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Ética y moral social en la obra dramática de Sergio Vodanovic
Mirada a 40 años de distancia, la llamada Generación Teatral Chilena del 50 (Vodanovic, Díaz, Heiremans, Aguirre, Requena, Wolff, Josseau, etcétera) se vislumbra hoy día, ante todo, como un grupo que quiso poner en tela de juicio a la sociedad y a las personas de su tiempo, a su afán de interrogación respecto de las estructuras recibidas, a la crítica hacia una tradición que se negaban a aceptar, a la aspiración por develar el trasfondo de verdad que se escondía bajo las apariencias. Sus afanes fustigadores estaban en consonancia con la época que se vivía (finales de los años 50 y comienzo de los 60), donde las palabras “cambio” y “crisis” parecían imponerse.
En este panorama, al abogado Sergio Vodanovic Pistelli (1926-2001) le cupo un lugar casi emblemático, porque fue uno de los que mantuvo por más de 20 años de producción una constante línea temática. Sus creaciones se enmarcan habitualmente en un realismo que consigue un equilibrio entre los aspectos sociales y los individuales. Sus personajes poseen un sello muy definido en relación al comportamiento cotidiano, son homologables a la “vida real” y sus personalidades son fácilmente identificables. En este sentido, poseen el perfil característico del realismo sicológico.
Es posible que El senador no es honorable, estrenada en 1952, anticipara ya casi todos los asuntos que desarrollaría en su obra posterior. Solamente el título anuncia el afán crítico respecto de los representantes de la sociedad que aquí se aluden. Su argumento gira en torno a un joven abogado que debe reemplazar a su padre en la carrera política al momento de fallecer aquel. Al poco tiempo, el protagonista descubre que el senador no era ese hombre intachable y limpio que el resto suponía, sino alguien que utilizaba su cargo público para actividades sociales y económicas inescrupulosas.
El conflicto del hijo –suceder a su padre en la vida política, pero también en los dudosos negocios– es más o menos típico a los personajes de Vodanovic: actuar por el bien de la sociedad o aprovechar su posición para el lucro y la satisfacción personal. El pasado es aquí puesto en tela de juicio, aunque no con un afán de ruidosa “modernidad” o de propuesta de nuevas tesis presuntamente revolucionarias, sino al revés: recuperar el ideal que el padre decía defender, retornar al origen de los valores que sustentaron la carrera de un hombre público. Otra característica de la dramaturgia de Vodanovic que aquí se bosqueja, y que después desarrollará en diferentes registros expresivos, es la progresiva revelación de una realidad, el desnudamiento de verdades ocultas que, más allá de un simple misterio policial, constituyen la mirada sobre el auténtico rostro de los personajes, despojados ya de las indumentarias que los cubren.
Su metáfora más clara es el sacarse las ropas, como ocurre en la trilogía Viña (1964), subtitulada, precisamente, Tres comedias en traje de baño. Ahí, el intercambio de trajes, el striptisse y la levedad veraniega son alegorías del auténtico carácter que esconden los protagonistas bajo su sólida fachada: falsedad, inseguridad, vacuidad.
De esas tres obras breves, El delantal blanco –incluida en este volumen– es la que más se acerca al tono “comedia” propuesto en su subtítulo. Se relata ahí la historia de una señora y su empleada que descansan en la playa. La primera es una mujer orgullosa y pedante que hace ostentación de su clase social. La sirvienta, en cambio, es tímida y servicial y no oculta su modesto origen. Como un juego, la señora le propone intercambiar sus ropas y así demostrar que, a pesar de los atavíos, su linaje aristocrático será siempre un sello de identidad. Pero, al revés de lo que pensaba, la sirvienta ocupa su lugar con total propiedad, mientras que ella es confundida con aquella empleada a la que humillaba y es sacada del lugar cuando proclama su auténtica condición. El carácter risible y hasta caricaturesco de este suceso pretende revelar que la presunta alcurnia de la patrona no es tal, que únicamente su ropaje exterior es el que le confiere su condición social, que debajo de aquello externo no se esconde nada que la diferencie de su sirvienta, solo una persona vaciada de humanidad.
Sin embargo, es probable que la mayor expresión de dicha desnudez –que expone sus auténticas miserias– se encuentre en la obra Perdón... ¡Estamos en guerra! (1966), una mezcla de comedia y drama, definitivamente subvalorada en la producción de Vodanovic. Ahí se cuenta la historia de un pueblo ocupado por los invasores en tiempos de guerra. En él solo hay viejos y mujeres, los que viven angustiados sin comida ni bebida. Deciden entonces montar un cabaret a través del cual obtendrán información del enemigo y adquirirán provisiones, que son el importe por asistir a las funciones. La idea nace como un ideal patriótico para ayudar a los aliados, pero a medida que la acción avanza, su objetivo se desvirtúa y refleja las verdaderas intenciones de los protagonistas; las mujeres, al principio reticentes para desvestirse en público, después se pelean entre ellas por hacerlo. Su inicial pudor y moralidad se convierten en vanidad. Así, en Perdón... ¡Estamos en guerra!, las mujeres “patrióticas” van dejando sus prendas graciosamente en el escenario creado para los enemigos. Método teatral y tema dramático, la desnudez está asociada a otra, una especie de “desnudez del espíritu” o quedar en evidencia, que es la alegoría de la revelación de las apariencias.
Carátula de videograbación, dirigida por Naum Kramarenco en 1961.
Lejos, la obra más polémica y exitosa de Vodanovic fue Deja que los perros ladren, estrenada en 1959, que capturó las inquietudes del momento, porque estaba inserta dentro de la voluntad crítica volcada en una familia: el microcosmos de padres e hijos se resentía de los acontecimientos que estaban afectando a casi toda la sociedad chilena. En ella, Esteban, el jefe del Departamento de Salubridad de un Ministerio, actuó siempre conforme a sus convicciones y a lo que su conciencia le dictaba, sin ocupar jamás su puesto para beneficio personal. Pero en un momento su amigo, el Ministro, le obliga a firmar un decreto que supone la clausura inmediata de un periódico opositor. Si no lo hace, sobre Esteban pesa la amenaza de quedar cesante.
Accede entonces el protagonista a dicho cierre y a partir de allí se enreda en una trampa de negociados, arreglos y componendas, y donde el Ministro es un hábil jugador. Así, el protagonista conoce la verdadera cara que se oculta tras la fachada, los auténticos “pilares de la sociedad”, según diría Ibsen, un autor que sin duda influyó en Vodanovic. Aquí, una sociedad descompuesta ha traicionado los ideales de Derecho, Ley y Moralidad sobre los que fue fundada.
Deja que los perros ladren cimentó su celebridad, por apelar a una situación nacional que el autor miró con ojos críticos: la pérdida de los ideales de una generación intelectual que hacia 1940 conquistó el poder a través del Frente Popular. Ellos, los jóvenes de entonces, propusieron y llevaron a cabo una modernización nacional basada en el Estado de Compromiso, donde Chile logró un desarrollo económico y social gracias al apoyo estatal.
Parecida reflexión se advierte en Nos tomamos la universidad (1969), basada en un suceso chileno auténtico ocurrido en 1967, cuando un grupo de estudiantes de la Universidad Católica se apoderó de su sede central, con el objeto de presionar a las autoridades académicas para que se efectuara la tan anhelada Reforma. Aunque tales cambios efectivamente se realizaron, la mirada de Vodanovic es desencantada: cuando los estudiantes han triunfado en su movimiento, el grupo organizador se une a la mediocridad que aún sigue en poder, consigue cargos académicos y renuncia blandamente a los principios por los que ayer luchaba, traicionando a los jóvenes que en la base lucharon por los cambios.
Un personaje clave de la obra es Arnaldo, estudiante ya mayor. Con él, Vodanovic representa lo que ve como las progresivas “traiciones históricas” de los gobiernos chilenos desde 1940 en adelante. El padre de Arnaldo fue un luchador del Frente Popular, aunque el hijo sabe que solo lo hizo para conseguir un cargo en el gobierno, esperanzas que se frustraron a lo largo de los años. Incluso Arnaldo vio llegar a la Democracia Cristiana al poder en 1964, y al poco tiempo se desencantó. Él sigue peleando en una mezcla de ingenuidad y misticismo, y con métodos casi infantiles por algo que en el fondo sabe que está perdido. Se aferra casi como un adolescente a los ideales juveniles, aunque intuye que con los años serán disueltos. Le dice a uno de sus compañeros de toma: “¿Sabes lo que a todos nos espera en un par de años más? Seremos profesionales, saldremos de la universidad. ¿Para qué? Para integrarnos a la sociedad, a esa sociedad que ahora nos parece hipócrita, injusta, podrida. Y principiaremos a ganar dinero; tendremos autos, casas, hijos... ¡Y habrá que defender todo eso! Entonces, entonces recordaremos esta toma como una aventura juvenil, idealista”. Arnaldo se queda, entonces, enredado en estas luchas universitarias y no hace lo que todo el mundo, por el terror a contaminarse, por el miedo a perder esos sueños.
En este sentido, la visión del autor es que cuando se impone una tesis, cuando un movimiento gana sus propuestas, este triunfo llevará aparejada, necesariamente, la corrupción y la deslealtad al ideal que los inspiró. De ahí que en estas obras las luchas de los protagonistas sean individuales, personajes prácticamente solitarios que se marginan y cuyo mensaje queda agitándose como una acusación al colectivo que se acomodó a las formas de uso. Aquí ocurre lo mismo que en Perdón... ¡Estamos en guerra!, donde Sergio, uno de los organizadores del cabaret, es el único que tiene lucidez respecto de las verdaderas intenciones que animan a quienes representan la oficialidad. En toda esta maraña de componendas e hipocresías, solo parecen salvarse algunos personajes puros, pero que al final son siempre sacrificados.
Con los años, Sergio Vodanovic acogió nuevas modalidades de producción a las cuales la mayoría de sus compañeros de generación se resistieron: el dramaturgo como “aportador de textos” para que fueran trabajados por un colectivo (Nos tomamos la universidad y ¿Cuántos años tiene un día?, con Ictus, en 1978), aunque ya en los años 80 se vio avasallado por fórmulas teatrales lejanas a la modalidad del realismo sicológico que él había cultivado. Escribió, aunque sin estrenar, Nosotros, los de entonces (1974), El gordo y el flaco (1992) y Girasol (2000). En todas ellas se vuelven a plantear sus temas característicos, todavía de permanente actualidad.
Juan Andrés Piña