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Ambiente invernal

Aquel día el señor Han entró en la aldea Sinli, de la que había recibido alabanzas el día anterior en el Departamento de Información Pública del ayuntamiento del pueblo. Según le había dicho el jefe, era la aldea “menos modernizada” y la más simpática de todas, por lo cual no dejaba de resultar un “paisaje” atractivo e inmejorable. Tal como le había dicho el jefe de la aldea, el lugar, apaciblemente rodeado de montañas, era hermoso a primera vista.

Era un día pleno de sol invernal en que no había ni rastro de nubes en el cielo. La nieve que había caído hacía ya dos días, cubierta de barro, estaba amontonada a los costados del camino. Una voz procedente del edificio comunal se expandía por las inmediaciones y llegaba a los oídos de tres chicas que esperaban de pie en una de las paradas de autobús.

—Señores residentes, su atención, por favor. Se les informa que este día nos visitará el enviado de una televisora para filmar nuestra aldea, por lo que se les pide vestir traje limpio y reunirse sin excepción en el club social. Una vez más, se les solicita a todos los habitantes de la aldea su colaboración para el documental titulado Ambiente invernal.

Al parecer, habría una filmación del hombre al que se había referido la abuela esa mañana, sentada a la mesa para desayunar. Michong, que había escuchado decir a la gente que alguien de una televisora visitaría la aldea, pidió a Younggui que averiguase si también vendría algún artista. Aquél le contestó que no vendría ninguno ni nadie que se le pareciera, y agregó que no había más que un tipo con una cámara en la mano. Si un artista hubiera venido a la aldea, Michong habría ido al edificio comunal, pero como no era así, no tenía razón alguna para asistir.

Aunque las chicas esperaron mucho tiempo el autobús que las llevaría al centro del pueblo, éste no llegó. Así que no tuvieron más remedio que decidirse a caminar por la calle cubierta de guijarros. Cada una mostraba a su manera un aire melancólico. Michong parecía la más melancólica de todas. De las otras dos chicas, Kyongae y Hyangsuk, una vestía un abrigo de plumas de pato y la otra un simple abrigo. Michong, por su parte, llevaba un suéter delgado con franjas de lana. Encogiendo al máximo los hombros por el frío, seguía a sus amigas con pasos menudos. Había muchos autobuses que pasaban por la calle del pueblo, pero ninguno era el que ellas esperaban. Sin embargo, Kyongae sacudía a veces una mano hacia los vehículos que pasaban a su lado a alta velocidad, con la esperanza de que alguno parara. Pero no había ninguno que se detuviese, como lo presintió desde el principio. Cada vez que veía pasar uno a toda prisa, agitaba el puño en el vacío con actitud despectiva en dirección al vehículo que se alejaba.

Ya habían empezado las vacaciones de invierno; sin embargo, estas tres chicas, que vivían en las aldeas de Sinli y Dangchuri, no tenían a dónde ir. Michong había salido porque Kyongae, que vivía en Dangchuri, le había prometido un teléfono celular como regalo de Navidad. Hyangsuk les dijo que iba al salón de belleza del centro del pueblo para teñirse el pelo, y agregó que cambiaría de aspecto para presentarse ante Chongsik, el hombre a quien quería.

—No pude conciliar el sueño nada más de imaginar cómo me mirará Chongsik al verme transformada.

—¿Qué dices? ¿Que no puedes dormir? ¡Qué cursi eres!

—Entonces, ¿qué tengo que decir?

—Por lo menos no mentir diciendo que no pudiste dormir.

Kyongae entró a estudiar a la escuela primaria de la aldea y dejó la de Seúl porque su familia había tenido que abandonar la capital para vivir acá. Me había dicho que su padre era presidente de una empresa en Seúl que se había arruinado después de la llegada del Fondo Monetario Internacional (FMI). Lo habían despojado materialmente y ésa fue la causa de su divorcio. Hacía un año que su padre se había casado de nuevo. Kyongae no hablaba el dialecto que se usaba en el pueblo, lo cual era un tanto insólito. No sólo no lo hablaba, sino que regañaba a sus amigos cuando lo usaban, diciéndoles que parecían rústicos. Era una chica guapa, que gastaba dinero con sus amigos, por lo que todos sus compañeros querían una amistad estrecha con ella. Se decía que su padre, aunque arruinado hacía tiempo y actualmente sin dinero, no quería desanimarla ante sus amigos, por lo que siempre le daba suficiente para que gastara a su gusto. Si alguien quería ser su amigo, lo primero que debía hacer era evitar el dialecto. Había una anécdota al respecto: en la época de la escuela primaria, si alguno de sus amigos hablaba en dialecto, debía devolverle de inmediato cualquier regalo que hubiese recibido de ella. Durante la secundaria su actitud había cambiado, aunque siguió con su costumbre de regañarlos. Kyongae, gracias a su nueva madre que se pintaba y se vestía a la moda, llevaba un buen celular, de los que se estaban usando, el pelo teñido con luces y bonitos pendientes en las orejas. También se sentía orgullosa del abrigo de plumas de pato que usaba, y les decía a sus amigos que su nueva madre se lo había regalado. Michong, por otra parte, pensó en lo contenta que se pondría con una nueva madre como la de Kyongae. No le daban ganas, hablando francamente, de recordar a la suya, que se había marchado de casa abandonándola a ella y a su hermano. Tampoco le gustaban su abuelo ni su abuela, que fruncían el ceño cada vez que les pedía dinero. Cuando empezaban las vacaciones, Michong se sentía más solitaria. Todos los días tenía que barrer el entarimado y fregarlo con un trapo, lavar los platos y dar de comer a los animales domésticos, aguantar las reprimendas de su abuela y arreglar sola toda la casa. Al ver que llamaba por teléfono a sus amigos, la abuela le decía groserías inaceptables; y aunque Michong sólo recibiese las llamadas, era regañada con palabras ofensivas. Un día Michong, para desquitarse de la golpiza propinada por su abuela la noche anterior, se escondió después del desayuno en una habitación cerrada llevando un álbum en la mano. Younggui la siguió y allí dentro hicieron pedazos una tras otra las fotografías de su madre. Mientras las despedazaba, Michong soltaba todas las groserías que había oído de boca de su abuela por la mañana. Y mientras insultaba, derramaba extrañas lágrimas de tristeza cada vez que sacaba una foto. Llorar ante las imágenes la ponía más histérica, por eso hacía pedazos las fotos de su madre hasta convertirlas en polvo. Younggui la interrogó en voz baja (no podía hablar muy fuerte porque su garganta siempre estaba cubierta de flemas: su voz se había vuelto ronca desde de que su madre dejó la casa y él pasó tres días y tres noches llorando):

—Oye, hermana, ¿por qué maldices a nuestra madre?

—Porque la odio mucho.

—Por favor, a mí no me maldigas que me da mucho miedo.

—¿Has cometido alguna falta?

—No.

—Dímelo francamente.

—La verdad es que anoche fui yo el que le robó a la abuela el dinero.

—Oye, tú, ven para acá. ¿Por qué no le dijiste nada cuando me estaba pegando, sabiendo que eras el ladrón?

—Es que me daba mucho miedo confesárselo.

—Eres un hijo de puta, te voy a matar.

El puño voló hacia la cabeza de Younggui. Michong estaba tan acostumbrada a oír todo el día indecencias, que ahora salían automáticamente de su boca. La noche anterior la abuela le había dado una violenta paliza porque habían desaparecido unos veintitantos mil wones, ganancia obtenida de la venta de un perro. Michong reprimió las ganas de morder bruscamente la mano con la que su abuela le pegaba: finalmente era ella quien los alimentaba. El abuelo se había lesionado la columna vertebral trabajando en el tractor y, desde entonces —Michong era una niña—, no podía ocuparse en nada. Lo único que hacía era jugar al solitario con cartas coreanas y fumar, por lo que las dos mujeres, Michong y su abuela, eran las únicas en condiciones de colaborar en las tareas domésticas. Por eso la abuela sentía siempre un rencor oculto. Y con mucha frecuencia le soltaba a su nieta toda clase de palabras ofensivas. El día anterior también lo había hecho.

—Carajo, hija de puta. Todavía te mantienes con vida. Es mejor que te ahogues en un vaso de agua, idiota.

A Michong se le había olvidado por un instante regar la soya que estaba en un tiesto de loza,1 por lo que tuvo que soportar esas palabras atroces, y en la noche fue golpeada un vez más a causa de la desaparición del dinero. La abuela cultivaba soya para el día de su cumpleaños, y se lamentaba de que, aunque tenía hijos, no hubiera nadie que quisiera preparar la mesa el día de su aniversario.

Michong, acompañada de Younggui, esperó en la habitación cerrada —conteniendo la respiración— a que su abuelo se durmiera y su abuela se fuera al edificio comunal. Él acostumbraba a tomar sin falta una siesta después del desayuno. La abuela, antes de salir, le gritó a Michong:

—Oye, voy al edificio comunal. Dale de comer a tu abuelo, ponles alimento a los animales, lava la ropa de Younggui y tiéndela en el suelo del dormitorio.2 No la tiendas en el patio porque se ensucia. Oye… oye, oye, Michong, ¿dónde se ha escondido esta maldita chica? Oye, ¿me oyes? ¡Sinvergüenza!

A pesar de haberla llamado varias veces, no obtuvo respuesta alguna. Soltó blasfemias hacia el cielo y después se marchó. Michong hizo comprobar a Younggui que el abuelo estaba dormido. Luego salió sigilosamente de la casa con el deseo de no regresar jamás. Younggui, que jugaba en el patio con un trompo que le había dado un amigo, llamó a Michong:

—¿A dónde vas, hermana?

—¿Para qué quieres saber?

—¿Quieres que te dé dinero?

—¿De verdad?

En efecto, Younggui sacó de la bolsa 20 000 wones y se los dio a Michong, quien pensó que aunque había recibido injustamente la golpiza del día anterior, ahora obtenía los beneficios.

—Entonces, ¿robaste este dinero para dárselo a tu hermana?

—Claro, naturalmente.

—Muchas gracias, Younggui —y acarició bruscamente la cabeza que había golpeado un momento antes.

—No, no es nada, no hace falta agradecerme tanto.

—Bueno, cuando regrese a casa te traeré algo que te guste.

—Cómprame un trompo Dragón Ace.

Mientras tanto, la abuela de Sukhi, una chica vecina de Michong, pasó al patio abriendo la puerta:

—¿No está tu abuela?

—Se ha ido al edificio del pueblo.

—¡Qué diligente es! Y tú, ¿no vas allí?

—No voy a ninguna parte.

—¿Vas a ir a otro lugar?

Sacudió la cabeza repetidas veces en forma negativa. La abuela de Sukhi la miró de pies a cabeza con los ojos llenos de sospechas y luego salió de la casa. Michong sentía, desde hacía tiempo, que las ancianas, en especial las que además eran aldeanas, la miraban como si quisieran vigilar todas sus acciones. Este tipo de miradas las resentía desde que su madre se había marchado de casa. Y mientras iba al centro del pueblo, la mirada de la abuela de Sukhi la alcanzó una vez más.

—Hace un rato la abuela de Sukhi me encontró preparándome para salir de casa, ¿irá con el chisme?

—Estas abuelas se deberían de morir cuanto antes, pues desconfían muy fácilmente de todas las personas.

Las palabras habituales de Kyongae esta vez parecían tener un dejo de violencia.

—Es verdad. Cuando fui a su aldea, ¿sabes cómo me llamó la abuela de Chongsik? “Oye, chiquilla”, así me dijo. Me quedé paralizada. Que alguien use la palabra “chiquilla” para hablarme me vuelve casi loca.

Hyangsuk refunfuñaba como si aún no se calmara el rencor por la forma en que la abuela de Chongsik la había llamado: “Oye, chiquilla”, y se reía sarcásticamente. Al parecer, había oído la palabra “chiquilla” en boca de la abuela de Chongsik cuando fue a visitarlo a su casa. También Michong se había enterado de que la abuela usaba la palabra “chiquilla” siempre que veía a las chicas, con una cara de que iba a volverse loca porque no podía hacerles nada, y empleaba expresiones como: “Ay de mí, estas comensales inútiles, producto de la boda de ambas casas”, que los chicos normales no entendían.

Kyongae levantó de nuevo la mano hacia el coche que venía detrás de ellas. Era una furgoneta verde. Tuvo la esperanza de que se detuviera, porque tenía muchos asientos. La furgoneta se paró suavemente delante de ellas, tal como lo deseaban.

—Oigan, chiquillas, ¿a dónde van?

Hyangsuk frunció el ceño de inmediato.

—¿Para qué quiere saber a dónde vamos? —Hyangsuk le respondió en tono desafiante.

—¿Vas a subir o no? —Kyongae pellizcó la espalda de Hyangsuk.

—Oye, chiquilla, ¿por qué me pellizcas?

—Mira, tú también me has llamado “chiquilla”.

—¿Qué importa que te haya llamado así? Suban ustedes, yo no.

—No les puedes hacer eso a tus amigas.

El conductor miraba sonriente cómo reñían las chicas.

—Si no quieren, me voy.

Kyongae chilló diciéndole que no se marchara, al tiempo que empujaba a Hyangsuk para que subiera a la furgoneta; al final todas estaban adentro.

—Ustedes, ¿son muy unidas, verdad?

Las tres chicas se miraron mutuamente y guardaron silencio. El conductor puso un casete. En la furgoneta se expandía el sonido de la canción titulada No cualquiera puede enamorarse, del cantante Tae China, que gozaba de gran popularidad en esa época.

—Oiga, señor, ¿no tiene otra cinta? Por ejemplo, una del grupo GOD.3

—¿Quién es GOD?

—¿No los conoce usted? Soy fan de GOD. Sus canciones son muy buenas.

—No la tengo. ¿Van al centro del pueblo?

—¿Cómo supo?

—Se sabe a primera vista. No tengo la cinta de GOD, pero sí una de Om Chonghwa, cantante de la nueva generación. ¿Quieren escucharla? Es muy sexy.

Kyongae gritó de buena gana. El conductor también gritó con deleite, imitándola involuntariamente.

—¿Usted va al centro del pueblo, no?

—Si fuera, me daría muchísimo gusto llevarlas, pero solamente voy hasta el cruce de tres calles. Las dejo allí y toman el autobús.

Para Michong llegar hasta la intersección de las tres calles era ya motivo para agradecer, pero Kyongae se desanimó. Llegaron al cruce en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto las chicas bajaron, el conductor arrancó la furgoneta y carraspeó para lanzar un escupitajo por la ventanilla. “¡Huy! Si pudiera acostarme con esas chicas cuando crecieran lo suficiente, estaría encantado.”

Sin embargo, las chicas no escucharon el monólogo del conductor y todas lo saludaron diciéndole en coro: “Muchas gracias”, al tiempo que agachaban sus cabezas cortésmente. El autobús que iba rumbo al pueblo aparecería después de una larga espera. De pie, tiritaban por el viento frío que las cubría en pleno invierno.

Desde ese día los trabajadores no se presentaron. Kim Dalgon fue al local, pero no encontró a nadie; lo único que quedaba era un poco de nieve debajo de la estructura esquelética del edificio, lo que le daba al sitio un aire melancólico. El capataz le había dicho que le avisaría si el trabajo volvía a empezar. También agregó que hacía mal tiempo para recomenzar la obra y que, además, se habían agotado los recursos económicos para la construcción, por lo que sería difícil continuarla. No se sabía cuándo los llamaría el jefe de nuevo. Kim Dalgon y los otros trabajadores tendrían que buscar otro lugar para ocuparse o volver a su pueblo natal para ahorrarse los gastos de alojamiento. Pero para él no era nada fácil hacer las maletas, ni el día anterior ni hoy. Deseaba formar parte del grupo de trabajadores que llegaba para reforzar al equipo que se hacía cargo de las obras de la estación del metro o del tren. Sin embargo, cuando llamó por teléfono a su casa, su anciana madre le había dicho casi llorando que desde el principio los niños no obedecían a sus mayores. Lo cierto es que días después, ella celebraría su cumpleaños: cumpliría 70. Dalgon sabía mejor que nadie que su madre se encontraba en una situación bastante difícil porque tenía que atender sola a niños desobedientes y a su marido, que guardaba cama debido a una enfermedad, y por si eso fuera poco, tenía que hacer frente a los acreedores que aparecían en los momentos en que uno casi lograba olvidarse de su existencia. Por otra parte, hacía un año que había salido de su casa, por lo que le parecía razonable visitar a su familia y ver cómo estaban, pero se sentía inquieto. En este lugar había trabajado durante un mes, pero como al cobrar le quitaron la mitad, es decir, 15 días de salario, con lo restante tenía que pagar comida y pensión, por lo que le quedaba poco dinero. Y si no conseguía trabajo, prefería dormir al aire libre en una calle antes que regresar a su pueblo. Éste era el verdadero sentir de Dalgon. Si se viera obligado a volver, sólo lo haría después de obtener cierta cantidad, fruto de su trabajo de algunos años en un lugar lejano. Aun así, aunque las deudas quedaran pendientes, quería hacer un poco de dinero para comenzar algún negocio en su tierra…

Al parecer nevaría de manera insólita. El paisaje que se contemplaba por la ventana de la pensión contagiaba el frío. El cielo estaba cubierto de enormes nubes negras. Generalmente, en el invierno Dalgon dejaba de trabajar, pero esta vez su situación no se lo permitía. Yendo hacia el sur conseguiría algo. Algunos miembros del equipo propusieron averiguar si era posible seguir al capataz camino al sur en busca de trabajo. La posición actual de Dalgon, sin embargo, no le permitía moverse fácilmente. Si lo detuviera el dueño de la tienda de alimentos para ganado o un acreedor, como el de la gasolinera que frecuentaba por el negocio del invernadero en Sinli, era probable que, en lugar de conseguir trabajo, terminara preso. La razón por la que Dalgon se encontraba en el barrio de Silimdong4 en Seúl era porque a sus oídos había llegado la noticia de que su esposa, que se había fugado del hogar, vivía precisamente en los alrededores. Dalgon había deambulado por muchos lugares buscándola. Pasó por la ciudad de Changwon5 y por Chunchon.6 A lo largo de este viaje tan pesado, lo único que había aumentado era el alcohol, mientras que el dinero se había reducido. Cuando estaba en la ciudad de Chonan,7 a Dalgon había llegado el rumor de que su mujer estaba en la capital, Seúl. En cuanto lo supo, abandonó sin consideración alguna el trabajo que tan difícilmente había conseguido, para irse de inmediato.

A decir verdad, Dalgon también había invertido el día anterior buscando en todas las salas de espectáculos de Silimdong. La casa de la suegra de un hermano menor suyo también estaba en Silimdong. Ella había ido un día a un salón de canto,8 acompañada de sus parientes, y ahí fue donde descubrió que trabajaba la madre de Michong, es decir, la esposa de Dalgon. Cuando él escuchó esto, se esperanzó, pero su cuñada agregó que fue al baño para despistar la posible atención de los parientes hacia la madre de Michong y, cuando volvió, se dio cuenta de que había desaparecido. A esta altura del diálogo, Dalgon tenía ganas de darle un puñetazo a su cuñada. Desde que por ella supo algo acerca de su esposa, la buscó durante un mes entero hasta en el último rincón de los salones de canto de Silimdong, pero todo fue en vano.

Dalgon puso la televisión distraídamente. Había un programa pornográfico en el que una pareja aparecía desnuda y esto, en verdad, no lo animaba. ¿Acaso ahora su esposa no estaría haciendo eso mismo? En ese instante lo invadió un odio tan fuerte que sintió deseos de destruir el televisor. Lo apagó y se levantó bruscamente. Una vez más reafirmó la voluntad de encontrar a su esposa a toda costa. Ver a sus padres y a sus hijos en ese momento era secundario. Lo que le importaba no era otra cosa que localizar a Seo Yongja. Una vez que la tuviera enfrente, pensaba arrojarla al suelo tirando de su cabello y después… la torturaría torciéndole las piernas, pero todo esto lo hacía estremecerse de furia. Ya volvía a ser hora de que abrieran los establecimientos nocturnos de espectáculos; la hora elegida para su batalla personal de pesquisas. Se puso el abrigo para salir y, en ese momento, sonó el timbre del teléfono.

—Oiga, señor de la habitación 302, tiene una visita.

Contestó que bajaría enseguida, creyendo que se trataba de su hermano menor Dalsu. Éste lo visitaba de vez en cuando llevando jugo de naranja, golosinas, pasteles de chocolate, etc., sin que se enterara la esposa. Cada vez que Dalgon percibía la situación de su hermano menor, le subía la ira, pero jamás ponía expresión furiosa porque, en realidad, agradecía el guiño fraternal de su visita. Un día le había dicho:

—Oye, ¿por qué me traes estas cosas si ya no soy un niño?

—Con esto quiero decirte que no bebas más, por favor —le contestó Dalsu.

Luego Dalgon le preguntó:

—¿En qué trabajas en estos días?

—En nada.

Era probable que su hermano, por el puro deseo de mantener su honor, le trajera golosinas y pasteles aunque no tuviera dinero.

Después de que Dalsu se hubo ido, Dalgon finalmente lanzó una maldición al techo: “¡Eres un hijo de puta!”, pero de pronto le pareció que el hijo de puta no era su hermano menor que le había traído regalos, sino él mismo, por lo que se puso rojo de vergüenza.

De todas formas, ya estaba por salir, y bajaba las escaleras hacia la planta baja, cuando se encontró con Younggap, un obrero que se encargaba de pegar ladrillos en la construcción y traía una expresión desconcertante. Lo estaba esperando ahí: parecía que al mismo tiempo reía y lloraba. Esa cara no le agradaba. Dalgon lo conoció por casualidad hacía un año en la construcción de Villa de Shinchonji en la ciudad de Chunchon. Younggap le había dicho que de niño había vivido en un pueblo vecino al de Dalgon hasta que, junto con sus padres, se había marchado a Seúl. Le dijo también que hacía mucho tiempo que había abandonado su pueblo natal, por lo que no guardaba casi ningún recuerdo de él, pero que se alegraba muchísimo de ver a personas del mismo sitio. Dalgon pensó que si era de un pueblo vecino, según decía, sería de Dangchuri. Por eso le preguntó si conocía a tal o cual señor, pero Younggap le contestó que no, aunque de todos modos insistió en que su pueblo era vecino al de Dalgon; le creyó y mantuvo un trato amable hacia él porque le daba lástima el niño que lo acompañaba. Por otra parte, Younggap empezó a llamarlo hermano mayor y a hacerle caso, sólo porque Dalgon era de un pueblo vecino al suyo. Quizá por esta razón Younggap le dijo que siempre que le hiciera falta un puesto de trabajo, le avisara. Cuando Dalgon llegó a Seúl un mes atrás, Younggap lo presentó en la empresa de construcción en que trabajaba, y al final consiguió trabajo ahí mismo. Ahora también, igual que el año anterior, junto a Younggap siempre había un niño que se agarraba, como de costumbre, a los pantalones de su padre. Al ver que iba a trabajar acompañado de su hijo, Dalgon supuso la situación en que se encontraba. No sabía qué trato mantenía con sus parientes; sin embargo, se notaba que era un hombre cordial, al menos con los extraños, y no le preguntó nada en detalle.

—¿Por qué has venido?

—Hermano mayor, hoy es Nochebuena, ¿sabes? Me siento muy solo, por eso he venido a verte.

—Pero yo tengo algo que hacer hoy.

Dalgon era un hombre que se esforzaba por hablar al estilo de Seúl, tanto como fuera posible, cuando estaba en Seúl.

—No quería venir hasta aquí, pero este niño me lo pedía tanto que no pude menos que traerlo…

Younggap, en cualquier situación, solía excusarse con el pretexto de su hijo.

Al ver al niño, la mano de Dalgon automáticamente entró en su bolsillo y acarició un billete de 1 000 wones que enseguida depositó en la mano del niño. Éste lo tomó con agilidad e inclinó la cabeza a modo de agradecimiento. Darle un billete al niño siempre que lo veía era un gesto automático en Dalgon, y también para el niño era automático bajar la cabeza al recibirlo. Este ademán al tomar el dinero se había hecho costumbre en él. Younggap se sentía satisfecho y decía no saber de dónde había aprendido su niño la cortesía de saludar en esas circunstancias. Se enorgullecía de sí mismo, excusando a su hijo y diciéndole a los demás que, aunque él no había recibido una buena educación, a su hijo lo educaba en lo relativo a la cortesía hogareña. Dalgon sintió unas ganas inmensas de abofetear a Younggap al escucharlo hablar de esa manera, pero se contuvo por la presencia del niño.

—¿A qué has venido hoy, a ver?

Younggap, aprovechando que Dalgon había conseguido un puesto de trabajo en Seúl gracias a él, solía pedirle que le echase una mano, y por eso era natural que Dalgon no le dirigiera palabras amables.

—Mira, como ya te dije hace un momento, este niño me cansaba tanto que…

—Dime francamente la verdad, ¿has venido porque te hace falta dinero?

—¿Por qué me tratas de mendigo sin ninguna razón y, además, en presencia de mi hijo?

—Te digo esto por el niño. Como sabes, no tengo nada extra del pago de mi sueldo porque tuve que pagar el alquiler de mi cuarto, aparte de otros gastos inesperados.

—Si alguien nos oyera hablar, creería que yo, Cho Younggap, soy tu parásito. Pero hoy, de verdad, te confieso sin mentir una pizca que me siento muy solo, he venido a tomar una copa contigo.

—Pero hoy no estoy de humor para beber.

—Sin embargo, viendo tu cara, me gustaría mucho tomar una copa, te veo muy ensimismado, ¿eh?

—Cállate, no uses el dialecto de la provincia Cholado.9 El dueño de esta pensión aborrece a los de allí. Vámonos ya…

Dalgon no pagaba el cuarto desde hacía tres días. Había oído comentar a la dueña que los de Cholado no querían prestar dinero a los demás, que lo conservaban para gastarlo sin dar nada a nadie. Lo cierto es que quienes no tienen dinero para gastar en sí mismos tampoco tienen nada para prestar, y esto se aplica a todos los pobres del país. Sin embargo, por no haber pagado a tiempo la pensión, todos los de Cholado se convirtieron, sin razón, en tipos intolerables a los ojos de los demás, por lo que Dalgon sentía en serio muchísima pena por los de su provincia. Por eso mismo había resuelto pagar de inmediato la deuda no bien tuviese algún dinero. Al pensar en la suma que debía pagar cada vez que dormía allí, deseaba marcharse cuanto antes. Cada vez que esto ocurría, pensaba en dormir al aire libre, así no tendría que pagar por una cama. Kim Dalgon se convertiría en un hombre sin casa durmiendo en la calle. Antes del problema económico por el préstamo del FMI a Corea del Sur,10 era inimaginable la situación a la que estaba por llegar: ser un hombre que dormía en la calle desde que su mujer había dejado la casa. No sólo no imaginó su posición de hombre sin hogar, tampoco la de hombre convertido en jornalero pasando de una construcción a otra. La situación abruptamente había cambiado: descendiente de agricultores y pescadores honestos, de repente su vida se transformó de una manera que nunca se habría imaginado, así como tampoco ninguna persona que lo conociera.

Yongja nunca había previsto que su cuñada entrara en ese salón de canto. En realidad, siempre que había estado frente a su cuñada, esposa del hermano menor de su esposo, se sentía inferior. Desde que había comenzado su vida de aprendiz en una fábrica de confecciones a la edad de 17 años, siempre se percibía inevitablemente rebajada ante cualquier persona de Seúl. Además, su cuñada sabía mucho porque había sido bien educada y era inteligente para hablar con la gente. Fue un grave error haber olvidado por un momento que los padres de su cuñada vivían en el barrio de Silimdong. O quizá su equivocación comenzó cuando entró a trabajar a un restaurante del pueblo. Si se pusiera a analizar de esa manera el origen de sus males, llegaría a la conclusión de que la falla, en realidad, había consistido en casarse con Kim Dalgon. Al recordarlo, Yongja se excusaba subrayando que era una mujer inocente y que no sabía nada de asuntos mundanos. Hacía ya tres años que había abandonado la casa. A los 22 ya estaba embarazada imprevistamente, por lo que se casó y empezó a vivir con su marido en la casa de la que se fue a los 33 años. Ahora tenía 36, sin un lugar adonde ir; había dejado su casa y, en verdad, no tenía adonde ir. En realidad, nunca había tenido la firme decisión de abandonar la casa. La razón de que se hubiera ido estribaba únicamente en el deseo de ganar dinero. Nunca pensó en un plan de fuga. Su marido borracho le pegaba y todo era por el dinero. En la casa ya no había nadie que le ofreciese dinero a ella. Su marido trabajaba en la cocina de un restaurante del pueblo para ganarse la vida, pero su salario era incluso insuficiente para pagar parte del préstamo obtenido con el pretexto de ser descendiente de agricultores y pescadores, y por eso difícilmente se hacía cargo de mantener a la familia. Por este motivo Yongja quería trabajar en un restaurante especializado en costillas de res en el centro del pueblo. Ahora pensaba que de no haber conocido en aquella época al señor Bae, se habría quedado en su casa. Imaginaba que si no lo hubiese visto, aún estaría abonando con estiércol un rincón del campo. Esta especulación sobre su posible situación la fastidiaba un poco. Sin embargo, cuando recordaba el pasado, advertía con tranquilidad que había otra persona que había tenido un papel decisivo para hacerla salir de su casa: Myonghwa, una mujer que había venido a Corea desde Yonbyon, China. Si Myonghwa no la hubiera encandilado, Yongja no habría visto al señor Bae ni estaría en esa tierra de Seúl que desconocía en absoluto. Cuando pensaba en su situación actual, sola y tumbada en el colchón de una habitación de hostal, lo primero que le venía a la mente no era su marido, sus niños o sus suegros, sino las caras del señor Bae, de Myonghwa o de clientes cuyo aspecto no recordaba con claridad, pero que después de haber bebido y cantado en el salón se habían alojado borrachos con ella. Se preguntaba por qué tenía esos recuerdos. Y ella misma llegaba a la conclusión de que no era que no quisiera acordarse de su familia, sino que le daba miedo pensar en ellos. Cuando lo hacía, se quedaba sin aliento, por lo que intentaba no hacerlo. Un recuerdo siempre atraía a otro, y así sucesivamente. Ahora no sabía dónde estaba Myonghwa, quien la había sonsacado y había escapado con ella a Seúl. Las mujeres del pueblo se habían marchado una tras otra, por lo que el lugar entero se hallaba en revuelo total.

Guisok, un amigo de su marido, se casó con Myonghwa, chica de Yonbyon, a la edad tardía de 37 años. La boda fue organizada por el Instituto de Dirección Agrícola, cuyo nombre luego cambiaron por el de Centro de Técnicas Agrícolas. Se sabía que las chicas de Yonbyon eran sencillas, pero Yongja era mucho más ingenua todavía. Por eso a veces repetía para sí misma, como si fuese versillo de canción: “Oídme, por favor, no queráis a las chicas de Yonbyon”. Era una especie de lamento sobre su posición, pero no había quién supiera por qué Yongja hablaba de esa manera.

El día que Yongja fue a la huerta de perales de una aldea vecina como jornalera a envolver cada fruta en una bolsa de papel, Myonghwa le dijo:

—He venido hasta Corea, ¿acaso no tendré alguna vez la oportunidad de ver Seúl? A mí no me gusta en absoluto la vida del campo.

—¿Te interesa tanto ir a Seúl?

—Dicen que se come bien, se viste bien y se vive bien ahí.

—No, no lo creas.

—Tú, hermana mayor, ¿has vivido en Seúl?

—Después de haber terminado la escuela primaria fui allí. Trabajé como ayudante cierto tiempo en una fábrica de confección de ropa.

—Aunque fueras ayudante en una fábrica de hilados, te aseguro que vivías más cómodamente que aquí, en este pueblo, ¿no te parece?

—¿Te parece que es tan fácil comer con dinero ajeno?

—Es cierto. Pero allá no se te quemaba la cara por el sol, ¿verdad?

—Eso es verdad, porque ni la luz del sol ves. Y, además, dicen que en el agua de los grifos disolvieron una solución que blanquea la cara.

—Hermana mayor, ¿hasta cuándo tendremos que soportar esta situación? Nosotras nacimos igual que otras mujeres y, sin embargo, unas viven con la cara bien cuidada y mueren, mientras que otras la pasamos quemándonos la piel y también morimos al final.

La diferencia de edad entre Myonghwa y su marido Guisok era de 10 años, y quizá por no haber llegado todavía a los 30 tenía especial interés en los tratamientos de belleza. Era mucho más guapa que Yongja, sin embargo le gustaban más los tratamientos que a ella. Es verdad que las mujeres, mientras más guapas, mayor atracción muestran, desde un principio, por todo lo relacionado con la belleza. Myonghwa decía que le caía bien Yongja porque era una mujer ingenua, y le confesaba, de vez en cuando, ciertos asuntos que guardaba para sus adentros, diciéndole que su marido no era un hombre fiable, ni sus suegros ni los vecinos de la aldea, y que la única en la que de verdad podía confiar era ella.

—Hermana mayor, cuando vine a Corea tenía grandes sueños, pero lo que he vivido aquí no tiene nada que ver con eso.

—¿Qué sueño tenías?

—Mi sueño era ganar mucho dinero y así invitar a toda mi familia, a mis padres y a mis hermanos, a vivir en Corea. Ahora todo eso quedó frustrado.

Cuando Myonghwa estaba preparando la boda, su futuro marido le había prometido apoyar económicamente a sus padres y a sus hermanos, pero ahora decía que ni pensarlo. Él no hacía nada para mantener a la familia y a ella, en cambio, la tenía trabajando todo el día y, para colmo de males, le respondía diciendo: “¿Cuándo prometí tal cosa?”

—Mira, ¿acaso no parezco una verdadera criada? Y menos que una criada, pues las criadas al menos ganan dinero, en cambio yo soy completamente una esclava, sí, una esclava.

Myonghwa soltó un profundo suspiro y de repente le dijo:

—Hermana mayor, ¿no quisieras dejar este trabajo de envolver peras y marcharte conmigo para ganar dinero de verdad?

—¿Cómo?

—Dicen que si uno trabaja en algún restaurante del pueblo, ahí sí que se gana dinero. Si te animas, te vienes conmigo. Anda, vámonos a hacer dinero.

Yongja no sabía por qué motivo dejó salir de su boca aquellas palabras:

—Si te vas, me iré contigo.

Cuando Yongja terminó de pronunciarlas, el corazón comenzó a latirle aceleradamente. Al mismo tiempo, algo le auguraba que en su vida había llegado un momento de cambios, y esto le producía una extraña sensación de esperanza.

—¿De qué hablan? Déjenme participar en su diálogo.

La vecina de la casa de abajo, mujer nunca satisfecha si no se entrometía en los asuntos de los otros, intervino de repente en la conversación.

Myonghwa le hizo un guiño a Yongja.

—No es nada. Solamente charlábamos, nada más.

La vecina torció un poco la comisura de los labios. En tales situaciones, la mejor solución era pasar todo por alto, como si nadie supiese nada. Tras envolver peras, al día siguiente, por la madrugada, Myonghwa visitó a Yongja. Las dos salieron de la casa como si se dieran a la fuga. Al principio se fueron a trabajar a un restaurante, teniendo mucho cuidado de que los vecinos no lo notaran. En el restaurante, Myonghwa era conocida como la Novia de Yonbyon y era popular entre los clientes. Entre los hombres que querían a Myonghwa estaba el señor Bae. Sólo a Yongja le dijo que quería irse a Seúl siguiendo al tal señor Bae. Él le había dicho en secreto a Myonghwa que ya había reservado un puesto en Seúl en el que ella podría ganar dinero sin andar metiendo las manos en el agua todo el día. Para entonces, todos los aldeanos ya sabían que esas dos mujeres trabajaban en un restaurante del pueblo. En cuanto se enteraron Guisok y Dalgon del trabajo de sus esposas, al principio casi enloquecieron del enojo, pero en cuanto ellas les entregaron el sueldo del primer mes, se quedaron callados.

—Tú, hermana mayor, ¿no querrías irte conmigo?

—Pero… mis hijos…

—Con más razón, teniendo hijos tendrás que ganar más, aunque sea poco, si es posible, mientras ellos sean pequeños.

A decir verdad, a Yongja le daba ahora asco la vida de Seúl. La vida como ayudante en una fábrica, aunque había pasado muchísimo tiempo, era tan dura que no tenía ganas de recordarla. Sin embargo Myonghwa, que dejó su casa como si fuera a trabajar a un restaurante, la convenció. Bueno, no, en realidad la mente de Yongja era la que titubeaba. Caminaban hacia el restaurante, pero Myonghwa se dirigía a la estación del tren. Sin saber por qué, los pasos de Yongja seguían, contra su voluntad, los de Myonghwa. De esto hacía ya tres años. En Seúl las dos mujeres casadas habían conseguido, gracias al señor Bae, un trabajo subsidiario como ayudantes y, a la vez, como cantantes en una sala de canto. Cobraban por las horas que servían a los clientes. Pero Myonghwa, después de haber vivido de esa manera con Yongja aproximadamente un año, desapareció siguiendo al señor Bae. Sólo sabía que éste era presidente de una empresa, pero no sabía de cuál ni el nombre completo de él. La decisión de ganar dinero con voluntad de hierro a lo largo de un año para luego volver a casa, se disipó paulatinamente en el curso de uno o dos años. Desde entonces, Yongja no tenía a dónde ir a comer, dormir ni vestirse; vagabundeaba de una sala de canto a otra. Sin embargo ahora, acostumbrada a esta forma de vida, mantenía muy limpio y liso el cutis y cuidaba su cuerpo, de modo que se había convertido en una mujer elegante sin darse cuenta, lo cual no le parecía nada mal. Tenía ganas de volver a casa, pero le pareció que estaba demasiado lejos. Yongja se percató de que ya no era la mujer de hacía tres años. No era sino la mujer de otro hombre distinto a su marido. Se acostaba con uno que no era su marido y el fruto del amor entre ellos crecía en su seno. El hombre que la embarazó trabajaba en el taller de automóviles Hermanos, que estaba junto a la cervecería Tudari y a una sala de canto. El dormitorio donde Yongja meditaba tumbada boca arriba lo compartía con él. Realmente Yongja no quería dar ni un paso fuera de ahí. Quería vivir para siempre en esa pequeña habitación con el hombre llamado Hoon, a quien amaba tanto, siempre que su marido no viniera a romper esa paz.

El sueño de Yongja, casarse después de trabajar con diligencia en su casa, se rompió de un día para otro debido a que fue violada por Dalgon, un condiscípulo de la primaria. De haber sabido que sería atacada por Dalgon, habría sido mucho mejor casarse con el cortador Park, que había intentado seducirla en una fábrica de confecciones. En aquel entonces Yongja se había fugado y regresado a su casa en su pueblo natal por temor al señor Park, que tenía un poco de estrabismo. Al volver a recordarlo, notaba que era mejor el señor Park que Dalgon, que siempre la golpeaba borracho. Pero era un asunto pasado, y por eso pensó, repetidas veces, que tenía derecho a vivir una nueva vida y que ni Dalgon ni ninguna otra persona tenían por qué romper la paz que ella misma, Seo Yongja, viviría dichosamente ahí; a la vez deseaba que sus hijos, Kim Michong y Kim Younggui, vivieran sanos y salvos y, si fuera posible, que encontraran una nueva madre para empezar una nueva vida con felicidad.

Al percibir la desconfianza de la propietaria de la pensión, Dalgón sacó fuera al niño y a su padre, Younggap. Sin embargo, no tenía a dónde ir con ellos. Tampoco quería dejarlos ir adonde quisieran. Por eso, sin ninguna razón, Dalgon le preguntó:

—¿Has comido?

El otro le respondió precipitadamente:

—La comida es importante, pero tengo ganas de ir a algún lugar a tomar una copita.

Aunque Younggap no lo hubiera dicho a propósito, las ganas de tomar una copita no le parecieron mal, pues resultaría difícil marcharse en busca de su mujer en pleno uso de razón, pero no lo dijo y entró taciturno a una taberna cercana. En cuanto se sentaron, el hijo de Younggap miró a su padre afligidamente y dijo: “Papá, pollo frito”. Lo reprendió furiosamente diciéndole que allí servían sólo patas de pollo, por lo que no había pollos fritos y agregó: “Los hijos de familias pobres siempre desean lo que no se sirve en un restaurante”. Ante esa situación, Dalgon se ablandó. Apresuradamente salió de la taberna y entró en una pollería ubicada justo al lado. Puso un pollo frito delante del niño; Dalgon y Younggap empezaron entonces a tomar aguardiente coreano. Younggap fue el primero en tomar un pedazo del pollo frito de su hijo. Avariciosamente mordió un muslo del pollo y dijo:

—Hermano mayor, fui al local donde trabajaba antes.

Explicó que había estado poniendo ladrillos hacía tres meses para la remodelación de un restaurante.

—¿Y eso?

—Es que el dueño abre su restaurante con normalidad, y sin embargo nunca me pagó nada.

—¿Y entonces?

—¿Había otro remedio? Entré precipitadamente a la cocina, desconecté el tanque de gas, me lo cargué sobre un hombro, entré al salón del restaurante e hice una locura.

—¿Así que te cobraste lo que te debía?

—Claro que sí. Ya me conoce, hermano mayor, yo, Cho Younggap, soy un hombre dócil. A pesar de ello, siempre hay circunstancias que me obligan a hacer locuras.

—Pero, oye, a pesar de tu locura estás aquí sano y salvo. Tendrás que agradecerlo a Dios.

Según dijo Younggap, el dueño del restaurante no era, al parecer, un hombre malo.

Como empezaba a anochecer y Dalgon no tenía ganas de seguir escuchándolo, atinó a levantarse de su asiento. Younggap se lo impidió enseguida.

—¿Hoy es Nochebuena, no? Después de tanto tiempo he venido a pasar esta noche con usted, hermano mayor, que es del mismo pueblo que yo. ¿Me va a dejar solo?

—Oye, tengo otras cosas que hacer, ¿no entiendes?

—¿Qué cosas?

—No tienes por qué saber más al respecto.

—Hermano mayor, ¿tiene secretos para su hermano menor y paisano?

—A ver, déjame decírtelo claramente: ¿desde cuándo eres mi hermano menor?

—De verdad siento mucha tristeza al escuchar esas palabras. He venido a consultarlo sobre mi vida. Desde el principio sabía que usted era un hombre de carácter; ahora veo que en realidad es muy frío. No puedo sino creer que la humanidad en este mundo está totalmente perdida.

A Dalgon se le escapó una risa burlona cuando escuchó decir a Younggap que quería consultarlo sobre la vida. El que quería consultar con alguien acerca de la vida era él mismo. De los dos, quien era más empático era Kim Dalgon, naturalmente. Younggap le habló de manera tan franca que decidió, aunque no fuera a aconsejarle nada sobre la vida, tomar un poco más de alcohol con él, por lo que volvió a sentarse desganadamente. ¡Empatía! Por su causa Dalgon no había podido abandonar a su mujer Seo Yongja. No era que él se hubiera casado con ella por amor. Pensaba que el hombre cometía errores y que él había cometido uno con Seo Yongja una vez. Ella había reaccionado aferrándose al dobladillo de su pantalón, con lágrimas en los ojos, suplicante, preguntándole qué sería de ella. Y él había accedido a desposarla aunque no la quisiese. De ahí que Dalgon pensara que haberse casado por empatía hacia Seo Yongja, constituyó un grave error en su vida. Y también creía que la razón por la que la buscaba residía en la empatía con que habían vivido juntos hasta entonces.

—¿Me dijiste que soy un hombre frío? Realmente no me conoces; me parece que no me conoces en absoluto. Yo, Kim Dalgon, soy un hombre verdaderamente fracasado por culpa de la empatía, ¿sabes?

Dalgon se llenó de furia sin razón.

—¡Cálmese, por favor! A decir verdad, yo, Cho Younggap, soy un hombre que lleva una vida muy enredada.

—Mira a toda la gente. No hay nadie que crea que su vida no es complicada —esta alusión hacía referencia a su propia vida en realidad.

—Oiga, usted ya se imaginará, pero ¿sabe por qué siempre llevo a mi hijo a todas partes?

El alcohol es un buen medicamento para calmar la furia. Dalgon tomó de un sorbo el alcohol servido no en una copa sino en un vaso, como si tomara agua. Delante, para picar, no había más que kaktugui11 y un caldo cocinado con carne de cabeza de cerdo. Echó una mirada al pollo frito del niño, pero no pudo tomar ni una pieza por vergüenza. Y pellizcó un trozo de kaktugui y lo mordió bruscamente.

—Mi mujer se fue de casa. Hace cierto tiempo volvió y se fue de nuevo. Esa maldita mujer se llevó el dinero que había ganado trabajando en la remodelación de un local. Un dinero que cobré poniendo en riesgo mi vida frente al dueño del restaurante.

El corazón de Dalgon empezó a latir intensamente para luego acelerarse mucho más.

—No me digas más. Tengo un corazón bastante débil, por eso, cuando escucho una historia ajena y mala, se me revuelve el interior.

—Me parece que tiene una enfermedad crónica. No es necesario que preste tanta atención a los asuntos ajenos. ¿Me permite seguir contándole?

Aunque Dalgon no se lo permitió, Younggap puso cara de haberse decidido a hablar de su inquietante realidad, como si fuera algo para picar. Por su parte, Dalgon quería gritarle que dejara de hablar, que no atizara las llamas que ya estaban ardiendo; sin embargo, seguía ingiriendo alcohol.

—Por eso, sigo contándole. ¿Sabe dónde vivimos ahora mi niño y yo? Estamos en una casa desocupada en el barrio Nangok,12 porque la gente fue expulsada a la fuerza. Aunque quiero ir a trabajar, no puedo hacerlo porque no tengo dinero para ponerle gasolina a mi motocicleta. Hace más de tres días que no como nada. ¿Se le ocurre cómo puedo mantenerme? Dígamelo, por favor, hermano mayor.

—No me preguntes a mí, pregúntale a tu mujer.

—Justamente, voy a buscarla antes de que termine el día. Hermano mayor, ¿me haría el favor de acompañarme?

—¿Por qué yo…?

—Dicen que vive con un holgazán, pero no tengo fuerzas porque no como nada desde hace tres días. Déle usted una paliza a ella en mi lugar, por favor.

¿Qué acababa de decir este hombre? Younggap le decía lo que, en realidad, debía decirse a sí mismo.

—Oye, Younggap, ¿quieres que te dé un consejo? La mujer que se va de casa nunca vuelve. Eso es todo lo que sé de mujeres.

Pero, ¿qué había dejado salir de su boca? ¿O cuál era la razón por la que tan fluidamente le venían estas palabras que no guardaba en el fondo de su mente? ¿Se debía al alcohol o a la embriaguez? Su expresión era cada vez más seria.

—Si es una persona que se debe ir, déjala ir sin causarle daño. Es una ley razonable.

—Pero no puedo hacerlo.

—Una vez que empiezas a ser engañado, una vez, dos veces… la vida termina. Date por vencido.

Lo que le dijo al otro era precisamente lo que debía aconsejarse a sí mismo.

El niño que comía en silencio el pollo, gritó de repente:

—¡Nieve! Papá, ¡ya empieza a nevar!

—Hermano mayor, vayamos esta noche por las calles sobre las que cae la nieve, en busca de esta mujer que se dio a la fuga hace tiempo, después de haberme robado.

—Es una buena idea, pero tengo cosas que hacer en otro lugar.

Dalgon se incorporó de su asiento. Le temblaban las piernas. Estaba nevando en plena Nochebuena. Por un momento pensó a dónde ir. Entró de repente a la primera sala de canto que vio, sin preocuparse por su ubicación. Un joven cajero, sentado detrás del mostrador, lo condujo amable a una habitación que, por supuesto, estaba vacía, pero Dalgon abrió bruscamente la puerta de otra, en la que se escuchaba una canción.

—Oiga, por favor, su habitación es ésta.

—He venido aquí a buscar a una persona.

—¿De quién habla usted?

—Una mujer, una señora.

Younggap, que había entrado a la sala detrás de Dalgon, le susurró que el lugar donde trabajaba ella no era este tipo de sala, sino una cervecería. Dalgon sacudía la cabeza negativamente, afirmando que era una sala de canto. Agregó que le había llegado un informe muy confiable de que trabajaba en un lugar de esos. El joven cajero los expulsó. La calle nocturna resplandecía. Younggap de repente estalló en carcajadas. Al verlo reír, también le salió a Dalgon, automáticamente, una sonora carcajada. El niño que vio reírse a los adultos también se echó a reír. Junto a los dos hombres que reían a carcajadas pasaban transeúntes que los miraban de reojo. Younggap, después de reír largo tiempo, de repente le preguntó:

—¿Por qué se reía tanto?

—Y tú, ¿por qué?

—No lo sé.

Dalgon le preguntó al niño de Younggap:

—Oye, ¿por qué te reías también?

—Porque si no me río, me siento triste.

Ante esta respuesta, los dos hombres, con expresión de verdadera tristeza, miraron fijamente sus rostros reflejados en el escaparate de una tienda frente a ellos.

Ya era de noche. Michong, cubierta con un edredón, marcó un número de teléfono.

—Oye, Kyongae, soy Michong. Está nevando ahora… ¿Tú qué haces?

—Estoy haciendo la maleta.

—¿Qué? ¿A qué maleta te refieres?

—Esa mujer me dijo que no podía vivir conmigo. Y mi padre me dijo que me fuera de casa.

—¿De verdad vas a marcharte de tu casa?

—Los muy bestias me han dicho definitivamente que no podían vivir conmigo, y, entonces, tengo que irme. ¿Qué más da?

—¿Quieres venir a mi casa?

—No. Me iré en busca de mi madre. Me he enterado de su ubicación. Dicen que se encuentra en la ciudad de Jeonju.13 No se lo digas a nadie, por favor. ¿Entendido?

—Sí.

—Bueno, Michong, ojalá te encuentres bien hasta que te llame después de cambiar este teléfono por otro nuevo.

En ese instante se oyó el chillido de su abuela y colgó. Afuera nevaba a grandes copos. En las noches en que nevaba mucho, la abuela y el abuelo solían pelearse, igual que sus padres tiempo atrás. La paz de la Nochebuena se disipó.

—¿Qué estabas haciendo para estar tan divertida tú sola?

Parecía que el abuelo se sentía molesto de que la abuela hubiera pasado un buen rato comiendo y bebiendo con los vecinos en el edificio comunal. La abuela, que no quería escuchar sus aburridas palabras, llamaba a Michong sin razón, enfadada, en voz alta, repetidas veces, y, como de costumbre, la insultaba.

—Maldita sea esta hija de puta. ¿Ha estado vagando por el pueblo esta mala hija sin tener edad para hacerlo?

Michong permanecía quieta. De repente intervino Younggui:

—¿Hermana mayor, has cometido alguna falta? ¿Por qué está tan enfadada la abuela?

Era una señal del sentido de fraternidad de Younggui hacia su hermana, que le había comprado un trompo Dragón Ace y no podía olvidarlo. Cuando Younggui intervino ante su abuela, ésta ya estaba al borde de desmayarse del enojo.

—Esta mala chica, astuta como una zorra, ya se ganó la confianza de su hermano. ¡Vecinos! ¿Qué hago, qué tengo que hacer en contra de esta chica tan taimada?

La nieve caía con una serenidad inverosímil. En esa noche no se oía siquiera el ruido del viento. A veces se oía ladrar los perros. Hyangsuk dijo que después de la medianoche mataría a una de las perras de su casa, y agregó que la enterraría en la falda de la montaña y luego llamaría a un comprador de perros para vendérsela. Propuso dejar la aldea con el dinero conseguido de la venta. Al oír un ladrido, de golpe recordó lo que había sucedido antes. Hyangsuk les contó que Chongsik y Byongho, de la aldea Dangchuri, habían vendido de esa manera cinco perras. Éste era un secreto entre Chongsik y Hyangsuk, con quien salía en estos días, y quien le contó todo a Michong. Chongsik le regaló a Hyangsuk los pendientes que compró con el dinero obtenido. Por otra parte, ella pensaba que no habría ningún problema si salía con Chongsik, cuya abuela siempre le decía: “Oye, canalla”. Creía que la anciana se moriría en poco tiempo. ¿Por qué quería Chongsik a Hyangsuk, que era tan fea? Al recordar la hermosa cara de él, Michong sintió cada vez más celos y soledad. La abuela guardaba silencio y Michong creyó que podría dormir, de modo que cerró los ojos.

—Mañana los van a filmar. No muestren ningún indicio de que son hijos sin padres, para eso vístanse con ropa limpia y vayan después al local. ¿Saben que es un asunto fácil presentarse en la televisión? Tienen que estar en la fila de adelante para que su madre los vea claramente.

Michong no sabía por qué la televisora había entrado en la aldea, pero habían prometido hacerles fotos a Michong y a su hermano, y a ella le latía el corazón de la emoción. La abuela monologaba así en la alcoba interior, más allá de la puerta corrediza, sin importarle si alguien la escuchaba o no:

—El alcalde de gun, el jefe de myon y el jefe de li14 deben haber gastado mucho dinero para que viniera de visita una televisora. No les cuesta nada recolectar en cada una de las casas un doe15 de arroz y de frijoles rojos. Dicen que han venido a filmar el ambiente invernal. Los que trabajan en la emisora son inteligentes. Nuestra lengua es bonita, sí, es verdad, pero ¿para qué sirve lo bonito? Con eso no se gana dinero… ¿Quién me entenderá? El precio de las reses ha bajado, el invernadero se ha destruido, los trabajadores salen de casa como locos, y estos canallas se comportan de mala manera. ¡Oiga!, no ocupe solo todo este edredón…

—Entonces, ¿han filmado el tok, el tofu16 y las demás comidas que les preparaban?

—Sí. Lo que podemos mostrarles no son más que esas cosas. El jefe de la aldea nos ha dicho que no digamos palabrotas. Después de que hayan filmado la manera de vivir de las ocho provincias de Corea del Sur, ¿en qué libro las van a poner?

—¿Libro? Entonces, ¿no las pondrán en la televisión?

—No me digas más. Y no te hagas el sabelotodo. Da lo mismo que sea en un libro o en televisión.

—Entonces, ¿qué has hecho?

Parecía que deseaba enterarse en secreto.

—¿Qué crees que hice? No he dicho ni una palabra y he estado con la boca cerrada, pero me pidieron que dijera algo y me moría de vergüenza sin poder abrir ni cerrar la boca.

—Pero si te dije desde el principio que te pusieras la dentadura postiza para ir y te fuiste sin ponértela.

—¡Ah! El agua del vaso en que la metí estaba tan congelada que no pude sacarla, y encima decían por el amplificador que nos reuniéramos rápido. Y como no me la puse, no comí mucho, así que me regresé. Entonces, ¿por qué está tan enojado conmigo, como si yo hubiera tomado alguna comida especial?

—Escucha: estuviste en el club social todo el día, y Michong, esa mala chica, no me contestó a pesar de que la llamé muchas veces. ¿No es esto motivo suficiente para estar enfadado?

—Y, entonces, esta diabla ¿habrá ido al pueblo hoy? Oye, ¿me oyes, Michong? Esta maldita hija de… Ay de mí, ¿sabrá cómo la he criado? ¿Cómo puede comportarse de esta manera?

Michong fingía dormir; y así, sin darse cuenta, se quedó dormida profundamente.

Ya era la mañana. Era la blanca Navidad. Era la mañana del día de la blanca Navidad, en que se difundían vagamente las campanadas de la iglesia en el pueblo vecino, más allá del camino de pedregullo, cuando el padre de Kyongae, de Dangchuri, visitó a Michong.

—Michong, ayer por la noche mi hija Kyongae desapareció. ¿No ha venido por aquí, verdad?

—Anoche me dijo que iba a hacer la maleta para salir de casa, pero creí que era una broma.

—No lo era, es verdad. Ayer se volvió loca pidiéndome dinero y se lo di. Después me dijo que le había comprado a un amigo, un fulano, un celular. La regañé un poco y luego desapareció.

—Éste es el teléfono celular.

—¿Conque eras tú? Dámelo. Lo compró con el dinero de su madre, por lo tanto no puede ser tuyo. Además, las chicas de poca edad no deben usarlo.

El teléfono le fue arrebatado por el padre de Kyongae. Ella pensó que esto significaría una despedida para siempre de Kyongae. Michong se dirigió a pasos lentos hacia un rincón del patio, donde había una palangana y se lavó la cara. Al lado había un recipiente que servía para poner la comida del perro, y en él estaba, muy congelada, la prótesis dental de la abuela. Pensó que debería verter agua caliente y, para ello, iba hacia la cocina cuando la abuela, en ese mismo momento, le dio un golpetazo en la espalda de manera imprevista.

—¿Por qué me pegas?

—Por qué razón has hablado tan francamente y te has dejado arrebatar el teléfono, muchacha idiota?

Las campanadas sonaban pacíficamente, pero el mundo en que se encontraba Michong no parecía sereno en absoluto.

Después del desayuno empezó la filmación. Aunque habían anunciado muy claramente que correría a cargo de la emisora, el que se encargaría de hacer las tomas era un solo hombre. Propuso a los niños que fueran junto a él a jugar en la montaña.

—¡Nooooo, señor! —gritaron todos los niños a la vez.

Él les preguntó si no les gustaba jugar.

—Tenemos que mirar la televisión —contestaron al unísono.

Él les dijo que ese día lo acompañaran a la montaña a cazar conejos.

—¡Conejos! Tenemos uno que cazamos ayer —volvieron a contestarle en voz alta.

Uno de ellos corrió hacia el edificio aldeano. Quienes lo habían cazado eran los niños y, sin embargo, los adultos se lo quitaron insistiendo en que quienes lo comerían serían ellos. El tipo les aconsejó que lo soltaran.

—¡Noooo, señor! —los niños corearon de nuevo.

Por su lado, Younggui se enfadó desde el principio, ya que el conejo había sido cazado con su lazo. Michong era, entre los niños, la única estudiante de la escuela secundaria, los demás eran de primaria. Sin embargo, no eran más que tres. La niña Sukhi, que asistía a una guardería anexa a la primaria, salió de la casa, pero a causa del frío, después de lloriquear un rato, al final volvió. Hyangsuk había estado por hacer algo con el perro la noche anterior, pero su plan fue descubierto antes por su madre, que le dio tal paliza que se quedó tendida sin poder salir. El tipo consoló como pudo a Younggui y liberó al conejo hacia la montaña.

—Los mayores nos van a matar por su culpa.

Jinhak, hermano menor de Hyangsuk, se lo reprochó al tipo, a lo que éste respondió prometiendo que les prepararía algo sabroso.

—Queremos comer ramyon17 —volvieron a gritarle los niños.

Y, en efecto, el hombre sacó ramyon de la mochila que llevaba al hombro. Los niños al unísono gritaron en voz muy alta. Mientras cocinaba el ramyon en agua hirviendo, les preguntó cómo pasaban el tiempo durante las vacaciones.

—Jugamos con trompos Topblade y miramos la televisión —contestó Jinhak.

—¿No hacen otra cosa?

—No hay nada más que hacer, carajo. Queremos jugar con la computadora, pero no tenemos. Con suerte cazamos algún conejo y, si no, agarramos algunas ranas para comérnoslas.

—Pero qué felices son ustedes de jugar como quieren, no tienen nada que estudiar. Así es que están contentos, ¿verdad?

—¡Sssssí!

Los niños corearon burlonamente al mismo tiempo. Michong pensó que el hombre no sabía nada de verdad, nada de nada. A decir verdad, ella tenía muchas ganas de estudiar, pero ocurría que no tenía posibilidades. Le atraía estudiar en la computadora e ir a una escuela privada; sin embargo, no podía hacerlo por falta de dinero. La cara del reportero de la emisora se puso roja.

—Entonces, ¿qué es lo que más les gustaría hacer en este momento?

—Pues, naturalmente, lo que queremos es ganar dinero —todos los niños volvieron a gritar a la vez.

—¿Por qué?

—Pues porque, de verdad, no tenemos dinero.

Aunque el tipo no les preguntó nada, los niños empezaron a hablar de la situación en sus respectivas casas.

—En mi casa criaban vacas, pero el precio de la carne de res se vino al suelo y por eso ahora criamos perros. Ahora se dice que el precio del perro también está cayendo.

Cuando Jinhak, sorbiéndose los mocos, habló del derrumbe del precio del perro, otros niños estallaron en carcajadas simultáneas.

—En mi familia, para calentar la casa, no usan calefacción de petróleo sino leña.18 Dicen que el precio del petróleo ha subido mucho.

Así dijo Daesik, que residía en una casa situada en la colina, cuyo padre, guía de vías fluviales, había muerto en un accidente de tráfico el año pasado.

—En mi casa….

Younggui también estaba por decir algo, pero su voz se ahogó en la garganta y no pudo seguir. La abuela había dicho que la voz de su nieto se recuperaría en cuanto su madre volviera.

—Así que quieren ganar dinero… Pero, niños, ganar dinero es lo que harán cuando sean adultos, y ahora…

—¿Quieres que juguemos? Mi padre me reprende diciéndome que siempre estoy de juerga, ¿sabes?

Jinhak era un duende conocidísimo en la aldea. Al parecer, para los niños del lugar era una diversión ver al hombre —que no lo conocía bien— perplejo ante la respuesta imprevista de Jinhak. Éste le dijo de nuevo:

—Si jugamos, ¿usted nos dará dinero?

—¿Dinero? ¿Qué dinero?

—¡Ja, ja, ja! El pago por la presentación. Dicen que al que sale en televisión le pagan, ¿no es así?

El hombre dijo que no era empleado de una emisora, sino un guionista de una serie documental.

—¿Qué dice? ¿Escritor de Drácula?19

El hombre, los niños y Michong se morían de risa. A Michong le parecía aún más interesante que se riera despreocupadamente sin percatarse de que los niños se burlaban de él. Le sacó una foto a Michong. Ella pensó que habría sido mucho mejor si Hyangsuk hubiera estado a su lado para la foto. Él le insistía para que se riera, pero ella no obedecía pensando en que Hyangsuk estaría llorando. El ramyon cocinado en el quemador que el hombre siempre llevaba consigo sabía muy sabroso. Cuando Michong intentaba cocinar uno en casa, la abuela la reprendía mucho diciendo que gastaba un precioso ramyon: era una comida especial que se servía como merienda a los campesinos en la época del transplante del arroz o cuando se celebraba algún asunto festivo. Hacía ya tiempo que ni los niños ni Michong probaban un ramyon tan especial, y por tal motivo ése fue para ellos un día de alegría. Tal como decía la expresión, ese día fue una verdadera blanca Navidad llena de alegría.

Yongja, después de largo tiempo, fue a la iglesia. Era lógico, pues era Nochebuena. Hoon, su amante, no había vuelto a casa desde la noche anterior. Le había dicho que iba a tomar una copita con los compañeros del taller. De cualquier manera, se sentía intranquila después de haber visto hace un mes a su cuñada en la sala de canto de Sinlimdong. No podría seguir trabajando en esa sala; ahora tenía que proteger al fruto del amor entre ella y Hoon, al hijo que se encontraba en su vientre. Cuando le transmitió a Hoon su opinión sobre el porvenir, él le contestó que hiciera lo que quisiera. Yongja agregó que, después de que diera a luz, solicitaría un proceso judicial de divorcio. Como respuesta a lo que Yongja había dicho, Hoon la besó tiernamente en la mejilla. Para Seo Yongja, en ese momento no había felicidad más grande. No se atrevió a mostrarle a Hoon la otra palabra que se escondía detrás de “felicidad”. Le pareció que mostrarse contenta era una muestra de cortesía hacia su amado. Esto era, por lo menos, lo que pensaba después de lo sucedido la noche anterior. Había esperado mucho a su querido, quien no había vuelto al hogar a pesar de que eran más de las 12 de la noche, por lo que había pasado delante del taller varias veces. La puerta estaba cerrada. Entró a la cervecería y preguntó si sabían a dónde habían ido los trabajadores del taller. El dueño le contestó que recordaba que habían terminado la primera ronda de copas en su local, pero no tenía idea de adónde se fueron para la segunda. Yongja pensó buscarlos en una taberna o una sala de canto de los alrededores, pero recordó de nuevo que ella misma había sido descubierta por su cuñada en una de esas salas y, sin dudarlo, volvió a casa con pasos menudos. Yongja pasó sola la Nochebuena y juró confiar en el hombre al que amaba, pero ahora era más difícil. En cuanto amaneció, se fue a la iglesia. Quería rezar ante Dios pidiéndole que la perdonara por no fiarse de su amado. Había demasiada gente. No hubo lugar en el que pudiera acomodarse. Pensó que eso era mejor: con tal cantidad de gente, nadie le prestaría atención a Seo Yongja. Quería mezclarse entre las personas para rezar, pero no lo consiguió. Le pareció que Dios tendría un fuerte dolor de cabeza con todas esas personas que le rezaban al mismo tiempo, por lo que salió de la iglesia. Volvió a pasar frente al taller. La puerta ahora estaba abierta, pero no se veía al señor Hoon. Cuando les preguntó dónde estaba, los del taller rieron disimuladamente y le dijeron:

—La casa en que ustedes viven ya no estará alquilada, sino vacía.

En ese instante Seo Yongja se percató de que Hoon la había abandonado la noche anterior y que Dios, en vez de escuchar sus deseos, la había castigado.

Yongja caminaba y no sabía si reír o llorar. Iba desde el taller Hermanos hacia la cervecería Tudari.

Dalgon, que la noche anterior se había dormido sin permiso de nadie en una casa vacía construida ilegalmente en la zona del monte Nangok, donde residía Younggap, se puso a andar con el humor de quien tampoco sabía si reír o llorar. Iba desde la cervecería Tudari hacia el taller Hermanos.

El señor Han, que había manejado el equipo de fotografía, se marchó de la aldea Sinli donde había pasado una semana. A pesar de que les dijo a los aldeanos que no era empleado de una emisora, sino un escritor que también sacaba fotos para documentales, creyeron con firmeza que el señor Han era empleado de una emisora. Por esta razón, el mismo Han partió de la aldea después de transformarse a sí mismo en empleado de una emisora, tal como los aldeanos obstinadamente pretendían que fuera. La advertencia meteorológica que anunciaba una fuerte nevada por todo el territorio nacional, justo cuando salía rumbo a esta aldea y que continuaba aún después de su llegada, le demostraba que había hecho bien en no traer su automóvil, aunque ahora se le dificultaba desplazarse. Por eso decidió recopilar material sólo acerca de la aldea Sinli y después volver a Seúl. Le quedaban pocos días antes de la fecha límite para entregar el texto a la corporación de revistas, pero tomó materiales vinculados sólo con un lugar para usarlos fuera de la Compañía de Construcción Taeyang. Iba camino a Seúl, por lo que su humor no era bueno. Creía que el paisaje invernal, del que había tomado apuntes, saldría tan satisfactoriamente que los empleados de la revista de la Compañía, a los que les gustaba exhibir los errores ajenos en los escritos, esta vez no encontrarían fallas. Se echó en un asiento del tren Mugunghwa con rumbo a Seúl. Recordó la expresión de la jefa del equipo que recogía los materiales. No había pasado un solo mes sin sus quejas durante el año anterior, mientras el señor Han escribía una serie de artículos. La jefa, conocidísima por su carácter meticuloso, no dejó pasar ni una oportunidad sin comentar que los escritos y fotos que había hecho eran, por lo general, oscuros y negativos. De todas formas, este reportaje era su última oportunidad. A menos que hubiera un cambio extraordinario —es decir, que la jefa se convirtiera en una persona especialmente piadosa—, su relación laboral terminaría. Si el trabajo de Han para Taeyang concluía, solamente le quedarían otras dos revistas a las que entregar sus manuscritos. Si otras no le pedían reportajes, le resultaría imposible ganarse la vida. Con la sola entrada de estas dos revistas no alcanzaba a pagar la hipoteca del departamento y la colegiatura de dos hijos: uno que entraba a la preparatoria y otro en la secundaria. Sentía que estaba muy lejos de recuperarse de la realidad en que se encontraba. Era posible que se encontrara de nuevo en una situación semejante a aquella posterior al desastre del FMI. En aquel entonces, cada vez que despertaba en la mañana encontraba cerradas todas las puertas para entregar artículos seriados, no sólo en boletines, sino también en revistas en las que escribía regularmente. La situación que seguía a esos acontecimientos le producía un automático escalofrío.

El tema sobre el cual verdaderamente deseaba hacer un reportaje no era el ambiente invernal de una provincia del sur que la jefa le había solicitado, pero el apoyo económico que la Compañía Taeyang le ofrecía no era poco. El pago era superior a la suma de lo que recibía de las otras dos revistas. A principios del año en que empezó a trabajar ahí, la compañía le hizo una promesa verbal: que escribiría reportajes a lo largo de un año y, así, sin expectativa alguna, la respuesta de los lectores fue buena, pero por muy buena que fuera, el derecho de elegir a un escritor le pertenecía a un jefe. Por lo tanto, pendía de un hilo la esperanza de prolongar la solicitud de reportajes seriados si el resultado no satisfacía a la jefa. Cuando pensó que no podía menos que prestar una especial atención a esta colección de datos, justamente por la esperanza de prolongar la publicación serial, sintió que le subía a la garganta un líquido agrio que, creyó, no podría controlar. La hipoteca del departamento que todavía no había terminado de pagar, el costo de la educación de sus hijos y el mantenimiento de su familia, hicieron que el señor Han observara con atención los comentarios de la jefa.

Un carrito ambulante, perteneciente a la Hongikhoe20 se le acercó. El caballero sentado a su lado compró dos latas de cerveza y salchichas. Dándole una lata, preguntó:

—¿A dónde va usted?

—Voy a Seúl.

—¿Hasta la terminal? Yo también voy a Seúl.

Después de los saludos formales, el señor Han destapó la lata de cerveza que había recibido y bebió dos o tres tragos. El hombre le ofreció una salchicha. Él la masticó lentamente, mientras que Han la devoró con buen apetito. El hombre, que durante largo tiempo tomó cerveza alternándola con salchichas, de repente soltó una pregunta:

—Por curiosidad, ¿a qué barrio de Seúl va?

—Hasta la estación de Seúl, ¿por qué?

—No, no. Mi pregunta se refiere más bien a… ¿dónde vive usted?

—Yo vivo en Suyuri.21

—Ajá, ya entiendo. Yo voy hasta la estación Chongnyangni.22

Después de esta mención, el hombre soltó un largo suspiro —jaah— que mostraba con claridad su intenso deseo de compartir con alguien un relato tan profundo como su suspiro. El señor Han, después de haber terminado de beber, metió la lata vacía en la guantera del asiento y cerró los ojos. Recordó el ambiente invernal de la aldea Sinli que entregaría a la Compañía Taeyang. En la parte superior de la portada de la revista del mes siguiente, que se difundía en el exterior, aparecería una foto y un reportaje del confortable ambiente invernal de un valle en una provincia del sur. La imagen de los niños que se contentaban comiendo el ramyon que les había servido estaría en la revista, pero los niños que no manejaban la computadora, aunque querían hacerlo, y los que no podían ir a la academia, aunque tuvieran ganas, no saldrían en el reportaje. Y, más que eso, no podría publicar en la revista que en Sinli, todos los días de la semana, con excepción de tres, los había pasado emborrachándose con Kim Dalgon, el padre de Michong, y tampoco las historias que éste le había contado. Tenía que hacerlo de ese modo, pues la narración debía de ser únicamente del “ambiente invernal en una provincia del sur”. Mientras el señor Han estaba en Sinli, el padre de Michong había regresado a la casa y le había dicho que en la mañana de ese día, el de Nochebuena, había encontrado a su esposa, Seo Yongja, pero que finalmente no la había traído a casa. Lloró diciéndole que la causa era del toda culpa suya. Las lágrimas que sus ojos derramaban caían en el interior de su copa. El señor Han no pudo preguntarle más… Sin embargo, bebió con Kim Dalgon la mitad de los días que se quedó en la aldea. Bebió también con los ancianos de Sinli que le tenían recelo y que no estaban, de ninguna manera, en mejor posición que Dalgon; y cocinó el ramyon para compartirlo con los niños del pueblo llenos de tristeza. La esposa de Han, como de costumbre, cada vez que se marchaba de viaje, le había aconsejado que no bebiera. Aunque no olvidaba esas palabras, nunca cumplía el consejo. O, mejor dicho, no podía cumplirlo.

El suspiro hondo del hombre sentado a su lado llegó a sus oídos de nuevo. Y el segundo suspiro lo obligó a abrir los ojos.

—Oiga, señor, ¿podría escucharme, por favor?

Y después de suspirar por tercera vez, empezó a contar el meollo de su historia.

El señor Han presintió que, de cualquier modo, la tranquilidad de su viaje se había echado a perder. La línea del tren de Chola recorría en ese momento la frontera limítrofe entre la provincia Chola del sur y la del norte. Los montes y ríos vistos por la ventana, todos cubiertos de nieve, conformaban un paisaje hermoso. Sin embargo, el relato del hombre no tenía nada de hermoso, a diferencia de montes y ríos. Como habría dicho su jefa, todo era “oscuro y negativo” y “convencional”.

—…¿sabe por qué voy a Chongnyangni?

—Sí, lo sé. Alguien se ha ido de casa.

La jefa solía decirle al señor Han: “¿No es verdad que todas esas historias son aburridísimas? La madre que abandona el hogar y los hijos que generan compasión son historias demasiado convencionales… ¿Hace falta contar de nuevo ese tipo de historia convencional? Por esos días, ni en la agenda del productor de programas de televisión se encontraban relatos de ese tipo.

—Tiene razón. Voy en busca de mi hija. Es una suerte saber que usted es de Seúl. Discúlpeme, éste es nuestro primer encuentro, pero tengo que pedirle un favor, ya que usted vive en Seúl. Es mi primer viaje a la capital y no me sé orientar bien. Por eso, cuando lleguemos a la estación de Seúl, ¿me permite pedirle que me diga cómo llegar a Chongnyangni?

—¿Cuántos años tiene su hija?

—Si hubiera asistido al colegio regularmente, sería alumna del último año de bachillerato este año.

—¿Está seguro de que se encuentra en Chongnyangni?

—No, no es seguro, pero hace poco vi en televisión que allí se encuentran muchas chicas que han abandonado su hogar. Por eso voy ahí con la esperanza de encontrarla.

El hombre paró el carrito de Hongikhoe y compró dos latas de cerveza más. Todavía le sobraban salchichas. Los montes y ríos seguían pareciendo hermosos del otro lado de la ventanilla. Convencionalmente hermosos. ¡Convencionalmente!

El hombre de al lado vació de un tirón una lata de cerveza y miró repentinamente a Han.

—¿Qué acaba de decir?

—No, nada. Sólo que los montes y los ríos son hermosos. ¿No es un buen paisaje ahora que la nieve lo ha cubierto totalmente? Un buen paisaje, hablando convencionalmente.

El hombre volvió la cabeza. Por la ventanilla la oscuridad comenzaba a caer. Las luces de la aldea cubierta de nieve titilaban más allá del campo.

—Está oscureciendo.

—Sí.

—Por eso mismo le digo que está llegando una oscuridad total y negativa.

—Pero, usted, joven, ¿está borracho con sólo dos latas de cerveza? ¿Qué me ha dicho? Es algo que no logro entender.

El señor Han se levantó y lentamente caminó hacia el baño.

—Es un error que me pida que le enseñe la dirección. Tendría que habérselo pedido a otra persona…

En cuanto se cerró la puerta, el hombre de al lado no escuchó más el murmullo del señor Han. El tren no se sacudió fuertemente, aunque se mecía. Han pensaba que en ese momento el alcohol que había tomado de día en la aldea de Sinli comenzaba a surtir sus efectos.

teléfono… ¿qué le pasa? Alguien la apuñaló y le robó el dinero. De todas formas, fuimos nosotros, tú y yo, a quienes vio por última vez en la vida. Pero, ¿a quién perseguías anoche? ¿Acaso, viste a tu ex novia? ¡Hermano mayor, hermano mayor!

El señor Han sintió una luz relampagueante en el cristal delantero del coche. La cámara que controlaba el exceso de velocidad acababa de sacarle una foto. El tablero mostraba casi 150 kilómetros por hora, pero no pudo reducir la velocidad.

—Hermano mayor, ¿me oyes?

El teléfono se cortó en seguida. El vehículo, un modelo anticuado Rockstar, temblaba mucho, no aguantaba la velocidad. Las manos con las que aferraba el volante se movían igual que el vehículo.

1 Recipiente de loza, más largo que ancho, con varios agujeros en el fondo por los que pasa el agua al echarla desde arriba.

2 Debajo del suelo del dormitorio de la casa típica coreana pasan tubos de plástico por los que circula agua caliente y permiten secar la ropa lavada tendiéndola en el suelo.

3 Grupo musical formado por cinco cantantes masculinos. Gozaba de popularidad entre los jóvenes, pero se deshizo hace unos años. No se pronuncia God, que significa dios en inglés, sino que se deletrea: ge, o, de.

4 Situado al suroeste del centro de la capital, en el que residen aproximadamente 280 000 habitantes.

5 Capital de la provincia Kyongsangnamdo, situada al sureste. Región bastante amplia e industrializada, donde residen aproximadamente casi cuatro millones de habitantes..

6 Capital de la provincia Gangwondo, al este de la península coreana, famosa por sus hermosas montañas.

7 Capital de la provincia Chungchongnamdo, al sur y a 80 km de Seúl.

8 Noraebang, literalmente “salón de canto”, es lo que en Occidente se conoce como karaoke.

9 Provincia ubicada el suroeste, muy conocida por su dialecto, que se distingue en el país por sus características verbales.

10 El préstamo se produjo a finales del año 1997. Para superarlo hicieron falta, aproximadamente, ocho años.

11 Es un complemento fermentado típico, que se come con arroz blanco. Se hace con trozos de nabo cortados en cubos condimentados con picante, sal, ajo, poros, etcétera.

12 Barrio donde residen los habitantes de la capa social más baja en casas de madera o de zinc construidas ilegalmente.

13 Capital de la provincia Cholabukdo, a 202 km al suroeste de Seúl.

14 Son unidades administrativas de extensión en una provincia. Un gun se compone de varios myones; un myon, de varios lis; y un li corresponde a una aldea. Una ciudad es normalmente más grande que un gun.

15 Doe es una unidad de volumen que corresponde a un 1.8 litro.

16 Tok es un pastel cocido a vapor con harina de arroz; tofu es cuajada de soya.

17 Comida instantánea que consiste en fideos cocidos al vapor primero y después, fritos.

18 Al aparato dotado de una fuente de calor donde se calienta o se hace hervir el agua están conectados los tubos que pasan debajo del suelo del dormitorio, de modo que sirve de calefacción.

19 En la novela en coreano el autor usa documentary, en inglés, pero los niños no entienden, por lo que, no obstante, intentan cualquier palabra que suene similar a ésta. Así es cómo se les ocurre la palabra: “drácula”.

20 Organización que pertenece a la Dirección de Ferrocarriles, pero desarrolla sus actividades con apoyo económico externo. Se beneficia de la venta de artículos en carritos que pasan por el pasillo del vagón.

21 Barrio al norte del río Han, al noreste desde el centro de Seúl.

22 Estación al norte del río Han, al noreste desde el centro de Seúl.

La familia itinerante

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