Читать книгу Retiro - Serguéi Dovlátov - Страница 8

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A mediodía llegamos a Luga. Nos detuvimos en la plaza de la estación. La guía cambió su tono sublime por uno algo más terrenal:

—Ahí, a la izquierda, está el área de servicios…

Mi vecino se levantó interesado:

—¿A qué se refiere? ¿Al retrete?

El individuo había venido torturándome durante todo el viaje: «¿Agente blanqueador de tres letras?… ¿Artirodáctilo al borde de la extinción?… ¿Esquiador de origen austriaco?…».

Los turistas salieron a la plaza inundada de luz. El conductor cerró la puerta y se puso en cuclillas junto al radiador.

La estación… Un edificio amarillento y sucio, con columnas, un reloj, unas letras parpadeantes de neón descoloridas por el sol…

Crucé el vestíbulo, donde había un puesto de periódicos y unos macizos contenedores de cemento. Descubrí la cantina por pura intuición.

—Persónense ante el camarero —indicó la cajera con desinterés.

Un sacacorchos se balanceaba sobre su busto abatido.

Me senté junto a la puerta. Un camarero con enormes patillas de fieltro apareció algo después.

—¿Qué desea?

—Deseo —le dije— que todo el mundo sea bondadoso, modesto y amable.

El camarero, seguramente harto de la inagotable diversidad de la vida, guardó silencio.

—Deseo cien gramos de vodka, una cerveza y dos bocadillos.

—¿De qué?

—De mortadela, mismamente.

Saqué los cigarrillos y me puse a fumar. Las manos me temblaban de manera indecente. «A ver si no se me cae el vaso…». Para acabar de arreglarlo se instalaron a mi lado dos damas de aspecto distinguido. Parecían de nuestro mismo autobús.

El camarero trajo una garrafita, una botella y dos bombones.

—Los bocadillos se han acabado —dijo en un tono impostadamente trágico.

Pagué la cuenta. Tomé el vaso y volví a dejarlo en la mesa al instante. Las manos me temblaban como a un epiléptico. Las viejas me examinaron con aprensión. Traté de esbozar una sonrisa:

—Mírenme con cariño…

Las viejas se estremecieron y cambiaron de mesa. Oí algunas observaciones críticas poco articuladas.

«Qué se jodan», pensé. Apuré el vaso, sujetándolo con ambas manos. Luego desenvolví aparatosamente uno de los bombones.

Empecé a sentirme mejor. Una engañosa sensación de bienestar pareció brotar en mi interior. Me guardé la botella de cerveza en el bolsillo. Luego me levanté casi tirando la silla. O para ser más precisos, el taburete de aluminio. Las viejas seguían examinándome, cada vez más asustadas.

Salí a la plaza. La verja del jardín estaba cubierta con unas planchas de tableros combados. Los diagramas auguraban una excelente provisión de carne, lana, huevos y demás artículos íntimos en un futuro no muy lejano.

Los hombres fumaban cerca del autobús. Las mujeres se acomodaban, alborotadas. La guía saboreaba un helado a la sombra. Me dirigí a ella:

—¿Qué le parece si nos presentamos?…

—Aurora —dijo, tendiéndome una mano pringosa.

—Como el acorazado. Qué asombrosa coincidencia —dije—. Yo me llamo Crepúsculo. Como el submarino nuclear.

La muchacha no pareció molestarse.

—Todo el mundo hace chistes con mi nombre, estoy acostumbrada… ¿Le pasa algo? Está rojo.

—Le aseguro que lo estoy solo por fuera. Por dentro soy demócrata constitucional.

—En serio, ¿se encuentra mal?

—Bebo en exceso… ¿Le apetece una cerveza?

—¿Por qué bebe? — preguntó.

¿Qué le iba a decir?

—Es un secreto —balbuceé—. Una especie de enigma.

—¿Ha decidido trabajar una temporada en la reserva?

—Así es.

—Me di cuenta enseguida.

—¿No me irá a decir que tengo pinta de filólogo?

—Iba acompañado por Mitrofánov, un especialista en Pushkin, un erudito. ¿Lo conoce usted bien?

—Mantengo ciertas relaciones… —respondí— con su lado oscuro.

—¿Cómo?

—Nada, no tiene importancia.

—Lea a Gordin, Shchiógolev, Tsiavlóvskaya… Las memorias de Kern1… Y algún folleto divulgativo sobre los perniciosos efectos del alcohol.

—Verá usted, he leído muchísimo sobre los perniciosos efectos del alcohol… Así que he decidido dejarlo. Para siempre. Dejar de leer, quiero decir…

—No se puede hablar con usted.

El chófer miró en nuestra dirección. Los excursionistas ocuparon sus asientos.

Aurora acabó con el helado y se limpió los dedos.

—En verano —dijo ella— la paga es buena. ­Mitrofánov gana cerca de doscientos rublos.

—Que son doscientos rublos más de lo que se merece…

—¡Ah, encima es usted malo!

—Y cómo no serlo…

El chófer tocó el claxon dos veces.

—Vamos —dijo Aurora.

El autobús, un confortable modelo salido de las factorías de Lvov, estaba abarrotado. Los asientos de calicó abrasaban. Los visillos amarillentos hacían más intensa la sensación de bochorno.

Me dediqué a hojear los diarios de Alekséi Vulf2. Se hablaba de Pushkin en tono amistoso, a veces condescendiente. Siempre ocurre lo mismo: la excesiva cercanía impide valorar adecuadamente las cosas. A todos nos parece evidente que los genios deben tener amigos, pero ¿quién va a pensar que su amigo es un genio?

Me adormilé. En la duermevela me pareció oír algunos chismorreos sobre la madre de Ryléyev3…

Me despertaron al entrar en Pskov. Los muros recién estucados del kremlin solo me produjeron fastidio. Sobre el arco central los diseñadores habían colocado un emblema de forja, feo, de aspecto báltico. El kremlin parecía una maqueta de tamaño desproporcionado.

Había una agencia de viajes local en uno de los laterales. Aurora consiguió certificar algunos papeles y nos llevaron al Hera, el restaurante más elegante del pueblo.

Me encontraba dubitativo: ¿seguir dándole o parar? Si seguía, al día siguiente estaría deshecho. Tampoco tenía ganas de comer… Dirigí mis pasos hacia la avenida. Los tilos susurraban oscura y pesadamente. Hace tiempo que tengo esta convicción: no hay más que quedarse pensativo un instante para recordar algo triste. La última conversación con la mujer de uno, por ejemplo…

—Hasta tu amor por las palabras, ese amor loco, enfermizo, patológico, es falso. Es solo un intento de justificar la vida que llevas. Y llevas una vida de literato famoso sin reunir las más elementales condiciones para llevarla… Con tus vicios, tendrías que ser Hemingway por lo menos…

—¿Eso te parece un buen escritor? ¿No te parecerá Jack London también un buen escritor?

—¡Dios mío! ¡Qué pinta aquí Jack London! Las únicas botas que tengo están empeñadas… Puedo perdonarlo todo. La pobreza no me asusta… ¡Todo, menos la traición!…

—¿A qué te refieres?

—A tu perpetua borrachera, a tu… ni siquiera tengo ganas de decirlo… No se puede ser artista viviendo a costa de otra persona. ¡Es infame! ¡Hablas tanto de nobleza!… Y eres un hombre frío, cruel, astuto…

—No olvides que llevo veinte años escribiendo relatos.

—¿Quieres escribir un gran libro? De cien millones de autores que lo intentan, solo uno lo consigue.

—¿Y qué más da?… Espiritualmente, un intento fallido como ese equivale al más valioso de los libros. Y moralmente, para que te enteres, es incluso más elevado. Porque excluye la remuneración…

—Palabras… Bellas palabras, sin fin… Estoy harta. Tengo una hija de la que soy responsable.

—También yo tengo una hija.

—A la que llevas meses sin hacer caso. Solo somos unas extrañas para ti.

(Existe un momento doloroso en la conversación con una mujer. Estás aportando hechos, razones, exponiendo argumentos. Apelas a la lógica y al sentido común. Y súbitamente descubres que a ella le repugna hasta el sonido mismo de tu voz…).

—No lo hice a propósito… —dije.

Me dejé caer en un banco inclinado. Saqué el bolígrafo y el cuaderno. Al cabo de un rato apunté:

Querida, en los Cerros de Pushkin me hallo.

Sin ti, por aquí todo es fastidio y tristeza.

Vago por estos pagos como perra sin amo

y un miedo horrible el alma me atormenta…

Etcétera.

Mis versos se anticipaban un poco a la realidad. Hasta Púshinskie Gory faltaban todavía unos cien kilómetros.

Entré en una tienda de artículos domésticos. Adquirí un sobre con una efigie de Magallanes. No sé bien por qué, pregunté:

—¿Se puede saber qué ha hecho ahora ese Magallanes?

El vendedor respondió pensativo:

—Puede ser que se haya muerto… O que lo hayan condecorado… Vaya usted a saber.

Pegué el sello, cerré el sobre, lo eché al buzón…

A las seis llegamos a la oficina de turismo, situada en la zona residencial. Dejamos atrás unas colinas, un río, un horizonte vasto recortado por la irrupción del bosque. Resumiendo, un paisaje ruso sin complicaciones. Con esos rasgos peculiares que despiertan en el espectador un sentimiento de inexpresable amargura.

Ese tipo de sentimientos siempre me han resultado sospechosos. En general, la pasión por objetos inanimados me fastidia… (Abrí, mentalmente, mi cuaderno de notas). Hay algo morboso en los numismáticos, en los filatelistas, en los viajeros empedernidos, en los apasionados por los cactos y por los peces de acuario. Me resultan ajenas la infinita paciencia soñolienta del pescador, la infructuosa e infundada valentía del alpinista, la pretenciosa arrogancia del dueño de un caniche real…

Dicen que los judíos miran la naturaleza con indiferencia. En eso consiste uno de los reproches que suele hacerse al pueblo judío. Que carecen, se dice, de una naturaleza propia y que la de los demás les deja ­indiferentes. Podría ser. Por lo visto, en eso se manifiesta el componente judío que llevo en la sangre…

En resumen: que me gustan poco los contemplativos entusiastas. Y que no me fío mucho de sus raptos. Creo que el amor por los abedules está sustituyendo al amor por el ser humano. Y también que funciona como un sucedáneo del patriotismo…

A una madre que está enferma, paralizada, la compadeces y la quieres más, de acuerdo. Pero cantar sus sufrimientos, expresarlos estéticamente, es ruin…

Bueno, dejémoslo.

Llegamos a la zona residencial. Algún idiota había construido los albergues a cuatro kilómetros de la corriente de agua más cercana. Estanques, lagos, un río famoso… y el complejo residencial en el sequero. Las habitaciones disponían de ducha, eso sí. Y —en alguna rara ocasión— de agua caliente…

Entramos en la oficina de turismo. La mujer que nos atendió parecía el sueño de cualquier militar en la reserva. Aurora le pasó la hoja con el recorrido. Firmó y recibió a cambio los vales de comida del grupo. Susurró algo a la exuberante rubia, que me examinó de inmediato. En su mirada se podía advertir una sutil aunque expresiva curiosidad, cierto interés profesional y un indisimulado nerviosismo. Incluso tuve la impresión de que se enderezaba. Los papeles empezaron a moverse de un lado a otro de la mesa a gran velocidad.

—¿No se conocen? —preguntó Aurora. Me acerqué un poco.

—Deseo trabajar en la reserva.

—Hace falta gente, sí… —dijo la rubia.

Se percibían unos puntos suspensivos al final de la réplica. O sea, que lo que se necesitaba eran expertos cualificados y de cierto nivel. Y que no hacía ninguna falta personal eventual…

—¿Ha realizado alguna visita guiada? —preguntó la rubia que, a renglón seguido, se presentó—: Galina Aleksándrovna.

—He estado por aquí tres veces.

—No son muchas.

—Estoy de acuerdo. Por eso precisamente he vuelto a venir…

—Hay que prepararse como está mandado… Estúdiese bien el manual. En la vida de Pushkin queda mucho por investigar aún… Hay cosas que han cambiado desde el año pasado…

—¿En la vida de Pushkin? —pregunté, sorprendido.

—Disculpen —nos interrumpió Aurora—, me esperan los turistas. Buena suerte…

Y desapareció, joven, rebosante de vida, rotunda. Al día siguiente podría escuchar su límpida voz de doncella en una de las salas del museo: «… ¡Piensen en ello, camaradas!… ¡La amaba tan sincera, tan tiernamente!… Al mundo de las relaciones de servidumbre contrapuso Aleksandr Serguéyevich este inspirado himno a la entrega…».

—No me refería a la vida de Pushkin —respondió, molesta, la rubia—, sino a la exposición. Por ejemplo, el retrato de Abram Petróvich Gannibal4, el bisabuelo africano del poeta, ha sido retirado.

—¿Por qué?

—Algún lumbreras asegura que no es Gannibal. Que los galones, imagínese, no son los que le corresponden. Que son los del general Zakomelsky5.

—Pero ¿quién es realmente?

—Parece que, realmente, es Zakomelsky.

—Y entonces ¿cómo es que es tan… oscuro?

—Combatió contra los asiáticos, en el sur. Y allí hace un calor horrible. Puede que tomase demasiado el sol… ¡Además, el tinte oscurece con el tiempo!…

—¿De modo que hicieron bien quitándolo?

—¡Qué más da! Gannibal, Zakomelsky… Los turistas quieren ver a Gannibal. Pagan por eso. ¿Quién demonios necesita a Zakomelsky? Pues bien, el director colgó a Gannibal… O sea, a Zakomelsky, haciéndolo pasar por Gannibal. Pero a alguien eso no le hizo gracia… Disculpe, ¿está usted casado?

Galina Aleksándrovna pronunció esta frase al descuido y yo diría que con cierta timidez.

—Divorciado —dije—. ¿Por qué?

—Por si las chicas se interesan.

—¿Qué chicas?

—Ahora no están por aquí. La contable, la coordinadora, las guías…

—¿Y a santo de qué podrían interesarse por mí?

—Por usted, en particular, no. Se interesan por todos. Aquí hay muchas solteras. Todos los chicos han emigrado. ¿A quiénes ven nuestras pobres muchachas? ¿A los turistas? ¿Y a qué turistas? Ocho días suelen estar, en el mejor de los casos. De Leningrado vienen a veces a pasar un día nada más. Tres, a veces… ¿Se va a quedar usted mucho tiempo?

—Hasta el otoño. Si todo va bien.

—¿Dónde se ha alojado? ¿Quiere que le busque hotel? Tenemos dos, uno bueno y otro malo. ¿Cuál prefiere usted?

—Eso —dije— tengo que pensármelo un poco.

—El bueno es más caro —explicó Galia.

—Perfecto —dije—, de todos modos no tengo dinero…

Rápidamente llamó a alguna parte. Se pasó un rato tratando de persuadir a alguien. Finalmente el asunto quedó solucionado. En algún sitio apuntaron mi apellido.

—Le acompaño.

Hacía mucho tiempo que ninguna mujer manifestaba tanto interés por mi persona. Más tarde, ese interés se expresaría con intensidad mayor aún. Rozaría el acoso.

Al principio lo atribuí a mi desdibujada personalidad. Luego me convencí de que en efecto tenía mucho que ver con la enorme escasez de varones en la zona. El tractorista patizambo del pueblo, con sus bucles de putón verbenero, aparecía siempre rodeado de admiradoras, tan pelmas como lozanas.

—Me muero… cerveza… —diría en un susurro.

Y varias muchachas saldrían corriendo a por cerveza para el tractorista…

Galia cerró la puerta de la oficina. Nos dirigimos hacia el pueblo atravesando el bosque.

—¿Ama usted a Pushkin? —preguntó de pronto.

Por un segundo me quedé perplejo, pero atiné a contestar:

—Sí… Me gusta… El jinete de bronce6. La prosa…

—¿Y sus poemas?

—Sus poemas tardíos me gustan mucho.

—¿Y los primerizos?

—Los primerizos también. —Me di por vencido.

—Aquí todo vive y respira al compás de Pushkin, literalmente —dijo Galia—; cada ramita, cada hierbecilla. Es como si uno esperara verlo salir en cualquier momento, al doblar una esquina… El sombrero de copa, la esclavina, ese perfil suyo, tan familiar…

Y en eso, al doblar la esquina, apareció Lénia ­Guriánov, el viejo chivato de la universidad.

—¡Borka, polla de morsa! —aulló con ferocidad—. Pero ¿¡eres tú realmente!?

Respondí con asombrosa cordialidad. Otro cabrón que me pilla desprevenido, pensé. Nunca los veo venir…

—Sabía que estabas al caer —añadió, incómodo, Guriánov.

Más tarde me contaron lo siguiente. A principios de temporada hubo una juerga. Una boda, el cumpleaños de alguien, qué sé yo. Asistía a ella un oficial local de la Seguridad del Estado. Mi nombre surgió en la conversación. Algún conocido observó:

—Está en Tallin.

—No, hace por lo menos un año que está en Leningrado —le replicaron.

—Yo he oído que está en Riga, en casa de Krasílnikov…

Se sucedieron más y más versiones. El chequista estaba liquidando su pato estofado con enorme concentración. Luego levantó un poco la cabeza y dijo sucintamente:

—Nos consta que va a venir al parque Pushkin…

—Tengo prisa, me esperan —dijo de pronto Guriánov, como si fuese yo quien lo retenía…

Se dirigió a Galia:

—Te veo más guapa. Te has arreglado los dientes, ¿verdad?

Sus bolsillos parecían a punto de reventar.

—Gilipollas… —dijo Galina con displicencia. Y después:— Si Pushkin levantara la cabeza…

Tres establecimientos ocupaban la planta baja del hotel Amistad: una tienda de alimentación, una peluquería y un restaurante, el Ensenada. «Debería convidar a Galina para agradecerle sus atenciones», pensé. Pero apenas llevaba encima unos miserables rublos. El menor gesto podía desencadenar la peor catástrofe.

No dije nada.

Nos acercamos al mostrador, tras el que se agazapaba la gobernanta. Galia nos presentó. La mujer me alargó una llave maciza con el número 231.

—Mañana se buscará una habitación —dijo ­Galina—. Puede que en el pueblo, puede que en Vorónich, aunque es caro… Quizá en alguna de las aldeas cercanas, en Sávkino o Gayki…

—Gracias por su ayuda —dije.

—Bien, pues… me voy.

La frase terminaba con un signo de interrogación apenas perceptible, algo así como: «Bien, pues… ¿me voy?».

—¿La acompaño?

—Vivo en las afueras —respondió la mujer en tono enigmático.

Y luego —clara y persuasivamente, quizás demasiado clara y demasiado persuasivamente:

—No es necesario que me acompañe… Y que no se le pase por la cabeza que soy una de esas…

Se retiró, irguiendo la cabeza con orgullo ante la gobernanta. Subí a la primera planta y abrí la puerta. La cama estaba cuidadosamente arreglada. El altavoz emitía un murmullo entrecortado. Algunas perchas se balanceaban en la barra del armario.

En esa habitación, en esa estrecha barquilla, zarpaba yo hacia las ignotas costas de la independencia y de la soltería.

Me duché, quitándome de encima el sedimento embarazoso de los desvelos de Galia, el poso de la húmeda estrechez del autobús, las costras de un festín que se había prolongado demasiados días.

Mi humor mejoró sensiblemente. La ducha fría actuó como una llamada de alerta.

Me sequé, me puse los pantalones de gimnasia y comencé a fumar.

En el pasillo se podía sentir un ir y venir de pasos. De alguna parte llegaba una musiquilla. Bajo las ventanas se escuchaba un continuo circular de ciclomotores y camiones.

Me tendí sobre la manta y abrí un tomito gris de Víktor Lijonósov7. Determiné informarme de una vez para siempre acerca de la «prosa campesina», de la que tanto se hablaba entonces. Utilizar ese libro como una especie de guía…

Me quedé dormido leyendo, sin darme cuenta. Me desperté a las dos de la madrugada. La luz mortecina del anochecer veraniego inundaba la habitación. Todavía se podían contar las hojas del ficus en la ventana.

Decidí reflexionar con calma. Tratar de que se desvaneciera aquella sensación de catástrofe, de callejón sin salida.

La vida se extendía a mi alrededor como un inmenso campo minado. Y yo estaba en el centro. Había que parcelar ese campo y era hora ya de poner manos a la obra. Romper la cadena de circunstancias dramáticas. Analizar la sensación de fiasco. Estudiar cada factor… por separado.

Llevas veinte años escribiendo relatos. Estás convencido de que te has servido de la pluma con cierto fundamento. Personas en cuyo juicio confías están dispuestas a testimoniarlo.

Pero nunca te aceptan nada, no te publican. No te admiten en su compañía, en su partida de bandoleros. ¿No era eso con lo que soñabas cuando susurrabas tus primeros versos?

¿Estás pidiendo justicia? Ya puedes esperar sentado: esa fruta no crece por estas latitudes. Un puñado de deslumbrantes verdades deberían haber cambiado el mundo para mejor. ¿Y qué ha sucedido en realidad?…

Tienes una docena de lectores. Ojalá fueran menos…

Además, no te pagan: eso es lo malo. El dinero es libertad, espacio, son caprichos… Hasta la miseria se hace más llevadera cuando tienes dinero…

Aprende a ganarlo sin convertirte en un hipócrita. Trabaja de estibador, escribe por las noches. La gente conservará de ti lo que deba conservar, como decía Mandelshtam8. Así que ponte a ello…

Tienes facultades para eso, facultades de las que hubieras podido carecer. Escribe, crea una obra maestra. Provócale al lector una conmoción mental. Aunque solo sea a uno, con eso basta… Y es tarea para toda una vida.

¿Y si no lo lograses? Tú mismo has dicho que, en un sentido moral, un intento fracasado es mucho más noble que uno exitoso. Porque excluye la remuneración, creo que decías…

Escribe, ya que te has puesto a hacerlo, arrastra esa carga. Cuanto más pesada te parezca, más ligera acabará resultándote…

¿Te agobian las deudas? ¡¿Quién no las ha tenido?! No te amargues con eso. Es lo único que de verdad te vincula con la gente…

¿Al mirar atrás ves ruinas? Era lo esperable. El que vive en su mundo de palabras no se lleva bien con las cosas.

Envidias a todo aquel que se presenta como escritor. Al que puede justificarlo documentalmente exhibiendo un certificado.

Pero ¿qué escriben tus coetáneos? En Volin9 te has encontrado con frases como esta:

«… Se me hizo comprensiblemente claro…».

Y en la misma página: «… Con una incomprensible claridad, Kim sintió…».

La palabra está volcada patas arriba. El contenido se ha derramado. O, siendo más precisos, resulta que no había contenido alguno. Palabras intangibles, como sombras de botellas vacías…

¡Pero no es eso! ¡No es eso de lo que se trata!… ¡Me tienes harto con tus subterfugios!…

Vivir es imposible. O se vive, o se escribe. O la palabra, o la acción. Pero en tu caso la acción es la palabra. Y cada acción, cada Tarea con mayúscula te produce rechazo. A su alrededor hay una zona de espacio muerto. Allí se extravía todo lo que estorbe a la Tarea. Allí se pierden las esperanzas, las ilusiones, los recuerdos. Reina allí un ruin, indiscutible, inequívoco materialismo…

¡Una vez más: no es esto, no es esto!…

¿En qué has convertido a tu mujer? Era sencilla, coqueta, le gustaba divertirse. Tú la has vuelto celosa, desconfiada, neurótica. Su constante «¿qué quieres decir con eso?» es un himno a tu hipocresía…

Tus desmanes llegaban al ridículo. Acuérdate de esa vez que llegaste a casa a las cuatro de la mañana y comenzaste a desatarte los zapatos. Tu mujer se despertó y gimió:

—¡Santo cielo! ¿A dónde vas a estas horas?

—Tienes razón, qué temprano es. Es tempranísimo… —balbuceaste tú, te quitaste la ropa a toda prisa y te acostaste…

En fin, que no hay mucho más que añadir

La mañana. El sonido de pasos amortiguados sobre la alfombra roja del pasillo. Un farfulleo intermitente que suena de pronto por el altavoz. El goteo del agua tras la pared. Los camiones bajo las ventanas. El repentino y lejano cantar de un gallo…

En tu infancia, los pitidos de las locomotoras ponían banda sonora al verano. Las casas de campo… El olor a quemado de las estaciones y la arena caliente… El tenis de mesa bajo las ramas… El ruido turgente y sonoro de la pelota… Los bailes en la veranda (tu primo el mayor te confiaba a ti el gramófono)… Gleb Románov… Ruzhena Sikora… «È una semplice canzone da due soldi…», «Yo te soñaba despierta en Bucarest…»10.

La playa quemada por el sol, los rígidos juncos… Los calzoncillos largos y las huellas de los elásticos en las pantorrillas… Arena en las sandalias…

Llamaron a la puerta.

—¡Teléfono!

—Debe tratarse de un error —farfullé.

—¿No es usted Alijánov?

Me llevaron a la habitación de la encargada del guardarropa. Tomé el auricular.

—¿Estaba usted dormido? —preguntó Galina.

Negué con determinación.

Siempre me ha parecido que la gente reacciona a esta pregunta con excesiva vehemencia. Pregunta a cualquiera: «¿Tú le das a la botella?», y te responderá delicadamente que no. O lo reconocerá de buena gana, que también puede ser. La pregunta «¿Estabas dormido?», en cambio, es tomada por la mayor parte de la gente casi por un insulto. Un intento de pillarle a uno cometiendo una villanía…

—He arreglado lo de la habitación.

—No sabe cómo se lo agradezco.

—En la aldea de Sosnovo. Está a cinco minutos de los edificios principales. Tiene una entrada aparte, para usted solo.

—Fundamental, desde luego.

—Aunque el dueño bebe.

—Otra ventaja.

—Memorice el apellido: Sorokin. Mijaíl Iványch… Puede dirigirse allí atravesando el campamento por el barranco. Desde la montaña se alcanza a ver la aldea. La cuarta casa. Quizá la quinta. Ya la encontrará. Por allí cerca hay un basurero…

—Gracias, querida.

El tono cambió bruscamente.

—¿Pero qué querida, ni qué narices? Ay, que me da algo… Querida… Anda ya… ¡Qué voy a ser yo su querida!…

Más de una vez me admiraría después con estas súbitas transfiguraciones de Galia. El más vivo interés, la cordialidad y la candidez eran reemplazadas de súbito por las histéricas protestas de un agraviado pudor. El habla normal, por un estridente deje provinciano…

—¡Y que no se le pase por la cabeza nada de eso!

—Eso… nunca. Y gracias otra vez…

Me dirigí al complejo. Aquel día había mucha gente. Por todos lados se podían ver automóviles de colores vistosos. Los turistas, con sus gorritas de domingueros, merodeaban en grupo o en solitario. Ante el quiosco de periódicos se montó una cola. De las ventanas de la cafetería, abiertas de par en par, llegaba un tintineo de vajilla y los esporádicos chirridos de los taburetes ­metálicos. Por allí, en medio de toda la escena, retozaban algunos perros pastores bien cebados.

A cada paso me encontraba con efigies de Pushkin. Incluso junto a una misteriosa cabinita de ladrillo con la inscripción «¡Inflamable!». Que evocasen al poeta era tarea encomendada a las patillas, cuyo tamaño variaba arbitrariamente de una imagen a otra. Me di cuenta hace tiempo de que nuestros artistas tienen sus objetos predilectos, aquellos que no presentan restricciones ni en su escala ni en la imaginación. Los más destacados son, sin duda, la barba de Karl Marx y la despejada frente de Vladímir Ilich…

El altavoz bramaba:

—¡Atención! ¡Al habla la radiodifusión del complejo turístico de la reserva Pushkin! Procedemos a dar lectura al programa de hoy…

Entré en la oficina. Vi a Galina rodeada de turistas. Me hizo señas para que esperase.

Cogí del estante un folleto, La perla de Crimea. Saqué los cigarrillos.

Tras recoger unos papeles, los guías se retiraban. Los turistas los seguían hacia los autobuses. Algunas familias venidas por su cuenta trataban de unirse a uno de los grupos. A su cargo estaba una muchacha alta y esbelta.

Un hombre con sombrero tirolés se me acercó discretamente:

—Disculpe, ¿puedo preguntarle algo?

—Dígame.

—Eso de ahí… ¿son «alrededores»?

—¿Perdón?

—Le pregunto que si son «alrededores»… —El tirolés me arrastró a la ventana abierta de par en par.

—¿En qué sentido?

—¿En qué sentido va a ser? Quisiera saber si son o no son «alrededores». Si no lo son, dígamelo.

—No le entiendo.

El hombre enrojeció y comenzó a explicarse a toda prisa:

—Tengo una postal… Soy filocartista…

—¿Qué?

—Filocartista. Colecciono postales… «Filos», amor, y «cartos»…

—Ya, ya…

—Tengo una postal en color: «Alrededores de Pskov». Y ahora me encuentro aquí. Y querría confirmar que «eso» de ahí son «alrededores»…

—Visto así, en general, lo son.

—¿Típicos de Pskov?

—Desde luego.

El hombre se alejó satisfecho.

Pasó la hora punta. La oficina quedó desierta.

—La afluencia de turistas aumenta cada año —aclaró Galina.

Y luego, elevando un poco la voz:

—Se ha cumplido la profecía: «No ha de tornarse agreste el camino sagrado»11.

«¡Agreste!», pensé. «Como para volverse agreste, el pobre, si es hollado a diario por escuadrones de turistas».

—Esto es un puto desmadre cada mañana —dijo Galina.

Volvió a asombrarme la inagotable variedad de su léxico.

Galia me presentó a la instructora de la oficina, Liudmila. Sería secreto admirador de sus tersas piernas hasta el final de la temporada. Liuda era sencilla y amable. Una posible explicación es que tenía novio. No le agriaba el gesto esa permanente disposición al rebufo ante cualquier insinuación, tan frecuente entre las otras. De momento, el novio estaba en la cárcel…

Apareció después una mujer poco agraciada, de unos treinta años: la coordinadora. Se llamaba Mariana Petrovna. Mariana tenía una cara descuidada pero sin defectos apreciables y una figura indefiniblemente mal resuelta.

Le expliqué el objeto de mi venida. Me invitó a su despacho particular con una sonrisa escéptica.

—¿Ama usted a Pushkin?

Sentí una sorda irritación.

—Así es.

«Pero como sigamos por este camino», pensé, «dejaré de amarlo en cualquier momento».

—Permítame que le pregunte, ¿por qué?

La pillé mirándome con ironía. Aparentemente, el amor por Pushkin era la divisa con mayor demanda en estos pagos. Y a saber qué podría pasar si me tomaran por un falsificador…

—¿Cómo que por qué?

—¡Sí, que por qué le gusta Pushkin!

—Vamos a acabar con este examen ridículo —dije, ya sin poder contenerme—. Terminé el bachillerato. Y luego la universidad. (Aquí exageré un poco. Me expulsaron en tercero). He leído algo… En resumen, soy competente… Solo aspiro a un puesto de guía…

Por fortuna, mi tono faltón pareció pasar desapercibido. Más tarde llegaría a la convicción de que aquí la grosería más primitiva era mejor tolerada que un fingido aplomo…

—¿Y bien…? —Mariana esperaba la respuesta establecida de antemano y conocida por todos.

—Muy bien, lo intentaré. Veamos… Pushkin es nuestro Renacimiento tardío. Como Goethe lo fue para Weimar. Uno y otro naturalizaron lo que Occidente había asimilado entre los siglos xv y xvii. Pushkin encontró la forma adecuada de expresar los motivos sociales en el género de la tragedia, característico del Renacimiento. Es como si Goethe y él hubiesen vivido en varias épocas a la vez. Werther es un tributo al sentimentalismo. El prisionero del Cáucaso, una obra típicamente byroniana. Pero en Fausto ya están los isabelinos, por decirlo así. Y Las pequeñas tragedias, desde luego, actualizan uno de los géneros más típicamente renacentista. Con la lírica de Pushkin sucede lo mismo. Y si en ocasiones nos resulta amarga, no lo es a la manera de Byron, sino, o a mí así me lo parece, a la manera de los sonetos shakespearianos… Se entiende lo que quiero decir, ¿no?

—Pero… ¿qué tiene que ver Goethe con Pushkin? —preguntó Mariana—. ¿Y el Renacimiento?

—¡Nada! —estallé—. ¡Goethe no tiene que ver absolutamente nada con Pushkin! ¡Renacimiento era el caballo de Don Quijote! ¡Que tampoco tiene que nada ver con Pushkin! ¡Ni yo, por lo visto, tengo nada que ver con nadie!…

—¡Cálmese!… —murmuró Mariana—. ¡Qué genio tiene usted!… Solo le he preguntado que por qué amaba a Pushkin…

—¡El amor en público es una bestialidad! —bramé—. ¡Hay un término específico en sexopatología!…

Me tendió un vaso de agua con mano temblorosa. Lo aparté.

—¿¡Y usted!? ¿¡Ha amado usted alguna vez a alguien, acaso!?

No debí haber dicho eso. Ahora se me echará a llorar, gritando: «¡Tengo treinta y cuatro años y estoy soltera!…».

—¡Pushkin es nuestro orgullo! —exclamó—. No fue solo un gran poeta. Fue también un ciudadano ejemplar…

Por fin conocía la respuesta oficial a la pregunta de las narices.

«¿Ya está? ¿Eso es todo?», pensé.

—Estúdiese el manual. Aquí tiene la lista de libros. Están disponibles en la sala de lectura. Y hágale saber a Galina Aleksándrovna que la entrevista ha sido un éxito…

Me sentí mal.

—Gracias —dije—. Lamento haber sido tan impulsivo.

Enrollé el manual y me lo metí en el bolsillo.

—Tenga cuidado, solo tenemos tres ejemplares.

Saqué el manual y traté de estirarlo.

—Y una cosa más —Mariana bajó la voz—. Me ha preguntado usted por el amor…

—Ha sido usted la que me ha preguntado por el amor.

—No, ha sido usted quien me ha preguntado… Que yo me entere: ¿Le interesa saber si estoy casada? ¡Pues sí, estoy casada!

—Acaba usted de privarme de mi última esperanza —le dije mientras salía.

En el pasillo, Galina me presentó a la guía Natela. Y otra vez me pareció notar que mi presencia suscitaba un indiscutible interés.

—¿Va a trabajar con nosotros?

—Voy a intentarlo.

—¿Tiene cigarrillos?

Salimos al porche.

Natela vino de Moscú movida por un ramalazo romántico o, mejor dicho, aventurero. Era licenciada en Ingeniería y trabajaba de maestra. Decidió pasar aquí sus tres meses de vacaciones. Ahora se arrepiente. La reserva es una cloaca. Los guías y los expertos están chiflados. Los turistas son unos ignorantes y se comportan como cerdos. Todos idolatran a Pushkin. Y su amor por él. Y el amor por su amor. La única persona decente aquí es Márkov…

—¿Márkov?

—Un fotógrafo. Un borracho sin remedio. Ya se lo presentaré. Me ha enseñado a beber agdam12, el brebaje azerí. ¡Es algo fantástico! A usted también le enseñará…

—Se lo agradezco mucho, pero me temo que también soy un experto en el tema…

—¿Y por qué no nos cogemos una curda un día de estos? Localizamos un buen rincón a la sombra…

—Hecho.

—Es usted realmente peligroso.

—¿Cómo?

—Me di cuenta enseguida. Es usted un hombre terriblemente peligroso.

—¿En estado de embriaguez?

—No, me refiero a otra cosa.

—No la entiendo.

—Es peligroso enamorarse de un tipo como usted. —Y dicho eso, me propinó, con aire cómplice, un doloroso rodillazo.

Señor, me parece que por aquí no hay nadie normal. Ni siquiera los que tienen por anormales a los demás…

—Tómese un agdam, señorita —le dije— y serénese. Tengo ganas de descansar y de trabajar. No represento ningún peligro para usted…

—Eso ya lo veremos. —Y Natela estalló en una carcajada histérica.

Luego agitó con coquetería su bolsa de lona con un James Bond estampado y se fue.

Me dirigí a Sosnovo. El camino trepaba hacia la cima del monte, bordeando un campo desolado. Dos hileras de rocas oscuras dibujaban sus lindes en montones informes. A la izquierda se desencajaba un barranco cubierto de matas. Al descender vi cabañas dispersas, rodeadas de abedules. Merodeaban por allí vacas monocromas, planas como decorados teatrales. Unas ovejas sucias de perfil bohemio pastaban sin mayor entusiasmo. Las cornejas volaban muy por encima de los tejados.

Di varias vueltas por la aldea esperando encontrarme con alguien. Las casas grises sin pintar presentaban un aspecto miserable. Tiestos de barro coronaban las estacas de varias cercas destartaladas. Los pollos alborotaban en corrales cubiertos con polietileno. Las gallinas vagaban por fuera, con los andares espasmódicos de los dibujos animados. Varios perros achaparrados y peludos alborotaban en alguna parte.

Atravesé la aldea, volví atrás. Me detuve ante una de las casas. Se oyó un portazo y en el porche apareció un hombre cubierto con una chaqueta desteñida de ferroviario.

Me acerqué a él y le pregunté dónde podía encontrar a Sorokin.

—Yo me llamo Tólik —dijo.

Me presenté y le expliqué de nuevo que buscaba a Sorokin.

—¿Dónde vive?

—En la aldea de Sosnovo.

—Pues en Sosnovo estamos.

—Lo sé, pero ¿cómo podría verlo?

—¿A Timoja Sorokin o qué?

—Se llama Mijal Iványch.

—Timoja la palmó hace un año. Se cogió una trompa y la palmó ahí, congelado…

—Quisiera ver a Sorokin.

— Que de haber seguido chupando, lo mismo habría librado y eso…

—Verá, yo busco a Sorokin…

—¿A Mishka o qué?

—A Mijal Iványch.

—Claro, hombre. Mishka. El yerno de la Dolija. ¿Conoce a la Dolija, la que lleva siempre la toca descolocada?

—No soy de por aquí…

—¿No será usté de Opochka?

—De Leningrado.

—Ah, sí, lo tengo oído…

—¿Y dónde le parece a usted que pueda encontrar a Mijaíl Iványch?

—¿A Mishka?

—A ese.

Tólik comenzó entonces a mear con gran precisión y sin pudor alguno desde lo alto del porche. Luego, entreabrió la puerta y ordenó:

—¡Baja aquí, Iványch, tronao! ¡Tienes visita!

Y añadió, lanzándome un guiño:

—¡Son los de la milicia, a reclamarte la pensión de tu mujer!…

Al poco rato asomó una jeta purpúrea, piadosamente adornada con un par de ojos azules:

—Esto… ¿cómo así?… ¿Por lo de la escopeta, o qué?

—Me han dicho que alquila una habitación.

La cara de Mijaíl Iványch expresaba una tremenda confusión. Más tarde tendría ocasión de comprobar que esa era su reacción habitual ante cualquier declaración, incluso la más inofensiva.

—¿Una habitación?.. ¿Cómo así?… ¿Y para qué?

—Trabajo en el parque. Quiero alquilar una habitación. Temporalmente. Hasta el otoño. ¿Tiene usted una?

—Lo que pasa es que esta casa es de la madre. O sea que está registrada a nombre de la madre. Y la madre está en Pskov. Que se le hincharon las piernas a la mujer…

—O sea, ¿que no alquila la habitación?

—El año pasado estuvieron aquí unos judíos. No voy a decir nada malo de ellos, era gente con mucha clase… Al blanco, al tinto y a la cerveza sí le daban, sí… Pero ni gota de barniz, ni de colonia. Yo, personalmente, a los judíos los respeto…

—Crucificaron a Cristo —intervino Tólik.

—¡Hombre, pero eso fue hace mucho! —gritó Mijal Iványch—. ¡Antes de la Revolución!…

—Digo que… la habitación, ¿la alquila o no?

—Llévalo al hombre —ordenó Tólik abrochándose la bragueta.

Caminamos los tres por una calle de la aldea. Junto al seto había una individua con chaqueta de varón y una Orden de la Estrella Roja13 en la solapa.

—¡Préstame cinco rublitos, Zina! —voceó Mijal Iványch.

La mujer agitó la mano.

—¡Vas a acabar hecho cisco con tanto vino!… ¿No has oído que se ha promulgado un decreto? ¡Van a colgar del cableado a todos los borrachuzos como tú!…

—¿Andónde? —Mijal Iványch rompió a carcajadas—. No hay cable suficiente. Se irá a tomar por culo toda la industria metalurgista…

Y añadió:

—Mala zorra… ¡Ya vendrás a pedirme leña!… ¡Soy guardabosques! ¡Soy amistadista, joder!

—¿Cómo? —no entendía nada.

—Tengo una tronzadora… De la marca Amistad… La enchufas, joder, y diez rublos palbote.

—Amistadista, amistadista… —rezongaba la tipa—. De la botella eres amigo tú… Ten cuidadito y no te cojas una trompa que revientes vivo…

—Lo veo difícil… —dijo Mijal Iványch, casi lamentándolo.

Era un hombre apuesto y fornido. Ni la ropa desgarrada y sucia llegaba a afearlo del todo. Rostro parduzco, clavículas enjutas y robustas bajo la camisa abierta, paso ligero y decidido… No podía sino sentir admiración por él…

La casa de Mijal Iványch tenía un aspecto horrible. Una antena torcida exhibía su negro perfil con las nubes como fondo. El techo se había derrumbado a trozos, dejando al desnudo unas vigas bastas y oscuras. Las paredes estaban enchapadas de cualquier manera. Los cristales rotos, repuestos con papel de periódico. La estopa sucia brotaba de las innumerables grietas.

En la habitación del dueño olía a comida avinagrada. Encima de la mesa vi un retrato en color de Mao, tomado del semanario Ogoniok14. A su lado, Gagarin15 exhibía una amplia sonrisa. En el fregadero, entre los negros círculos del esmalte mellado, flotaban algunos macarrones. El reloj de pared estaba parado: la plancha que hacía las veces de péndulo yacía en el suelo.

Dos gatas con aire de figuras heráldicas —una negra como el carbón y la otra de un color blanco sonrosado— se meneaban melindrosas sobre la mesa, merodeando alrededor de los platos. El dueño las ahuyentó, arrojándoles la primera bota que se le puso a mano. Saltaron pedazos de vajilla rota, y las gatas volaron a su rincón lanzando maullidos desgarradores.

La habitación contigua era todavía más deprimente. La parte central del techo se cernía con aire amenazador. Dos camas de metal estaban abarrotadas de trapos y restos malolientes de carne de cordero. Por todas partes asomaban colillas y cáscaras de huevo.

La verdad, estaba algo distraído. Si hubiera manifestado un sincero: «Verá, no acaba de convencerme…». Pero soy un intelectual, no tiene arreglo. De modo que emití un lírico: «¿Dan las ventanas al sur?».

—Al sur, al mismísimo sur —coreó Tólik.

A través de la ventana contemplé el baño en ruinas.

—Lo importante —dije— es que tiene entrada aparte.

—¡Aparte la tiene! —admitió Mijal Iványch—. Pero está atrancada.

—Vaya. Una lástima.

—Ein moment —dijo el dueño. Cogió carrerilla y abrió el portón de una patada.

—¿Cuánto pide?

—Bah. Nada.

—¿Cómo que nada? —pregunté.

—Lo que te digo. Me pasas seis botellas de brebaje y toda pa ti.

—¿No podríamos ajustarlo más concretamente? Digamos… ¿veinte rublos?

El dueño se quedó pensativo:

—¿Cuánto es eso?

—Lo dicho, veinte rublos.

—¿Cuánto es eso en cogorzas a base de caldo de a uno cuarenta?

—Eso son diecinueve botellas de clarete criminal. Un paquete de cigarrillos Belomor y dos cajas de cerillas —apuntó Tólik.

—Y dos rublos de propina —precisó Mijal Iványch.

Saqué el dinero.

—¿Quieres echarle una ojeada al retrete?

—Luego —dije—. Entonces, todo resuelto, ¿no? ¿Y la llave?

—No hay llave —dijo Mijal Iványch—, me se perdió. Pero no te vayas, vamos los tres a echar un trago…

—Tengo cosas que hacer en el centro turístico. Otra vez será…

—Lo que quieras. Esta tarde pasaré por el campamento. Tengo que darle una patada en el culo a Lizka.

—¿Quién es Lizka?

—Es la socia. La mujer, digo. Trabaja de enfermera jefe en el campamento. Nos habemos separado.

—¿O sea que va a pegarle?

—¿Cómo así?… ¿A esa? A esa colgarla sería poco. Pero no me da la gana de meterme en líos. Querían quitarme la escopeta, porque dice que la amenacé con pegarle un tiro… Antes me ha parecido que eras tú el que venías a requisarme la escopeta…

—¡Esa no se merece que te gastes ni un cartucho ni medio con ella!… —terció Tólik.

—Hombre, eso sí es verídico… —admitió Mijal Iványch—. Pero igual da, la ahogaré con mis propias manos, si hace falta… Estuve con ella este invierno, que si patatín, que si patatán, de buenas, vaya… Y va y grita: «Ay, no, Míshenka, que no, ay, que me dejas…». Y luego me llama el comandante Dzhafárov y me dice: «¿Tu apellido?». Y le digo yo: «¡El potorro la yegua!». Quince días me metieron. Sin tabaco ni nada… ¿Y qué hostias más da?… ¡Mientras te tienen candao no hay que currar!… Lizka le escribió al fiscal un papel: «Meterlo padentro, decía, que me va a matar…». ¿Pero pa qué carajo iba yo a matarla, hombre?…

—¡Con la bronca que armaría!… —apuntó Tólik. Y añadió: —¡Hala, vamos, que nos van a cerrar el garito!…

Y los dos amigos —vivarachos, exultantes, agresivos, como las malas hierbas— enfilaron hacia las afueras…

Yo me quedé en la biblioteca hasta que cerró.

Tardé tres días en preparar una visita guiada. Galina me presentó a los que consideraba los dos mejores guías. Dimos con ellos una vuelta alrededor del parque, presté atención a sus explicaciones y tomé algunas notas.

Integraban el complejo tres centros conmemorativos. Los dos primeros eran la casa y la hacienda de los Pushkin en Mijáilovskoie-Trigórskoie, que el poeta visitaba a diario y donde vivieron sus amigos. Y, el tercero, el monasterio con el panteón familiar de los Pushkin-Gannibal.

La visita a Mijáilovskoie constaba de varias etapas. Historia de la hacienda. Segundo exilio del poeta. Arina Rodiónovna. Familia Pushkin. Amigos que lo visitaron durante su destierro. Episodio de los decembristas16. Y el gabinete del poeta, donde se exponía una pequeña selección de su obra.

Busqué a la conservadora del museo y me presenté. Victoria Albértovna aparentaba unos cuarenta años. Falda larga con volantes, rizos desteñidos, un camafeo, sombrilla: todo un pretencioso cuadro de Benois17. Se cultivaba aquí expresa y deliberadamente el estilo aquel de la casi extinta nobleza provinciana. Cada empleado del museo manifestaba algún rasgo de dicho estilo. Uno se cubría el pecho con una mantilla gitana de tamaño descomunal. El otro se echaba a la espalda un elegante sombrero de paja. Al de más allá le había tocado en suerte un ridículo abanico de plumas.

Victoria Albértovna charlaba conmigo con una sonrisa incrédula. Algo que me empezaba a resultar familiar. Todos los clérigos del culto pushkiniano eran asombrosamente celosos. Pushkin era su propiedad colectiva, su idolatrado amor, el hijo al que se vigila con ternura. Cualquier atentado contra ese santuario personal los sacaba de quicio. Se esmeraban tratando de poner en evidencia mi ignorancia, mi cinismo y mi codicia.

—¿A qué ha venido? —preguntó la conservadora.

—A sacarme una pasta —le dije.

Victoria Albértovna por poco se desmaya.

—Discúlpeme, es broma.

—Aquí esas bromas están fuera de lugar.

—Estoy totalmente de acuerdo. ¿Puedo preguntarle algo? ¿Alguno de los objetos expuestos es auténtico?

—¿Acaso importa eso?

—Opino que sí. Un museo no es un teatro.

—Aquí todo es auténtico. El río, los montes, los árboles son contemporáneos de Pushkin. Son sus interlocutores y amigos. Toda la admirable naturaleza de estos parajes…

—Me refiero a la exposición —la interrumpí—; en su mayor parte, el manual se refiere a ella con vaguedades del tipo: «vajilla encontrada en el entorno de la hacienda…».

—¿Qué es lo que le interesa en concreto? ¿Qué le gustaría ver?

—Pues… los objetos personales… Si los hay…

—¿A quién dirige usted dicha reclamación?

—¡No, no! ¡Yo no reclamo nada! Y menos a usted. Solo preguntaba…

—¿Los objetos personales de Pushkin? El museo fue inaugurado decenas de años después de su muerte…

—Así es —dije— como se hacen siempre estas cosas. Primero lo liquidan a uno, y luego se ponen a rebuscar entre sus objetos personales. Ocurrió con Dostoyevski, con Yesenin… Ocurrirá con Pasternak18. Y en cuanto caigan en la cuenta, se pondrán a buscar entre los objetos personales de Solzhenitsyn19…

—Lo que nosotros hemos logrado es recrear el colorido, la atmósfera —dijo la conservadora.

—Claro. ¿Es auténtico el estante?

—Como mínimo, es del mismo periodo.

—¿Y el retrato de Byron?

—Es auténtico —dijo con satisfacción Victoria ­Albértovna—; fue regalado a los Vulf… Hay una inscripción… Pero, vamos a ver, qué caprichoso ha resultado usted. Objetos personales, objetos personales… Yo creo que eso revela un interés morboso, la verdad…

Me sentí como un ladrón al que hubieran pillado saqueando un apartamento.

—¿Y cómo va a ser posible —argumenté— un museo sin eso, sin ese interés morboso? El único interés sano que queda en el mundo es el que se le concede a un jamón…

—Pero, ¿no le basta con la naturaleza? ¿No le basta con saber que él paseaba por estas colinas? Que se bañaba en este río… Que admiraba este maravilloso panorama…

«¿Qué hago acosando a esta mujer así?», pensé.

—Me queda claro —dije—. Muy agradecido, Vika.

De repente se agachó, arrancó unas briznas de alfalfa silvestre y me azotó la cara con picardía. Rompió a carcajadas cortas y nerviosas y se marchó, recogiéndose un poco la maxifalda con volantes.

Me uní al grupo que se dirigía a Trigórskoie.

Los conservadores de la hacienda —un matrimonio— me cayeron asombrosamente bien. Al estar casados se podían permitir el lujo de ser cordiales. Polina Fiódorovna parecía mandona, dinámica y algo presuntuosa. Kolia parecía entumecido y confuso y se mantenía siempre en un segundo plano.

Trigórskoie era un lugar apartado. Los jefes asomaban por aquí muy rara vez. La exposición estaba organizada con lógica y gracia. El Pushkin joven, unas guapas y deseables jovencitas, la atmósfera distinguida de los amoríos veraniegos…

Di una vuelta por el parque. Luego bajé al río. En sus profundidades se distinguía el verde de los árboles hundidos. Por el cielo bogaban nubes ligeras.

Me entraron ganas de bañarme, pero al rato llegó el autobús de línea.

Me dirigí al monasterio de Sviatogorsk. A la puerta, unas viejas vendían flores. Compré unos tulipanes y subí caminando hasta la tumba. Unos turistas se fotografiaban ante la verja. Sus caras sonrientes eran repugnantes. Dos pobres diablos se acomodaron allí al lado con sus respectivos caballetes.

Dejé las flores y me fui. Tenía que ver la exposición de la catedral Uspensky. En los frescos nichos de piedra resonaba el eco. Unas palomas dormitaban bajo las bóvedas. La catedral era auténtica, rechoncha y garbosa. En un rincón de la sala central rodaba calladamente una campana rota. Uno de los turistas la golpeó con una llave produciendo un considerable estruendo…

En el altar lateral del sur vi el famoso dibujo de Bruni20. Allí mismo podía apreciarse también la blancura de la mascarilla funeraria. Dos cuadros enormes representaban la comitiva secreta y el entierro. Aleksandr Turguénev21 parecía una verdadera dama…

Se acercó un grupo de turistas. Me dirigí hacia la salida, pendiente de las palabras del guía:

—La historia de la cultura no ha conocido tragedia semejante… La autocracia, apoyada por una aristocracia servil…

Por fin me instalé en casa de Mijal Iványch. Mishka bebía sin parar. Hasta el aturdimiento, la parálisis y el delirio. Debo precisar que deliraba exclusivamente a base de juramentos. Blasfemaba con el mismo sentimiento que exhibe un honorable caballero de mediana edad mientras canturrea una melodía a media voz. Es decir, para sí, sin esperar la aprobación ni la censura de nadie.

Lo vi sobrio dos veces. Esos días paradójicos, Mijal Iványch enchufaba la radio y la tele al mismo tiempo. Se acostaba con los pantalones puestos y sacaba una caja de tarta Skazka. Luego empezaba a leer las postales que había recibido a lo largo de su vida. Las leía y las iba comentando una a una:

—«¡Hola, padrino!»… ¡Hombre! ¡Hola! ¡Hola, aborto de oveja!… «Te deseo que prosperes en el trabajo»… Me desea que prospere… El coño de tu madre… «Siempre tuyo, Rádik»… Siempre tuyo, siempre tuyo… ¿Para qué carajo te he necesitado nunca yo, piojoso de los cojones?…».

Mijal Iványch no era muy querido en la aldea. Muchos lo envidiaban. «También a mí me gustaría tirarme varios días de borrachera», pensaban. «¿Que si me gustaría? ¡Me gustaría un huevo, joder! Pero hay que cuidar la casa, el huerto, dar de comer a los animales…». Mijal Iványch nunca había tenido huerto. Solo dos perros famélicos que a veces desaparecían una temporada, un manzano esquelético y un bancal de cebollas…

Una tarde de lluvia nos pusimos a charlar:

—Misha, ¿tú querías a tu mujer?

—¿Cómo así? ¿A mi mujer o qué? O sea, ¿a la socia? ¿A Lizka, dices? —respondió, asustado.

—A Liza. A Yelizaveta Prójorovna.

—¿Y para qué coño iba a quererla? La agarraba por ahí y hala…

—¿Pero qué fue lo que te atrajo de ella?

Mijaíl Iványch permaneció pensativo un buen rato.

—Dormía muy apañadita —alcanzó a decir—, modosita como una oruga…

Cada mañana me acercaba a recoger la leche a la casa vecina de los Nikitin. Gente de orden. Tenían un televisor y una reproducción de La desconocida de Kramskóy22 en la pared… Nikitin se ponía a trabajar a las cinco de la mañana. Arreglaba la valla, cavaba en el huerto. Una vez lo vi con una ternera colgada por las piernas. La estaba desollando. Con un cuchillo blanquísimo, cubierto de sangre…

Mijal Iványch despreciaba a los Nikitin. Y, en justa reciprocidad, los Nikitin lo despreciaban a él.

—¿Sigue bebiendo? —se interesaba Nadezhda Fiódorovna, mezclando la comida de los gallos en una batea.

—Lo vi en el campamento —decía Nikitin, mientras le daba a la garlopa—, cocido desde primera hora de la mañana.

No me apetecía hacerles coro.

—Es un buen tipo.

—Buenísimo —asentía Nikitin—. Tanto que casi pasa a cuchillo a su mujer. Le quemó toda la ropa. Tiene a los chavales correteando en zapatillas todo el invierno… Por lo demás sí que es bueno, sí…

—Misha es un insensato, lo reconozco, pero es buena gente y tiene una elegancia interior…

De hecho, había algo aristocrático en Mijal Iványch… No devolvía botellas vacías, las tiraba.

—Me da vergüenza —decía—, me parece cosa de mendigos…

Un día se despertó en muy mal estado. Se lamentaba:

—Estoy temblando enterito…

Le di un rublo. A la hora de comer le pregunté:

—¿Qué tal, estás mejor?

—¿Cómo así?

—Que si te has despejado…

—¡Y cómo! ¡Entró echando chispas como un chorrito de agua en la sartén! Hay que ver, cómo silbaba…

Por la tarde volvió a enfermar.

—Voy a donde Nikitin. A ver si me da un rublo. O si me lo echa, o sea…

Salí al porche y presencié su conversación:

—Vecino, asqueroso, échame una monedita.

—Me debes pasta desde las últimas fiestas…

—Te lo devolveré todo.

—Hablaremos cuando me devuelvas lo que me debes.

—Escucha: te lo pago todo con el anticipo.

—¿Con qué anticipo? Si te echaron ya ni se sabe cuándo, por vago…

—¡Bah!… Que les den.. Pero préstame algo, anda. ¡Dame algo por lealtad a tus principios, hostia! ¡Deja claro que eres un soviético de ley!

—¿Para vodka, o qué?

—¿Cómo así? Para un asunto que tengo…

—¿Qué asunto es ese, parásito?

A Mijaíl Iványch le costaba mentir. Flaqueaba.

—Tengo que echar un trago —dijo.

—No te doy nada. Mosquéate, si quieres, pero yo no te doy nada.

—Pero si te digo que te lo devuelvo todo con el anticipo.

—Nada.

Para acabar con la conversación, Nikitin entro en la isba dando un portazo que hizo temblar el pequeño buzón azul incrustado en la hoja.

—¡Aguarda, vecino! —gritó indignado Mijaíl Iványch—. ¡Aguarda!… ¡Me las pagarás! ¡Ay, cómo me las vas a pagar, cabrito! ¡Te vas a acordar de esta conversación!…

No obtuvo respuesta alguna. Las gallinas iban de un lado a otro. Doradas ristras de cebollas se balanceaban sobre el porche…

—¡Verás la vida que te voy a hacer pasar! Te voy a…

Erizado, rojo como un tomate, Mijaíl Iványch seguía profiriendo alaridos:

—¡¿Ya te has olvidado?! ¡¿Eh?! Te has olvidado de todo, ¡¿no, cabrón?! ¡¡De todo te has olvidado!!…

—¿Me he olvidado de qué? —Nikitin asomó de nuevo.

—¡Ya te lo recordaremos, ya…!

—Venga, dime, ¿de qué me he olvidado?

—¡Te lo recordaremos todo! ¡Te vas a acordar del año diecisiete! ¡Ahí os dimos bien!… ¡A ti, carroña, te vamos a meter una purga que te cagas! ¡Os vamos a deskulakizar a todos! ¡Vamos a purgar a todo dios del partido! ¡A la cheka, como a este… como al padrecito Majnó23!… ¡En un plis plas!…

Y tras una pequeña pausa:

—Échame una mano, vecino, dame cinco rublitos… Venga, aunque sean tres… Por Jesucristo te lo pido… Perra tuberculosa…

Retiro

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