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Azafrán

¿Alguna vez habéis sentido miedo? Pero no el que te pueden causar las películas de terror, sino miedo de salir de casa.

Mi historia comienza con diez años. Quién lo diría. Tan solo siendo una niña fui capaz de sentir los pequeños ápices de oscuridad que derrocha la sociedad. Seguramente no sepáis a qué me refiero o simplemente os estaréis preguntando qué me pudo pasar para pensar así.

Nos remontaremos a 2010. Por aquella época yo tendría unos diez años y me había ido con mis padres, unos amigos suyos y su hija a la terraza de un bar de un hotel a tomar algo. Todo iba bien. Me acuerdo de que llevaba un vestido negro con un lacito a la espalda, del cual no recuerdo muy bien su color. Entre risas mi amiga me pidió que la acompañase al baño, que estaba dentro. Teníamos que atravesar el bar y un salón para llegar. No vi ningún peligro; iba con mi amiga y en el bar solo había dos hombres sentados en la barra, así que nos adentramos. Comencé a notar como esos dos hombres no nos quitaban la mirada de encima y pensé que les sorprendería ver a dos niñas en un bar. En resumidas cuentas, no le di importancia. Al regresar del baño volvimos a atravesar el bar, en el cual seguían sentados estos dos hombres, pero esta vez no se limitaron a mirarnos, sino que mientras uno se relamía los labios el otro nos silbaba. Estaba realmente asustada, aunque no entendía por qué ni lo que estaba pasando.

Cuando salimos a la terraza me di cuenta de que en el baño se me había olvidado mi pulsera y sin pensarlo entré corriendo, me dirigí al baño y la cogí, pero la sorpresa vino cuando al abrir la puerta me encontré a esos dos hombres en la barandilla. Solo tenía dos opciones: quedarme sentada en el baño y salir con alguien o echar a correr. Por impulso hice lo segundo y estos hombres me siguieron por detrás, diciéndome: «Guapa, no te vayas». Cuando llegué donde estaban mis padres les conté lo sucedido. Mi padre fue a encararlos, pero ya no estaban. Él pensó que me lo había inventado, pero siempre recordaré esas miradas que me echaban cada vez que pasaba por delante de ellos.

Esta no fue la única vez que sufrí este tipo de acoso. Dos años más tarde había quedado con una amiga para dar una vuelta. Estuvimos hablando, comiendo pipas… No sé, como cualquier adolescente de la época. Ya llegaba la hora de ir a casa, así que, como siempre, fuimos hasta el punto medio entre las dos casas, pero en el trayecto un grupo de chicos nos siguió. Nos estuvieron gritando y silbando. Yo quería insultarles, pero mi amiga me detuvo. Me dijo que no valía la pena y que podríamos agravar la situación. Cuando llegamos al punto intermedio nos despedimos y cada una se fue por su camino.

Una vez llegué a mi calle, unos hombres se levantaron y empezaron a gritarme: «Oye, guapa, ven a pasar un buen rato». Cuando levanté la mirada para fijarme bien en quiénes eran me percaté de que se trataba de unos hombres de entre cincuenta y sesenta años y, sobre todo, de que estaban borrachos. Tras ver esto mi único impulso fue correr a mi casa, llorando y con miedo. Por suerte, mis padres no estaban y no tuve que darles explicaciones del porqué de mis ojos hinchados y mis lágrimas.

Después de todo esto empecé a tener realmente miedo de salir a la calle, seguramente por mi ignorancia y mi cobardía. Creo que pasaron tres años hasta que me volví a atrever a salir sola. Como siempre, al principio todo iba bien, pero un día volvió a pasar. Estaba en el tren con dirección a Alcalá de Henares con el fin de ir a comprar una nueva expansión de Los Sims 4, que acababa de salir. Para llegar al centro comercial había que pasar por debajo de una especie de puente por donde pasaban coches y entonces ocurrió. Escuché el sonido de un claxon y a un hombre gritándome: «Puta». Lo primero que pensé fue: «Otra vez no». No le di mayor importancia. Fui a la tienda, conseguí la expansión que quería y me fui otra vez al tren. En realidad todo fue muy rápido, pero cuando tuve que cruzar me encontré con dos hombres de unos setenta años mirándome. No fue hasta que uno hizo el típico gesto de comer el coño (creo que me entendéis) cuando, más que miedo, empecé a tener repulsión y ganas de vomitar. El simple hecho de que esos hombres pudiesen tener nietos de mi edad me horrorizaba.

Cuando llegué a casa lo primero que hice fue contarles lo sucedido a mi novio y a dos amigas. Cada uno reaccionó de una forma totalmente diferente. Mi novio lo hizo de forma protectora, preguntándome si estaba bien, si me había pasado algo. Una de mis amigas sintió, al igual que yo, repugnancia e incluso ira por lo cobarde que fue el que me pitó y me gritó y no fue capaz de decírmelo a la cara; pero la peor reacción fue la de la segunda amiga, ya que lo primero que me preguntó fue que cómo iba vestida. Al oír esto me quedé un poco ida, por decirlo de alguna forma, ya que en cierta parte me estaba echando a mí la culpa de lo que había pasado. Creo que en ese momento fue cuando reaccioné y me di cuenta de que yo no tenía absolutamente nada de culpa y fue cuando verdaderamente descubrí qué era el feminismo, ya que me puse a mirar en foros experiencias parecidas a las mías y decidí leer e informarme.

De un día para otro, poco a poco, fui dándome cuenta de las cosas y de cómo tenía que reaccionar a estas situaciones, pero por mucho que leyese y me informase no me prepararon para lo que me sucedió después. Pero sí es verdad que gracias al feminismo dejé de sentirme sola, empecé a limpiarme de los estereotipos que nos contaminan y a luchar.

Cuando pasó un año después de la última vez, me fui con una amiga a un centro comercial a comprar algunas cosas para los cumpleaños que se aproximaban. Fue una tarde genial. Nos dirigimos de nuevo al tren y en este camino nos encontramos con un hombre que no paraba de seguirnos y de gritarnos cosas como «putas» o «zorras». Lo de siempre. Yo lo ignoré completamente, pero mi amiga no y no hizo otra cosa que insultarle. El hombre salió del coche y vino corriendo hacia nosotras, así que hicimos lo que los instintos nos indicaron: huir lo más lejos que pudimos. Nos metimos entre hierbas, matojos… hasta que nos encontramos contra un muro. Mi amiga estaba llorando y escuchábamos cómo ese hombre se acercaba cada vez más a donde estábamos. La presioné, la obligué a subir encima de mí y trepar el muro, mientras que lo único que yo pude hacer fue esconderme entre unos rosales y pensar qué hacer. Tenía miedo, estaba agobiada y no sabía exactamente qué hacer, así que solo esperé a que se fuese. Mientras, escuchaba cómo nos buscaba y gritaba que sabía que estábamos por ahí escondidas. Una vez se alejó, salí de los rosales y fui corriendo con mi amiga, que me esperaba al otro lado, y seguimos corriendo hasta llegar a la estación. Mientras cogíamos los tiques, vimos como el hombre volvía, así que por inercia, al ver que nos observaba y aceleraba el paso, saltamos los tornos. El guardia, al ver la situación, detuvo al hombre que nos seguía y su compañero nos acompañó hasta que llegó el tren.

He vivido tantas experiencias sobre acoso callejero que en verdad podría relatar un libro solo con ellas. Una de las últimas experiencias que tuve fue en las fiestas de mi pueblo, en Guadalajara, cuando un hombre intentó violarme. Como cualquier persona, decidí por la tarde salir con mis amigos. Lo estábamos pasando genial, pero mis dos amigos, Sergio y Jorge, decidieron ir a comprar bebida mientras María y yo esperábamos. Transcurría el tiempo y dos chicos de unos veinte años se acercaron. Nos dijeron que éramos muy guapas y que si queríamos pasar el rato con ellos. Con mucho tacto por lo que pudiese pasar, les dije que nuestros novios nos esperaban y se iban a empezar a preocupar si no nos dábamos prisa en volver. Uno de estos hombres se me encaró, me agarró por el cuello y me arrastró. Lo peor es que nadie dijo ni hizo nada. Me tiró en el suelo, comenzó a lamerme la cara y a llamarme puta. En ese momento no sabía cómo reaccionar, pero gracias a Dios mi amigo Sergio llegó a tiempo y se encaró con el hombre, le comenzó a pegar y yo salí corriendo y llorando. Mis amigos trataron de calmarme y decidieron acompañarme a casa. Lo más doloroso de todo fue que dos borrachos se cargaron nuestra salida y el hecho de que necesitase la ayuda de Sergio para poder zafarme.

Sé que no van a ser las únicas experiencias que voy a tener de este calibre, pero también sé que no hay que tener miedo, que hay que arriesgarse y aprender para saber cómo actuar y ser cada vez más fuertes.

Flores violetas

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