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Contra el aria de la indefensión

En la imaginación del celuloide, los cuerpos encarnan un presente perpetuo que está, no obstante, en movimiento. De su estela se derivan figuras que constelan un universo tutelar, Vía Láctea cuyas estrellas brillan en el parpadeo entre dos fotogramas. Aunque Antonio Machado nos propusiera un irónico y genial cinematófobo llamado Juan de Mairena, para quien el cine era la ñoñez estética de un mundo cinético, la memoria visual (y en gran parte, también verbal) del siglo pasado y de este se construye en el deseo que genera la materia lumínica del séptimo arte, aquí encarnado en la actriz Audrey Hepburn.

Como un cuerpo a su imán (así el título del anterior libro de la poeta canaria Sonia Betancort), el que ahora leemos está imantando por la presencia una y otra vez convocada de Hepburn, quien brinda uno de los epígrafes iniciales, varias de las citas que van conformando el conjunto y la propia organización estructural, a partir de la división en seis escenas y un epílogo: lágrima, ojo, rostro (cambio de secuencia), sonrisa, rostro y fundido en negro, y el epílogo titulado «La sonrisa interior».

Cada escena toma una parte del rostro de la actriz para detenerse morosamente en el detalle que constituye la aspiración al todo, porque, a la vez que el libro va dividiéndose en escenas, como si fuera una película que se desenrolla y exhibe, aspira a construir una sola imagen caleidoscópica que guarde dentro todos los rostros, todos los tiempos, todos los nombres. De ahí el intenso diálogo que el libro-poema establece a través de sus numerosos epígrafes –de Djuna Barnes a Arturo Carrera, de Marosa di Giorgio a Albert Camus, de Yourcenar a Vallejo, Saramago o Truman Capote–, porque está atravesado por la herida del absoluto, de la nada, y, aunque no se desplaza de su centro y mantiene en todo momento su encuadre en primer plano, nombra elípticamente el afuera, la no posibilidad, el fotograma de la ausencia.

Su sustancia, inasible y enigmática pero contundente en el imaginario sentimental, atrae los versos, da forma al discurso, genera estallidos y burbujas de luz por las que las palabras se proponen como máscaras, se ocultan en el disfraz del equilibrio, recorren con pasos de bruma la frontera entre lo real y lo soñado, la pantalla enorme y la vida pequeña, como si no hubiera modo de escapar de una fotografía, una captura de pantalla, un instante cromático perfectamente definido en su centro que, sin embargo, disuelve en los bordes el relámpago de luz.

Por ello, en la dialéctica entre ceguera y luminiscencia, en el parpadeo casi inapreciable del ojo fascinado por la imagen, cobra fuerza el epígrafe que Betancort elige de Chantal Maillard: El ojo no es inocente nunca. Pareciera, sin embargo, reclamar su inocencia, su primer vagido, su posibilidad de verlo todo (de nuevo) por primera vez, para que sea posible el ejercicio de la alquimia que persigue la poeta, aquello que le permitirá reconvertir los metales del abismo y dulcificar las estancias, aquello que hará frente al desamparo y la soledad, al lenguaje solipsista, a la nada del yo. No hay fractalidad ni geometría sagrada, solo la zona de pérdida, de vacío, de experiencia abismática que recurre a la oración religiosa para atarse a la vida, aquella por la que Hepburn será diosa, musa y reina porque es quien nutre lo mitográfico, quien revela el rostro de aquella que se enfrenta a su reflejo.

Así el ojo que mira y la mano que escribe intercambian sus cualidades. Y el ojo que mira la pantalla y queda capturado en la belleza inasible de la estrella, es ojo porque la ve. Machadianamente, cerrando un círculo que en realidad es el de una cinta fotográfica que se abre y cierra sobre sí misma para contener el mundo y expandirlo, La sonrisa de Audrey Hepburn invita a recordar, como en los proverbios y cantares, que al buscar en el espejo al otro se encuentra a quien va con uno.

Quien va aquí con la poeta canaria, evitando las notas del aria de la indefensión, es la mujer que alberga tantas otras, la que encarnó y dio cuerpo a la voz del poema.

MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ

La sonrisa de Audrey Hepburn

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