a las urnas más alta que otras de menor importancia (locales). ¿La explicación consiste simplemente en que los candidatos a altos cargos trabajan con más empeño y sus partidos vuelcan más recursos a la movilización de votantes cuando es mucho lo que está en juego? ¿Cabrá pensar también que los votantes son sensibles a la importancia del cargo que debe cubrirse, con independencia de los esfuerzos de las élites partidarias por movilizarlos? Con datos observacionales es difícil decidir entre las dos explicaciones. Las técnicas experimentales que desplegamos nos permiten mostrar que hay fuerzas intrínsecas que inducen a la gente a participar en elecciones importantes, aun cuando las élites no la movilicen.

A su vez, los teóricos de los movimientos sociales han hecho críticas pertinentes de los modelos de protesta basados en el “reclamo”, que postulan que las características del entorno social (la desigualdad, pongamos por caso) generan reclamos y los agraviados se ven dispuestos a enfrentar mayor riesgo de acción colectiva. Se ha señalado que los investigadores partidarios de este modelo no han logrado medir los niveles de reclamo entre quienes participan en manifestaciones y quienes se quedan en su casa. Para superar este problema, realizamos encuestas por muestreo en ciudades claves donde hubo grandes protestas. Esto nos permite comparar a participantes con no participantes. De igual manera, los modelos en cascada de los movimientos sociales se apoyan en la intuición de que muchas personas concurren a un mitin cuando prevén que será grande, pero se quedan en casa cuando estiman que será pequeño. Sin embargo, sorprendentemente, se han recopilado pocas pruebas sistemáticas para confirmar esa sospecha. Por nuestra parte, hemos reunido datos de ese tipo. También indagamos con mayor profundidad en lo que hay detrás de las cataratas de protestas.

¿Qué haría una buena teoría?

Si las teorías más usuales no logran comprender las decisiones de la gente de participar en acciones cívicas colectivas, ¿qué tendría que realizar una teoría satisfactoria? Debería hacer dos cosas. Primero, apoyarse en supuestos básicos que tengan lógica, supuestos que estén en concordancia con los hallazgos de los expertos y las intuiciones de los ciudadanos legos. Segundo, debería producir predicciones exactas, predicciones que capten el sentido de los hechos observados acerca de la participación: quiénes participan y quiénes no participan y por qué la participación crece en algunas circunstancias y mengua en otras.

En nuestro esfuerzo por construir esa teoría, de ningún modo empezamos desde cero. A decir verdad, la alusión a la revolución newtoniana en uno de los apartados anteriores es engañosa. Gran parte de las teorías existentes no se basan en errores fundamentales, equivalentes a la creencia de que el universo gira alrededor de la Tierra. Antes bien, al escribir este libro hemos echado mano a una abundante cantidad de teorizaciones perspicaces pero incompletas (y por momentos, apresuradas). La teoría de movilización de los partidos, mencionada unas páginas atrás, es un buen ejemplo. Nadie negaría que los partidos y las campañas se esfuerzan por lograr que la gente vaya a votar, pero es necesario examinar con más detenimiento lo que hacen para alcanzar ese fin y por qué funciona. En el capítulo 5 sostendremos que algo que sí hacen es proponer interpretaciones causales de las circunstancias adversas enfrentadas por los votantes, y que esas interpretaciones suscitan la ira de los ciudadanos y los impulsan a acudir a las urnas. Los modelos de la movilización, entonces, son menos incorrectos que incompletos: ponen el Sol en el centro de la galaxia, pero no dan plena entidad a la índole de la atracción gravitacional.

Por ende, no se necesita tanto un cambio de paradigma como un realineamiento de los paradigmas existentes. Como se deja en claro en el capítulo 1, desde hace unos cincuenta años los enfoques económicos de la democracia comenzaron a ejercer una profunda influencia en la conformación de nuestro punto de vista respecto de la participación política de masas. En algunos aspectos, esa influencia nos encauza, colectivamente, en la dirección errada, ya que deja en la sombra percepciones importantes de los fundamentos psicológicos y sociales de la acción colectiva. Los teóricos que intentaron encajar la participación en el molde estrecho de los cálculos del costo y el beneficio individuales terminaron con las manos vacías, incapaces de explicar uno de los hechos más básicos referidos a la democracia: que los individuos racionales votan en las elecciones masivas, así como participan en protestas, incluso a riesgo –en este último caso– de sufrir lesiones corporales. Pero el enfoque económico no fue improductivo. A la larga, generó modelos que, si bien todavía no lograron cumplir con el criterio de los supuestos adecuados, estuvieron más cerca de lograrlo que las iniciativas anteriores. Más aún, aunque los teóricos económicos permanecieron indiferentes al sustrato emocional de la acción de masas, su insistencia en que la participación impone costos en quienes actúan y en que dichos costos también deben formar parte de la ecuación, fue una lección importante que no debe olvidarse. En el capítulo 1 revisamos las teorías de la participación electoral y proponemos nuestra propia alternativa, que, según creemos, utiliza supuestos realistas y explica los patrones observados. En el capítulo 3 modificamos ese modelo para que pueda redundar en nuevas ideas de la participación en protestas.

Vale la pena señalar de antemano tres cuestiones generales sobre nuestro modelo.

1) La abstención puede ser costosa. Como acabamos de indicar, las teorías usuales hacen hincapié en los costos de participación como un factor que, por sí solo, obstaculiza esa misma participación de la gente en las elecciones, las protestas y otras formas de acción política colectiva. Sin embargo, esta visión es unilateral. Así como hay costos de participación, también hay costos de abstención. Los primeros son materiales y cognitivos, y los segundos, intrínsecos y psicológicos, pero no por eso menos reales.

El hecho de que la abstención pueda ser inherentemente costosa contribuye a explicar por qué, en ocasiones, la gente tolera costos muy altos para poder participar; y lo hace, por lo general, porque el resultado le importa mucho. Los referendos que plantean preguntas básicas sobre derechos, soberanía e identidades a menudo revelan índices muy elevados de participación (LeDuc, 2015). El referéndum británico de 2016 sobre la pertenencia a la Unión Europea atrajo a las urnas a casi 34.000.000 de personas: un 72% del electorado, en comparación con el 66% que había votado en las elecciones generales anteriores, en 2015. En el referéndum de 2014 sobre la independencia escocesa participó el 85% de los ciudadanos en condiciones de votar. Este índice de concurrencia a las urnas fue veinte puntos porcentuales más alto que el promedio escocés en las cuatro elecciones británicas anteriores.[4]

A veces la gente soporta pesados costos para participar en una acción colectiva. En las democracias, nuevas y viejas, los manifestantes pueden enfrentar los garrotes de la policía, los gases lacrimógenos, la cárcel y cosas peores. Por lo general, votar no es peligroso, pero puede ser costoso. En 2015 se celebró en Irlanda un referéndum sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Los ciudadanos irlandeses residentes en el Reino Unido viajaron por mar y aire para votar. El día de la votación, los pasajes aéreos entre Londres y Dublín se agotaron (Hakim y Dalby, 2015). ¿Por qué la gente pagaría tanto dinero y se tomaría tantas molestias para emitir un voto? Hannah Little, una irlandesa que vivía en Londres y viajó en avión para votar, explicaba: “Cada vez que me encontraba con mis amigos irlandeses, lo primero que salía era la cuestión de ir a casa para el referéndum. […] Mi plan es ir a casa, instalarme y tener hijos. Si mis chicos resultan ser gays, quiero que hoy se oiga mi voz” (McDonald, 2015).

¿No se daba cuenta Hannah Little de que era extremadamente improbable que su voto fuera el decisivo para la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo en Irlanda? ¿No se daba cuenta de que en caso de que volviera a su país y tuviera hijos gays, estos podrían casarse legalmente con personas del mismo sexo al margen del hecho de que su madre se hubiera molestado o no en hacer el peregrinaje de retorno para el referéndum de 2015? En las páginas que siguen presentamos pruebas que demuestran que, para Hannah y muchos como ella la respuesta a ambas preguntas es “sí”: entienden, en efecto, esos hechos. Participan cuando les importa mucho, porque no participar sería sumirse en un estado de disonancia o dilema: ese es el costo de la abstención.

No somos, claro está, los primeros en advertir este último tipo de costos. Para sacarse de encima la “paradoja de la votación” –su predicción de una concurrencia a las urnas cercana a cero en los grandes electorados–, la teoría de la elección racional adujo un deber de votar. En caso de abstenerse, las personas que sienten ese deber se privarían de las compensaciones derivadas de cumplirlo. Pero el constructo del deber no resuelve todos los problemas. Conceptualizado como un estímulo para votar, es estático y no explica los altibajos en los niveles de concurrencia a las urnas en las distintas elecciones. Tampoco explica por qué la gente común participa en acciones políticas colectivas respecto de las cuales no suele reconocerse que participar sea un deber, como en el caso de las protestas callejeras. Los modelos basados en las redes y la vergüenza, en los que la persona corre el riesgo de sentirse rechazada si se queda en casa, también dan a entender que la abstención es costosa. Pero estos modelos se concentran de manera excesiva en el papel que las redes personales inmediatas del individuo cumplen al impulsarlo a la participación política. Se esfuerzan por explicar –como hacen los modelos basados en el deber– la causa de que determinados tipos de elecciones desencadenen previsiblemente una participación generalizada, mientras que en otros la implicación popular es muy débil.

Uno de los cambios claves que hacemos consiste, entonces, en postular costos de abstención: el franco perjuicio de no participar, cuya magnitud depende, entre otras cosas, de lo mucho o poco que, según la persona, esté en juego en el resultado.

2) Muchas personas conciben el escenario estratégico de las elecciones y protestas desde un punto de vista supraindividual. Para desentrañar los misterios de la participación política, los factores específicos que influyen en la decisión de la persona de participar o no resultan tan importantes como el punto de vista desde el cual aborda esa decisión. Por entendibles razones de moderación y elegancia, los teóricos se consagraban antes a un solo nivel por vez, por lo general, el del individuo, a quien se atribuía la concepción de los costos y beneficios de la acción exclusivamente en función de lo que influían en él, de manera individual. Otros postulaban que las personas piensan qué hacer desde la perspectiva privilegiada de un planificador social o un dirigente partidario: se creía que los ciudadanos consideraban tanto los costos como los beneficios en ese macronivel. Nuestra teoría de la abstención costosa sostiene que las personas son capaces de pensar en distintos niveles. Consideran los costos de la participación desde la perspectiva de su propio tiempo y esfuerzo; consideran el contexto estratégico –las probabilidades de que el movimiento tenga éxito o de que el candidato preferido gane– desde una perspectiva situada por encima del individuo, normalmente la de un candidato o el líder de un partido o un movimiento y, en lo referido a los beneficios de resultados alternativos, los consideran tanto en el nivel individual como en niveles más altos. Lo que nuestra teoría de niveles múltiples pierde en sobriedad lo gana en exactitud.

3) Para entender la participación política, necesitamos menos economía y más psicología. Los politólogos conocen con claridad la influencia que las distorsiones y los sesgos cognitivos ejercen sobre las percepciones y decisiones de los ciudadanos (y de las élites políticas). Somos cada vez más conscientes de que las emociones también influyen sobre nuestras percepciones y acciones políticas. En las ciencias sociales ha surgido una nueva evaluación según la cual las emociones y la cognición no están en tensión, sino que actúan en sintonía. El reciente giro psicológico, promovido en importante medida por los economistas del comportamiento, ha nutrido el campo de la psicología política; así, abogaremos, hasta cierto punto, por un retorno a las ideas psicosociales sobre la participación, que muchos investigadores dejaron de lado con el ascenso de la teoría de la elección racional.

Tomamos en serio esa teoría y le hemos dado abundante uso en nuestro trabajo. Pero nuestro deseo de entender la acción colectiva nos ha trasladado hacia la psicología. La intuición inicial, al comenzar nuestra investigación, fue que, cuando a la gente le importa quiénes serán sus dirigentes electos y qué rumbo tomarán sus comunidades y países, puede verse arrastrada a la acción colectiva. Votarán y quizá incluso manifestarán sin que nadie les diga que tienen que hacerlo, y a veces sin que siquiera les resulte necesario reflexionar demasiado sobre su decisión de participar. A menudo, no solo la vergüenza social o la reflexión moral sino también algo mucho más rápido y espontáneo incita a la gente a actuar.

Algunas de nuestras intuiciones son producto de la introspección. Sopesamos cómo nos sentiríamos si nos preocupáramos mucho por el resultado de una elección, pero quedándonos en casa y dejando que otros decidan. Imaginamos esta situación como un incómodo estado de disonancia. No tardamos en advertir que nuestras intuiciones tenían su eco en las palabras de las personas a quienes entrevistamos. Por ejemplo, un hombre de Kiev les contó a nuestros entrevistadores cuáles habían sido los acontecimientos que en 2013 lo llevaron al activismo, en lo que llegaría a ser las protestas de Euromaidán. Recordaba cómo se había sentido al ver la imagen de una joven a quien habían golpeado en un mitin: “Vea, a veces hay momentos en que uno siente que empieza a desbordarse porque ya no es posible tolerar la situación”.

En un comienzo, tanteamos con expresiones como “disonancia interna”, pero más adelante, gracias a la psicología social y política, aprendimos mucho más sobre las respuestas preconscientes, las emociones de acercamiento y los efectos complicados y a veces sorprendentes de la ira, la indignación moral, la angustia y la culpa. Aunque no nos hemos convertido en modo alguno en psicólogos políticos, es indudable que nos inclinamos en buena medida hacia la psicología política como un instrumento que nos ayuda a comprender el mundo de la participación popular.

Un mapa de este libro

¿Con qué seguimos? Los capítulos 1 y 2 se concentran en la votación. La primera tarea que acometemos en el capítulo 1 consiste en demostrar los logros, pero también las deficiencias de las teorías heredadas de la participación electoral. La gama y la inventiva de las teorías acumuladas tornan necesaria una evaluación exhaustiva. Nuestra segunda tarea en el capítulo consiste en proponer nuestra propia teoría, que se centra en los costos intrínsecos de la abstención.

El capítulo 2 somete a prueba nuestra teoría en comparación con otras. Aportamos fundamentos para el constructo de los costos intrínsecos de la abstención, mencionado aquí y examinado con mayor profundidad en el capítulo 1. Los costos de la abstención, en efecto, influyen en la disposición a votar de las personas y suben y bajan claramente en función de lo mucho o poco que, en su opinión, esté en juego en el resultado. También sometemos a prueba las tesis acerca de la mayor disposición a votar en las elecciones reñidas –aunque las campañas y los partidos no inciten a hacerlo– y acerca de la fuerza de un sentimiento de deber cívico para llevar a la gente a las urnas. Demostramos que el deber cívico marca una diferencia, pero comprobamos que no es una norma absoluta sino condicional, de modo que, cuando está internalizada, actúa como los otros costos de la abstención.

Los capítulos 3 y 4 se concentran en las protestas. El capítulo 3 se pregunta: “¿Qué determina que la gente se sume a las protestas?”. Para proponer algunas explicaciones, comenzamos por una reseña de la abundante literatura teórica y luego presentamos una teoría de la abstención costosa de la participación, modificada a fin de que sea pertinente para las protestas. En el capítulo 4 nos basamos en investigaciones originales de varias democracias en vías de desarrollo, así como en una extensa bibliografía secundaria sobre las protestas en muchas regiones del mundo, para poner a prueba proposiciones claves derivadas de nuestro modelo. Indagamos si los objetivos de las protestas importan, y a quiénes; si las expectativas de los testigos sobre la magnitud de las protestas influyen en sus decisiones de participar, y demostramos que, en los hechos, la represión policial puede hacer que las protestas crezcan. Esta última cuestión acaso parezca paradójica si no se tiene en cuenta que la represión puede hacer subir los costos de la abstención al mismo tiempo que eleva los costos de la participación.

El capítulo 5 demuestra la importancia de tomar en cuenta las respuestas emocionales cuando se explican las fluctuaciones de esas dos formas de participación popular. En especial, es difícil comprender la dinámica de la participación si al mismo tiempo se ignora el papel de la ira y la indignación moral. Demostramos el poder de las emociones en varios países. Los investigadores han tratado de explicar la caída de los índices de concurrencia a las urnas de los estadounidenses desempleados (y, en algunos escenarios, la recuperación de esos índices con el tiempo) en relación con los costos de oportunidades que soportan cuando van a votar. Según demostramos, su comportamiento se explica mejor si se toman en cuenta las emociones que experimentan, y que a veces los políticos con visión estratégica deciden despertar. Fuera de los Estados Unidos, el papel clave de las emociones en la movilización de la gente se hace manifiesto en encuestas nacionales representativas del Reino Unido y de Suecia, que también analizamos. A su vez, cuando la policía de Turquía ataca a los manifestantes y las protestas se disparan, la explicación no es que el respaldo de los ciudadanos turcos al gobierno haya caído o que estos muestren una confianza renovada en el potencial de éxito de esas protestas. Antes bien, demostramos que la ira y la indignación moral convierten a los testigos en participantes. De ahí que emociones de empatía como la ira sean cruciales para estimular la acción colectiva, tanto en los lugares de votación como en las calles.

En las Conclusiones volvemos a la teoría de la abstención costosa y sus predicciones, nuestro método para someterla a prueba y el respaldo empírico que hemos alegado para ella. También prevemos objeciones a la teoría y les damos una respuesta. A continuación, evaluamos los beneficios de pensar en paralelo la votación y la protesta. Consideramos lo que implica nuestra teoría de la concurrencia a las urnas para las teorías de la decisión del voto una vez que la gente está en el cuarto oscuro. También nos preguntamos cuál es el estatus normativo apropiado de esas dos herramientas claves de la participación popular.

Una palabra, para terminar, sobre las fuentes geográficas de nuestros datos e investigación. Las teorías que sometemos a prueba son bastante generales, así como amplios los parámetros de su alcance. La teoría de la participación electoral es relevante para las democracias en general, aunque su importancia será menor en algunos casos, como los lugares donde el sufragio es obligatorio o resulta habitual la compra de votos. Para someter a prueba nuestras tesis, experimentamos con encuestas a votantes estadounidenses, aunque también trabajamos con datos de encuestas de otros países. El hecho de que nos concentremos en los encuestados estadounidenses es una mera cuestión de conveniencia, que refleja la disponibilidad de muestreos en línea que podemos convocar a los experimentos dentro de encuestas.[5] De igual manera, si bien la teoría de la movilización de protesta es general para las democracias, incorporamos percepciones de las protestas en regímenes autoritarios (como en los países de la Primavera Árabe): tal como se explica en el capítulo 3, el papel de la violencia política se demuestra acabadamente en las nuevas democracias.

[2] Como se explica en el capítulo 3, Dennis Chong (1991) abordó esta idea en el contexto del movimiento estadounidense por los derechos civiles.

[3] Personajes gemelos de A través del espejo y lo que Alicia encontró allí de Lewis Carroll. [N. de T.]

[4] Qvortrup (2013) y Butler y Ranney (1994) comprueban que en los referendos la concurrencia a las urnas es más variable que en las elecciones generales. Según Butler y Ranney, en promedio la concurrencia es más baja en los referendos que en las elecciones con candidatos, pero la desviación estándar es más elevada: un subconjunto de referendos, como los citados aquí, lleva la participación a niveles inusualmente más altos.

[5] Utilizamos muestras en línea de Mechanical Turk, <www.mturk.com>, sitio de Amazon.com, y Survey Sampling International <www.surveysampling.com>, según se indica. En las regiones que constituyen la especialidad de Aytaç (Turquía) y Stokes (América Latina), el voto obligatorio está muy difundido. Este último (sobre todo cuando implica sanciones reales en caso de no votar) provoca el crecimiento de la participación y la hace menos variable (véase la reseña en Blais, 2006). Por consiguiente, prestamos menos atención a esas regiones en las partes del estudio dedicadas a las elecciones, aunque ofrecen pruebas importantes en la faceta de las protestas. Fuera de los Estados Unidos, respecto del voto, el British Election Study y los Estudios de las Elecciones Nacionales Suecas presentan datos verificados de la concurrencia a las urnas, en los que la participación o la abstención de sus encuestados se confirma mediante la consulta a los padrones, lo cual hace que sean fuentes valiosas, dado que la mayoría de los demás estudios toman como válida la respuesta del propio encuestado, sin una verificación adicional.

¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces?

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