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CAPÍTULO 1

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Mauro Saupol (Río de Janeiro, 1956) había nacido y crecido en la pobreza y era un escritor inmensamente rico y famoso cuando decidió hacerse pasar por muerto. ¿Para qué? Para ver qué se decía de él. Todo lo demás ya lo tenía.

La idea, que a primera vista puede parecer estúpida (ya se verá que no, o que sí, y también por qué, en cualquiera de los dos casos), es un cóctel que se prepara en silencio con una parte de broma, dos partes de afán publicitario y tres de vanidad: nada del otro mundo; pero hay que tener mucho valor para llevarse una copa como esa a los labios. Saupol lo tuvo.

La noche anterior (anterior a la mañana en que se le ocurrió hacerse pasar por muerto) asistió al lanzamiento de su biografía en la ciudad del editor de su primera novela, como un gesto de fidelidad hacia él, un gesto calculado: no necesitaba ir, podía haber lanzado la biografía en cien ciudades más importantes que esa; ni siquiera se acordaba bien de la cara de su editor. Pero sabía que la prensa valoraría el gesto, y fue. Habló del libro, habló de sí mismo, habló del periodista que la había escrito, hizo chistes, firmó ejemplares y cenó con las autoridades culturales de la ciudad en un lugar horrible, rodeado de gente horrible; unas horas después, ya en el hotel, se masturbó y se durmió. Al día siguiente, durante el vuelo de regreso, en una avioneta recién comprada, según dijo el piloto, hojeaba el último número de una revista de chismes cuando de pronto los motores se apagaron. “¿Qué pasa?”, preguntó. “Nada, nada”, dijo el piloto. Y la avioneta se precipitó a tierra con un ala en llamas.

El piloto era un hombre todavía joven, pero ya se había tatuado el nombre de una mujer en el dorso de una mano. Ahora, mientras el Amazonas se les venía encima, el tatuaje (Stella) saltaba desesperadamente de un botón a otro por el tablero de comandos. Rasuraron la copa de un árbol y se incrustaron entre las ramas de otro. En la selva se callaron millones de seres vivos de todos los tamaños. Saupol no tenía ni un rasguño. El piloto tampoco, pero su cabeza ya no estaba sobre sus hombros. Lo único que se oía era el zumbido de algo metálico que giraba entre las hojas… Saupol abrió la puerta a patadas, se deslizó por el tronco, apoyó un pie en tierra y, un segundo antes de que la avioneta estallara, se arrojó de cabeza lo más lejos que pudo. Fue entonces cuando, bañado en chispas, y todavía en el aire (ese fue el momento exacto), se le ocurrió hacerse pasar por muerto. ¿Por qué no? La oportunidad era inmejorable.

Se sintió feliz, se había salvado. Lo único que tenía que hacer era ponerse en movimiento: no estaba lejos de la ciudad. Caminó tres días y tres noches. Tuvo miedo, y lloró cada vez que un ruido lo inmovilizaba, a veces durante horas, sin que al final pasara nada; creyó que nunca lo conseguiría. Su tensión era tan grande que las ramas que apartaba con una mano al pasar lo golpeaban en la nuca y, también al revés, las que dejaba atrás le azotaban la cara. Pero la panzada de narcisismo post mortem que iba a darse cuando llegara, leyendo lo que se había dicho de él, le imprimía una fuerza descomunal. “Vamos, vamos”, se decía abriéndose paso por la selva con manotazos de fanático.

Ignoraba que en apenas veinticuatro horas la noticia de su muerte había hecho dos cosas extraordinarias: dar la vuelta al mundo, y evaporarse.

Llegó a la ciudad de X a medianoche. Estaba sucio, arañado y hambriento. Sacó un poco de dinero de un cajero automático y entró a un hotel de dos estrellas; en un hotel de tres, cuatro o cinco estrellas había más posibilidades de que alguien lo reconociera: su prosa era pobre, pero sus lectores no. Un hombre obeso, con una remera de Whitesnake, sentado detrás del mostrador de conserjería, le tomó los datos. Saupol le pidió el diario. El hombre le alcanzó un ejemplar de Folha de São Paulo con un gesto de fastidio: anotar y a la vez ser amable era una combinación para la que no había nacido. Saupol le preguntó si (por casualidad) no tenía también el diario de ayer, e incluso de los días anteriores. Se lo preguntó sonriendo, consciente de su ansiedad, pero el hombre siguió callado; anotó un siete, un nueve, un seis, empujó el documento de identidad hacia adelante con un dedo y le dijo que no.

Con el mismo dedo le señaló el ascensor. Saupol era el autor más vendido de Sudamérica, y también el más voluble; algo de eso, sin que llegara a saber qué, percibió en su aura el hombre con la remera de Whitesnake cuando la puerta del ascensor se cerró tras él: un aplomo, un cierto orgullo que atribuyó, leyendo rápidamente, siempre en la debilidad de su aura, a la típica prestancia del reventado. Se equivocaba. Saupol era una máquina; sus libros, una serie de cinco ficciones de corte espiritual –cuyo número de páginas aumentaba de uno en otro, como si su sabiduría creciera con las ventas–, eran los más exitosos de la industria editorial de la última década; un hit viviente. Cualquier cosa que entregaba a la industria vendía millones, y a tal velocidad que ya ni siquiera él se preguntaba por qué.

No había sido siempre así. Ahora era rico, y el tiempo, lógicamente, pasaba más rápido; los cuarenta años que había vivido en la favela, vistos desde la actualidad, parecían siglos, en tanto que una década de éxito le daba la impresión de haber comenzado ayer, como un sueño entre dos parpadeos. Su vida era intensísima; todos los días tenía una fiesta, un cóctel, un agasajo, una entrevista, invitados, invitaciones, y así al infinito, con pasitos de hormiga, hora tras hora.

Lo primero que hacía cada mañana era tirarse a la pileta. Nadaba veinte largos, a veces veintiuno, y con eso ya sentía que había hecho lo mejor que un hombre de letras puede hacer por sí mismo. Después desayunaba, leía el diario y se ponía a escribir.

Tomaba un aforismo, o una máxima, o una anécdota, preferentemente de algún libro tibetano (o zen, o sufí, o pop) y, aplicándola a algún episodio de su propia vida, la desplegaba hasta convertirla en una historia, o en algo parecido a una historia, con personajes moralmente muy bien delineados –él era siempre el personaje principal– y un comienzo y un desarrollo que se empujaban uno a otro en una carrera de rutina hacia la moraleja del final. Y siempre, siempre, siempre funcionaba. Escribía una horita y volvía a la pileta.

Vivía con su mujer, Ingrid, una mexicana de origen alemán, en una casa modernista de Leblon. Ingrid era una combinación perfecta de inteligencia y largas piernas doradas y Saupol estaba loco por ella. Se habían conocido en un cóctel, cinco años atrás, cuando la fama de Saupol empezaba a traspasar las fronteras del Brasil. Ahora Ingrid era su asesora de imagen, y la que mejores ideas publicitarias le había dado desde entonces. De hecho, la idea de su biografía, en la que Saupol confesaba un pasado de dealer y de alcohólico, además de la participación en una orgía homosexual, había sido de ella. El escándalo reavivó las ventas. Para escribirla habían contratado a un periodista de bajo presupuesto que se hacía llamar Tom. Su apellido era Cousiño, pero con Tom parecía alcanzarle (así firmaba: Tom). Tom era colaborador freelance en decenas de revistas de interés general, un hombre alto, corpulento y muy aplicado, de largas patillas negras que le abrazaban la cara; se reunió con Saupol durante varias semanas y grabó las charlas que luego transcribió (y creyó pulir) y nunca, ni una sola vez, llegó tarde a la cita, siempre en casa de Saupol, a las cinco en punto de la tarde, de lunes a viernes; a veces incluso los sábados: a Saupol le encantaba hablar de sí mismo, y a Tom beber Martinis y tirarse a la pileta con su personaje.

Los había presentado Ingrid. La primera impresión de Saupol fue positiva: Tom era simpático, amable, y se ganaba la vida fabricando notas sobre asuntos tales como los beneficios cutáneos de la sinceridad. ¿Por qué negarle que escriba sobre él? Tom, por su parte, lo despreciaba –ni siquiera lo consideraba un escritor–, pero lo disimuló siempre tan bien que enseguida se sintió cómodo y a gusto. “Después de todo”, se dijo un día mientras salía del agua, estirando una mano hacia el Martini seco que le ofrecía Saupol, “no es más que un hombre que hace su trabajo”.

Saupol lo trataba bien, le preguntaba qué le parecía, lo escuchaba, lo dejaba adjetivar. Tom no había visto nunca a nadie tan satisfecho con lo que había logrado: Saupol se pavoneaba en su éxito como un dios, agitando sus plumas sintéticas allá y aquí. Físicamente parecía ocultar algo. De baja estatura, con la cabeza demasiado grande, desproporcionada con relación al cuerpo, y una coleta gris que sacudía como un maniático, no podía decirse de él que fuera un seductor; en ese sentido ni la fama lo ayudaba. ¿Cómo lo había conseguido? ¿Qué había hecho? Era un misterio. Porque tampoco podía decirse que tuviera talento. No tenía nada, y lo tenía todo. Tom lo miraba y cabeceaba desconcertado. ¿Cómo lo hacía? La obra de Saupol carecía de toda particularidad. No había nada en ella que la hiciera diferente de la obra de cientos de autores que, como él, habían jugado exactamente (textualmente) las mismas fichas. ¿Había estado en el lugar injusto, en el momento injusto, con el manuscrito justo? No. Sin duda, pensaba Tom, Saupol no era fruto del azar sino de un lector, de un único lector (un ser con labios y órganos internos) capaz de provocar una avalancha en la pendiente de la nada; en efecto, alguien debió leerlo alguna vez y luego decirle a otro, sin saber que acabaría diciéndoselo a millones de personas, que el vacío que tanto habían esperado estaba por fin allí. ¿Cómo era ese lector? ¿Quién era? ¿Y qué importaba? Quizá ni siquiera existía.

Tom había leído los cinco libros de Saupol en dos semanas, a partir de la firma del contrato –una maraña de cláusulas que hojeó a toda velocidad, como un experto, y que firmó enseguida, sin nada que discutir–. La lectura le resultó agotadora, exasperante.

Un momento atrás Saupol estaba en la selva. Ahora hojeaba el diario en su cuarto de hotel. ¿Cuánto tiempo hacía ya que había muerto? Ingrid debía estar llorando a mares. Cómo le hubiera gustado a él, mientras zigzagueaba por la selva, llamarla y decirle que estaba vivo, para que ella no sufra. Hubiera dado una mano por un teléfono; ahora que tenía un teléfono a mano, comprobó, antes de llamarla (¿quién, sino ella, aceptaría el truco, asociándose de inmediato a él, e incluso, luego de un instante de alivio, calibraría aceitadamente las ventajas y desventajas de su ocurrencia?), que en el diario no había una sola mención al accidente en el que había perdido la vida. Volvió a hojearlo, esta vez con más detenimiento. En la página treinta del cuerpo principal se demoró un momento para echarle un vistazo al reportaje de un colega y siguió adelante, deprimido. Finalmente tiró el diario al suelo y encendió el televisor. Pasó los canales uno tras otro con el control remoto a toda velocidad: no podían estar diciendo nada sobre él en un micro de cocina, ni en el National Geographic, ni en una misa evangélica. Se detuvo en la CNN. Unos minutos después sintonizó el noticiero de O Globo y llamó a Conserjería para pedir la cena. El hombre con la remera de Whitesnake le dijo que la cocina estaba cerrada. “Tengo hambre”, dijo Saupol. “¿Qué se puede comer?”. “Nada”, dijo el hombre. Discutieron. Unos minutos después el hombre golpeó la puerta de la habitación con la palma de la mano. Dos golpes huecos, desganados. Saupol abrió, agarró el plato, se llevó el sándwich a la boca y lo sujetó entre los dientes mientras hurgaba con una mano en los bolsillos del pantalón. Le dio una propina. Cortó el pedazo de sándwich tironeando con los dientes hacia atrás y con las manos hacia delante y cerró la puerta con un pie.

No había pedido nada para tomar. Además de la bebida, se reprochó no haber encargado dos sándwiches, o tres, por más gomosos que estuvieran; después de comer el que le habían traído seguía igual de hambriento que antes. Lo único que había comido en la selva era un puñado de huevos grises (no quería ni pensar de qué) y unos tubérculos que apenas masticados se convertían en pelotas de fibra. En la habitación había una heladera. Sacó una cerveza. Hacía años que no bebía. Era hora de llamar a Ingrid.

El corazón le latía con fuerza mientras esperaba escuchar su voz. Le temblaban las manos. Era la una de la mañana.

Después de una decena de campanilleos, Ingrid por fin atendió. En su voz no había ni una pizca de angustia, ni la más mínima hebra de dolor; dijo hola y preguntó quién era después de completar una frase dirigida a otro, con el teléfono ya abierto. Había alguien con ella. Las dos o tres palabras con las que completó la frase antes de dirigirse al que llamaba estaban como bañadas por la luz de una sensualidad que Saupol conocía bien y cuya estela percibió con toda claridad cuando Ingrid pasó de un asunto a otro, de un hombre a otro. Cortó.

Repasó la escena. Había música de fondo. Había alcanzado a escuchar incluso el ruido de una copa que se apoya sobre el vidrio de la mesa ratona… Volvió a llamar. Esta vez, cuando Ingrid atendió –ahora no solo daba la impresión de sentirse fantástica sino también fastidiada por la insistencia–, Saupol le dijo que era él.

—¿¡Quién!?

—Yo, mi amor, Mauro…

Ingrid cortó.

Saupol llamó de nuevo.

El teléfono sonó hasta que se activó el contestador.

Saupol cortó.

¿Era verdad? ¿Podía ser verdad? Nada en el diario, nada en televisión, nada en la voz de la mujer que amaba. ¿No lo había reconocido? No, evidentemente. De pronto era todo horrible, como si acabara de caer en un pozo playo y aun así no hubiera forma de salir. Estaba agotado. Necesitaba descansar un poco. En la selva no había pegado un ojo, aterrado por las serpientes, las arañas, la imaginación, las fieras. Un mono recién nacido lo había seguido durante toda una tarde, hasta que Saupol le acertó un piedrazo en la frente, a medio metro de distancia, después de animarlo a acercarse llamándolo como a un perrito… Que Ingrid no lo hubiera reconocido no quería decir nada, se dijo.

Lo único que consiguió cuando se metió en la cama fue angustiarse más: lo daban por muerto, y era como si ya no existiera.

Al día siguiente corrió a comprar los diarios. Compró incluso diarios de los que nunca había oído hablar, y todas las revistas semanales; algunas habían aparecido antes del accidente, pero las compró igual. Se encerró en la habitación y, mojándose una y otra vez el dedo, lo revisó todo de punta a punta. Veja le dedicaba cuatro páginas. Dos eran fotos, adornadas con recuadritos de texto en los que no se decía nada importante, y las otras dos –en las que también había fotos, fotos viejas– no eran más que prosa de oficina abarrotada de menciones curriculares. El título de la nota, al menos, decía que había muerto un grande.

Era jueves. El accidente había ocurrido un lunes, es decir un día después de que salieran los suplementos culturales: era evidente que la prensa no había tenido tiempo de ocuparse de él; lo harían el domingo siguiente, sin duda. En ese mismo momento, calculó, centenares de periodistas a lo largo y a lo ancho del país debían estar ocupándose del caso. Qué se decía o qué se había dicho en el resto del mundo era algo que podía averiguar en Internet. En el hotel no había computadora. Fue a un cibercafé y comprobó que el hecho había sido profusamente registrado, pero las notas se ocupaban más de las causas del accidente que de su muerte, lo que le resultó desconsolador; su muerte importaba menos que un desperfecto mecánico, y su obra quedaba ensombrecida por un litigio de intereses entre la empresa aérea y la compañía aseguradora. “Presenta su biografía y muere”, sin mención de su nombre, era un título por lo menos ofensivo, aunque no tanto como “Sin rastros del cuerpo de best seller portugués”. (¿¡Portugués!?). Un rapero negro lo miraba fijo desde el cubículo vecino, como si lo encontrara parecido a alguien. Saupol se levantó, pagó y volvió al hotel.

Llamó a su casa. Lo atendió Susú, una de sus tres mucamas, y, sin decirle que era él, aunque esperanzado de que Susú se lo preguntara, pidió hablar con Ingrid. ¿Es que nadie lo reconocía?

Un momento después alguien dijo:

—¿Hola?

Saupol cortó, aplastando como a un insecto el botón de stop con el pulgar.

Era Tom.

¿Qué hacía Tom en su casa? ¿Qué hacía Tom en su casa a las diez de la mañana, cuando hacía rato ya que el trabajo había terminado, y a pocos días del accidente que a él le había costado la vida? La respuesta a esa pregunta explicaba el tono de voz de Ingrid en el llamado del día anterior: era su amante. ¿Qué duda había? Estaba clarísimo. Tom disfrutaba de la gloria de ser la última persona que había hablado en profundidad con Saupol y, de paso, también de su piscina, de su despensa, abarrotada de exquisitas conservas y carísimos vinos, y de su mujer. Ese era el sentido de la foto que apenas minutos atrás había visto en Internet: Ingrid y Tom en la puerta de un canal de televisión, ella muy bien vestida y él con anteojos negros, como si la muerte de Saupol (su muerte) lo hubiera afectado más que a ella, a la que Tom llevaba de un brazo y protegía de los flashes con el otro.

Se dejó caer sentado sobre la cama, todavía con el teléfono en la mano, y repasó un millón de escenas menores, todas más o menos recientes y hasta ahora en sombras: un comentario admirativo que había hecho Ingrid sobre los bíceps de Tom, mientras cenaban a solas y afuera llovía; una tarde en la que Tom, que no hablaba nunca, comentó de pronto, y sin que viniera al caso, que daría la vida por tener una cabaña frente al mar, con voz de flauta de bambú, y la sonrisa de oso panda de Ingrid al escucharlo; la cena del último cumpleaños de Ingrid, a la que habían invitado a los Morelo y a los Amado y a la que solo asistió Tom, agitando entusiasmado una serpiente de plata en el fondo de una botella de tequila. ¿Por qué habían faltado los Morelo y los Amado, sus dos matrimonios amigos? Porque no aceptaban ser cómplices del engaño, que obviamente ya conocían. ¿Qué otra razón podían tener, sino esa? Pero Ingrid… Dios ¿Ingrid era capaz de ser tan cruel? A Saupol le vino a la memoria un pasaje de su último libro, en el que aseguraba que sí, aunque no se refería específicamente a Ingrid, desde luego: el pasaje hacía referencia a la mujer en general, como si él fuera un hombre particular. ¿Podía ser engañado así? ¿Y el dolor? ¿Dónde estaba su dolor? Sufrió un desmayo tan ligero que no tuvo ni tiempo de caer. Al contrario, se levantó, se desmayó otra vez y al volver en sí se encontró de nuevo sentado en la cama.

Salió al patio del hotel y orinó las flores del jardín. La luz del sol lo hizo llorar mientras dirigía el chorro hacia un agujerito en la tierra que imaginó repleto de insectos en armonía. ¿Cómo era posible que la sinceridad y fidelidad con la que la había amado, con la que aún la amaba, fuera también un puñal destinado a darle muerte, después de muerto? Sus ojos “se cansaron de llorar”, como decía Sandro en una de sus canciones preferidas. ¿Cómo te diré (mi amor) que ya no hay leña en el árbol de la fe?”. La música llegaba desde la ventana de Conserjería, que el hombre con la remera de Whitesnake acababa de entreabrir. Saupol se abotonó rápidamente la bragueta y se inclinó sobre las flores orinadas, fingiéndose interesado en ellas. Después dio media vuelta y volvió a la habitación.

Llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara tres veces y cortó. Volvió a llamar. Cortó antes de discar el número completo. Se quedó un buen rato inmóvil, tratando de pensar. Pero en su mente, casi siempre nublada, ahora nevaba. Marcó el número del celular de Ingrid. Cortó. Marcó de nuevo. Volvió a cortar. Llamó al Conserje y le pidió algo para comer. El hombre con la remera de Whitesnake le dijo que la cocina estaba cerrada. La hora del desayuno había pasado y el almuerzo empezaba a servirse a las once. Eran las diez.

—¡Pero la concha de la lora! —exclamó Saupol—. ¿Puede ser tan difícil comer acá?

Agarró una cerveza del frigobar, bebió media botella de un trago y el resto a sorbitos, mientras se llenaba la bañadera. Agarró otra cerveza y un paquetito de maníes, se desnudó, se acostó en el agua y bebió y comió mirándose una herida recién descubierta por encima del ombligo. No le dolía; era un tajo (ya seco) de cinco centímetros de largo, en forma de búmeran, rodeado de pelos.

“Si no encuentran el cuerpo…”, pensó (¿y cómo lo iban a encontrar, si ahora mismo estaba en la bañera de un hotel?), “siempre puedo decir que estuve perdido”. Pero eso no tenía lógica y lo pasó por alto. “Pensemos, pensemos”, se dijo y cambió de tema. El Conserje no lo había reconocido. La marca “Saupol” no le había dicho nada al anotarlo en el registro del hotel, quizá porque su barba, sus ojeras, su hambre y su palidez impactaban más que su fama, o porque su muerte era una noticia indiscutible, sobre la que no se podía dudar, o porque el hombre no leía ni el diario.

Salió del agua y se paseó a un lado y a otro mojando adrede el piso de la habitación, que odiaba. Encendió el televisor y se vistió mirando de reojo un programa cultural conducido por un calvo muy gracioso y una mujer joven, escotada, monomaníaca, teñida por la ambición. Después bajó al comedor.

No había nadie. Se sentó a una mesa y llamó al Conserje. Esta vez el hombre de la remera de Whitesnake no estaba, así que vino el Conserje en persona. Era un hombre ancho y a la vez muy flaco, de modales refinados y manos callosas, una contradicción ambulante vestida de gris. El Conserje se paró a su lado y le dijo, muy amablemente, que la cocina abría en una hora y que, mientras tanto, “si lo deseaba”, podía traerle algo para tomar.

—Escuchame —le dijo Saupol inclinándose hacia adelante—: algo debe haber. ¿O me vas a decir que acá lo hacen todo en el momento? Yo comí en los restaurantes más caros del mundo y te puedo asegurar que es todo refrito, rápido y fácil.

El Conserje enderezó la espalda.

—Tengo hambre. Hace dos días que estoy acá y lo único que comí fue un sándwich. ¿Qué pasa, no vino el cocinero? ¡Cocino yo! No me vas a decir que se necesita un chef para poner un plato en el microondas con los restos de anoche y apretar un botón. Mientras tanto, si querés, traeme una cerveza. Pero acordate de esto —agregó, extendiendo sobre la mesa un billete de 100 dólares recién planchado—: algo debe haber.

El Conserje agarró el billete y se fue. Un minuto después volvió empujando un carrito con una pechuga de pollo, ala incluida, arroz y una botella de vino, además de la cerveza.

—Invita la casa —dijo destapando la botella.

—Gracias —Saupol agarró la pechuga con la mano y le dio un mordisco—. ¿Pan no hay?

—Enseguida —asintió el Conserje. Nunca un hombre tan odioso le había pagado tan bien.

Mientras comía, Saupol se preguntó qué habrían dicho los Morelo. ¿Y los Amado? ¿Y sus pobres, impacientes editores? Silencio, masticación. Comió hasta que abrió la cocina. Entonces pidió el almuerzo. Después, achispado por la cerveza y el vino, se dijo: “Sí, me voy a la playa”, como quien dice encogiéndose de hombros: “Me olvido de todo”. En un local de baratijas pegado al hotel compró unos anteojos de sol, un bermudas con arabescos amarillos sobre fondo verde, unas ojotas y un gorrito y bajó por una calle angosta en dirección al este. Una hora de caminata después, ni un minuto más ni un minuto menos, empezó a sospechar que la ciudad no tenía playa, pero eso era algo que no podía preguntarle a nadie (“¿Hay playa por acá?”), pensarían que estaba loco. Tomó un taxi y volvió al hotel.

El Conserje lo vio entrar y le preguntó si había ido a la playa. Saupol lo miró como si hubiera escuchado un ruido, girando rápidamente la cabeza, y subió a su habitación. Espió lo que quedaba de un noticiero y volvió a bajar. Ahora el Conserje no estaba; en su lugar estaba el hombre de la remera de Whitesnake, que esta vez llevaba una de Erasure. Saupol le preguntó qué dirección debía tomar para ir a la playa. El hombre señaló hacia adelante con un dedo.

Les gustaba la misma música, pero tenían modales de lo más opuestos.

La playa estaba desierta y el mar caliente. Sentado en la orilla, Saupol observó largo rato el horizonte. “Es todo tan repugnante que ya ni dar vuelta la cara vale la pena”, se dijo. Hasta que una mujer le pasó al lado con un ejemplar de su biografía en la mano. A Saupol se le erizaron los pelos. Se vio en la foto de tapa, muy sonriente, en blanco y negro, con las uñas comidas de la mujer sobre la cara, y el horizonte se puso a ondular. Qué ironía, esa mujer ya sabía todo (o casi todo) lo que él mismo había inventado sobre sí, pero ignoraba que había pasado a su lado. ¿Por qué capítulo iría?

Ahora que estaba muerto sus libros debían venderse mucho más. De hecho, había una sola persona en la playa y tenía su biografía. Era un promedio excelente. Se levantó y se tiró de cabeza al mar.

De joven había integrado una banda punk. Vivía drogado y borracho. Una tarde, saliendo de una disquería, tropezó y cayó en el interior de un cochecito de bebé. El bebé tenía dos o tres semanas de vida y tuvieron que internarlo. (Se salvó). Esa misma noche, aturdido por la culpa, pero aun más por los excesos, empezó a escribir El heredero, su primera novela (silencio, un plano fijo, un desierto de arena, y de pronto algo que se mueve). Dejó las drogas. Fue sorpresivo para todos, incluso para él. Ahora fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios. Con eso también tenía que hacer algo.

Fumó hasta que El heredero se convirtió en un éxito. Lo invitaban a tantos cócteles y a tantas fiestas que el tabaco lo terminó por asquear, pero bebía más que nunca. Desde los nueve años, cuando su padre le hizo probar cachaza, no había dejado de beber. Durante la época de músico sus borracheras eran alarmantes; en ocasiones no distinguía una guitarra de un piano ni un contrato de un prospecto. Con El heredero le dijo adiós a las mezclas, y empezó a beber nada más que champagne. Pero volvió a las drogas.

Fue un período breve, un año, quizá menos, durante el que aspiró una cantidad enorme de cocaína mientras gastaba una cantidad igualmente enorme de dinero en psicoterapia. En determinado momento, sin ningún motivo –el temor a la muerte era una trivialidad a esa altura de su vida–, dejó las drogas. Ya le había pasado. El milagro, otra vez. Pero volvió a fumar. Y seguía bebiendo. Creyó que no había caso. Reemplazaba una adicción con otra (cuando no venían de a dos, e incluso de a tres). Lo único que no había cambiado, lo único que se había mantenido siempre en su lugar, con drogas o sin ellas, con alcohol o sin él, a veces fumando, a veces no, a veces en un diván, era el sexo, su promiscuidad.

Saupol no era –no lo había sido ni lo sería nunca– un tipo buenmozo, al contrario, era decididamente feo. Ni siquiera hablaba bien. ¿Qué tenía? Era horrible, alcohólico, drogadicto, fumaba, no tenía plata, no sabía tocar, y salía a la calle y le iba bien. Las mujeres que se le ofrecían eran cada vez más, y cada vez más bellas. Para ser capaz de disfrutarlas –desde la publicación de su primera novela hacían cola en la puerta de su casa–, moderó dramáticamente, a veces incluso mordiendo una toalla, la ingesta de drogas y de alcohol. Siguió bebiendo, drogándose y fumando, sí, pero menos, un menos considerable. Las mujeres, para él –en un momento como ese, de lucha contra sus adicciones–, no eran la mejor compañía: apenas entraban a su casa prendían un cigarrillo, pedían algo para tomar y preguntaban si había drogas.

Lo dejó todo cuando se enamoró de Ingrid. Dejó incluso el sexo: Ingrid venía del área del mundo hindú, comía arroz, bebía grandes cantidades de agua mineral, nunca había fumado y en la cama no iba más allá de la masturbación. Saupol la amaba locamente. Con ella hacía yoga, daba largas caminatas, aspiraba, espiraba, respiraba. Ya no fumaba ni se drogaba, era fiel y feliz, y se alimentaba con semillas, como un pájaro. Sí: Ingrid había sido el motor de un cambio radical.

No podía creer que lo engañara. Saupol no podía creer que lo engañara y que ahora mismo, en lugar de llorar su muerte, estuviera de duelo con Tom.

Al día siguiente volvió del ciber desolado: en los diarios no se decía una palabra sobre él. ¿Qué era peor, ser engañado y no poder hacer nada o descubrirlo y estar muerto? Se encerró en su habitación, encendió el televisor y bebió una tras otra y sin pausa todas y cada una de las botellas de cerveza y miniaturas de whisky, de ron y de vodka del frigobar y se fue a la playa. Ir a la playa era de pronto lo único que podía hacer.

En el hall discutió brevemente con el hombre de la remera de Erasure cuando este le dijo que no estaba permitido andar descalzo por el hotel. Saupol, molesto, hizo girar como molinetes las ojotas enganchadas en los dedos de las manos, pasó por entre un grupo de albañiles que acababan de arrancar la puerta para poner otra y, ya en la calle, se las calzó y siguió adelante en zigzag, mareado. “Lo único que no tengo que hacer es estar al sol y meterme en el mar”, se dijo. Tenía resaca. “Lo único que no tengo que hacer es estar al sol y meterme en el mar”. Hacía años que no se emborrachaba. “Ni achicharrarme ni ahogarme”.

Esta vez la playa estaba llena. Fue una sorpresa, porque el día anterior, si no recordaba mal, el cien por ciento de los veraneantes llevaba su biografía bajo el brazo, y ahora lo más parecido a la literatura que veía eran las inscripciones de una tabla de surf. Se hizo un hueco entre dos sombrillas, echó la toalla del hotel sobre la arena y, segurísimo de que nadie lo reconocería con esa barba y esos anteojos, y mucho menos todavía después de que se hubieran enterado, apenas cuatro días atrás, de su muerte –desde entonces no había ocurrido nada más importante, aunque ahora mismo nadie lo mencionara–, se acostó boca arriba y abrió las piernas y los brazos con toda claridad.

Por la conversación de los de al lado supo que el día anterior la playa había estado vacía porque todo el mundo había ido a un festival de samba no muy lejos de allí. Ya le parecía a él, mientras miraba pasar a su lectora, e incluso mientras aguantaba la respiración bajo el agua hirviente del mar, que oía un chingui chingui a la distancia… ¿Por qué había dejado la música? ¿Había dejado la música porque los números no le daban, o porque escribiendo podía al fin hacer algo sin saber adónde iba? No, sí, lo sabía muy bien, escribía para que lo encuentren, y la gente se perdía en masa en sus ficciones; no tenía nada de qué quejarse. Nada. Abrió los ojos. Volvió a cerrarlos. La cabeza le daba vueltas.

Se incorporó, se apoyó sobre los codos y trató de hacer foco en el mar. Estaba en eso cuando una mujer que caminaba por la orilla giró bruscamente, dejando escapar un grito; había recibido las salpicaduras heladas de un chico que intentaba mojar a otro, pero el malentendido se disparó por la playa en efecto dominó. Desde todas direcciones empezó a correr gente hacia allí. Nadie sabía qué pasaba, motivo más que suficiente para ir; y sin embargo el malentendido señalaba una verdad: alguien se ahogaba.

Saupol oyó a sus espaldas la fricción de unos pies veloces sobre la arena, se dio vuelta para ver qué era y un joven atleta en slip le saltó por encima, aterrizó cinco metros más allá, se impulsó de nuevo hacia adelante y se clavó de cabeza en el mar. Segundos después el guardavidas ya había agarrado al inconsciente por el cuello y lo arrastraba hacia lo playo. Por lo que alcanzaba a verse desde la orilla, el inconsciente era más joven aún que el guardavidas, e igual de fuerte, y se resistía; al parecer había algo que lo molestaba todavía más que la posibilidad de ahogarse… El guardavidas no tuvo más remedio que darle un fuerte puñetazo en el mentón. Pero el inconsciente se lo devolvió. La gente en la orilla se miraba desconcertada. Apenas eran las diez de la mañana y ya nadie entendía nada. El guardavidas lo golpeaba a repetición, tratando de desmayarlo para que no se ahogaran los dos, pero el inconsciente seguía firme y le devolvía los golpes uno por uno.

Las olas rompían sobre ellos, los cubrían de espuma. Y ellos reaparecían golpeándose uno al otro con ferocidad. Ya hacían pie y aun así no dejaban de golpearse. En la breve pausa entre una ola y otra sus caras se llenaban de sangre. ¿Qué pasaba? El desconcierto de la multitud en la orilla era enorme, nadie había visto nunca un rescate semejante. Algunos llamaban a los gritos a los amigos o familiares que seguían en las sombrillas, ajenos al suceso: no se lo podían perder. El guardavidas, que era más alto, tiraba los golpes desde arriba, y el otro se los devolvía desde abajo al mismo ritmo y tan furioso que la altura del otro ya no era una ventaja.

Finalmente dos burgueses de Bahía se metieron al agua y los separaron. El guardavidas salió con la nariz rota, chorreando sangre y sal, y se apartó de la multitud con un gesto de desprecio, como si acabara de enterarse de un engaño. El inconsciente quedó tendido boca arriba en la arena, resoplando con fastidio. No respondió a ninguna de las preguntas que le hicieron. Estaba agotado. Harto y agotado. Incluso se llevó una mano a la entrepierna y se sacudió el bulto cuando alguien le preguntó si se sentía bien.

Enseguida todo el mundo volvió de nuevo a su inactividad original.

Saupol se dejó caer de espaldas sobre la toalla y en el acto se quedó dormido.

Los albañiles soldaban la nueva puerta del hotel. Saupol zigzagueó por entre tablas y baldes y clavó un dedo en el botón del ascensor. Mientras esperaba, observó las huellas que había dejado en la capa de polvo que cubría el hall, finísima; si no hubiera caminado sobre ella, no la vería. ¿Qué dirían los albañiles, o el hombre con la remera de Erasure, que apareció de pronto empujando un escobillón, si supieran que estaba muerto?

Se dio una ducha, se envolvió en una toalla y miró televisión (nada sobre él) hasta que tuvo hambre. Entonces bajó al comedor.

Ocupó una mesa en un rincón y miró otra vez sus huellas, ahora violáceas a la luz de un tubo de neón sobre el espejo. Las huellas se cruzaban a mitad de camino con las de un hombre de barba rosa que leía el diario sentado a una mesa al lado de la ventana. El comedor olía a hueso hervido, a nervio frito. Sonaba una música neutra que parecía aindiarse, montada a la sucesión de imágenes de un televisor sin sonido en el que de pronto apareció Hermeto, su agente. Saupol dio un salto, agarró el control remoto de encima del televisor y subió el volumen al máximo. El hombre de barba rosa levantó la vista. Corte. Nada. Tarde. Dejó el volumen como lo había encontrado, volvió a su mesa y durante más de media hora miró sin parpadear un informativo silente, con la mandíbula apretada y un puño en el mentón. Miraba las imágenes del mundo en la pantalla como si no estuviera allí, comiendo arroz.

Después salió y caminó en línea recta por la calle del hotel hasta que se le hizo evidente que no tenía adonde ir. Dobló.

A mitad de cuadra había un bar. Entró y se acodó a la barra. “Si alguien me reconoce digo que no sé quién soy”, pensó. “Tengo amnesia”. Pidió un whisky y giró en la butaca para observar a una chica semidesnuda que hacía acrobacias en un caño, sobre una tarima. Unos turistas bebían caipiriñas y comentaban ruidosamente sus proezas eróticas. Saupol se llevó la copa a los labios, pensativo, y se dijo algo, sin entender qué, o sin prestarse atención. Enseguida pidió otra. La bebió en dos partes, aunque de un solo trago, haciendo un alto a mitad de camino para respirar, y pidió una más. Se moría de ganas de revivir.

Le preguntó al barman por la chica del caño. El barman le dijo que la chica no tenía tarifa, pero que hacía su vida como cualquiera. “¿Qué edad tiene?”, preguntó Saupol. “Ah…”, dijo el barman alzando enigmáticamente las cejas, como si fuera un asunto de Estado. “¿Veinte?”, insistió Saupol. El barman lustró la barra con un trapo. “Si habla con ella no le diga que se lo dije yo”, dijo. Saupol adelantó el mentón, interesado. “Veintinueve”. “¿Sí?”. Saupol le daba menos, pero cuando la chica dejó de bailar y se sentó a su lado en una banqueta le pareció que tenía bastante más. Llevaba en el pelo una hebilla con forma de hoja.

Saupol iba por la sexta copa. Tomó la séptima con ella y se derrumbó.

Despertó al atardecer de ese mismo día, en la habitación del hotel. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Caminando seguro que no. Debía haber tomado un taxi. Lo más probable era que al llegar al hotel, el chofer lo hubiera alzado y depositado en la Conserjería, desde donde Erasure o Whitesnake, a su vez, lo había arrastrado hasta la habitación.

Bajó y salió a la calle. El sol lo obligó a entrecerrar los ojos. Seguía borracho. Una voz limpia y firme, como si fuera la voz de otro, le decía en plural: “Es domingo, tenemos que revisar la prensa”. Compró todos los diarios y se sentó a la mesa de un bar en una vereda solitaria. Estaba tan ansioso que no sabía por dónde empezar. Pidió un café y una cerveza y cuando el mozo volvió con su encargo ya los había hojeado a todos, pálido. No había un solo artículo sobre él. Nada. Volvió a revisarlos.

Nada otra vez.

La segunda nada confirmó a la primera con el mismo impulso con que lo arrastraba a la siguiente.

Empezaba la tercera revisión cuando la chica del caño apareció de pronto parada junto a su mesa. Era una casualidad enorme, encontrarse con alguien que acababa de conocer, en una ciudad tan grande, al borde de la última nada. Por un segundo los dos se quedaron inmóviles, señalándose con un dedo. “¿Saupol?”, dijo la chica. “¿Sabés quién soy?”, dijo él. “Sí, claro, lo leí anoche en tu documento. ¿Llegaste bien? Cuando te dije que me llamaba Mara recordaste el nombre del hotel, Maralo. El barman y yo te subimos a un taxi. Bueno, me voy a comer algo”.

Saupol hizo ademán de levantarse para ir con ella, pero enseguida se dejó caer de nuevo sobre la silla, en parte por el alcohol, que todavía llevaba los remos, y en parte porque advirtió que el comentario de Mara no era necesariamente una invitación.

“Acá estoy”, pensó después, mientras Mara se alejaba. “Otra vez solo, y ahora más que antes”. Qué paradoja, desde que había muerto esta era la primera vez que alguien lo reconocía, aunque ignorase que se trataba de él.

Dejó que un mosquito lo picara en la mano, servida sobre la mesa, y se diera un banquete. Era una jeringa, una jeringa viva, una jeringa alada: con imágenes aun peores que esa había hecho una fortuna. ¿Por qué espantarlo ahora? Con la otra mano alzó cuidadosamente la copa de cerveza; brindó por el insecto, que giró apenas la cabecita para mirarlo, sin dejar de succionar, y la vació de un trago.

La farsa ya se había extendido demasiado; tenía que reaparecer. El problema era cómo. El sentido final de la broma había sido pulverizarlo todo. Sí, el público se agitaría con su historia y pediría a gritos que la escriba mientras él buscaba un lápiz entre las ruinas de su prestigio (y una frase para empezar), pero lo cierto es que había perdido a su mujer y que sus amigos abominarían de su estafa; su mente era un amasijo de imágenes catastróficas. No había tenido nunca una idea, y una simple ocurrencia había bastado para arruinarlo todo. Le quedaba su fortuna, pero ni siquiera entera: Ingrid se llevaría la mitad.

Sufrió un ligero desvanecimiento. Cuando volvió en sí, lo único que había cambiado era la posición del cuerpo: ahora estaba inclinado hacia la izquierda, como a punto de caer. Entraría a la selva, unos metros nada más, lo suficiente para embarrarse, perder el calzado, clavarse unas espinas y salir y decir quién era y lo que había ocurrido. Era lo mejor que podía hacer. Se agarró de la mesa, se enderezó, tomó aire, dejó un billete y le echó un vistazo a la selva al fondo del cuadro: celeste, sin horizonte y llena de vigor. Después cruzó la calle a paso lento.

Fue lo último que no se supo de él.

El escritor comido

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