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Capítulo 1

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BUENO, Amber –el periodista levantó la vista de su cuaderno y la miró sonriente–, ¿puedes contarnos cómo conociste a Finn Fitzgerald?

Amber dudó. La pregunta la incomodó, consciente de que rompería una regla no escrita si respondía. Ella nunca concedía entrevistas. Y tampoco Finn. Nunca dejaban que las cámaras entraran en su casa y, sin embargo, ese día lo había permitido. Luego, se había pasado la tarde probándose diversos modelitos y posando en diferentes posturas por toda la casa.

Se había fotografiado con satén negro, recostada sobre los grandes cojines blancos de la cama de matrimonio; con un vestido rosa de cachemir, con el pelo recogido por detrás de las orejas; en vaqueros mientras bebía zumo de naranja, sentada sobre la encimera de la cocina; y, por supuesto, frente a un centro de flores, con un lazo rojo navideño, que le había regalado el entrevistador. Iba a aparecer en la edición prenavideña de la revista y por eso había tenido que decorar su casa con varias semanas de antelación.

Lo que no le importaba lo más mínimo, pues las navidades eran una de sus fechas del año favoritas… en las que siempre se volvía un poco loca. Por eso no habían tenido que insistir apenas para que colocara el árbol de Navidad tan pronto. Al fin y al cabo, las tiendas llevaban casi un mes ya con los escaparates decorados.

El fotógrafo le había dicho que el brillo del vestido contrastaba muy estéticamente con el verde del abeto. Y también la habían querido fotografiar en el jardín, con un vestido muy fino; pero, dejando de lado el frío que hacía, Amber no había caído en la vieja trampa: sabía que habrían aprovechado la posición del sol para asegurarse de que la tela del vestido terminase siendo totalmente transparente… ¡y habrían publicado la foto para que el mundo entero la viera desnuda!

Y si bien no estaba segura de cómo reaccionaría Finn ante aquella entrevista, no le cabía duda de que la foto lo enfurecería. Para estar habituado al mundo de la moda, donde los desnudos eran tan frecuentes, Finn Fitzgerald era el hombre más anticuado con respecto a su prometida.

¡Su prometida!

Amber tragó saliva, emocionada, y miró hacia la enorme piedra preciosa que rebrillaba en el tercer dedo de su mano izquierda. Todavía le costaba creérselo, pero el anillo de pedida era real y prueba suficiente de su compromiso con Finn Fitzgerald… el hombre al que amaba con una pasión que la espantaba. El hombre de sus sueños. El hombre…

–¿Amber?

–¿Sí? –preguntó ésta después de pestañear dos veces.

–¿Decías? –preguntó el periodista, con la suavidad de un entrevistador profesional–. ¿Cómo lo conociste? –le recordó la pregunta al ver que Amber no respondía.

–¡Ah, eso! –exclamó ésta. Bueno, ¿por qué no?, ¿por qué no dar a conocer su historia? Finn le había regalado el diamante más grande que jamás había visto ella… de modo que era obvio que no le importaba que el mundo entero supiese que estaban prometidos. De hecho, ella quería contárselo a todo el mundo y provocar un buen revuelo…

Porque desde que Finn le había puesto el anillo en el dedo, Amber había notado cierta pérdida de entusiasmo por parte de éste, como si el compromiso lo hubiera cambiado todo entre ambos. Y la preocupaba.

–¿Que cómo conocí a Finn? –prosiguió Amber–. Pues no fue nada especial… bueno, por supuesto que fue especial, pero… –se quedó callada, tratando de expresar el impacto físico y psicológico de enamorarse a primera vista de su prometido.

–Oye –intervino el entrevistador mientras toqueteaba la grabadora–, ¿por qué no bebemos algo mientras charlamos?

–¿Algo?, ¿un té?

–¿Alguna vez has visto a un periodista tomar té? –rió él–. Más bien pensaba en una copa de champán.

–¿A media tarde?

–No es ilegal. He traído una botella –respondió el entrevistador–. Para celebrar tu compromiso.

Amber accedió y se sintió absurdamente agradecida… lo que no era de extrañar, pues aún no estaba acostumbrada a su condición de futura esposa de Finn y no sabía cómo debía comportarse. ¿Sería normal que las mujeres recién prometidas tomaran champán con un desconocido a media tarde?

–De acuerdo, señor Millington –convino Amber por fin.

–Llámame Paul –le pidió éste mientras servía el champán con la velocidad de un hombre que ha descorchado muchas botellas–. Por tu felicidad –brindó con ironía.

El choque de ambas copas sonó como una campanada… ¡de boda!, pensó Amber. Estaba deseando oír campanas de boda, sí. No tenía por qué celebrarse en una iglesia enorme, pero nunca en uno de los juzgados civiles de Londres. Aunque aún no habían hablado al respecto, lo que quizá fuera un error.

–Y ahora, venga –prosiguió Paul tras conectar la grabadora de nuevo–, dime cómo empezó todo. Tú querías ser modelo, ¿no?

–La verdad es que no. En realidad no era algo que me hubiese planteado.

–Pero todos te decían que eras muy guapa y… –aventuró él.

–¡Qué va! –Amber negó con la cabeza–. Yo no crecí en esa clase de ambiente. Vivía en un barrio pobre de Londres.

–¿De veras? –preguntó el entrevistador, sorprendido por aquella revelación. Con el aspecto tan delicado que tenía, parecía una mujer nacida y educada en el seno de una familia rica, rodeada de todos los lujos imaginables.

–Sí –Amber dio un sorbo de champán–. Mi madre era viuda y el dinero escaseaba. Se tuvo que matar a trabajar para sacarnos adelante a mi hermana y a mí en un mundo hostil. Y en ese mundo, la belleza era peligrosa.

–¿Por qué peligrosa? –le preguntó el periodista interesado.

Amber asintió mientras los recuerdos se agolpaban en su cabeza. Recuerdos dolorosos, como la reticencia de su madre a hablar con ella sobre sexo; como el susto que se llevó con su primera menstruación o la extrañeza que le provocó el veloz desarrollo de sus pechos. Le había dado miedo pedirle a su madre que le comprase un sujetador, por no hablar del temor que le inspiraban las miradas lujuriosas de los hombres del vecindario.

–Era ese mundo en el que las chicas se quedaban embarazadas a los dieciséis años y luego las abandonaban. No había trabajo y los hombres acechaban. Una cara bonita era un reclamo peligroso – insistió Amber.

Había aprendido en seguida la importancia de afearse, prescindiendo de maquillajes y usando ropa que ocultara su cuerpo. Mientras sus amigas se ponían vaqueros ceñidísimos y tops atrevidos, Amber elegía ropa amplia y suelta, que la ayudara a pasar desapercibida. Por su parte, su hermana Ursula había adoptado otra estrategia: se había dedicado, simplemente, a engordar.

–¿Alguna vez te cansaste de rechazar a esos hombres? –inquirió Paul.

–Nunca. Ni siquiera dejé que se acercaran lo suficiente para tener que rechazarlos. Pero sabía que ahí fuera había algo mejor. El piso en que vivíamos era diminuto, así que me marché de casa en cuanto pude… con dieciséis años.

–¿Tenías estudios?

–¿Estás de broma? El colegio al que iba no se caracterizaba precisamente por la calidad de su enseñanza –repuso Amber con sarcasmo–. Se daban por satisfechos con que los jóvenes no estuvieran tirados en la calle.

–Pero no entraste en la agencia de modelos Seducción hasta casi cumplir los veinte años, ¿no?

–Sí.

–Entonces, ¿qué hizo una chica de dieciséis años sin título de bachiller siquiera?

–Conseguir trabajo para ir tirando. En hoteles, sobre todo. Yo he limpiado habitaciones, he atendido en recepción, he trabajado en la barra del bar y he servido mesas. No se gana mucho, pero da para un alquiler en el centro de Londres.

–Chica lista –el entrevistador volvió a llenarse la copa–. Y le sacaste jugo a la ciudad, ¿verdad?

–Eso creo. Hice todo lo que era gratis… así que me recorrí todos los museos y galerías de arte hasta conocerlo al dedillo.

–Serían tiempos de muchas emociones.

–Guardo muy buen recuerdo de esa época –aseguró Amber–. También me aficioné a la lectura, devoraba todos los libros que caían en mis manos –añadió.

–¿Y luego?

–Los hombres del hotel no paraban de decirme que tenía una cara muy bonita… –Amber se encogió de hombros.

–¿Te importaba?

–No, claro que no me importaba –negó con la cabeza, aunque aún recordaba a varios empresarios, tan ricos como desagradables, que habían intentado propasarse con ella–. Pero fue difícil ignorarlo, sobre todo cuando la novedad de emanciparse se pasó. Trabajaba mucho y me aburría más, la habitación donde vivía dejó de parecerme un palacio…

–Adelante –la instó Paul.

Le resultaba extraño el desahogo que le producía hablar del pasado. Amber abrió los ojos con horror y dejó que las palabras fluyeran, estremecida al recordar al corpulento director de una empresa que le había propuesto que se convirtiera en su amante.

–Me puse a pensar en el futuro –prosiguió–. Y me di cuenta de que, si no tenía cuidado, acabaría esclavizada como mi madre. Sólo que yo no era una viuda con dos hijas a mi cargo; yo no tenía esa responsabilidad y podía ampliar mis horizontes. Comprendí que me estaba perjudicando por no sacar partido de mi físico.

–Y por fin te tiraste a la piscina y te liaste con Finn Fitzgerald –se precipitó el periodista.

–No. No me lié con Finn hasta pasados muchos años –corrigió Amber, molesta con aquella observación impertinente–. Fui a la agencia Seducción…

–¿Por qué elegiste Seducción? –la interrumpió él–. Habrías visto alguna foto del dueño y…

–Te equivocas. No tenía ni idea de que Finn existiese; sólo sabía que Seducción era la mejor agencia de modelos de Londres. Así que entré y… y…

–¿Y?

Resultaba difícil poner en palabras lo que sintió la primera vez que vio a Finn. Iba vestida muy seductoramente, o al menos eso pensaba ella. Su hermana le había dicho que si tenía intención de visitar una agencia de modelos, debía explotar todos los encantos de su cuerpo.

Y le había hecho caso.

Se había deshecho de la coleta y de las ropas de camuflaje. Se había lavado su largo cabello dorado para que reluciera sobre sus hombros; pero había cometido el pecado capital de las novatas: desacostumbrada a maquillarse, había usado la sombra de ojos, los pintalabios y el colorete con tanto exceso como ausencia de conocimiento. De haber tenido a una amiga, ésta la habría advertido; pero no contaba con más apoyo que el de Ursula, tan ignorante como ella en el manejo de los cosméticos.

Y se había comprado ropa para la ocasión: una falda demasiado corta y una blusa demasiado ajustada. Había entrado en Seducción sobre dos zapatos de tacón alto y…

–¿Y? –la presionó el entrevistador.

–Y vi a Finn Fitzgerald, ahí, sentado, vestido todo de negro. Jersey negro con cuello de polo, vaqueros negros, pelo negro… Tenía algo, no sabría describirlo, que atrajo mi atención, como si tuviera una luz interior especial. Era…

–¿La cosa más sexy sobre dos patas? –sugirió Paul–. ¿La testosterona en persona?

Amber soltó una risotada. Era una manera escandalosa de expresarlo. Aunque se ajustaba a la realidad.

–Bueno, sí –concedió ella–. Pero su atractivo iba mucho más allá de su físico. Tenía mucho carisma… El caso es que estaba sentado, hablando por teléfono y con todas esas fotos de chicas preciosas colgadas por las paredes. Estuve a punto de marcharme.

–¿Por qué?

–Me sentí intimidada, fuera de lugar –Amber se encogió de hombros.

–Entonces te miró y dijo…

–Colgó el auricular, me miró durante unos segundos eternos y me dijo que, si empezaba a llevar tacones altos, era probable que consiguiera mucho dinero en… sugirió que iba vestida como una… –todavía le dolía recordar aquellos instantes.

–¿Cómo?

–Como una prostituta –especificó de mala gana.

–¿Eso te dijo?

–Lo sugirió.

–¿Y qué respondiste?

–Que sus ojos parecían dos semáforos.

–¿Semáforos?

–Sí –Amber rió–. Es que sus ojos son verdes, pero esa vez también eran rojos. Tenía gripe, era la primera vez que se ponía enfermo desde hacía años. Todos decían que era muy mal paciente.

–¿Cómo se lo tomó?

–Rompió a reír. Echó la cabeza hacia atrás, se echó a reír y cuando dijo touché todos dejaron lo que estaban haciendo y me miraron. Al principio creía que me miraban por la pinta que llevaba; pero mucho más tarde me enteré de que estaban asombrados porque nunca habían visto a Finn reírse tan desinhibido.

–¿Quieres decir que es un hombre seco?

–No tanto. Quiero decir que no hay muchas personas que puedan hacerlo reír.

–¿Y tú eres una de ellas?

–Eso espero.

–Así que te contrató y te pidió que salieras con él.

–No –Amber negó con la cabeza–. Me dijo que no era lo suficientemente alta para ser modelo.

–¿Ah, no? –preguntó el entrevistador mientras la miraba de arriba abajo.

–Yo mido sólo metro setenta y cinco y la mayoría de las modelos llegan al uno ochenta hoy día.

–¿Qué le dijiste?

–Que, a cambio, él no era lo suficientemente amable para ser mi jefe. Y eso lo hizo reír de nuevo.

–Y te marchaste.

–Estuve a punto. Pero en ese momento sonó el teléfono y Finn comenzó a hablar; y sonó una segunda línea y empezó a hacer gestos de impaciencia con la mano, así que descolgué, respondí, tomé nota del mensaje y me dispuse a marcharme –explicó Amber–. Entonces me llamó, me preguntó si sabía escribir a máquina y le dije que sí. Luego me preguntó si sabía servir cafés y le dije que sí… y que si él también sabía.

–Y volvió a reírse.

–Exacto.

–¿Y entonces?

–Entonces me ofreció trabajo como secretaria.

–Y le dijiste por dónde podía meterse el trabajo, ¿no?

–Estuve tentada –confesó Amber–. Pero tenía curiosidad. Había un ambiente de locos en la agencia, frenético. Y le dije que tenía que pensármelo. Él contestó que no tenía tiempo para discutirlo en esos momentos, pero me ofreció hablar de ello esa noche cenando… y apareció con otras dos modelos.

–O sea, que no fue la velada más romántica de tu vida –ironizó Paul.

–En absoluto. Las dos chicas se pasaron el tiempo metiéndose la una con la otra y tratando de captar la atención de Finn.

–¿Y qué hiciste?

–Las dejé que siguieran y me limité a disfrutar de la cena.

–Lo cual lo sorprendió.

–Lo dejó asombrado. Primero mandó a casa a las dos modelos y luego miró mi plato vacío y dijo que nunca había visto comer tanto a una mujer. Y yo respondí que es que yo no tenía costumbre de comer en restaurantes así y que, si no era capaz de apreciar esos platos tan deliciosos, es que su paladar estaba atrofiado y quizá debiera tomar comida normalita durante una temporada.

–Y siguió riéndose.

–En efecto. Entonces me preguntó si sabía cocinar y contesté que sí, por supuesto, pero que si estaba buscando una secretaria o una esposa.

–Déjame que adivine: te miró a esos grandes ojos azules que tienes y te dijo que lo segundo; que llevaba toda la vida esperando a una chica como tú.

–En absoluto. Frunció el ceño y me dijo que, si iba a trabajar para él, tendría que hacer algo con mi imagen –Amber dio un sorbo de champán y disfrutó recordando lo fácil y divertido que había sido todo al principio–. Yo le pregunté si eso significaba que me estaba ofreciendo el trabajo y él respondió que por supuesto.

–Y saltaste de alegría.

–No. Le dije que no podía aceptar el trabajo salvo que incluyese alojamiento, porque mi trabajo en el hotel era como interna, y él contestó que no había problema; que encontraría donde alojarme.

–Con idea de que te mudaras a su casa. Supongo que fue ahí cuando saltó la chispa.

–No, no. Me estaba ofreciendo el piso destartalado que había encima de la agencia… Bueno, no estaba tan mal –se corrigió Amber–. Así que me mudé allí.

–¿Y se fue a vivir contigo?

–¡Ni hablar! –Amber rió–. No me imagino a Finn viviendo allí. Él tenía un apartamento mucho más grande con vistas a Hyde Park.

–¿Este apartamento? –preguntó el entrevistador tras mirar en derredor.

–Sí… Al final me vine con él aquí, pero así fue cómo empezó todo.

–Vamos, que fue un romance apasionado desde el primer momento – concluyó Paul.

–Al contrario: trabajé dos años para Finn antes de que me pusiera una mano encima –aseguró Amber–. Digamos que se enamoró de su obra, como en Pigmalión.

–¿Y cómo lo hizo?

–Me llevó a una peluquera y a una experta en maquillaje. Luego, me recomendó una modista que me asesoró sobre el tipo de ropa que debía ponerme.

–Pues te dio buenos consejos –murmuró el periodista mientras miraba las piernas de Amber, descubiertas por el vestido corto que lucía.

–A Finn sí se lo pareció –replicó ella, molesta por el descaro de Paul.

–Sí, Finn… –el entrevistador dio un nuevo sorbo de champán–. Le van muy bien las cosas, ¿verdad?

Amber asintió. A veces pensaba que, en realidad, las cosas le iban demasiado bien. Con lo bien que marchaba la agencia, apenas parecía encontrar tiempo para verla, a pesar de que se había asociado con Jackson Geering.

Lo había elegido para descargarse de trabajo, pero éste se había mostrado tan eficiente que, al final, se habían abierto nuevas sedes de la agencia. Como la que iban a inaugurar en Nueva York.

Y aunque a Amber la asustaba que el estrés acabara afectando a su salud, no podía decirle a un hombre de treinta y cuatro años cómo debía vivir su vida.

Miró el reloj y vio que eran casi las cinco. En cuanto se deshiciera de Paul Millington, podría ponerse a cocinar. La encantaba preparar platos con muchas verduras, comidas sanas y baratas, y aunque Finn le decía que eran suficientemente ricos para comer caviar toda la vida, Amber seguía ligada a la dieta que había llevado durante su infancia.

El periodista notó que Amber quería finalizar la entrevista. Mejor. Las personas solían ser más indiscretas cuando comenzaban a impacientarse. Y de las indiscreciones nacían los reportajes más sabrosos…

–¿Dónde te propuso matrimonio Finn?

–¡Ah, no!, ¡eso sí que no voy a contarlo! –Amber rió–. Me mataría si te lo dijera.

–O sea, que fue en la cama.

–¡No voy a contártelo! –repitió Amber, ruborizada.

Lo cierto era que no había sido en la cama, sino en el cuarto de baño de una casa, durante una fiesta a la que habían asistido por puro compromiso.

Finn no solía hacer nada que no le apeteciera y apenas tenía vida social. Para empezar, le faltaba tiempo y, para seguir, prefería llevar una vida sencilla, alejada del glamour del mundo en que trabajaba. Pero los anfitriones de aquella fiesta eran los propietarios de la revista de moda de más tirada del país y hasta Finn había accedido a personarse.

–¿Vamos a ir? –le había preguntado él una mañana, camino de la agencia.

–¿Tenemos que ir? –había respondido Amber.

–No es obligatorio, cariño… pero puede ser divertido.

–¿Divertido? –se había extrañado ella, que aún se sentía incómoda en aquellas reuniones de ricachones desconocidos.

–Podrías ver el tipo de vida que nosotros podríamos llevar –se había explicado Finn. Pero ni aquellos lujos ni las mujeres que lo acosaban en aquellas fiestas eran del agrado de Amber–. ¿Qué te pasa? –le había preguntado luego al advertir la expresión resignada de ella.

–Nada.

–Algo te pasa –había insistido Finn–. ¿Es por las otras mujeres?

–Es natural, Finn –había respondido ella, sonriente–. Eres un hombre muy atractivo y es normal que te persigan.

–¿No pensarás que las aliento?

–No.

–¿Ni siquiera inconscientemente?

–Tú no necesitas tener un harén de mujeres para reforzar tu autoestima –había contestado ella–. Puedes seguir con tu club de admiradoras, Finn Fitzgerald.

Luego, una vez en la fiesta, y durante la cena, Amber había procurado hablar con un joven director de cine. Después de media hora, había cazado una mirada de Finn.

–Reúnete conmigo abajo –le había pedido éste, tras acercarse a Amber con decisión.

–¿Por qué?

–No hagas preguntas.

–¿Ni siquiera sobre el punto de encuentro?

–¿Por qué no te escondes en uno de los pasillos oscuros del vestíbulo? –repuso Fin con tono seductor–. ¿Y me dejas que te encuentre?

El corazón le había latido al ponerse de pie, convencida de que todo el mundo debía de haber notado las intenciones de ambos; sin embargo, no le había dado la impresión de que nadie los hubiera echado de menos.

Después de entrar en uno de los servicios de la planta baja, donde se peinó el pelo, se lavó las manos y se pintó los labios, Finn abrió la puerta y la miró excitado mientras se metía y echaba el cerrojo de los aseos.

–¿Finn?

–¡Chiss! –había chistado éste, justo antes de abrazarla y comenzar a besarla…

–¡Finn! –había protestado Amber al notar que le estaba acariciando un pezón.

–¿Qué?

–No debes hacer esto.

–¿Por qué no?

–Porque… porque…

–¿Te has quedado sin palabras? –se había adelantado él, al tiempo que introducía una mano posesivamente entre los muslos de Amber.

–Nosotros… no deberíamos hacer esto –había insistido mientras tragaba saliva, excitada por la erección que notaba sobre sus muslos–. Hay gente arriba…

–¿Y?

–¿Y si se dan cuenta de que…?

–¿De qué? –la había presionado mientras le bajaba las bragas.

–¡De que no tienes vergüenza!

–¿Y?

–¡Y de que eres fantástico! –había concedido Amber, con una mezcla de placer y culpabilidad mientras Finn la penetraba hasta culminar el orgasmo más increíble de sus vidas.

–He estado pensando… –había arrancado él, minutos después, aún abrazado a Amber.

–¿A esto lo llamas pensar? –había bromeado ésta.

–Sobre esas mujeres.

–No importa.

–Claro que importa, cariño. Seguro que te molestan, ¿verdad?

–Sí –había admitido Amber–. Supongo que le molestaría a cualquier mujer; pero espero disimularlo bien…

–A mí no puedes engañarme.

–Pero sí a los demás –había replicado ella–. Creo que he ocultado muy bien mi impaciencia.

–Cierto. Sólo me he dado cuenta porque te conozco muy bien –había asegurado Finn–. Cuando vi que repetías postre me di cuenta de que estabas tensa… aunque no tardaste en encontrar a alguien con quien distraerte –había añadido tras apartarle un mechón rubio de la mejilla y darle un beso en la nariz.

–¿Lo dices por el director de cine?

–Sabes que sí.

–¿Y te ha molestado? –había preguntado Amber.

–Supongo que sí –había reconocido él–. Una tontería por mi parte, ¿verdad?

–No es una tontería. Es natural sentir celos… aunque sepas que tus temores son infundados.

–Supongo –había dicho Finn, para darle un beso en el pelo a continuación.

–¿Tenemos que volver ahí arriba? –había susurrado ella–. ¿Por qué no intentamos escaparnos sin que nadie se dé cuenta?

–Todavía no. Antes quiero decirte una cosa –había respondido Finn con tono enigmático.

–¿No puede esperar?

–No, cariño. Me temo que no.

–Me estás asustando.

–No es lo que pretendo –le había asegurado él–. Esas mujeres que se me acercan… no te respetan, ¿verdad, cariño?

–No mucho.

–Y quizá se deba a que piensen que sólo eres mi novia…

–¿Sólo? –había interrumpido Amber, indignada–. ¿Qué significa eso?

–Algo temporal, supongo.

–¡Pero llevamos dos años viviendo juntos!

–Pero ellas no tienen por qué saberlo… y probablemente no piensen que haya ningún compromiso entre nosotros.

–Cierto. De hecho, no lo hay –había indicado ella–. Pero no me importa. Hoy día…

–Puede que a ti no te importe –la había interrumpido Finn–, pero a mí sí… Lo que quiero decir es que… soy novato en estas cosas y…

–¿Qué cosas?

–En peticiones de mano… esas cosas.

–¿Peticiones de mano? –había repetido incrédula.

–¿Tú quieres?

–¿Qué? –le había preguntado, deseosa de oírlo alto y claro.

–Casarte conmigo.

–¡Finn! –había exclamado Amber, con el corazón rebosante de felicidad–. ¡Dios, Finn! ¿Cómo puedes hacerme una pregunta así? ¡Por supuesto que quiero casarme contigo!

Y entonces, después de besarse como los enamorados que eran, él había sacado una cajita de cuero con un anillo de diamante que encajaba en el dedo de Amber a la perfección.

–¡Santo cielo! ¡Nunca había visto un diamante tan grande!

–Eso alejará a las demás mujeres de ahora en adelante –había comentado Finn–. ¿Te gusta?

–¡No hagas preguntas idiotas! ¿Cómo no va a gustarme! ¡Me encanta!

–¿Entonces?

–¿Es posible que tuvieras planeado todo esto?

–¿Quién hace ahora las preguntas idiotas? –había replicado Finn, sonriente–. Pues claro que lo había planeado. ¿O piensas que te iba a pedir que te casaras conmigo de repente, por un capricho?

–Así que saliste y me compraste el anillo…

–Te aseguro que no lo he robado –había bromeado él–. Te quiero – había añadido, mirándola a los ojos.

–Amber… ¿Amber?

Ésta despertó de su ensimismamiento y se encontró frente al periodista.

–¿Sí? –preguntó despistada.

–Bueno, ¿dónde se te declaró? –insistió él.

–En un cuarto de baño –confesó para su sorpresa.

–¿En un cuarto de baño!

–Sí, pero no quiero responder a más preguntas; al menos, no sobre eso. ¿Te importa?

–Claro que no me importa –respondió el entrevistador, el cual se imaginó lo que habría sucedido en aquellos aseos. Jugueteó con un bolígrafo entre los dedos, suspiró y se preparó para lanzarle lo que él mismo denominaba la pregunta de la bofetada… aunque, viendo a una dama como Amber, dudaba mucho que ésta fuera a pegarle, por mucho que la provocara–. Amber, eres una mujer muy guapa… pero vives en un mundo lleno de mujeres bonitas, y algunas… perdona el atrevimiento, pero algunas son mucho más guapas que tú.

–No es la primera vez que me lo dicen –repuso ella.

–Entonces, ¿te importa compartir con nuestros lectores cuál fue tu arma secreta?

–El arma con el que atrapé a Finn, ¿quieres decir?

–¡Exacto! –exclamó Paul, al cual le brillaron los ojos con lujuria.

–No tengo ninguna arma secreta –contestó Amber con serenidad. ¿Qué se había creído?, ¿que le iba a decir que era una máquina en la cama?–. Lo que pasa es que nos queremos, así de sencillo.

–Ah… –murmuró el entrevistador, decepcionado.

–Y ahora tengo que irme. Si no hay más preguntas…

–Sólo una.

–¿Sí?

–La pregunta más obvia en realidad: ¿cuándo es la boda?

–Bueno, Finn mencionó el Día de los Enamorados; pero no estoy segura de que vayamos a tenerlo todo preparado para entonces. Sólo faltan dos meses.

–¡Boda en el Día de los Enamorados! –exclamó Paul–. Sería un titular estupendo. Te prometo que ocupará toda la portada.

Amber se puso en pie y acompañó a Paul Millington a la salida. Se sintió incómoda por todo lo que le había contado, aunque, aparte del comentario del cuarto de baño, no había dicho nada que no supiese ya todo el mundo, ¿no? Y lo del baño… tampoco podía dar mucho de sí, ¿verdad?

Seducción

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