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Capítulo 1

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NO IRÁS a usar eso conmigo!

Horrorizado, Adam miró a su tía Justine como si estuviese seguro de que se había vuelto loca. Aunque ella llevaba años trabajando de enfermera diplomada en la clínica médica de Ruidoso, y era conocida por su dedicación y su delicado trato a los pacientes, Adam pensaba en ese momento que podría haber sido la encarnación de la ayudante del doctor Frankenstein.

Justine apretó el gatillo de la sierra eléctrica que tenía en la mano y la hoja comenzó a vibrar con un fuerte zumbido.

–Ya sé que parece que se la he robado a un carpintero, pero, créeme, si quieres que te quite esa escayola antes de la hora de comer, tendrás que confiar en mí. De lo contrario, habrá que recurrir a un serrucho.

–¿No hay nada con que ablandarla? ¿Agua? ¿Bourbon? ¿Ácido? –preguntó él con los ojos clavados en la hoja en forma de zigzag.

–Los hombretones como tú sois todos iguales –rio ella–. Os asustáis de una pequeña aguja. Os desmayáis al ver una gota de sangre. Si corriese de cuenta de los hombres tener los niños, la población mundial caería en picado.

Le agarró el pie y apoyó la escayola contra su muslo. Adam se aferró con las manos al borde de la camilla y se preparó para lo que se aproximaba.

–Si corriese de mi cuenta… –se interrumpió de golpe cuando Justine comenzó a cortar el yeso. Una nube blanca se levantó cuando la hoja se hundió en el material que le recubría el pie.

–¿Si qué corriese de tu cuenta? –preguntó su tía mientras dirigía la cuchilla hacia la zona del tobillo.

–La población mundial sería cero –dijo Adam, intentando no pensar que le serraba en dos el hueso recién soldado–. No tengo ninguna intención de tener niños.

Justine hizo un ruido de desaprobación.

–Tu madre te daría unos azotes si te oyera.

–Probablemente sí –asintió Adam–. Pero ya le he dicho que Anna e Ivy le pueden dar nietos. No es necesario que cuente conmigo para continuar con la estirpe de los Murdoch y los Sanders.

Una vez que cortó la escayola de un extremo al otro, Justine dejó la sierra eléctrica y separó las dos mitades con delicadeza. Adam sintió alivio al ver que su tobillo y pie estaban en perfectas condiciones después de semanas de inmovilización.

Ella le frotó el tobillo y el empeine sonriendo.

–¿Tienes algo en contra de los bebés y los niños? –preguntó.

–Lo cierto es que me gustan los niños. Pero no se los puede tener sin esposa y eso sí que no quiero tener. No quiero una mujer que me esté diciendo cuándo me tengo que levantar, cuándo comer, cuándo ir a la cama, cómo gastarme el dinero y pasar el tiempo.

Ella puso los brazos en jarras y se alejó un paso para clavarle una mirada recriminatoria.

–Nunca has tenido una esposa. ¿Qué te hace pensar que todas hacemos eso?

Él dejó escapar un gemido de cansancio. Justine y su madre, Chloe, eran hermanas. Con toda probabilidad, esa conversación se repetiría entre las dos. Realmente tendría que hacer un esfuerzo para elegir sus palabras con mayor sensatez. Pero, ¿por qué se preocupaba? Su madre ya sabía lo que sentía al respecto.

–Oh, oigo lo que dicen mis amigos casados. Y he tenido algunas novias que me han dado más de una pista de lo que sería tener a una mujer constantemente atado a mí –haciendo un gesto de disgusto, se pasó la mano por el pelo castaño y el mechón le volvió a caer sobre la frente–. No quiero decir con ello que crea que el matrimonio es algo malo. Después de todo, a Charlie parece encantarle ser esposo y padre. Y ahora Anna, mi melliza, parece caminar en una nube rosa. Pero estoy convencido de que eso no es para mí.

–Nunca me he entrometido en tu vida, Adam –le dijo Justine, dándose golpecitos en la barbilla con el índice mientras lo observaba detenidamente.

–Así que no arruines tu reputación comenzando a hacerlo ahora –le respondió él.

Justine simuló no reconocer su tono de advertencia.

–Los últimos años has cambiado de mujer como de camisa.

Adam lanzó un resoplido por la nariz.

–Es verdad. Y ninguna me quedaba bien.

–Sé que no lo crees así, Adam –suspiró Justine–, pero hay una mujer especial allí afuera para ti.

–No, tía Justine, en eso estás equivocada. Todas las especiales están ocupadas. De una forma u otra.

Ambos sabían que se refería a la muerte de Susan. Pero ella decidió que no era el momento de sacar a relucir la trágica pérdida de Adam.

–No te enfades conmigo –dijo Justine y le dio unos golpecitos en el hombro–. Es que tu tía vieja está más preocupada por tu salud mental que por el estado de ese pie flacucho.

–Mi salud mental está fenomenal ahora que he vuelto a Nuevo México –dijo Adam, echando una mirada irónica al pie. Y no compares mi pie con el de Charlie. Tu hijo tendría que haber sido jugador de fútbol en vez de Texas Ranger. La profesión habría sido mucho más segura, si quieres mi opinión.

–Muchísimo más –sonrió Justine y luego señaló su tobillo recién soldado–. Pero me da la impresión que trabajar en el petróleo no es tampoco demasiado seguro. No recuerdo haber visto nunca a Charlie con muletas durante seis semanas.

–Tienes toda la razón, tía Justine –dijo Adam, dando una fuerte palmada al vinilo acolchado de la camilla–. No ha sido el petróleo lo que ha causado la rotura de mi tobillo. ¡Me lo hizo una mujer!

Justine arqueó una ceja con divertida ironía.

–¿De veras? Creía que te lo habías hecho trabajando.

–Fue en el trabajo –dijo Adam, dirigiéndole una mirada cansada–. La mujer estaba chiflada…–se interrumpió, sacudiendo la cabeza y Justine se rio–. Vete a buscar al doctor, ¿quieres? Papá me espera dentro de veinte minutos.

–De acuerdo –rio ella suavemente y se dio vuelta para marcharse–. No te molesto más por ahora. Pero uno de estos días quiero oír cómo te rompiste ese tobillo.

Cuando Adam llegó a la oficina de Sanders Gas and Exploration treinta minutos más tarde, pasó junto a la recepcionista y tres secretarias, se dirigió directamente a la oficina de su padre y golpeó con los nudillos en la puerta de roble oscuro.

A través del panel de madera oía voces apagadas. Bien, pensó. El geólogo que su padre había contratado ya había llegado y con un poco de suerte estaba listo para ir a trabajar. Había un montón de proyectos que esperaban que se tomasen decisiones y ahora que se hallaba libre de la molestia de su escayola, estaba que ardía por ponerse manos a la obra.

Un segundo más tarde, la puerta se abrió. Su padre, Wyatt, que seguía teniendo el cabello oscuro y el mismo atractivo de siempre a los cincuenta y cinco años, lo agarró del hombro y lo hizo entrar a la amplia oficina.

–¡Adam! Entra. Me preguntaba si llegarías a tiempo –exclamó afectuosamente–. Ya veo que te han quitado la maldita escayola. ¿Qué tal sientes el tobillo?

Adam miró hacia su izquierda, donde una mesa y varios sillones de cuero se agrupaban cerca de una pared de cristal. La puntera reforzada de una bota de trabajo y parte de una pierna enfundada en vaqueros se asomaban por detrás de una silla, pero el alto respaldo le impedía tener una visión clara de la persona sentada frente al escritorio de Wyatt.

–En este momento lo tengo tan rígido e hinchado como el extremo de un bate de béisbol –respondió Adam, volviendo su atención a su padre–. Tuve que cortar la bota para poder meter el pie dentro. Pero el doctor dice que está curado y que pronto se pondrá bien. Espero que sepa lo que dice.

–Ya podrás correr una carrera en un par de semanas –le dijo su padre, dándole una cariñosa palmada en la espalda–. Y las botas son menos valiosas que tu cuello.

Adam lanzó una ahogada carcajada sin alegría mientras su padre lo llevaba hacia el escritorio rodeado de sillas.

–Ven –le dijo–, quiero que conozcas a nuestro nuevo geólogo. Estoy seguro de que los dos podréis hacer maravillas juntos.

La silla se giró lentamente hacia ellos y Adam instantáneamente se detuvo.

–¡Usted!

La mujer se puso de pie. Estaba igual que la recordaba. Alta, de piernas largas y curvas rellenas y sensuales. Tenía el largo y castaño pelo espeso y desteñido por el sol. En ese momento lo llevaba trenzado.

–¿Os conocéis? –preguntó Wyatt. Con el ceño fruncido, su mirada se dirigió de su hijo a la mujer que acababa de contratar para la compañía.

–¿Es este su hijo? –le preguntó ella a Wyatt con su ronca voz.

Adam la recorrió con la mirada desde la gruesa trenza que le caía sobre un pecho hasta la expresión de incredulidad de su rostro.

–¡Como si no lo supiese! –dijo con sorna.

Ella lo ignoró y dirigió su mirada castaña a Wyatt.

–Pensé que su nombre era Sanders.

–Sí, lo es.

Ella miró a Adam y luego sintió como si le hubiesen dado un puntapié en medio del vientre.

–En Sudamérica me lo presentaron como Adam Murdoch –dijo ella, con la voz teñida de confusión.

–Soy Adam Murdock –rugió él–. Adam Murdock Sanders. No intente convencerme de que no lo sabía.

–¡Adam! –exclamó Wyatt– ¿Qué te sucede? La señorita York no te ha hecho ningún daño.

–¡Claro que sí! ¡Casi me mató! ¡Por su culpa fui a parar al hospital y llevé una escayola seis semanas!

Maureen York echó chispas por los ojos cuando le lanzó una mirada que habría paralizado a un hombre menos fuerte.

–¡Yo no le hice nada! ¡Usted se lo hizo a sí mismo!

–Desde luego. Yo soy quien dio el viraje para esquivar a aquel perro.

–¿Qué quería que hiciera? –preguntó ella indignada– ¿Que lo matara?

–Habría estado mucho mejor que matarme a mí.

Los altos pómulos se ruborizaron.

–Nada habría sucedido si hubiese tenido puesto el cinturón de seguridad. Ya se lo dije en ese momento. Pero no. Tenía que hacerse el macho y…

–Yo no habría…

–¡Epa, epa! –gritó Wyatt por encima de sus voces–. Creo que ha habido algún error aquí y…

–Por supuesto que lo ha habido –interrumpió Adam acaloradamente–. Y el error fue contratarla –hizo un gesto señalando a Maureen.

–Lo siento, señor Sanders –dijo Maureen–. Yo no sabía que este –señaló a Adam con la cabeza– hombre era su hijo. De lo contrario, nos habría ahorrado a los dos tiempo y molestias y le habría dicho que no podía aceptar el puesto en su empresa.

Al ver que la situación se estaba yendo de madre, Wyatt sacudió la cabeza.

–Por favor, tome asiento, Maureen, mientras cruzo unas palabras con Adam. Solo me llevará unos momentos, se lo prometo.

Agarró a Adam del brazo y se lo llevó por el corredor hasta un almacén.

–¿Se puede saber qué diablos te pasa? –le espetó en cuanto cerraron la puerta– ¡Nunca en mi vida te había visto actuar de forma tan ruda y grosera! La señorita York es un excelente geólogo. De los mejores. Tenemos suerte de tenerla con nosotros. Si se queda. Gracias a ti.

Adam respetaba a su padre profundamente y lo amaba todavía más. Desde que era pequeño quería crecer y ser exactamente como él. Quería ser un petrolero de los mejores. Quería que lo conocieran en el ramo de la misma forma que conocían a su padre. Pero había veces en que chocaba con su padre, y aquella era una de ellas.

–Papá, Maureen York es la mujer que conducía cuando salíamos del campamento en Sudamérica. Ella es la mujer que me accidentó. ¿Necesito decir más?

Wyatt hizo un gesto de exasperación con los ojos.

–Adam, sabes que la mujer no chocó con el Jeep a propósito para hacerte daño. ¡Y yo no tenía ni idea que la Maureen que mencionaste en el hospital era esta! Sólo dijiste que ella te ofreció llevarte un día hasta el campamento. No sabía que fuese geólogo ni que trabajase para una compañía petrolera. Pensé que era una novia que te habías echado por allá.

–Mira, papá, aunque ella no lo hubiese hecho intencionalmente, tiene un montón de otros problemas –al ver la impaciencia en el rostro de su padre, lanzó un profundo suspiro–. No creo que pueda trabajar con ella ni dos días, ni siquiera dos horas.

Wyatt se cruzó de brazos y le lanzó una seria mirada.

–Pues bien, dime el tipo de problemas que tiene.

–Es imprudente. Siempre cree tener la razón. Obcecada. Irrespetuosa.

–Es decir que es muy parecida a ti.

–Papá, ya sabes lo que quiero decir. Es… bueno, es una mujer en un mundo de hombres. No encaja.

–Es más que todos los hombres que he entrevistado. Será una buena baza para la empresa.

–Si me encuentras a alguien más con quien trabajar, puedes reducir mi salario a la mitad.

Wyatt arqueó las cejas.

–¡Lo dices en serio!

–Completamente –le respondió Adam.

Wyatt le escrutó el rostro largo rato. Ya conocía esa expresión en el rostro de su hijo. Obcecado, desafiante, incluso un poco temerario. Y sintió que el tiempo volvía atrás treinta años y se estaba mirando al espejo.

–Pues yo también hablo en serio –le dijo a su hijo–. Veo que permites que tus emociones personales interfieran con el verdadero propósito aquí. Sacar petróleo y gas, y hacérselo llegar al consumidor.

Inclinando la cabeza, Adam metió las manos en los bolsillos delanteros de sus vaqueros y se miró las puntas de las botas. ¡Las botas que había tenido que cortar! Intentó no pensar en ello en ese momento. Probablemente también podía perdonar que Maureen lo hiciese salir disparado del Jeep sin capota. Pero, ¿podría estar cerca de ella un día sí y otro también? Esa mujer lo alteraba de formas que no quería pensar.

–No tengo sentimientos personales hacia Maureen York –dijo abruptamente.

–No dabas esa impresión hace unos momentos cuando casi le arrancas la cabeza a mordiscos –señaló Wyatt–. Vosotros… ¿pasó algo entre vosotros en Sudamérica?

Adam pareció ofendido por el comentario de su padre.

–¡Papá, la señorita York debe tener cerca de treinta años!

La expresión de Wyatt se tornó irónica.

–¿Desde cuando te han detenido unos años de diferencia?

Adam tuvo la elegancia de ruborizarse.

–Bueno, quizás ella no sea mayor que yo. Pero te puedo decir con certeza que no es mi tipo en absoluto.

–Fenomenal –dijo Wyatt y le dio una palmada de aliento en el hombro–. Entonces no será un problema para ti volver a mi oficina y asegurarle que te causará mucha ilusión trabajar con ella.

–Haré lo posible por mentir.

–Créeme, Adam –rio Wyatt–, dentro de unos meses me agradecerás que la haya contratado.

Maureen ya casi había decidido no esperar más cuando la puerta de la oficina se abrió y Adam Murdock Sanders entró en la habitación. Ella inmediatamente se puso de pie y entrelazó las manos tras la espalda.

–¿Dónde está el señor Sanders? –preguntó sin preámbulos.

–Yo soy el señor Sanders con quien trabajará. Mi padre se ha ido a casa a nuestro rancho.

Maureen se humedeció los labios e hizo un esfuerzo por permanecer calmada. Nunca había sido una persona que se dejase llevar por los sentimientos. Ese era uno de los motivos por los que tenía éxito a pesar de su sexo. Pero ese joven tenía algo que la hacía alterarse como nunca.

–Mire señor San… señor Murdock Sanders –se corrigió intencionadamente–, creo que usted y yo sabemos que nunca podremos trabajar juntos.

Adam estaba totalmente de acuerdo. Pero según su padre había dicho hacía unos minutos, en esta ocasión tendría que dejar sus sentimientos de lado. Esa mujer con aspecto sensual era una científica muy inteligente. Había estado con ella menos de un día, pero ese poco tiempo había sido lo suficiente para llegar a la conclusión de que ella conocía su profesión.

Se dirigió hacia el escritorio y apoyó la cadera en él.

–Estoy dispuesto a probar.

–¿Porque su padre se lo ha impuesto?

Adam intentó no irritarse ante la pregunta.

–Wyatt no me fuerza a hacer nada. No es ese tipo de padre. Y yo no soy ese tipo de hijo.

Bastaba mirarlo para darse cuenta de que no era un hombre al que se pudiera mangonear. A pesar de ser joven, ya tenía una enorme presencia. Y no era solo su aspecto físico, aunque el cielo sabía cómo la visión de sus anchos hombros y delgado cuerpo la sacudían hasta el tuétano.

–Sí. Lo creo. No me lo imagino cediendo ante nadie.

Adam la miró para descubrir a qué se refería, pero al recorrerle con la vista los altos pómulos, la dorada piel, los ojos color chocolate y los labios maquillados color cereza, se olvidó para qué la miraba. El contraste de esos labios contra el resto de su cara era lo más erótico que Adam recordaba haber visto en una mujer.

–Mire, señorita York, me doy cuenta de que no nos conocemos demasiado y…

–Cuatro horas como máximo –lo interrumpió ella.

Adam asintió y se dirigió a una mesita donde había una cafetera con tazas. Sentía que se ahogaba.

–¿Café? –ofreció.

–Gracias, solo, por favor.

Él sirvió dos tazas y le llevó una. Aunque su intención era dársela y alejarse inmediatamente, pero como había descubierto en el poco tiempo que habían compartido, cuando se acercaba a ella no era dueño de sus actos. Se quedó a un paso de ella y volvió a mirarle los rojos labios.

–Me doy cuenta de que no quería matarme. Solo lo pareció.

–Créame, señor Sanders, si hubiera intentado matarlo, habría encontrado una forma más fácil y sencilla que hacer que saliese disparado de un Jeep.

Tomó un trago del café, hizo un gesto de disgusto ante el amargo sabor y luego lo miró. Tenía facciones fuertes y huesudas, la piel morena por el sol y los ojos verdes como esmeraldas húmedas. Su pelo era del color de la caoba brillante y le caía sobre la frente en una onda. Si tuviera que describir su aspecto con una sola palabra, diría que tenía un atractivo sexual.

–¿Cree en realidad que podremos trabajar juntos? –le preguntó.

Adam no podía imaginarse haciendo ningún tipo de trabajo junto a esa mujer, pero se cuidó bien de decirlo. Sanders Gas and Exploration necesitaba un buen geólogo desesperadamente. Si iba a ser Maureen York, entonces tendría que hacer un esfuerzo y concentrarse en ser profesional.

–Si usted puede olvidar la primera vez que nos vimos, yo también puedo –dijo.

Ella olía a lilas y antes de poder controlarse, un montón de preguntas lo asaltaron.

–Muy generoso de su parte –respondió ella.

Adam dejó escapar el aire que estaba conteniendo. Si la memoria no le fallaba, lo único que ella le había dicho era que estaba divorciada y que llevaba diez años trabajando de geólogo. Aparte de eso, no tenía ni idea de dónde provenía o de cómo su padre la había logrado seleccionar de una larga lista de potenciales candidatos para el puesto.

Maureen tomó otro trago de café.

–Yo, ejem… , al día siguiente del accidente me dirigía al hospital a ver cómo se encontraba cuando una llamada urgente me obligó a tomar un avión de vuelta a los Estados Unidos. Llamé al hospital más tarde y una enfermera me aseguró que estaba bien. Me alegré de ello.

Adam se había convencido de que no le importaba si Maureen York tenía la cortesía de ir al hospital a ver si se había muerto o no. Pero ahora, sentía que tenía quince años en vez de veinticinco. Su explicación lo hacía sentir ridículamente bien.

–Solo tuve la molestia de una escayola –dijo, forzándose a separarse de ella.

Tomó su taza y se acercó a la pared de cristal. Las montañas cubiertas de coníferas se extendían ante sus ojos hacia el sur. Hizo el esfuerzo de mantener su atención fija en su belleza en vez de la de Maureen York.

–¿Qué la ha traído a Sanders Gas and Exploration? –le preguntó–. Hace seis semanas tenía un trabajo con una buena empresa.

Maureen se preguntaba lo mismo. Se hallaba satisfecha con sus anteriores jefes. Sus oficinas centrales se hallaban en Houston, el centro de la industria petrolera. Le pagaban un salario excelente y la gente con quien trabajaba era de lo más agradable. Pero se había sentido ahogada en la ciudad. Y aunque no le gustase reconocerlo, se había enfrentado al hecho de que su vida se había estancado. Quería y necesitaba un cambio. Sin embargo, si hubiese sospechado que ese hombre era parte de Sanders Exploration, nunca habría aceptado el trabajo.

–Por empezar, quería salir de Houston. No me disgustaba la ciudad, pero estaba cansada de vivir en un apartamento y llevar esa vida agitada. Quiero una casa con jardín y árboles.

No pudo evitar mirarla por encima del hombro.

–Parece que quiere establecerse, más que avanzar en el trabajo.

Ella cuadró los hombros y dio la vuelta al escritorio para colocarse a su lado frente a la ventana.

–Supongo que se puede decir que me gustaría bajar el ritmo, pero no de la forma que usted supone.

Los verdes ojos se cruzaron con los castaños.

–No sabía que hubiera otra forma para… una mujer.

¿Por qué permitía que la irritara? Era tonto, considerando que había tenido que lidiar con hombres mucho peores.

–Quizás le interese saber que no todas las mujeres estamos desesperadas por casarnos. Podemos llevar nuestra vida sin un hombre.

–¿Ah, sí? Mi madre cree que una mujer tiene que encontrar a un hombre y un hombre a una mujer antes de que puedan ser totalmente felices.

–Su madre ha de ser una romántica redomada –murmuró. Luego se dio la vuelta y concentró su atención en las montañas que se extendían varios kilómetros de distancia.

Y Maureen York no era una romántica. No lo había dicho, pero Adam lo había leído en su rostro antes de que ella se diese vuelta. Era un alivio saber que ella no buscaba romance. Ello haría que trabajar juntos resultase mucho más fácil.

–Este trabajo hará que tenga que viajar a un montón de sitios, particularmente aquí, en Nuevo México. No es probable que tenga demasiado tiempo para disfrutar de su casa con jardín.

–No quiere que acepte el trabajo, ¿verdad? –le preguntó ella, mirándolo por el rabillo del ojo.

Él se forzó a mantener la mirada fija en los hermosos bosques donde se podían ver ardillas y pájaros alimentarse a todas horas del día.

–Yo no soy quien toma la decisión final. Mi padre es quien tiene ese derecho –le dijo.

–Eso no es lo que yo he dicho –señaló ella.

–Creo que ha venido aquí buscando algo que no podía encontrar en Houston. No creo que lo encuentre aquí tampoco.

¿Cómo podía saber lo que ella buscaba? Maureen acabó el amargo café y tiró el vasito a una papelera.

–¿Es usted una autoridad en geólogos, o mujeres, o ambos?

–No me considero una autoridad en nada –respondió él.

Ella sonrió, pero la expresión no le alcanzó los ojos.

–Entonces no intente comprenderme. Muchos hombres lo han intentado y fallado.

–Mire, señorita York, no intento analizarla. Solo quiero asegurarme de que usted está aquí para trabajar. Puede que esta no sea la gran empresa para la que usted trabajaba en Houston, pero tenemos muchos pozos petrolíferos. Si usted ha venido aquí pensando que sería fácil, será mejor que se vuelva a Texas.

Ella se acercó hasta estar solo a un paso, se cruzó de brazos y levantó la vista hacia él.

–¿Qué edad tiene, señor Sanders?

Él frunció el ceño como si no pudiera creer lo que le preguntaba.

–Veinticinco. Pero no creo que mi edad tenga nada que ver con esta conversación.

–Ajá. Bien, me sorprende que haya logrado aprender tanto en un período tan corto de tiempo. A la mayoría de los hombres les lleva muchos años más de los que usted tiene.

Adam podía decir sin una gota de pedantería que tenía el don de la palabra, especialmente con el sexo opuesto. Algo que, según le habían dicho, había heredado de su padre de nacimiento, Tomas Murdock, quien había muerto poco tiempo después de que él llegase al mundo. Pero aquella mujer no se parecía a ninguna de las que había conocido hasta ese momento. Quería besarla y estrangularla. Quería hacer que la altiva confianza se borrara de su rostro.

Ella dejó caer los brazos y la mirada de él descendió a la generosa curva de sus senos. Bajo la camisa de algodón color verde menta se podía distinguir el ligero borde de su sujetador de encaje. Intentó no pensar en el aspecto que tendría sin esa prenda.

–Supongo que se puede decir que soy… un alumno adelantado –dijo.

Al notar que sus ojos se detenían más abajo de su rostro, Maureen cruzó nuevamente los brazos sobre el busto y le lanzó una mirada relampagueante.

–Se lo digo ahora mismo. El único motivo por el que me quedaré con Sanders Exploration es su padre. Es un hombre respetado en el medio y ahora que lo he conocido, me doy cuenta del motivo. Me siento honrada de poder trabajar para él. Y he decidido que resultaría tonto desaprovechar esta oportunidad por el orgulloso y sabelotodo de su hijo.

–¿Significa esto que trabajaremos juntos, entonces? –preguntó él con una sonrisa maliciosa.

–En contra de toda sensatez.

También era en contra de lo que Adam consideraba sensato, pero no era un hombre que se arredrara ante un desafío.

–Mi padre se alegrará de oírlo.

Ella sonrió también, y el movimiento de sus labios tuvo suficiente poder para hacer que a Adam se le encogiesen los dedos de los pies.

–No se moleste en decir que usted también se alegra –dijo ella.

Como si considerase su conversación acabada, ella se dirigió a la silla en la que se había sentado antes y agarró un bolso de cuero. Se colgó la correa del hombro y se encaminó a la puerta. La mirada de Adam siguió el elegante movimiento de sus caderas.

–¿Necesita ayuda para encontrar un sitio por aquí? –se le ocurrió preguntar a él.

Ella miró su reloj y luego abrió la puerta.

–Dentro de treinta minutos tengo una cita con un agente inmobiliario.

–¡Un agente inmobiliario! ¿Quiere decir que piensa comprar más que alquilar?

–Tengo intención de plantar raíces –sonrió ella nuevamente.

–¿Sin período de prueba?

–En cuanto vi esta zona, me enamoré de ella. Acabo de decidir que lo que tenga que soportar en el trabajo será un pequeño precio a pagar para establecer mi hogar aquí.

Mi hogar. Le había dicho a Adam que no buscaba un hogar en el sentido tradicional de la palabra. Entonces, ¿qué era lo que estaba buscando? ¿Y por qué se la imaginaba todo el tiempo como madre y esposa? Era una científica. Una mujer que había estudiado rocas, estratos, períodos geológicos y cartas sismográficas.

–Entonces, espero que no se desilusione, señorita York.

–Lo único que me desilusionará es que me siga llamando señorita York. Mi nombre es Maureen –dijo ella con una sonrisa irónica y luego salió.

Adam se pasó la mano por el pelo y lanzó un ronco gemido. Esa mujer era un trozo de dinamita ambulante. Solo mirarla era peligroso. ¿Trabajar con ella? Ya podía ver la explosión aproximándose.

Un mal comienzo

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