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Capítulo 3


Atrapado en un disfraz

¿Te gusta disfrazarte? ¿Has participado de alguna fiesta o acto escolar usando un disfraz? ¿De qué era y quién te lo hizo? ¿Son cómodos los disfraces? Si pudieras conseguir el mejor disfraz del mundo ¿cuál sería?

¡Cuánto nos gustaba disfrazarnos a mis hermanos y a mí! Teníamos un baúl lleno de telas de colores, cordones, vinchas, sombreros y ropas en desuso que nos dejaban usar para divertirnos. A veces, salíamos al patio con tantos “trapos” encima que parecíamos salidos de alguna película de espanto. En ocasiones éramos guerreros, otras veces éramos exploradores del Polo Sur, o animales de la selva. Disfraz era sinónimo de diversión. Quizá fue por eso que, cuando les pidieron a mis padres que nos vistieran de angelitos para una fiesta de los alumnos universitarios, todos respondimos que ¡¡sí!!! En aquel momento, yo tenía siete años

Entonces, ¡manos a la obra! Mi papá fabricó tres marcos de alambre que eran el contorno de las alas. Mamá los cubrió con tul y les pegó bastante brillantina para que crearan la ilusión del brillo.

¿Qué usaríamos como túnica? No había tiempo de ponerse a coser vestidos, así que mamá y papá escogieron camisas de ellos, que a nosotros nos quedaban enormes, pero que representaban muy bien las largas túnicas.

A mí me tocó usar una camisa de mi mamá que realmente parecía una túnica, pero que tenía el escote muy grande para el tamaño de mi cuerpo. Por eso, una vez que me la puso, mi mamá le cerró prolijamente el escote con una costura invisible. Nos puso cinturones de guirnaldas navideñas, otra guirnalda en la cabeza y las alas bien aseguradas en las espaldas. Los tres estábamos felices con nuestros disfraces de ángeles.

La fiesta transcurrió con mucha alegría y nosotros hicimos la tarea de llevar mensajitos escritos por los universitarios de mesa en mesa. Pero se hizo tarde y mis hermanos menores ya querían dormir. Sus alitas de angelitos estaban chuecas y machucadas como las alas de una libélula maltratada por el viento. Las túnicas blancas tenían un color dudoso y ¡ya era hora de volver a la casa!

–¿Andrés se puede quedar un rato más? Nosotros lo llevamos a la casa –le pidió un muchacho a mi papá.

Como yo tenía ganas de quedarme, hicimos el trato. Seguí repartiendo mensajitos de mesa en mesa y no me di cuenta del tiempo que había pasado. Mis “amigos grandes”, como yo llamaba a los universitarios, me acompañaron a casa como habían prometido. La luz de la cocina estaba encendida. Abrí la puerta, me despedí de ellos y entré. Todo esta en silencio. Caminé en puntas de pie hasta el cuarto de mis padres y vi que dormían.

–Yo soy grande –pensé–. No necesito despertar a mi mamá para que me ayude a quitarme la ropa. Mañana le voy a dar la sorpresa cuando se despierte.

Me saqué lo más fácil: el cinto, las sandalias y la coronita de guirnalda. Con las alas batallé un poco más, pero lo logré. Entonces, vino la parte difícil. Levanté la túnica y salieron mis brazos, pero la cabeza quedó atascada. Volví a bajarla. Recordé que mi mamá había cosido el escote y que jamás podría sacar mi cabeza sin desarmar esa costura. Probé otra vez, pero no hubo caso.

–¿Y si me acuesto con la túnica? No, es muy incómoda y hace calor.

Ya me sentía frustrado, pero en ese momento pensé: “Jesús me puede ayudar a sacarme la túnica, él puede hacer cualquier cosa que yo no puedo”. Y con sencillez le pedí:

–Por favor, Jesús, ¿me ayudarías a sacarme la túnica para no tener que despertar a mi mamá que ya está dormida y que está muy cansada?

Abrí mis ojos y lo primero que vi sobre la mesa fue una tijera. La tomé, me paré frente al espejo de la sala y con cuidado corté cada una de las puntadas que había sobre los hombros. Probé otra vez y ¡plop! ¡Mi cabeza salió!

Dejé la túnica colgada en una silla, arriba las alitas y los accesorios. Me fui a dormir muy contento por lo que había logrado, y más feliz todavía porque Jesús había contestado muy rápido mi oración.

Mi mamá se despertó al rato y se preocupó mucho cuando vio la luz de la cocina prendida..., ¡se había quedado dormida! Pero se llevó una sorpresa al ver todo mi disfraz colgado de una silla y a mí me encontró durmiendo como “un angelito”. Pensó que mi papá me había ayudado a desvestirme y se volvió a acostar.


A la mañana siguiente, durante el desayuno, les conté:

–Anoche estuve atrapado en mi disfraz, pero pedí ayuda a Jesús y, en el mismo momento, me mostró cómo desvestirme.

Claro..., mi mamá no mencionó que su camisa quedó con un tajo en el hombro que antes no tenía, pero para mí, fue una respuesta clara de cómo Dios nos escucha a todos, no importa si somos niños o adultos.

 ¿Crees que Dios responde más rápido a los adultos que a los niños?

 ¿Qué tipo de problemas crees que le preocupan más a Dios? ¿Está bien “molestar” a Dios contándole asuntos muy simples de la vida cotidiana?

 Mira lo que él te dice en su Palabra:

“Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Pedro 5:7, DHH).

Aventuras en familia 2

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