Читать книгу El libro sobre Adler - Søren Kierkegaard - Страница 8

[93] INTRODUCCIÓN

Оглавление

Dado que nuestra época, según la opinión del barbero (y a aquel que no tenga la oportunidad de estar al día por los periódicos le basta con acudir el barbero, quien en los viejos tiempos en los que no existían los periódicos cumplía la función que ahora cumplen estos), va a ser una época movida4, no resulta extraño que la vida de muchas personas transcurra de manera que, pese a estar basada en ciertas premisas, no logre alcanzar ninguna conclusión. Del mismo modo, esta época es la época de los movimientos porque ha puesto las premisas en movimiento, pero también es la época de los movimientos porque no ha llegado a su conclusión. Así pues, la vida de dichas personas transcurre de ese modo hasta que la muerte llega para ponerle fin, pese a no haber alcanzado su fin por lo que a la conclusión se refiere. Una cosa es que la vida se acabe, otra muy distinta, que alcance su propia conclusión.

Quien posee cierto talento puede llegar a convertirse en escritor si en algún momento de su inconclusa vida se le pasa tal idea por la cabeza. Pero dicha ocurrencia será una mera ilusión. Quizá (pues aquí hipotéticamente podríamos admitir cualquier cosa si nos ceñimos exclusivamente a lo determinante) posea unas cualidades extraordinarias, las de un artista excelente, pero nunca llegará a ser escritor, a pesar de su producción. Sus obras serán como su propia vida, materiales, y puede que dichos materiales valgan su peso en oro, pero no dejarán de ser materiales. Porque no será un poeta, que poéticamente redondea el todo; ni un psicólogo, que ordena las particularidades del individuo en una impresión global; ni un dialéctico, que desde la posición que le ha correspondido pone de manifiesto su concepción de la vida5.

Pues no, aunque escriba, no será un escritor genuino. Será capaz de escribir la primera parte de un texto, pero no podrá escribir la segunda parte; o, para no causar mayor confusión, podemos igualmente decir que será capaz de escribir la primera y la segunda parte, pero entonces no podrá escribir la tercera parte; jamás logrará escribir la última parte. Si ingenuamente llevado por el pensamiento de que todo libro, según el uso y las costumbres, debe contener una última parte, [94] se propone escribir una última parte, no hará otra cosa que poner de manifiesto que con esa última parte renuncia a ser escritor. A ser escritor se aprende ciertamente escribiendo, pero, curiosamente por ese mismo motivo, también se puede renunciar escribiendo. Si al menos se hubiera percatado de la anormalidad de la tercera parte, sí, si tacuisset, philosophus mansisset [si hubiera callado, por filósofo lo tendríamos]6.

Para llegar a una conclusión, primero es necesario percibir vívidamente su ausencia y, de ese modo, de nuevo vívidamente echarla de menos. Por eso es fácil de imaginar que un escritor genuino, precisamente para poner de manifiesto la anormalidad que supone que muchas personas vivan sin una conclusión, produzca un fragmento en el que por así decirlo no plantee ninguna anormalidad y, sin embargo, en otro sentido presente una conclusión al ofrecer la correspondiente concepción de la vida. Y una concepción del mundo, una concepción de la vida, es la única conclusión verdadera para cualquier producción, pues cualquier conclusión poética es una mera ilusión. Si se ha sabido desarrollar una concepción de la vida, esta se mostrará con total coherencia y claridad. Entonces no será necesario matar al héroe, podremos dejarle con vida, pues la premisa ya estará recogida y atemperada en la conclusión, y el desarrollo habrá llegado a su fin.

Pero si carecemos de una concepción de la vida (que, por supuesto, ya debería estar presente en la primera parte del texto, igual que en todas las demás), aunque su ausencia solo se haga patente en la segunda o en la tercera (y así hasta la última), de nada servirá dejar morir al héroe, de nada servirá que lo enterremos en el relato para dejar claro que realmente ha fallecido: el desarrollo no habrá llegado de ningún modo a su fin. Si la muerte tuviera ese poder no habría nada más sencillo que ser poeta, aunque entonces la poesía tampoco sería necesaria. En la vida real, cuando alguien fallece, la vida alcanza su fin, pero de esto no se deduce que haya alcanzado el fin por lo que a la conclusión se refiere. Precisamente este tiempo verbal («que haya alcanzado el fin») indica que la muerte no es lo determinante, pues la conclusión puede llegar en vida de la persona. Utilizar la muerte como conclusión es un paralogismo, una metabasij eij allo genoj [transposición a otro género]7, pues es cierto que la muerte es una conclusión, pero resultante de otras premisas completamente distintas. También es cierto que la muerte es un punto final, pero, en su abstracta indiferencia, la muerte no tiene nada que ver con que el sentido quede resuelto, con que la vida del fallecido tuviera o no un sentido. La muerte no quita ni pone, no transforma la vida de una persona in concreto, [95] sino que elimina las condiciones para la vida in abstracto y, de ese modo, impide cualquier cambio ulterior.

Pero cuanto más echan en falta una conclusión tanto la época de los movimientos como los propios individuos, más enérgicamente parecen multiplicarse las premisas. Esto conlleva que la llegada de la conclusión se dificulte más y más, porque en lugar de alcanzarse una conclusión se produce una parada que es para el espíritu lo mismo que el estreñimiento para un organismo animal, pues el incremento de premisas resulta tan peligroso como atiborrarse de comida cuando padecemos estreñimiento (aunque por un momento nos pueda parecer reconfortante). Poco a poco los movimientos de la época se transforman en una fermentación insana, del mismo modo que, cuando el enfermo no digiere ni asimila los alimentos, estos comienzan a fermentar en su interior. La enfermedad de nuestra época se aprovecha de los individuos, cuyas vidas igualmente solo se fundamentan en premisas que les impulsan a ser escritores y cuyas producciones se entienden precisamente como una exigencia de su época8. Un escritor genuino recomendaría sin duda alguna ponerse a dieta en tales circunstancias.

Sin embargo, el escritor de premisas9 se vuelca por completo al servicio de nuevas tareas, propuestas, alusiones, insinuaciones, indicaciones, proyectos en constante renovación; en resumidas cuentas, cualquier actividad que si bien implica un comienzo, también estimula la impaciencia en tanto que no exige constancia (cosa que es necesaria si lo que se pretende es alcanzar alguna conclusión). Aquello que alimenta la enfermedad siempre parece reconfortante en un primer momento y, desde un punto de vista espiritual, cuando se deja de lado la ética, lo inmediato es la sofística, así como un continuo y continuo comenzar. Mientras tanto, los escritores de premisas (los sofistas) florecen y obtienen tanto dinero (Aristóteles afirmaba que una característica de los sofistas era precisamente su afán de lucro10) como reconocimiento por satisfacer las exigencias de su época. En tales circunstancias, el escritor genuino está condenado al fracaso. Su vida transcurrirá del mismo modo que la que Sócrates tan ingeniosamente dispuso para sí mismo. Le sucederá lo mismo que a un médico que fuese demandado por un cocinero o un pastelero y un grupo de niños tuviera que sentenciar el asunto11. El cocinero o el pastelero, que entienden puerilmente de lo suculento y lo lisonjero, sabrán preparar con inteligencia comida poco saludable pero deliciosa, mientras que el médico, que solo entiende de temas de salud, no sabrá cómo preparar ricos manjares.

[96] Del mismo modo que la ocasión hace al ladrón, así funciona una fermentación insana. Igualmente ocurre cuando hablamos de dinero malo o escritores malos, pues el hecho de que nuestra época esté falta de una conclusión disimula la circunstancia de que los escritores no la tengan. La diferencia de grado entre los escritores de premisas, por lo que respecta a su talento y a cuestiones por el estilo, puede ser notable, pero todos comparten el hecho esencial de que no son escritores genuinos. En medio de la agitación es previsible que se pierdan algunas cabezas bien pensantes y, sin embargo, hasta la mente más insignificante puede llegar a convertirse en escritor con la simple aportación de una pequeña premisa a un periódico. De este modo se promociona a las cabezas más insignificantes y, por supuesto, como consecuencia de ello, el número de escritores se incrementa notablemente. Así que, debido a esta proliferación, ciertamente se podrían comparar con las cerillas que se venden por cajas. Cogemos a uno de estos escritores en cuya cabeza concurre un poco de fósforo (como el de las cerillas), que podría ser una propuesta para un proyecto o una simple alusión, lo agarramos por las piernas, lo frotamos contra un periódico y así obtenemos tres o cuatro columnas. Las premisas sin conclusión tienen un parecido sorprendente con el fósforo: son explosivas.

A pesar de su explosividad, o quizá precisamente debido a ella, todos los escritores de premisas, por muy diferentes que sean, tienen algo en común: todos ellos muestran la misma tendencia, todos quieren producir un efecto, todos desean que sus obras se difundan al máximo y ser leídos por toda la humanidad. Esta peculiaridad afecta especialmente a las personas que viven en una época de fermentación12: definen una tendencia y corren a toda prisa con el sudor en la frente impulsadas por ella sin saber muy bien hacia dónde les conduce, pues si lo supieran, in concreto, tendrían en sus manos la conclusión. Es como el refrán que dice: «No cantes gloria hasta el final de la victoria». En lugar de que cada individuo trate de ponerse de acuerdo consigo mismo sobre sus intenciones concretas antes de empezar a hablar, se tiene la falsa creencia de que provocar una discusión es siempre algo beneficioso.

Pero esto no es más que una falsa creencia que tergiversa lo que debería entenderse por «unir fuerzas», pues la condición previa son precisamente las fuerzas, [97] mientras que la unión que las mantiene unidas es simplemente una falsa creencia. Es como si pensáramos que la unión de un grupo de borrachos pudiera hacerles recuperar la sobriedad. Existe una falsa creencia en que el espíritu de la época13 (mientras que los individuos por sí mismos no saben lo que quieren) puede, mediante su dialéctica, poner de manifiesto lo que realmente quiere cada uno para que así los «señores de la tendencia» consigan averiguar hacia dónde tienden realmente. Toda esta falsedad, que se produce cuando el individuo fantasea con verse reflejado a sí mismo en la infinitud de las generaciones o cuando los individuos (todos ellos faltos de arraigo) están convencidos de que poseen unas raíces comunes a toda su generación, requiere demasiado, requiere no solo que como a Nabucodonosor le interpreten su sueño, sino que además se lo cuenten14. Y mientras crece la fermentación, todos andan ajetreados, aunque cada uno a su manera (si me atrevo a decirlo así) echando al fuego de la caldera la leña de las premisas. Sin embargo, nadie parece darse cuenta del peligro que corren al no contar con ningún jefe de máquinas.

El escritor de premisas es fácil de reconocer, fácil de interpretar, si pensamos que es justamente lo contrario del escritor genuino. Lo que para aquel es extroversión, para este último es introversión. Nos encontramos ante un problema social. El escritor de premisas no tiene la más remota idea sobre lo que hay que hacer, sobre cómo poner remedio a la presión. Su opinión es que «con dar la voz de alarma todo irá bien». Nos encontramos ante un problema político, ante un problema religioso. El escritor de premisas no tiene ni el tiempo ni la paciencia para reflexionar a fondo. Su opinión es que «si damos clamorosamente la voz de alarma para que se escuche por todo el país, para que todo el mundo esté informado, para que sea el único tema de conversación en todas las reuniones, todo irá bien». El escritor de premisas considera que dar la voz de alarma es como agitar una varita mágica (pero no se da cuenta de que todos han comenzado a dar la voz de alarma «uniendo sus fuerzas»).

Su contribución consiste en desear lo único que puede ofrecer: propagar la voz de alarma al máximo. El escritor de premisas no se percata de que lo más sensato (especialmente en estos tiempos tan alarmistas que corren) sería pensar así: la voz de alarma ya está dada, así que será mejor que me abstenga [98] de propagarla y me dedique a una reflexión más concreta. Solemos sonreírnos cuando nos entregamos a la lectura de historias románticas de épocas pasadas sobre caballeros que se adentran en los bosques y matan dragones para liberar a princesas encantadas, etcétera, es decir, ese romanticismo que cree en bosques habitados por monstruos y princesas encantadas. Sin embargo, no es menos fantasioso que toda una generación crea en el poder de la voz de alarma para convocar fuerzas formidables. Es de suponer que quien da la voz de alarma confía en que algún fantástico batallón de refuerzo ande merodeando por ahí cerca, pues todas las personas de carne y hueso están gritando al mismo tiempo y, por tanto, no se puede esperar ninguna ayuda de su parte.

En una situación de peligro, para ahuyentar a un ladrón, una persona ingeniosa puede tener la brillante idea de invocar muchos nombres como si todos esos discípulos de Satán anduvieran por ahí cerca. Ciertamente es ingenioso, pero quien goza de tal ingenio no cree en realidad que todos esos discípulos de Satán estén cerca, su ingenio solo le sirve para que el ladrón se aleje. Sin embargo, quien da la voz de alarma es más estúpido, pues sinceramente cree en lo que pregona, mientras que la persona ingeniosa solo pretende engañar al otro. La supuesta modestia de pretender limitarse a dar la voz de alarma, de querer simplemente «provocar una discusión», tampoco es muy loable, pues la experiencia nos advierte una y otra vez de la importancia de que o bien creamos que realmente vamos a recibir ayuda o, en caso contrario, nos abstengamos de seguir fomentando la confusión. Si los bomberos se dedicaran a dar la voz de alarma, ¿cómo apagarían el fuego? Si todos damos la voz de alarma, ¿quién va a responder a nuestra llamada para apagar el fuego? Puede que en otras épocas existieran escuadrones fantásticos de los que se creía que tenían el poder de hacerse cargo de toda la humanidad si así lo estimaban oportuno; pero la supuesta incursión de la modestia en lo fantástico (para simplemente provocar una discusión) resulta cuando menos ridícula. En ese caso, aunque hubiera una o varias personas sensatas dispuestas a prestar su ayuda, ¿sería conveniente lanzar la voz de alarma? Pues cuanto más se extiende la alarma y más se eleva el tono, más difícil resulta escuchar a quien debe llevar la voz de mando.

El escritor de premisas es lo contrario que el escritor genuino. Este último posee su propia perspectiva. La confusión más desafortunada se produce necesariamente cuando las personas se detienen en el instante y, [99] llevadas por la superstición, depositan nuevamente toda su confianza en el instante, pues ¿qué es un instante en el instante posterior? El escritor genuino es constante en la producción que va dejando tras de sí; es ambicioso, pero dentro de una totalidad, no a la búsqueda de una totalidad; no genera nunca más dudas de las que pueda aclarar; su A nunca abarca más que su B; jamás echa mano de la incertidumbre. Tiene una concepción clara de la vida y del mundo y se mantiene fiel a ella, y en ese sentido va por delante de su propia producción, al igual que el todo siempre va por delante de la parte. En consonancia con lo mucho o poco que ha llegado a captar con dicha concepción hasta ese momento, solo explica lo que él mismo ha entendido; no espera supersticiosamente a que algo desde fuera de repente le haga comprender y súbitamente le muestre qué es lo que realmente quiere.

En la vida real podría producirse una situación cómica si alguien se hiciera pasar por otra persona cuyo nombre desconoce y solo algún tiempo después lograra averiguar cómo se llama. Esto lo cuenta Scribe en un sainete15. Un joven se presenta ante una familia haciéndose pasar por un primo que se fue hace muchos años. El joven no sabe cómo se llama el primo hasta que le presentan una factura a su nombre y, de ese modo, le sacan del apuro. Entonces el joven coge la factura y dice en un tono socarrón: «Siempre es bueno saber cómo te llamas». Del mismo modo, el escritor de premisas produce un efecto igualmente cómico al hacerse pasar por algo que no es, al hacerse pasar por escritor. Al final debe esperar a que algo desde fuera le ilumine y le haga saber dónde está realmente, es decir, qué es lo que realmente quiere en un sentido espiritual. Por el contrario, el escritor genuino sabe con total certeza dónde está y qué es lo que quiere; se preocupa en primer lugar por conocerse a sí mismo partiendo de su propia concepción de la vida; se mantiene escéptico ante la posibilidad de que el mero planteamiento de una discusión pueda dar lugar a un resultado extraordinario; sabe que la seguridad fingida solo sirve para alimentar la duda.

Cuando el escritor genuino siente la necesidad de comunicarse, esta necesidad es puramente inmanente, un deleite del entendimiento elevado a la segunda potencia, que bien puede convertirse en una tarea asumida desde el compromiso ético. En cambio, el escritor de premisas no siente la necesidad de comunicarse pues [100] realmente no tiene nada que comunicar, está falto de esencia, de conclusión, de sentido en relación con sus intenciones. No siente la necesidad de comunicarse, más bien está necesitado*. Del mismo modo que otro tipo de necesitados suponen una carga para el Estado y los servicios sociales16, todos los escritores de premisas están profundamente necesitados y suponen una carga para sus naciones puesto que prefieren ser mantenidos en lugar de trabajar por sí mismos y nutrirse de un entendimiento adquirido por ellos mismos. La vida carece de sentido si las personas no se dotan del [101] suficiente entendimiento para poder trabajar con honradez. Si una persona posee grandes facultades y es capaz de plantear innumerables dudas, también debería poseer las fuerzas suficientes, si es que realmente lo desea, para alcanzar el entendimiento por sí misma. Sin embargo, debería callar si no halla ningún pensamiento que comunicar. Limitarse a lanzar la voz de alarma es una forma de tremenda holgazanería y una perfidia que contribuye a inundar de vagabundos toda una generación. Es muy fácil darse importancia en ese sentido, del mismo modo que es fácil hacerse mendigo, del mismo modo que es fácil gritarle al Estado: «¡Mantenedme!». Todos los escritores de premisas gritan a sus respectivas generaciones: «¡Mantenedme!». Sin embargo, la providencia responde: «Mantente a ti mismo, pues eso es lo que deberían hacer todas las personas tanto en el ámbito material como en el espiritual».

La supuesta modestia de simplemente pretender suscitar una discusión es mera arrogancia disimulada, pues si quien la presupone no está capacitado para convertirse en un escritor genuino, resulta arrogante que quiera darse a conocer como escritor. El escritor genuino también es un maestro genuino, y quien no es o no podría jamás llegar a ser un escritor genuino, no es otra cosa que un aprendiz genuino. Si bien todos los escritores deberían ser (y todos los escritores genuinos lo son, ya que solo se diferencian en el don y en su alcance) nutritivos, todos los escritores de premisas son ciertamente corrosivos. Son corrosivos porque comunican la duda, lo cual resulta una contradictio in adjecto [contradicción en el adjetivo]17, pues es como darle al hambriento sustancias que estimulan el apetito en lugar de alimento y además creer que se le está alimentando. En lugar de callar, porque lo único que hacen es dar la voz de alarma, lanzan el antecedente sin conocer el consecuente. Si bien la formulación de una premisa presupone cierto talento, el carácter corrosivo de los escritores de este tipo se debe a que, en su angustiosa comprensión de la realidad, se aproximan demasiado a la realidad.

El arte de comunicar consiste en acercar la realidad a tus coetáneos lo máximo posible en su calidad de lectores, pero manteniendo una concepción de la vida, es decir, manteniendo una distancia serena e infinita marcada por la idealidad. Ilustraré esto con un ejemplo de una obra reciente. En el experimento psicológico: «¿Culpable? ¿No culpable?» (contenido en la obra Estadios en el camino de la vida18), se describe a alguien en máximo peligro de muerte espiritual sometido a una desesperación extrema y, además, todo se plantea como si pudiera haber sucedido ayer mismo. Cuando una obra se aproxima demasiado a la realidad, aquel que mantiene un combate contra la desesperación religiosa planea, por así decirlo, sobre las cabezas de sus coetáneos. Si el experimento provoca alguna [102] impresión, será porque sucede lo mismo que cuando un ave salvaje sobrevuela un lugar en el que habitan aves de su misma especie domesticadas en el confort y la seguridad de su propia realidad, provocando que estas batan involuntariamente sus alas en un movimiento que les resulta angustioso, pero, al mismo tiempo, atractivo19.

Ahora voy a tranquilizarles: solo se trata de un experimento y está siendo controlado por un investigador. El conejillo de indias es, en sentido espiritual, lo que comúnmente se considera una persona muy peligrosa, y no se suele dejar a este tipo de personas solas, sino que siempre van acompañadas de un par de policías (por el bien de la seguridad ciudadana). Del mismo modo, por el bien de la seguridad ciudadana, en la obra mencionada hay un investigador (que se denomina a sí mismo inspector20) que, con toda tranquilidad, nos revela el sentido general de todo y esboza una teoría acerca de una concepción de la vida que es capaz de completar por sí mismo, y de ese modo nos muestra cómo el conejillo de indias se mueve al compás que se tensan las cuerdas. Si no fuera realmente un experimento, si no hubiera ningún investigador presente, si no se expusiera ninguna concepción de la vida, cualquier obra de esta naturaleza, con independencia del talento que se pudiera manifestar en ella, resultaría corrosiva. Resultaría angustioso entrar en contacto con ella, pues produciría una gran impresión comprobar cómo en un instante una persona puede desembocar en la locura. Una cosa es mostrar a una persona apasionada cuando va acompañada tanto de un guardián como de una concepción de la vida capaces de controlarla (me gustaría comprobar cuántos críticos contemporáneos serían capaces de tener tanto control sobre el conejillo de indias para manejarlo del modo que lo haría un verdadero investigador), y otra cosa es que una persona realmente apasionada se convierta en escritor, pierda el control sobre un libro y nos asalte a los demás con sus dudas y tormentos sin explicación alguna.

Si quisiéramos describir a una persona que afirma haber tenido una revelación (aunque después se hubiera perdido en ella) y lo hubiéramos hecho por seguridad, a modo de experimento, con un investigador al frente que tuviera claras las cosas desde el principio y que expusiera toda una concepción de la vida, y si además el investigador se sirviera del conejillo de indias del mismo modo que el físico realiza sus experimentos, todo estaría dentro de un orden y probablemente habría mucho que aprender de tal procedimiento. Puede que el investigador, en el transcurso de sus observaciones, llegara a la conclusión de que algo así [103] podría suceder realmente en su época y por ese motivo tratara de aproximarse a esta tanto como le fuera posible, pero no por ello dejaría de ser el dueño de la explicación que pretende comunicar. Si, por el contrario, el conejillo de indias en medio de su aturdimiento fuera lanzado al mundo para ser escritor, las consecuencias serían altamente corrosivas. De este modo, lo anormal (que, si se controla y se mantiene dentro del sentido global de una concepción de la vida, puede resultar instructivo) se lanza directamente como enseñanza, sin posibilidad de aportar otra cosa que no sea su propia anormalidad y su sufrimiento. No podemos dejar de sentirnos dolorosamente afectados por la importuna realidad de tal exescritor, quien personalmente está en peligro de muerte y desea despertar nuestro interés en él o (como no conoce otra salida) desea que compartamos su angustia y su miedo. Una cosa es que un médico, que posee los conocimientos necesarios para la curación y la sanación (y los pone en práctica en su clínica), exponga el historial de un paciente; una cosa es que un médico esté postrado en la cama afectado por alguna enfermedad; otra muy distinta, que un enfermo salte de la cama y, por el hecho de convertirse en escritor (describiendo directamente sus síntomas), confunda abiertamente estar enfermo con ser médico. Puede que gracias a su condición de enfermo sea capaz de describir la enfermedad con unas expresiones más vivas y concretas que las que utilizaría un médico (pues ignorar el modo para salvarse deriva en una apasionante elasticidad en comparación con el discurso tranquilizador de quien conoce la salida). Sin embargo, sigue habiendo una diferencia cualitativamente determinante entre estar enfermo y ser médico, y esta diferencia es precisamente la misma que la diferencia cualitativamente determinante entre ser un escritor de premisas y un escritor genuino.

Lo que aquí se ha afirmado sobre los escritores de premisas en un sentido general, que pueden poseer tanto las mentes más insignificantes como un magnífico don, pero que, a pesar de ello, carecen todos de una determinada concepción de la vida y, por tanto, también carecen de la conclusión, esto mismo se puede aplicar al profesor Adler, siempre y cuando no dejemos de reconocer sus virtudes y demás cualidades. Principalmente cuenta con una premisa, que se distingue absolutamente de todas las demás y que le distingue del resto de escritores de premisas, se remite a una revelación (mejor dicho, se ha mostrado indeciso con respecto al verdadero significado de dicha revelación), es decir, él mismo declara [104] abiertamente que no comprende el motivo por el que ha sido agraciado con tan enorme privilegio. De lo contrario, ciertamente no llamaríamos escritor de premisas a un hombre que se remite a una revelación, si no es porque al no ser capaz de comprender su propia circunstancia, tal hecho se convierte en premisa, en una proclamación confusa, en algo inexplicado, cuando lo que se esperaría de él es que buscara una explicación.

El crítico es y debe ser un espíritu servil; es y debe ser, en un sentido ideal, el mejor amigo del escritor, porque ama al escritor en su idea. En cuanto el escritor manda una señal desde la región en la que se encuentra o desearía encontrarse, el crítico inspecciona de inmediato la región y se viste acorde con ella para servir al escritor ex concessis21. A partir de ese momento, el crítico se convierte en amigo fiel del escritor (pero en un sentido ideal), porque el crítico no es un amigo de la casa, no ama la carne y la sangre22 del escritor, no es el amigo del alma al que todo le parece bien cuando se trata del escritor. El profesor Adler gritó desde una nube: «Yo me remito a una revelación», y el que suscribe este texto es un modesto crítico servil que en su fe en lo ideal mantendrá firmemente tal afirmación hasta el final. ¡Pero no hasta el punto de que mi amistad como crítico verdaderamente fiel se convierta en un tormento para mi amigo!

A veces ser incondicionalmente fiel puede convertirse en un tormento, aunque de ese modo logremos que nuestra conciencia permanezca tranquila en todos los sentidos. Me imagino a una joven que, en el momento de la despedida, cuando va a separarse por mucho tiempo de su amado, le dice: «Prométeme por lo más sagrado que me serás fiel», y él responde: «Lo prometo, te seré tan fiel como lo es el verdadero crítico que ama al escritor en un sentido ideal». Luego se separan, el tiempo pasa, la joven acaba olvidando su súplica y encuentra un nuevo amado. El primer amado, el fiel de primera calidad, el que está comprometido eternamente por aquella promesa, regresa un día sin haber roto su promesa de fidelidad. Al descubrir que la joven le ha fallado, transforma su inquebrantada fidelidad en una sátira permanente sobre ella. En el fondo, fue una condenada mala suerte que se mantuviera fiel. La joven se merecía que le hubiera correspondido del mismo modo, que en el gran momento de la despedida el amado hubiera jurado y perjurado como el hombre más fiel, pero que en la distancia hubiera podido igualmente olvidar tanto a la joven como el juramento de fidelidad. [105] De ese modo habrían estado en paz, pues en el gran momento de la catástrofe habría quedado irónicamente patente el grado de compenetración y la gran complicidad de la pareja.

Por lo que respecta a su revelación, el profesor Adler depende completamente de la interpretación que él mismo hace de su postura ante la situación excepcional en la que parece que se vio inmerso, si reconoce lo inmutable (sin desvariar) o si lo niega con arrepentimiento. Pero si mostrara ambigüedad dialéctica, la inquebrantable fidelidad del crítico resultaría ciertamente una sátira. En tal caso un amante crítico, como el de la joven, resultaría más útil, capaz de mostrar pasión y admiración en el gran momento del anuncio, pero también capaz de olvidar la revelación y su significado. En el contexto de una producción literaria proveniente de una revelación, escribir una reseña crítica corriente desde la estética (dejando a un lado la revelación) sería, a mi parecer, prostituirse como crítico. Lo que demostraríamos en tal caso es que no somos expertos ni en estética, ni en dialéctica, ni en teología, sino meros charlatanes de las tres disciplinas.

Un crítico genuino, ante la lectura de un libro de este tipo, ha de recordar en cada línea que el escritor ha tenido una revelación. Aunque el escritor llegara a los setenta años y siguiera escribiendo folios y más folios, para el crítico lo relevante seguiría siendo constatar si el escritor reconoce la revelación (sin desvariar) o si la niega con arrepentimiento. Una revelación es, desde la dialéctica cualitativa, esencialmente diferente a cualquier otra cosa, forma esencialmente parte, en un sentido dialéctico cualitativo, de la esfera esencialmente religiosa, de la paradoja religiosa. Solo a un aficionado se le ocurriría ofender a un escritor de ese tipo tratándolo a él o a sus libros desde un punto de vista estético. El hecho de que el escritor se sintiera complacido con ello, ni quita ni pone, pues el hecho de que se sienta complacido lo único que demuestra es que ha perdido su idealidad. Sin embargo, el crítico servicial, el amante fiel, no dejará de lado la revelación, aunque el propio escritor sea infiel a sí mismo.

Soy plenamente consciente de que la mayoría de las personas no estarán de acuerdo conmigo en lo que acabo de exponer. Seguramente la mayoría dirá: «Suponiendo que de hecho los libros de Adler fueran ingeniosos y originales, qué más da que haya utilizado una expresión demasiado fuerte y que por ello haya pensado que [106] se trataba de una revelación». Sin embargo, no puedo simpatizar con esta opinión, pues yo más bien pienso lo siguiente: ser un escritor ingenioso no es algo inaudito en Dinamarca y para mí no sería algo relevante descubrir que el profesor Adler es otro escritor más en lengua danesa. Si solo me hubiera fijado en ese aspecto de su obra, jamás habría escrito sobre él. Pero un hombre que ha tenido una revelación es algo que llama mi atención por completo, no una atención curiosa sino seria, porque quizá de él o gracias a él pueda aprender algo o descubrir algo que me ayude a comprender la esfera a cuyo estudio he consagrado mis mayores esfuerzos23. Soy consciente de que el profesor Adler no estará de acuerdo conmigo con lo que acabo de exponer. No tengo ninguna duda de que él diría con total franqueza y de buena fe: «Como no podrás negar que lo que escribo es sensato y que realmente he sido tocado por algo superior, para qué enredarse en una disputa mezquina sobre alguna expresión excesiva de algo que he escrito al primer impulso, algo que probablemente no habría escrito si lo hubiera dejado reposar unos días».

Por muy dispuestos que podamos estar a reconocerle algo a una persona angustiada en innegable peligro de muerte (si el asunto hubiera de entenderse como puramente estético), por muy dispuesto que yo pudiera estar a reconocer por encima de todo que Adler ha sido indiscutiblemente tocado por algo superior (tal y como proclama en algún que otro feliz pensamiento, en algún comentario profundo, en una u otra manifestación edificante y conmovedora, en cierta impresión enormemente emocionante), por muy dispuesto que yo pudiera estar a reconocer esto, yo replicaría: «Precisamente tu respuesta contiene una objeción cardinal contra ti, pues supone una triste frivolidad ética bromear de ese modo sobre una revelación». Mi intención dista mucho de escribir sobre este asunto para conseguir la pobre victoria de mofarme de lo que cualquier chiflado estaría demasiado dispuesto a mofarse. No, la explicación y la comprensión es lo único que codicio, la consecuencia, lo único que exijo. El asunto no me interesa de ningún modo como divertimento.

La esfera religiosa contiene a la ética o debería contenerla, por eso ningún crítico estético se atreve con ella y, sobre todo, ningún crítico se atreve a afrontar lo religioso desde la estética cuando desde la ética se plantea una objeción. Y, en nuestro caso, la revelación es la tónica dominante sobre la que incondicionalmente debe [107] marcarse el acento. Si el mejor poeta que jamás haya existido, cuyas obras deberían ser objeto de admiración incondicional por cualquier esteta, afirmara haber tenido una revelación, afirmara que Cristo se le había aparecido y que sus poemas le habían sido dictados por el Espíritu, en ese mismo instante (si no queremos que todas las esferas se confundan en un tremendo galimatías), la estética sería un impedimento para sumergirnos en sus poemas. Desde la dialéctica cualitativa, la revelación en sí misma es algo infinitamente más elevado que el propio valor estético de los poemas. El profesor Adler no me puede exigir más. Mi cometido no es determinar o asumir la tarea de determinar si es un escritor ingenioso o no lo es (tan solo en un apéndice del libro realizaré una pequeña digresión en esta línea). Pero, aunque fuera el escritor más ingenioso que jamás haya existido, sería una estupidez imperdonable por mi parte que yo no me centrara incansablemente en la revelación en lugar de en el ingenio del profesor Adler, tanto si es de su conveniencia como si no.

Un crítico debe conocerse a sí mismo, debe saber controlar sus fuerzas y, del mismo modo, también ha de saber cuándo no debe usarlas. El crítico más eminente que jamás haya existido no se encuentra en su terreno ante una persona que insiste en remitirse a una revelación. Tal hecho lo cambia todo. El crítico deberá (siempre y cuando la persona no sea un demente, pues en tal caso ya no sería tarea de la crítica) o bien convertirse en fiel seguidor de quien ha sido tocado por la gracia de Dios e inclinarse ante su autoridad divina, o bien permanecer en silencio, porque no existe relación alguna entre la crítica humana y la revelación. Aunque al crítico le resulte sumamente extraño lo que cuenta tal persona, será lo suficientemente lúcido para saber que la verdad tiene un componente tradicional, es decir, que lo que en otro momento podría parecerle algo sumamente extraño a un excelente crítico, sin embargo, con el paso del tiempo se acaba imponiendo como una verdad incuestionable. Ante una revelación, el crítico hábil adivinará, precisamente gracias a su habilidad, que o bien asume desde el principio una nueva forma de crítica ante aquel que ha sido tocado por la gracia de Dios, o bien calla (a menos que pueda acceder a tal persona y, con la ayuda de alguna pregunta socrática, logre esclarecer que ciertamente se desconoce a sí misma). Pues el crítico también puede ser ingenioso, y tiene derecho a serlo, tiene derecho a preguntar y preguntar, incluso [108] a lanzar preguntas capciosas. Está claro que la persona que ha tenido una revelación está en su derecho a no contestar, derecho a permanecer en silencio. Pero en el caso de que no lo haga, en el caso de que cometa la imprudencia de hablar, en el caso de que, en lugar de permanecer en silencio, trate de insistir en su revelación mediante mera charlatanería y comience a soltar frivolidades, entonces sería posible que quien supuestamente ha sido tocado por la gracia de Dios se enredara en una fatal situación. Esto mismo puede suceder de otro modo. Un crítico puede haber estado observando en silencio hasta que quien supuestamente ha sido tocado por la gracia de Dios imprudentemente comience a resultar excesivo y quede atrapado en su propia palabrería.

Si no encontramos anormalidades respecto a lo que deberíamos comprender sobre la revelación de Adler, pero sí sobre lo que él ha comprendido, sobre cuál entiende él que es su papel en ella, entonces estaremos ante un escritor de premisas, corrosivo, y el crítico podrá atraparle para su desgracia. Todo el ingenio (si es que realmente es un escritor ingenioso) que pueda haber en sus obras, no compensa como alimento si lo comparamos con lo corrosivo que resultan debido al déficit mediante el que como escritor enreda al público por su falta de claridad con respecto a lo cualitativamente determinante. Exponer abiertamente una revelación sin dilucidar qué es cada cosa, qué es lo que se quiere decir, es presentarse como un escritor de premisas, es como vociferar en un tono sumamente desagradable y esperar que los demás acudan a rescatarte con una explicación sobre si realmente has tenido o no una revelación. Un fenómeno de este tipo puede contener un significado profundo como epigrama amargo sobre una época. Una época tambaleante, vacilante, inestable, en la que el individuo tiene por costumbre buscar de tantos modos fuera de él (en los comentarios de su entorno, en la opinión pública, en los chismes de ciudad) lo que en el fondo solo puede hallar en su interior: la decisión. En una época así aparece una persona y se remite a una revelación, más bien se lanza a la calle aterrorizado, con el pánico dibujado en el rostro, aún tembloroso por la conmoción del instante, y proclama que le ha tocado una revelación. «¡Oh, dioses inmortales, aquí llega la ayuda, aquí llega la firmeza!». Pero, ay, se parece demasiado a su época y al instante siguiente ya no sabe con seguridad qué es cada cosa, lo deja todo conforme está y se dedica a escribir [109] libros voluminosos y (probablemente) también ingeniosos.

En otros tiempos ya lejanos, cuando una persona era agraciada con una revelación suprema, dedicaba mucho tiempo a tratar de entenderse a sí misma en esa magnífica experiencia antes de pretender guiar a los demás. De ningún modo se puede exigir a nadie que, desde el entendimiento humano, comprenda el sentido de una revelación, pero al menos debe ser capaz de entenderse a sí mismo y comprender lo que le ha sucedido, que es lo más elevado que le ha ocurrido nunca, y que, lejos de todos los comentarios posteriores, lejos de todos los giros y vueltas, lo que ha tenido es y siempre será una revelación. En cambio, ahora cualquiera proclama en los periódicos del día siguiente que la noche anterior tuvo una revelación. Quizá por el temor a que la silenciosa reflexión solitaria (sobre algo que en el sentido más radical debería transformar toda la existencia de una persona que ha tenido una revelación, aunque nunca se lo contara a nadie) pudiera llevarle a comprender (de un modo humillante aunque liberador) que todo había sido una ilusión y que lo mejor sería dejar las cosas como están y reconciliarse con Dios para convertirse en maestro desde una posición inferior con respecto a la verdad, pero capaz de enseñar a los demás y de preservar el honor de lo infinitamente más elevado.

Puede que esto sea lo que teme, y por ello seguramente prefiera confiar en que la publicidad provoque una discusión cuya conclusión final podría ser que había tenido una revelación y que eso era lo que exigía su época. En tal caso podría seguir manteniendo que había tenido una revelación, confiando en la desmedida sensación suscitada por la publicidad, confiando en las ovaciones que le dedicaran, por no hablar de la tranquilidad que produce saber que varios de los «realmente excepcionales periódicos que tenemos» den por bueno el asunto, es decir, sancionen ante la opinión pública elevada a la enésima potencia* lo que estrictamente en el sentido más aislado pertenece al individuo en cuestión, quien de manera incondicional debería hallar la certeza en sí mismo con respecto al asunto en la más absoluta soledad. ¡Cuán epigramática se tornaría la situación si se llevara a un terreno puramente estético, sin tomar en consideración si realmente ha sucedido algo concreto! Una persona aterrorizada se presenta y afirma: «He recibido [110] la llamada de Dios», y luego añade con la boca pequeña: «En realidad no estoy completamente seguro, pero quiero saber qué impresión produce tal afirmación entre mis coetáneos y, si así se acaba determinando, entonces será cierto que he recibido la llamada de Dios y no lo desmentiré»*. Igual alberga la esperanza de que, al pronunciar esas palabras, las circunstancias se apoderen de él y, de algún modo, le metan en el personaje hasta convertirlo en lo que afirma que es, aunque no tenga la completa seguridad de si realmente lo es o no lo es. Haber recibido la llamada de Dios es sin duda lo máximo que le puede suceder a una persona. Alguien que ha recibido la llamada de Dios está por encima de cualquier otro, incluso de los reyes y los emperadores, de la opinión pública o de la tropa periodística. Todos los demás no podemos hacer otra cosa que admirarle, y él debe exigírnoslo con autoridad divina, pues se le debería reconocer por la autoridad a la que se remite*. Quien se muestre vacilante en tal situación estará sirviendo a dos señores24, querrá ser llamado por Dios en un sentido extraordinario y, al mismo tiempo, querrá ser llamado por su época para mostrarse como una exigencia de la misma. Se valdrá de la proclama «¡He recibido la llamada de Dios!» para hacerse escuchar entre la bulliciosa muchedumbre y, de ese modo, transformará la llamada de Dios en una llamada a la opinión pública.

Esto bien podría suceder en una época en la que se han suprimido las categorías religiosas decisivas y todo ha quedado sometido a la categoría de la generación (para que todo esté en orden). Si tal cosa sucediera, estaría [111] bien que algún crítico fiel, alguna persona insignificante que no se atreva a remitirse a ninguna revelación, que sea capaz de mantenerse firme en la palabra del elegido y, de ese modo, pueda contribuir con seriedad al esclarecimiento de lo que hay de cierto (pues la seriedad está en la reflexión silenciosa desde la responsabilidad), entendiera que su cometido es abordar lo extraordinario. Por el contrario, lo que no es serio es lo que a menudo se considera como tal: armar escándalo, encolerizarse, preocuparse, utilizar las expresiones más histriónicas y, sin embargo, sentir una inseguridad interior sobre lo que se es y lo que no se es. En nuestra época, al igual que en cualquier otra época pasada, pueden suceder cosas verdaderamente extraordinarias dispuestas por Dios; ahora bien, los cambios que se produzcan en el mundo seguirán teniendo una gran influencia sobre lo fenoménico, aunque el ser siga siendo el mismo. No dejaría de resultar sospechoso, por ejemplo, que en nuestra época apareciera un profeta que se asemejara a uno de los antiguos como dos gotas de agua.

Como fenómeno de nuestra época (puesto que estamos prestando la misma atención a la época que a Adler), el profesor Adler será el objeto de discusión de este modesto escrito. Sus libros no serán valorados desde la estética o la crítica como los de cualquier escritor corriente, no, pues deben ser respetados por su carácter extraordinario hasta por el crítico más insignificante. Sus obras solo deberán servir para comprobar si Adler se ha entendido a sí mismo como aquel por el que se ha hecho pasar (algo de lo que formalmente no parece estar dispuesto a retractarse). Tampoco vamos a hablar de la doctrina que predica, tanto si es herética como si no. Todas esas cuestiones resultan insignificantes en comparación con lo cualitativamente determinante. Por el contrario, deberá ponerse seriamente el acento ético, siempre que sea posible, en todo lo que le confiere autoridad divina (en dicho caso se le deberá exigir que, en lugar de aplicar el ingenio para producir grandes libros25, haga uso de su autoridad) o, en caso contrario, en aquello que anteriormente se sintió empujado a afirmar y de lo que con arrepentimiento debería retractarse. En la medida de lo posible, deberá ponerse seriamente el acento en el hecho de que él se remite a una revelación.

Por si alguien pregunta quién soy yo para acometer esta empresa, esta es mi respuesta: soy un crítico fiel, una persona insignificante que se atribuye el mismo derecho ético que cualquier otra persona sobre un escritor. En la medida en que toda la cuestión respecto al profesor Adler no debe tomarse como algo irrelevante que sería mejor ignorar, es de suma importancia [112] enfocarla con claridad. Resulta inquietante que un escritor ingenioso pero confundido no sepa qué es lo que él mismo entiende por tener una revelación. Del mismo modo que resulta cuestionable que los libros que muestran un gran ingenio consigan desviar la atención de lo determinante. Por lo que se deduce con claridad de sus escritos, estoy completamente convencido de que el apóstol san Pablo de ningún modo se habría incomodado si alguien le hubiera preguntado si realmente había tenido una revelación. Igual que sé que san Pablo, con la concisión que debe caracterizar a la seriedad, habría contestado: «Sí». Pero, en el supuesto de que san Pablo (y espero que me perdone por lo que voy a decir para aclarar el asunto), en lugar de ofrecer con seriedad una respuesta corta, hubiese contestado: «Sí y no», y hubiera proseguido con un dilatado discurso similar a este: «Bueno, es cierto que he afirmado algo así, pero quizá ‘revelación’ sea una palabra demasiado contundente para describirlo, aunque algo sí que hubo, sucedió algo genial...», en ese caso, la cosa habría sido bien distinta. Con los genios, ¡Dios me libre!, me las apaño bien. Si se trata de un gran genio, no tendré ningún reparo en mostrar con respeto estético mi admiración por ese espíritu magistral del que me proclamo aprendiz. Pero, si tuviera que prestarle obediencia religiosa, si tuviera que dejar mi juicio cautivo en obediencia a su autoridad divina, eso no lo haría, ningún genio podría exigir tal cosa de mí. Si una persona no muestra reparos en reinterpretar su existencia apostólica como el fruto de su propia genialidad sin recordar sus primeras afirmaciones, entonces está completamente confundida.

En tal caso, el crítico debe mostrarse firme, tal y como yo estoy dispuesto a hacer en este modesto libro, no para evitar confusiones, sino para, en la medida de lo posible, aclarar algunas categorías religiosas y orientar a mi época. Sin intención de sobrevalorar mi obra, también me atrevo a prometer que quien la lea con atención encontrará iluminación en mis palabras, puesto que estoy familiarizado con mi época y estoy al corriente de todo lo que se gesta en ella, como aquel que navega en el mismo barco pero se recoge en un camarote individual, no en calidad del que está por encima, ni del que ostenta autoridad alguna26, no, sino en calidad de excéntrico, del que no tiene la más mínima autoridad27. Jamás he ostentado, ni cuando me inicié como escritor, ni con posterioridad, ningún tipo de autoridad, ni tampoco soy una persona importante para esta época tan seria (aunque puede que sí lo sea gracias a mis pantalones28, que parecen haber causado una gran sensación y han logrado captar seriamente el interés del público). Parece un truco de magia en pleno [113] siglo XIX al estilo de Las mil y una noches, como si un par de pantalones grises pudieran ser capaces de hacer olvidar todo lo demás. Y ciertamente es magia, pues nadie sabe lo que pican. Y no solo eso, pues esto otro también es cosa de magia. Los serios y diligentes censores29 que, en nombre del público y con una severidad propia de Catón30, establecen las exigencias de esta época en función de los pantalones, a menudo se han fijado en los míos, e igual les parecen demasiado cortos que demasiado largos. ¡Válgame Dios!, pero si son los mismos pantalones viejos de siempre. Una anécdota como esta tiene su relevancia, pues define con extremada precisión la capacidad de juicio del público. También tiene relevancia, y por eso en parte debería ser recordada, como una contribución a la historia sobre las cosas de las que se preocupaban en esta época las gentes de Copenhague. Como dice la canción, lo que ha ocupado un instante, vivirá para siempre. Cuando mis obras31 hayan caído en el olvido, mis pantalones ya completamente desgastados seguirán vivos.

Aquí debería concluir esta introducción; sin embargo, deseo añadir algunas palabras. Escribo esta reseña no sin cierta tristeza y melancolía. Hubiera preferido no tener que hacerlo de no ser por el temor a que las obras del profesor Adler, que últimamente están siendo muy (y mal) elogiadas en algunas revistas de teología32, acaben captando la atención y, cuando eso suceda, necesariamente provoquen una gran perturbación en el ámbito religioso, precisamente debido a su cierto ingenio y a la nula capacidad de la mayoría para distinguir entre una cosa y otra. La tristeza y la melancolía son, según yo lo entiendo, características en este país. En un país pequeño como Dinamarca es evidente que solo unos pocos individuos poseen el tiempo y la oportunidad para dedicarse de forma exclusiva a lo espiritual y, de esos pocos, naturalmente de nuevo solo unos pocos están realmente capacitados y son plenamente conscientes de que su dedicación a lo espiritual debe ser exclusiva. También es igualmente importante que un individuo así, precisamente porque las limitaciones del país impiden la rápida aplicación de un correctivo, se mantenga firme con la disciplina más férrea para no caer en una deslumbrante confusión en lugar de en la verdad.

El profesor Adler es un individuo de este tipo, capaz de levantar pasiones fácilmente y que puede acabar siendo objeto de una u otra admiración ignorante, puede acabar incluso teniendo seguidores. Pero de ese modo no conseguirá nada, más bien al contrario, podría hacer mucho daño dadas las limitaciones del país. Y aunque con sus obras haya enriquecido nuestro capital [114] espiritual (que se ha ido acumulando de muchos modos en nuestra época con la aportación de múltiples manifestaciones), esto apenas tiene importancia si lo comparamos con la posibilidad de alterar los conceptos más relevantes sobre los que descansa todo el cristianismo. Pues en el ámbito espiritual puede darse además un placer tan intenso, una peligrosa tentación para el espíritu que, a base de repetirse, produce una falta de claridad total. A pesar de que todos los escritores en general tienen una gran responsabilidad, en el contexto de una tradición literaria como la alemana, por ejemplo, parece que esta sea menor en la medida en que los escritores pueden esfumarse rápidamente en medio de la masa causando el mínimo daño. Creo que el profesor Adler debería darse cuenta de esto. Yo, al menos, he tratado de hacer todo lo posible para convertirme en un individuo del tipo que he descrito.

Si bien es cierto que la literatura de un país pequeño, precisamente debido al tamaño de este, puede dar lugar a obras peculiares que serían impensables en un país grande en el que unos escritores suplantan a otros, no es menos cierto que la responsabilidad también es mayor. Cuando el caudal es muy grande, no hay peligro de que el agua se enturbie, pero en un país pequeño, en el que en cada dirección apenas apunta un arroyo, se corre un enorme riesgo de enturbiarlos todos fácilmente. Puesto que soy poco amigo de los seguidismos y las recreaciones, de los clubes y las asociaciones (que tanto proliferan en un país pequeño y que tanto daño irreparable producen), supondría una enorme satisfacción para mí que en el ámbito religioso proliferaran otros tipos de individuos que, por cuenta propia, quizá se planteasen cultivar este ámbito desde otro punto de vista completamente distinto. Sin embargo, por el momento, Adler no ha aportado nada a este respecto, no ha aclarado ningún concepto, no ha planteado ninguna categorización, no ha recuperado a ningún autor clásico desde una nueva perspectiva dialéctica. Él mismo no ha realizado ninguna aportación determinante y, de algún modo, me ha frenado en mi camino, puesto que sus obras poseen cierta capacidad perturbadora en el ámbito religioso y, dadas las limitaciones del país, me he visto en la obligación de interrumpir mi propia producción para plantear algunas objeciones a este pensador, a quien no considero ni superior ni colaborador.

Por lo demás, soy consciente de lo extraño de la situación. Me dispongo a escribir un libro sobre un escritor que, hasta ahora, apenas ha sido leído y muy probablemente siga sin serlo. Del mismo modo que ocurría en aquella historia sobre dos obesos que corrían uno alrededor del otro para hacer ejercicio, [115] en un país pequeño a menudo los escritores se ejercitan girando el uno alrededor del otro. De todos modos, he planteado mi tarea como de costumbre, es decir, con independencia de la época histórica en la que desarrollo el estudio, de modo que el razonamiento podrá leerse en cualquier otra época gracias a su carácter universal e ideal. No poseo ninguna capacidad ni habilidad en absoluto para escribir sobre el instante.

_________

4. Referencia a los diversos movimientos de reforma y liberación tanto políticos como religiosos y culturales de la época.

5. En danés, en Livs-Anskuelse: una concepción de la vida. Anskuelse también significa «visión», «perspectiva» o «intuición». No obstante, en este contexto parece más apropiada su traducción por «concepción» como una idea general sobre la vida (sobre Dios, el amor y la muerte) desde la perspectiva de cada individuo y que denota una intencionalidad de quien la desarrolla, siguiendo a Søren Landlkildehus, «The Technique of Critique», en International Kierkegaard Commentary: The Boook on Adler, vol. 24, pp. 9-34. Kierkegaard también utiliza esta expresión en De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía, Trotta, Madrid, 32006, pp. 38 ss.

6. Variación de un dicho latino que figura en la obra del filósofo romano Anicio Boecio (480-524), De consolatione philosophiae [Sobre la consolación de la filosofía], libro II, prosa 7, 21.

7. Salto en una demostración o argumentación por el que erróneamente se pasa a hablar de un tema distinto. Aristóteles utiliza esta expresión en Segundos analíticos, libro I, capítulo 7 (75a 38), donde afirma que las demostraciones en una ciencia no se pueden trasladar sin más a otra, por ejemplo, las verdades de la geometría no son demostraciones de la aritmética.

8. En danés, hvad Tiden fordrer: exigencias de la época. Expresión muy utilizada en tiempos de Kierkegaard (por personalidades como J. L. Heiberg, F. W. Rothes o F. C. Sibbern) referida a las reivindicaciones de cambios políticos (como las de los liberales), reformas eclesiásticas (como las de los seguidores de N. F. S. Grundtvig), entre otras.

9. En danés, Præmisse-Forfatter: escritor de premisas. Kierkegaard utiliza esta expresión para referirse a los falsos escritores, frente a los escritores genuinos, es decir, aquellos que poseen una verdadera concepción de la vida (véase nota 5). Hemos mantenido la traducción literal, a pesar de que en algunos momentos pueda resultar algo forzada con el fin de no perder el juego de palabras que se mantiene a lo largo de todo el texto referido a la relación premisas/conclusiones.

10. Probable alusión a Aristóteles, Refutaciones sofísticas, capítulo I, 165a, 21-23.

11. Variación de una historia recogida en Platón, Gorgias 464d-465a.

12. Época marcada por un malestar social, político y cultural que puede llevar a sublevaciones o demandas de reformas. Expresión utilizada y comentada (en oposición a la de «época de actuación») en De los papeles de alguien que todavía vive, cit., p. 34.

13. Expresión popularizada en el siglo XIX que proviene del alemán Zeitgeist.

14. Cf. Dn 2,1-12. Nabucodonosor (605-562 a. C.) fue el gobernante babilonio más conocido por haber destruido Jerusalén en dos ocasiones. Nabucodonosor convocó a varios magos, astrólogos y adivinadores para que interpretaran un sueño que le perturbaba, pero sin revelárselo, de modo que también debían adivinar el sueño.

15. Versión libre de la escena IX de la comedia Les Premières Amours [Los primeros amores] (1825) del dramaturgo francés Augustin Eugène Scribe. Entre 1824 y 1874, Scribe fue el dramaturgo más representado en el Teatro Real de Copenhague.

* Este hecho ha ejercido una influencia altamente perjudicial sobre toda la literatura y ha dado lugar a una inversión perversa de la relación entre escritor y lector. Porque los falsos escritores (que son la mayoría y tan abundantes que casi todo el colectivo puede calificarse así) están necesitados no solo del dinero y del reconocimiento del público, sino que además necesitan del propio público para alcanzar el entendimiento y el sentido (como si estos pudieran transferirse sin más a cualquier escritor). El falso escritor es precisamente el que necesita del público o de la discusión para llegar a algún tipo de entendimiento. Cuando en la relación entre escritor y lector hablamos de necesidad, es el lector el que debería necesitar del escritor. Un escritor no debería necesitar nada, incluso debería ejercitarse éticamente para no necesitar del dinero ni del reconocimiento del público. Así y todo, un auténtico escritor seguirá siéndolo aun si adolece de esta debilidad. Pero si necesita del público para conseguir claridad y darle sentido al asunto, entonces es que el público sabe más que él, entonces es que es un mero aprendiz; Dios sabrá por qué se ha dedicado a escribir, Dios sabrá por qué triste confusión le llaman escritor. Los fuegos fatuos ciertamente logran adular al público en su vanidad, a ese mismo público al que le cuesta aceptar a los escritores genuinos, aquellos que realmente saben en su interior y en su responsabilidad ética ante Dios que son escritores. El público prefiere a sus propias criaturas, al talentoso con deficiencias éticas, al pelagatos, al buhonero convertido en escritor (pues es un necesitado en todos los sentidos, un necesitado del público en todos los sentidos, de su enseñanza e instrucción, de su dulce condescendencia, de su clementísimo aplauso con aire de experto, de su dinero, de su reconocimiento). Por supuesto, son las revistas y los periódicos en particular los que contribuyen a darle la vuelta a todo. Igual que en la historia de Grecia hubo un periodo semejante (el de los sofistas), en los tiempos modernos, y gracias a la prensa diaria, la sofística se ha convertido en una constante, en una necesidad diaria. [Las notas con asterisco son de Kierkegaard].

16. El sistema de servicios sociales en tiempos de Kierkegaard se organizó en Copenhague conforme a un plan aprobado el 1 de julio de 1799 cuyo principal objetivo era repartir limosna o proporcionar un trabajo a aquellas personas que no pudieran mantenerse por sí mismas.

17. Oxímoron latino referido a una frase en la que el sustantivo y el adjetivo se contradicen.

18. Obra del propio Kierkegaard, Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845).

19. Pasaje narrado también en Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845), SKS 6, pp. 337 ss.

20. En danés, Opsigtsbetjent: agente de la policía de Copenhague encargado de inspeccionar la conservación y la limpieza de las calles.

21. Argumento ex concessis o ad hominem es una falacia que consiste en descalificar a alguien en lugar de refutar sus afirmaciones.

22. Expresión repetida en varios pasajes del Nuevo Testamento (Mt 16,17; Gal 1,16; 1 Cor 15,50; Ef 6,12).

23. En referencia a la esfera religiosa.

* Dado que los periódicos escriben en nombre de todo el pueblo, la nación acaba dotada de una fantástica población que es tantas veces mayor con respecto a la población real como periódicos en mutuo desacuerdo se publican.

* Se cuenta que un campesino mendigaba caridad por un incendio. Una de las personas con las que se encontró le preguntó compasivamente: «¿Cuándo se produjo el incendio en su casa?», a lo que el campesino respondió: «Bueno, la verdad es que aún no se ha incendiado, pero lo hará pronto». El campesino no estaba seguro de vivir en el mejor de los mundos posibles, sospechó de la capacidad de la caridad humana hacia las víctimas de incendios y quiso comprobar previamente cuánto dinero podría obtener antes de prender fuego a su casa.

* Tener autoridad no es marchar al frente de un ejército, eso es impotencia; o al frente del público, eso también es impotencia; o estar armado. No, la autoridad se encuentra en estas breves, invariables e inamovibles palabras: «He recibido la llamada de Dios». La autoridad en un asunto así está atada de pies y manos, pues no puede cambiar nada en ningún caso.

24. Alusión a Mt 6,24, donde Cristo afirma que no se puede servir a dos señores al mismo tiempo, a Dios y a las riquezas.

25. En referencia al voluminoso libro de A. P. Adler Studier og Exempler [Estudios y ejemplos] (1846), compuesto de 573 páginas.

26. En todos los prefacios de las seis recopilaciones de sus Opbyggelige Taler [Discursos edificantes] publicadas entre 1843 y 1844, Kierkegaard repite que el autor no está autorizado para predicar.

27. Probable alusión al hecho de que Kierkegaard no fuera nunca ordenado pastor.

28. Referencia a varias caricaturas de Peter Klæstrup aparecidas en la publicación satírica Corsaren [El corsario] entre enero y marzo de 1846 en las que Kierkegaard luce unos pantalones remendados con una pernera más larga que la otra.

29. Probable alusión a los magistrados de la antigua Roma encargados del censo de la ciudad y la recaudación de impuestos, pero también de vigilar el patrimonio y el estilo de vida de los senadores.

30. Marco Porcio Catón (234-149 a. C.), apodado el Censor, conocido tanto por su habilidad y valor como militar, como por su defensa de las tradiciones romanas y la vida sencilla.

31. Probable alusión a las obras de Kierkegaard publicadas bajo pseudónimo: Enten-Eller [O lo uno o lo otro] (1843), Gjentagelsen [La repetición] (1843), Frygt og Bæven [Temor y temblor] (1843), Philosophiske Smuler [Migajas filosóficas] (1844), Begrebet Angest [El concepto de angustia] (1844), Forord [Prólogos] (1844), Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845) y Afsluttende uvindeskabelig Efterskrift [Postscriptum no científico concluyente] (1846).

32. Alusión a la reseña del pastor Fr. Helweg «Mag. Adlers senere Skrifter» [Últimos escritos del profesor Adler], en Dansk Kierketidende [Gaceta de la Iglesia danesa], n.º 45 (19 de julio de 1846) y n.º 46 (26 de julio de 1846), en la que se relaciona a A. P. Adler con Kierkegaard.

El libro sobre Adler

Подняться наверх