Читать книгу Estado de Alerta - Sergio Muñoz Riveros - Страница 10

Оглавление

Hijastros de Lenin

“Somos los hijos de Lenin

y a vuestro régimen feroz,

el comunismo ha de abatir

con el martillo y con la hoz”.3

Ingresar a las filas de las Juventudes Comunistas era una especie de bautismo. El acto en que se recibía el carnet de militante era una ceremonia con ciertas resonancias épicas. Allí se decía a los nuevos afiliados que pasaban a formar parte de una falange de combatientes escogidos. En las palabras con las que un dirigente daba la bienvenida a los recién incorporados, había una explícita apelación a la generosidad y al sacrificio. El llamado a la entrega total, sin reparar en los costos personales, resultaba por supuesto impresionante para jóvenes de 16 o 18 años, como era el caso del grupo de estudiantes del que yo formaba parte. Sentíamos que nos estaba reservada una alta misión.

Han elegido ustedes, se decía a los nuevos militantes, un camino que demanda entrega, y deben estar dispuestos a subordinar los intereses personales a los intereses colectivos. El hecho de compartir una lucha que no cualquiera escogía sentaba las bases de un fuerte sentido de pertenencia y, por ende, del pacto de fraternidad que debía unirnos en todo momento y cualesquiera que fueran las dificultades.

Ser comunista era ser distinto. No habíamos ingresado a una organización política como las otras. Éramos de otra madera. Incluso sentíamos el recelo de los demás por serlo, pero ello, en lugar de desalentarnos, nos reafirmaba en nuestra opción desafiante. Ser distintos significaba estar preparados para defender tal condición en el círculo más cercano; en primer lugar, la familia. Algunos de mis camaradas de promoción provenían de hogares de tradición comunista, cuyos padres incluso habían sido perseguidos bajo el gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952). Mi caso era diferente. Provenía de una familia católica, sin vínculos con partido alguno, y a cuyos miembros la sola mención del comunismo les provocaba el mismo efecto que a la mayoría de la gente: rechazo instintivo. Debí enfrentar, pues, ese rechazo, y recurrir a los mejores argumentos posibles para sostener mi posición, no sin cierta soberbia ante lo que consideraba la incapacidad de mis familiares para acceder a la verdad. La discusión más dura era, ciertamente, la provocada por mi vehemente defensa del ateísmo, que yo consideraba consubstancial a la manera racional de entender el mundo.

Credo

El descubrimiento del marxismo fue como un relámpago interior. Parecía que se iluminaban por fin las regiones más profundas de la realidad. Presentado en su versión rusa como la quintaesencia del saber, nos daba la sensación de que observábamos el país y el mundo desde una posición superior. Era una nueva fe, que nos dispusimos a asimilar con fervor y rigor. Había que dejar atrás los viejos conceptos sobre casi todo, e impregnarse de la ideología revolucionaria, aprender a mirar las cosas “desde el punto de vista de clase”.

El Partido Comunista era el partido de los perseguidos. Venía emergiendo de la clandestinidad en la que permaneció entre 1948 y 1958, como consecuencia de la aplicación de la Ley de Defensa de la Democracia por parte del gobierno de González Videla, y tenía para jóvenes como yo el aura de los que han sufrido por sus ideas. Razonábamos así: si los comunistas son tratados como los primeros cristianos y soportan pruebas tan duras por sus convicciones, deben tener mucha razón.

¿Qué nos impulsaba a asociarnos con este partido? El sentimiento de que representaba la posibilidad de terminar con la desigualdad social y construir un orden más justo. Pensábamos que, si Pablo Neruda y otras figuras de la cultura habían optado por el comunismo, debían tener sólidas razones. La lectura del Manifiesto Comunista, de Marx y Engels (1848) me había deslumbrado, y contribuyó a la decisión de convertirme en militante. En sus páginas parecían estar las claves para interpretar los conflictos sociales y darles una solución radical: la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción. ¿Cómo no adherir a un proyecto que proclamaba el objetivo de la igualdad y el fin de las injusticias que veíamos a diario?

El partido se fue convirtiendo en una figura de autoridad incontrarrestable. De alguna manera, venía a llenar la necesidad que teníamos, después de alejarnos de las creencias religiosas, de contar con un nuevo centro ordenador de lo bueno y lo malo. Para mí, además, venía a ser la representación del padre que no tenía, lo cual me dispuso al acatamiento de sus normas casi sin resistencia. La militancia se fue convirtiendo en una segunda piel, una forma de identidad con la que nos instalábamos en el mundo de una manera que no dejaba espacio a las dudas. Una especie de armadura para enfrentar cualquier batalla.

Primera prueba militante: salir el domingo a vender por las calles el diario El Siglo, órgano del partido. Tuvimos que dejar a un lado nuestros remilgos para convertirnos en suplementeros por algunas horas. Recorrimos un barrio popular sin saber cómo seríamos acogidos, cada uno con varios diarios bajo el brazo, pero mudos, sin atrevernos a sacar la voz. Un compañero más experimentado nos alentó a imitarlo: “El Siglo, lea El Siglo, el diario de los trabajadores”. Los novatos nos moríamos de vergüenza, pero no queríamos salir derrotados en la primera batalla. Alguna gente nos ponía mala cara, otros nos miraban sorprendidos, pues se notaba que ese no era nuestro oficio. De repente, se nos acercaba algún simpatizante del partido que nos compraba un ejemplar y nos alentaba. Caminamos mucho ese domingo y nos demoramos en vender los diarios. Aguantamos más de un insulto: “¡Váyanse a Rusia!”. Finalmente, cumplimos la tarea. Nos felicitó el instructor.

Escuela de rigor

La militancia en las filas comunistas fue moldeando nuestra manera de ser. Por encima de las diferencias individuales, había un cierto modelo de comportamiento que tratábamos de asimilar. Los comunistas, se nos decía, no debemos perder jamás de vista cuál es nuestra responsabilidad histórica (y la historia era como una madrastra que nos tiraba las orejas si no obedecíamos). Teníamos una misión que cumplir, y a eso debía subordinarse todo lo demás: nuestros intereses, gustos, aficiones, etc. Debíamos ser rigurosos y disciplinados, porque allí radicaba la clave del triunfo que un día alcanzaríamos.

El modelo de conducta era, por supuesto, Vladimir Ilich Lenin. En su biografía, se destacaba el distanciamiento de los placeres mundanos y la dedicación a la causa del proletariado. Lenin era descrito como el representante de un cierto puritanismo que, se suponía, era el núcleo de la moral revolucionaria, en lucha contra la “degeneración burguesa”. Hasta respecto de las relaciones amorosas y el sexo había prescripciones de Lenin, expresadas en una polémica con la dirigente alemana Clara Zetkin, defensora de los derechos de la mujer. En esa ocasión, Lenin rechazó el criterio de que tener relaciones sexuales fuera como beber un vaso de agua. A nadie le agrada, advertía, beber en el mismo vaso que ya ocuparon otros. En este punto, todos sentíamos que la estrictez recomendada chocaba con los imperativos de la biología.

En los textos de Lenin, aprendimos a ser intransigentes para enfrentar a “la burguesía”, pero aprendimos también a combatir a los que, de uno u otro modo, obstaculizaban la marcha del pueblo: trotskistas, socialdemócratas, vacilantes, oportunistas de izquierda y de derecha, reformistas, etc. El himno de las Juventudes Comunistas proclamaba que éramos los hijos de Lenin, aunque más bien éramos hijos adoptivos, hijastros en realidad, si se tiene en cuenta cuán lejanos resultaban los elementos rusos en nuestro ambiente cultural.

La cabeza disciplinada

La ideología comunista nos inspiraba una mezcla de respeto y temor, un sentimiento parecido al provocado por la religión. El misterio de la revelación a través de la fe se había transmutado en el misterio de la revelación a través del “socialismo científico”. El marxismo-leninismo se nos presentaba como una construcción teórica que ponía definitivo orden en nuestras cabezas.

En los clásicos del marxismo veíamos una incitación a descubrir la cara oculta de la realidad. Sus obras nos alentaban a desembarazarnos de las supersticiones, presentes en el sentido común tradicional. Sentíamos que se había aguzado nuestra visión crítica de la sociedad burguesa y sus instituciones. Ahora nos dábamos cuenta de que la democracia formal era solo un artificio que ocultaba la desigualdad social y los abusos de una minoría poseedora frente a una mayoría desposeída. Repetíamos, entonces, que la democracia que había en Chile era, en buenas cuentas, una cortina de humo de los dueños del capital para mantener sus privilegios. Empujados en alguna polémica estudiantil a definirnos frente al valor de la libertad, repetíamos las preguntas de Lenin: ¿Libertad para qué? ¿Democracia para quiénes? De ese modo, descolocábamos a los contradictores y adoptábamos una actitud de superioridad. Entonces, lanzábamos la pregunta definitiva: ¿De qué les sirve la libertad a quienes se mueren de hambre? Habíamos aprendido los secretos de la dialéctica, ese método de razonamiento que, según el personaje de una novela de Jorge Semprún, es “el arte y la manera de caer siempre de pie”.

En la organización juvenil comunista aprendimos a trascender nuestros pequeños mundos y a mirar más lejos. Una idea fundamental pasó a condicionar nuestra visión de la realidad: el mundo era el escenario de una gran batalla en la que no había lugar para los neutrales. Había que elegir. Ser yunque o ser martillo, había dicho el comunista búlgaro Jorge Dimitrov.

La guerra civil española de 1936-1939 era vista por nosotros con los ojos de los republicanos derrotados, sobre todo los comunistas. Aprendimos sus canciones e hicimos nuestros sus dolores, sus mitos y sus odios. De acuerdo a su relato, la historia se resumía en las iniquidades del bando nacional, liderado por Francisco Franco, y el heroísmo de los luchadores comunistas, cuya figura legendaria era Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Desconocíamos entonces los orígenes de aquella tragedia, la combustión de las intolerancias que terminó por envolver a ese país en un inmenso torbellino de muerte. Ignorábamos que aquella república había atizado las pugnas sectarias y que, de ese modo, había cavado su propia tumba. Ignorábamos también que la diferencia entre el bando nacional y el bando republicano había radicado en que los republicanos también se mataban entre ellos.

Pasaron muchos años antes de que yo leyera la novela San Camilo, 1936, de Camilo José Cela, que trata de las muchas vidas que destrozó la guerra civil. La obra está dedicada a los jóvenes de ese tiempo, “todos perdedores de algo, de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia”. No la dedica, en cambio, “a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado velas en nuestro propio entierro”.

Raíces

A diferencia de la mayoría de los partidos comunistas latinoamericanos, el PC de Chile había llegado a ser una fuerza con influencia real en la sociedad gracias a que su mensaje político intentaba ir más allá de los manuales. Aunque sus símbolos, ritos y lenguaje respondían al modelo soviético, se esforzaba por acentuar sus señas nacionales de identidad.

El PC no surgió como la sección chilena de la Tercera Internacional, la organización mundial comunista que era dirigida desde Moscú. Podía exhibir con orgullo una historia anterior a la Revolución de Octubre, que se remontaba a las primeras expresiones de organización obrera a fines del siglo 19. Su certificado de nacimiento (en 1912, con el nombre de Partido Obrero Socialista) no estaba traducido del ruso. En rigor, respondía a la maduración de ciertas ideas anarcosindicalistas y socialistas en el seno del proletariado, especialmente entre los mineros.

El fundador del PC, Luis Emilio Recabarren (1876-1924), es una figura interesante en varios sentidos. Obrero tipógrafo, ayudó a fundar mancomunales obreras, sindicatos, grupos de teatro, publicaciones, a las que buscó dotar de un fuerte sentimiento de dignidad proletaria. Se extendió así el orgullo de clase en amplios sectores de trabajadores, que se tradujo en la idea de que la conquista de mejores días solo dependía de su propia lucha. Recabarren fue un educador social que incluso difundió ciertas lecciones de buen vivir: respeto por la familia, rechazo del alcoholismo, responsabilidad en el trabajo, compañerismo, interés por aprender, etc. Entendía que los trabajadores debían elevar su nivel cultural para defender eficazmente sus derechos y tener voz propia en la vida nacional.

La consolidación del PC como fuerza política en las primeras décadas del siglo 20 corrió a la par con el desarrollo del movimiento sindical, de lo cual fue un hito la fundación de la Federación Obrera de Chile, de la que Recabarren fue presidente entre 1917 y 1921. Sin la lucha de los sindicatos obreros es probable que las condiciones de vida y de trabajo del proletariado no hubieran mejorado entonces. La lucha reivindicativa favoreció, además, la comprensión de la “cuestión social” por amplios sectores.

Vanguardia

Cuando los dirigentes del PC hablaban de la clase obrera en los años 60, no aludían, como en otras partes, a una entelequia ideológica, sino que se referían a un movimiento real, con determinadas tradiciones de organización y estilos de acción, que a esas alturas se expresaba en la existencia de la poderosa Central Única de Trabajadores (CUT), fundada en 1953, en la que el PC gravitaba decisivamente. Así, los jóvenes militantes constatábamos en la realidad el mensaje que atribuía a la clase obrera la condición de vanguardia de la lucha por la nueva sociedad. Habíamos unido, pues, nuestro destino al de esa clase que, al emanciparse, liberaría a toda la humanidad.

Al ingresar a la Internacional Comunista en 1929, el PC trató de dejar atrás lo que consideraba su prehistoria, con el fin de asimilar el modelo leninista de partido. Es lo que se conoce como el proceso de bolchevización. El esfuerzo se encaminó a construir un partido de férrea disciplina, ideológicamente monolítico, intransigente con los enemigos de clase, para lo cual debía desprenderse de la herencia de Recabarren, quien hasta había cometido el pecado de hablar de patriotismo. El partido stalinizado debía actuar con astucia y flexibilidad táctica, pero teniendo muy claro que su misión principal era prepararse para la toma del poder y establecer a continuación la dictadura del proletariado. En los años 30 y 40, los cuadros del PC memorizaron como un catecismo el texto Cuestiones del leninismo, de José Stalin.

En los años 50, el PC trató de superar el sectarismo de las primeras décadas. Su arraigo en los centros mineros e industriales le permitió sintonizar con la realidad que allí existía, y sus métodos de acción buscaron estar en correspondencia con la vida de los trabajadores. El reivindicacionismo pasó a impregnar profundamente su manera de hacer política. El principio de la lucha de masas se convirtió en el ABC de su estrategia, con lo cual estableció una nítida diferencia con las concepciones anarquistas o basadas en el terrorismo. En 1958, fue un pilar de la segunda campaña presidencial de Salvador Allende.

Expansión

El PC creció significativamente en los años 60. Había instalado sedes públicas en todo el país, publicaba un diario de circulación nacional y una revista teórica. En la elección parlamentaria de 1961, eligió 16 diputados y 4 senadores. Son los años del “deshielo” en la URSS, bajo la inspiración de Nikita Jruschov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), lo que generó un ambiente de liberalización en ese país que se extendió a las naciones sovietizadas de Europa del Este y también a los PC del resto del mundo. El XX Congreso del PCUS, efectuado en 1956, en el que Jruschov develó una parte de los crímenes del stalinismo, favoreció la flexibilización de las formulaciones estratégicas y tácticas de los partidos comunistas en cuanto a las vías para avanzar al socialismo.

En ese contexto, el PC de Chile fue decantando la llamada “vía no armada”, perspectiva que calzaba con las libertades y la tradición electoral que existían en Chile. ¿Se trataba solo de una táctica para obtener reconocimiento, y optar luego por la acción directa? Los militantes no lo sentíamos de ese modo. La actividad dentro de la legalidad había ido creando una cierta mentalidad de compromiso con ella y de confrontación con el jacobinismo revolucionario. En varios congresos, el discurso oficial insistía en que las libertades y los derechos de que gozaba el pueblo no eran un regalo de las clases dominantes, sino una conquista de muchas batallas. En una oportunidad, Luis Corvalán, secretario general del PC, fue más lejos y dijo que “la democracia burguesa no es solo burguesa, puesto que tiene también la impronta de las luchas populares”.

Verano de 1964. Bajo la lluvia de Osorno, vamos recorriendo caseríos y pequeños poblados, con una fe inconmovible en la victoria de Salvador Allende, candidato presidencial por tercera vez. Comiendo lo justo, durmiendo donde fuera, tenemos la tarea de formar comités de apoyo y recoger adhesiones en una zona que pronto visitará el candidato. Pequeños actos con canto y baile, y después el mensaje: somos los allendistas y queremos un gobierno del pueblo para terminar con las injusticias.

Hoy tenemos que partir a otro pueblo. Hay que arreglar las mochilas, conseguir transporte, algo de comida, no olvidar la pintura y los folletos. Nos corresponde ir temprano a esperar al candidato al límite de Osorno y Valdivia, y luego acompañarlo a cuatro actos que tendrá durante el día, hasta culminar por la noche con la entrada triunfal en la ciudad de Osorno. El candidato parece haber estado toda su vida en campaña, y no da muestras de cansancio. Vamos en un camión que encabeza la caravana, anunciando con un megáfono que ya se acerca el candidato. Mucha gente sale al camino con banderas, miles de osorninos están en las calles esa noche. Llegamos a la Plaza de Armas y se unen todas las voces: “Allende, Allende, Allende solo Allende”. La emoción colectiva se desborda, y nosotros sentimos que el cansancio puede ser dulce.

Seguir adelante

En 1964 conocimos por primera vez cuán amarga podía ser la derrota. El candidato de la Democracia Cristiana, Eduardo Frei Montalva, apoyado por los partidos Conservador y Liberal, triunfó por mayoría absoluta, con el 56,09% de los votos. Allende obtuvo el 38,93%, y eso, se decía, daba a la izquierda una base sólida para el futuro. Se acrecentó la ilusión de que, en algún momento, llegaría nuestra oportunidad.

En los años siguientes, se estableció una dura disputa con los jóvenes democratacristianos en la universidad respecto de quiénes eran más avanzados en las propuestas de cambio social, quiénes estaban dispuestos a ir más lejos en la lucha contra la pobreza y la injusticia, si los reformistas como ellos o los revolucionarios como nosotros. La voz de los jóvenes conservadores o liberales casi no se escuchaba, o no queríamos escucharla.

Entre los jóvenes de izquierda no estaba en duda que la revolución era mejor que las reformas, que el salto era superior al avance paulatino. El eje de tal razonamiento era que la sociedad tenía fallas estructurales que solo podían corregirse con una operación drástica. Eran los años de la Revolución Cubana, y ello aportaba una oleada de optimismo sobre la posibilidad de hacer cambios en la dirección del socialismo, una palabra en la que bullía el sueño de la justicia por vía rápida. El debate, entonces, se reducía a las formas de la revolución.

Un componente fundamental de la cultura izquierdista era la definición del imperialismo norteamericano como enemigo principal de los pueblos. Había que concentrar allí todos los fuegos, puesto que no podía concebirse un camino de progreso sino a partir del enfrentamiento del poder de EE.UU. en toda la línea, tal como lo indicaba la experiencia cubana. En consecuencia, un programa genuinamente revolucionario debía atacar los intereses norteamericanos.

El discurso de entonces le echaba la culpa de todos o casi todos los males del subdesarrollo latinoamericano a la presencia del capital extranjero en la economía, específicamente la explotación de las materias primas de nuestros países por parte de las empresas norteamericanas. No se reparaba en la otra cara de la medalla, esto es, que las inversiones norteamericanas habían significado también desarrollo económico, puestos de trabajo, progreso tecnológico. ¿Era posible imaginar la vigorosa industria cuprífera surgida en Chile, clave para los ingresos del Estado, sin los capitales y la tecnología que llegaron desde EE.UU.?

Contra el imperio

El punto clave del esquema de análisis de la izquierda latinoamericana era que EE.UU. se había convertido en una potencia colonial que había reemplazado a España y Portugal e impedía que nuestras naciones fueran verdaderamente independientes. Era necesario, por lo tanto, llevar a cabo una lucha semejante a la impulsada en el siglo XIX para poner fin al dominio de los antiguos imperios. El ingreso de capitales era la punta de lanza de EE.UU. para someter a la región.

En realidad, en la política de los gobiernos norteamericanos hacia América Latina había no pocos elementos que podían englobarse dentro de la noción de imperialismo. Abundaban los casos de intervención desembozada -con invasiones de marines y financiamiento de golpes de Estado incluidos-, pero la ideología no dejaba ver las complejidades de una sociedad como la norteamericana, las diferencias entre un gobierno y otro, o la posibilidad de tomar del desarrollo de ese país todo aquello que pudiera favorecer nuestro propio progreso.

Eran los años de la agresión norteamericana a Vietnam, y nuestra generación se sintió profundamente conmovida por ese caso brutal de política imperialista de la mayor potencia del mundo contra un pueblo cuya resistencia estremeció a todos. Por Vietnam, marchamos de Valparaíso a Santiago, efectuamos asedios nada pacíficos a la embajada norteamericana en Santiago y hasta hicimos una campaña en el Instituto Pedagógico para enviar plasma sanguíneo al pueblo vietnamita.

En aquellos días, no faltaban los motivos para que el sentimiento antinorteamericano se convirtiera en programa político. El problema eran las simplificaciones, en particular la incapacidad para entender que nuestras febles economías necesitaban asociarse con una economía de vanguardia como la de EE.UU., y que lo esencial era defender la independencia nacional sin bloquear las posibilidades de desarrollo.

Éramos idólatras del cambio social. Dábamos por descontado que siempre ese cambio sería para mejor. No nos deteníamos a considerar los antecedentes concretos de la evolución histórica de nuestro país. ¿Cómo había llegado Chile a ser un país con universidades de estimable nivel? ¿Cómo podían funcionar empresas que demandaban una alta tecnología, como la minería del cobre, la siderurgia, la industria electrónica? No relacionábamos los datos de la realidad con los esquemas del cambio de estructuras en un sentido anticapitalista. En aquellos años, escuchar a un joven de derecha sostener que la tradición podía ser merecedora de respeto y que, a lo mejor, era conveniente conservar ciertas cosas, era como escuchar a un extraterrestre.

Por los anchos jardines de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en Macul, veo avanzar a un muchacho movido por la fe. Camina de prisa hacia una reunión. Lleva, como de costumbre, el diario del partido bajo el brazo. Tiene, por cierto, intereses y gustos personales, pero no está en condiciones de darles espacio porque debe atender asuntos urgentes que se relacionan con la suerte de la humanidad. Al lado de eso, tienen poca importancia las clases de literatura española medieval. Lo primero es llevar el paso de la época. A todas luces, ese muchacho no tiene otros planes que dedicarse a la causa en cuerpo y alma.

Cambiar la universidad

En 1967 y 1968 sentimos que nuestras consignas adquirían la capacidad de incidir en la realidad. El movimiento por la reforma universitaria produjo en nuestra generación una sensación parecida a la embriaguez. En el imaginario de los universitarios comunistas, socialistas, miristas, la ocupación de las escuelas venía a ser un anticipo de la toma del poder por el pueblo. Nuestro Palacio de Invierno fue la casa central de la Universidad de Chile, donde tuvimos que pactar con los “mencheviques”, es decir, los jóvenes democratacristianos.

El proceso de cambios en las universidades removió las aguas demasiado tranquilas del mundo académico (la torre de marfil, se decía). La reforma introdujo la participación de todos los estamentos en la toma de decisiones, con más de alguna exageración. Planteó también la necesidad de democratizar el ingreso desde el punto de vista socioeconómico. Pero, sabíamos muy poco sobre la especificidad de la función universitaria. La incorporación de los académicos al movimiento nos ayudó a conocer un poco más la realidad de una institución cuya complejidad no alcanzábamos a percibir. Lo más productivo fue el proceso de revisión de los planes y programas de formación dentro de cada facultad y cada escuela.

La reforma incluyó no pocos abusos. La idea de refundar la universidad era, sin duda, un exceso propio de esos días, en que estaba entablada una competencia política por quién iba más lejos. La verdadera transformación de la universidad, su puesta al día, no era algo que pudiera resolverse en asambleas; las políticas de investigación y docencia no podían decidirse a gritos; el gobierno universitario no se podía definir en términos partidistas ni haciendo votar a los estudiantes para elegir rector o decano. Como se demostró después, los cambios perdurables en la universidad y en el país no podían ser fruto de la imposición.

Vivimos esos años inflamados de entusiasmo, creyendo que había llegado el momento de apurar el tranco, porque así lo exigía la marcha de la historia. No tengo explicaciones satisfactorias para entender ese estado de enajenación que consistía en cumplir los deberes de la militancia incluso a costa de sacrificar la propia individualidad. Pero así fue. El “espíritu de partido” se expresaba hasta en nuestra manera de hablar: usábamos el nosotros para dar a entender que casi nos disolvíamos en el colectivo.

Conciencia escindida

El PC adhería sin reservas a la versión soviética del marxismo, pero a la vez intuía que necesitaba actuar con flexibilidad para ganar influencia en el marco del régimen democrático. No era solo astucia. Había aprendido a valorar la legalidad por haber sufrido la ilegalidad. Allí estaba el núcleo del enfrentamiento con el ultraizquierdismo. Un libro de cabecera de los jóvenes comunistas de entonces era La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo (1920), de Lenin, que criticaba la desviación de izquierda en la política que seguían los comunistas ingleses y alemanes.

En los años 60, el PC demostró perspicacia para apreciar ciertas particularidades de la sociedad chilena, en primer lugar, la estabilidad de las instituciones y la tradición de pluralismo. Se preocupó de acentuar su carácter de fuerza nacional, no exótica, y procuró articular un mensaje que fuera entendido por las capas medias, en el que enfatizaba el objetivo de profundizar los derechos democráticos y satisfacer las necesidades económicas y sociales de la mayoría.

En ese tiempo, muchos artistas e intelectuales ingresaron a las filas del PC, y pusieron sus creaciones y conocimientos al servicio de la causa, lo que permitió que el partido ganara un amplio espacio en el medio cultural. El movimiento de la Nueva Canción Chilena es indisociable de la influencia de numerosos creadores que ingresaron al PC o se sentían muy cercanos: Violeta Parra, Patricio Manns, Víctor Jara, Rolando Alarcón, los conjuntos Quilapayún e Inti-illimani, Osvaldo Rodríguez y muchos otros. En esos años, la evolución del PC chileno guardaba visibles puntos de contacto con la experiencia de los PC de Italia y Francia, que exploraban la posibilidad de transitar hacia un socialismo distinto del soviético, lo que se decantó a fines de los 70 en el fenómeno del eurocomunismo.

El sello de la manera de hacer política del PC en aquel tiempo era el empeño por construir amplias alianzas para que los propósitos revolucionarios llegaran a materializarse. Así, debió bregar en 1969 para que el Partido Socialista aceptara integrar un bloque con el Partido Radical, considerado burgués por algunos sectores socialistas, y con el grupo escindido de la DC que constituyó el Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU). De esa manera surgió la Unidad Popular que, en febrero de 1970, proclamó la cuarta candidatura presidencial de Salvador Allende.

Estado de Alerta

Подняться наверх