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PRÓLOGO
ОглавлениеDecía Ezra Pound con su habitual sarcasmo doliente, con su proverbial aflicción irónica: «Déjese de hacer versos, amiguito; con eso no se saca nada». O sea, que, ya de entrada, todo poeta se encuentra con una cuestión peliaguda: ¿Para qué escribir?
Gabriel García Márquez dejó dicho que él escribía para que lo quisiesen más sus amigos. Y aquí cabe preguntarse si la poesía tiene una función terapéutica para quien la escribe; si supone, de alguna manera, una cierta catarsis para su autor.
Y pienso que ese es el caso del poeta que hoy se presenta con su ópera prima al público lector. Porque Serafín Maza Canto —lo irán comprobando sus lectores, a medida que se vayan adentrando en su obra— es un poeta que escribe para sí mismo, acaso para conocerse, acaso para redimirse de sus cuitas.
La claridad velada es un libro sesudo y enjundioso, un libro que, como el oxímoron de su título indica, compendia fielmente el íntimo, conturbado universo de su creador.
Sus poemas poseen un eco juanramoniano, donde planea todo el tiempo una estela de tristeza y de nostalgia, de pesadumbre y melancolía, tal si el poeta anduviese inmerso, a cada poco, en el jardín umbrío de Juan Ramón, en el vergel de la pena que muestran sus versos.
Nuestro estrenado poeta ha reunido el valor suficiente para dar a conocer su obra en letra impresa, sabiendo, como sabe, que la obra hecha pública deja de pertenecer al autor desde el momento en que la tinta, aún fresca de la imprenta, se orea, inexorablemente, en los tendederos de quienes se aventuran a adentrarse en las páginas del libro. Y, como quiera que el público es soberano, opiniones habrá tantas como lectores y lectoras tenga la obra.
Si hay algo que destaque en la concepción que de la poesía manifiesta este poeta, es su búsqueda constante de la excelencia. A él no le basta con que un poema sea aseado; busca algo más, es una cuestión de principios. Ahí está para corroborarlo su poema Mediocridad, poema de corte reflexivo, que es un anatema contra la pasividad, contra la incuria, contra la rutina y el conformismo. Quizá sin saberlo, se estaba haciendo eco de las palabras del humanista Andrés Bello, cuando afirma que «no se tolera la mediocridad en los poetas».
En lo formal, Serafín no se adscribe a ninguna corriente poética. Huye, eso sí, de la rima: con la excepción de Habitando la lluvia, soneto clásico en endecasílabos, con rima consonante, y de Resignación, una silva compuesta en estrofas de cuatro versos con rima asonante en los pares. El resto de poemas del libro no poseen rima alguna.
A Serafín le gusta la métrica clásica, y se ha suscrito, de momento, al heptasílabo, al endecasílabo y al alejandrino, tan caro para él. Es decir, que, aun obviando la rima, utiliza en sus composiciones el verso blanco, consciente del ritmo y la musicalidad que aporta la métrica a la eufonía del poema.
Aquí convendría apuntar que este autor ha ejercido hasta hace bien poco el magisterio, y que posee amplios conocimientos musicales. Véanse, como ejemplos, los poemas que llevan por título Da capo a fine y En tu jardín me paro, este último dedicado a Chopin.
En cuanto a la estructura estrófica, el poeta se encuentra cómodo en la silva y el soneto, especialmente resuelto en alejandrinos, del que encontramos abundantes muestras en el libro.
Pero la cuestión medular del poemario no es su presentación externa, el envoltorio, más o menos atractivo, de la forma, sino el contenido de lo que nos cuenta. Y aquí es donde encontramos una de las singularidades del poeta: su intimismo.
En la obra de Serafín no encontraremos poemas amorosos al estilo de Pedro Salinas o de Vicente Aleixandre, ni poemas de corte social, entendiendo este término en su más vasta extensión. El amor en este autor, cuando aparece, casi siempre es cuitado y sus versos son deudores de la pena, cuando no de la amargura, aunque ya se sabe que el amor y el desamor son dos caras de una misma moneda, que los polos opuestos se atraen entre sí, etcétera.
Y es que el autor siempre está manteniendo un diálogo consigo mismo, un desolado soliloquio del que trata de extraer certezas como puños, claridades que, las más de las veces, emergen veladas de su corazón afligido.
Es por eso que sus temas recurrentes son la infancia perdida, la muerte temprana de la madre, el paso del tiempo y la presencia presentida de la muerte, los hijos como dagas herrumbrosas a la vez que lucernas encendidas, los sueños y los anhelos, el desdoblamiento del yo, la vida sin sentido y, sobre todo, el dolor, ese pájaro del alba que ensombrece sus vigilias.
Consciente de la carga emocional que contienen sus versos y, dueño ya del oficio de escritor, de los recursos de sus arcanos, recurre, casi en toda su obra, al lenguaje críptico, al hermetismo, a la elipsis. Porque el poeta, en ese diálogo permanente que mantiene con su yo más íntimo, necesita confesarse, necesita desnudarse sin desnudarse, mostrarse a sí mismo su alma desnuda sin quitarse los ropajes del pudor. Es por eso que recurre continuamente a figuras e imágenes que, sólo para él, tienen sentido. De ahí que, después de una lectura pausada de alguno de sus poemas más herméticos, nos preguntemos, absortos: ¿qué ha querido decirnos? Y ahí radica la gracia del poema, o, si se quiere, el misterio de la poesía.
En el primer poema del libro, al que titula Perderme en un poema, el autor nos alerta de sus intenciones, a la vez que del riesgo, del peligro que entraña adentrarse en un camino que ni él mismo sabe a dónde le conducirá.
Sin embargo, no todo en la poesía de este autor es opacidad y ocultamiento, también hay poemas de enorme claridad, como el titulado Atrás quedaron cosas, dedicado a su abuela, hermosa remembranza de un retazo de su infancia, o el poema, quizás el más conmovedor del poemario, por su lirismo, titulado En todo te presiento, y que es un homenaje a su madre, cuya ausencia temprana ha marcado, con rejones de dolor, la existencia del poeta.
Dejaba dicho Jean Cocteau que «cantamos para darnos valor en la oscuridad», lo que, extrapolado a la obra de Serafín, vendría a significar: escribo para sentirme alguien, para saber quién soy.
Para un escritor que ha creído presentir en algún momento las babas del diablo, o, acaso, la luz redentora del dios en el que cree (léase el último poema del libro, Dudas y plegarias, que da testimonio de su fe de creyente), abandonar este mundo sin un propósito, sin dejar un legado a los que más quiere, sería un absurdo, de ahí que el poema Sobrevivir a la muerte constituya una epifanía y se convierta, al menos para este humilde lector, en el poema cardinal del libro, en la clave que aglutina y acrisola la densidad de su verso, la hondura de su reflexiva y catártica poesía.
Para no resultar tedioso, diré finalmente que sé que Serafín suscribiría sin vacilación los versos minimalistas de Raymond Carver, escritor frecuentado por el poeta y al que hace un guiño en el poema Estaré preparado. ¿Acaso hay alguien en este mundo que no esté necesitado de cariño? Feliz aquel, feliz aquella que abandone esta vida pudiendo aseverar con el escritor norteamericano lo que e ste manifiesta en su poema Último fragmento:
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
Así sea.
JUAN DE MOLINA