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PRÓLOGO

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En su entrevista ficticia al «Señor Internet» el Nouveau Quotidien de Ginebra con fecha del 29 de diciembre de 1995 hacía figurar El arte de la guerra de Sunzi en el primer lugar entre los libros que jugaron un papel decisivo en su formación e influyeron sobre su destino. Interrogados a propósito de sus lecturas, sus ideas, o las obras que les influyeron, el Sunzi se convierte en referencia obligada para jefes de empresa, altos responsables políticos, directivos, premios Nobel, top-models y chefs de cocina, para todos aquellos, en definitiva, cuya carrera excepcional atrae sobre ellos el fuego de la actualidad.

El prestigio del Sunzi se debe en principio al exotismo. Por lo demás, se inscribe perfectamente en la fraseología belicista de nuestra época: las relaciones sociales, comerciales y económicas ya no se piensan más que en términos de guerra total, de lucha a ultranza y de exterminio. La palabra «estrategia» se ha convertido en término clave de economistas y patrones de empresa para quienes la lectura de El arte de la guerra de Sunzi representa una etapa indispensable en su formación. El manual de Sunzi, tras haber sido durante mucho tiempo patrimonio exclusivo de militares, se ha transformado en cosa de industriales y directivos. Se realizan nuevas versiones de este texto periódicamente y, el público obliga, sus ilustraciones provienen preponderantemente de las luchas entre grandes firmas comerciales y de la competencia por el mercado. El éxito de los ejércitos revolucionarios en el Extremo Oriente y el auge comercial de los «dragones asiáticos» han contribuido a engalanar con el prestigio de lo real aquello que estaba ya dotado de la virtud del ensoñamiento.

No obstante, el Sunzi se merece algo más que servir de breviario a los estados mayores del globo y de libro de cabecera a los jóvenes lobos de las finanzas y a los viejos zorros de la industria, deseosos todos ellos de cabalgar sobre el lomo de sus rivales y de conquistar nuevas parcelas de mercado. El Sunzi es ante todo un libro de reflexión filosófica; proporciona uno de los discursos más lúcidos y más coherentes sobre los mecanismos de la dominación, y la lección que nos brinda es justo la contraria de la que nuestra época parece haber retenido: la guerra es un asunto sucio y todo hombre sensato debe hacer lo posible para evitarla. En ese sentido, tiene un lugar en las estanterías de la biblioteca del hombre honesto entre la República de Platón y el Príncipe de Maquiavelo.

Con todo, para comprender el sentido y el alcance de El arte de la guerra es preciso antes situar la obra en su contexto histórico e inscribirla en la tradición intelectual que le dio a luz. En la medida en que Albert Galvany se ha dedicado a ello con rigor y precisión, tanto en su presentación como en el aparato crítico que acompaña su bella traducción, nos contentaremos en esta ocasión con algunas breves observaciones preliminares.

Para comenzar, diremos que el Sunzi se inserta en una tradición filosófica en la que la inteligencia se define principalmente —si no exclusivamente— como la interpretación del cambio. La inteligencia política —y para los chinos de esa época no hay más inteligencia que la política— se confunde con la capacidad de aprehender la cadena de transformaciones en su devenir más remoto. Pero si el sabio ve a lo lejos es porque percibe lo oculto, lo ínfimo. Si bien es cierto que entre las conjeturas de las estratagemas y el Libro de las Mutaciones o Yijing no hay solución de continuidad, se trata en todo caso de la misma inquietud por el tiempo y sus alteraciones, del mismo interés por el detalle considerado como indicio significante.

Extendiéndose hasta los límites extremos de lo incognoscible, englobando todos los posibles, la inteligencia superior se hace inasequible. Así, es al mismo tiempo penetración y misterio: la penetración que manifiesta con relación a los seres y las cosas la sustrae al entendimiento del otro. Y a la inversa, una inteligencia no es superior más que en la medida en que escapa a la comprensión de los hombres. De ahí la necesidad de multiplicar los filtros, los comportamientos sinuosos, de hacer —tal y como preconiza el propio Sunzi— del camino más corto el más largo con el fin de ir aun más directamente a sus fines. Paradójicamente, ese conocimiento a largo plazo tiene como efecto permitir al Gran Hombre la intervención en lo inmediato y la acción río arriba si se me permite la expresión de todo evento, de modo que previene la desgracia antes mismo de que esta se produzca en germen.

Esta particularidad de la inteligencia previsora explica la disparidad entre el arte de la guerra en China y en Occidente. El discurso chino sobre la guerra se reabsorbe en una teoría de la no-guerra, ya que, en tanto que fuente de males, esta debe ser tratada antes de que estalle.

Mas ¿cómo llenar entonces el vacío dejado por la evacuación del objeto mismo del discurso? Elevando el enfrentamiento concreto a un juego de oposición de fuerzas casi cósmicas. Los manuales chinos del arte militar son, en efecto, tratados cosmológicofilosóficos, libros de sabiduría que, tomando como pretexto la guerra, se ocupan de otra cosa bien diferente: de la relación entre macrocosmos y microcosmos, del perfeccionamiento de sí mismo, del arte de gobernar y, solamente en última instancia, de las operaciones militares; todo ello, a través del escalonamiento de los planos, mediante la estratificación de los niveles de significación. Mientras que los militares occidentales limitan su objeto a esa cosa trivial que representa para los teóricos chinos el teatro de operaciones, un libro como el Sunzi se interesa por todo aquello que para sus colegas del otro extremo del continente no pertenece a la guerra. Los tratados occidentales comienzan allí donde se detienen las obras estratégicas chinas: el enfrentamiento.

Las características del discurso chino sobre la guerra han incitado a los especialistas de la cuestión a oponer de manera absoluta y radical esos dos modos de conducir las hostilidades cuando, en verdad, no se trata más que de dos planos diferentes de la retórica guerrera de cara a la realidad. Algunos, a partir de esa constatación, han llegado a considerar esa oposición como representativa de dos modos de pensar y de actuar radicalmente contrarios, y ello, apoyándose sobre categorías ilusoriamente antagonistas, puesto que no es posible que haya antagonismos entre realidades que no pertenecen al mismo orden. El arte de la guerra es pura techné en Occidente y no merece teorización filosófica alguna. Pertenece a un dominio que se limita al enfrentamiento entre los campos; no es, pues, susceptible de una formalización metafísica (y puede que esté bien, ya que, después de todo, el arte de matar nada tiene de glorioso). Al contrario, en China la reflexión sobre el arte de la guerra, en tanto que expresión paradigmática de una relación de fuerzas, puede recibir una formulación en términos abstractos con la condición de que esa reflexión proponga una nueva dimensión a esa realidad que se resume en el mortal enfrentamiento entre dos grupos armados. Con todo, desde el momento en que la guerra se eleva de técnica concreta a esfera global o abstracta, cesa de ser aquello que la constituye (simples procedimientos y saber hacer) al tiempo que el discurso que la acoge cesa de ser aquello que pretende ser (a saber, un discurso sobre la guerra). Mas ello no significa de ningún modo que por el solo hecho de que los tratados chinos pretendan realizar la economía del enfrentamiento, los generales y estrategas del Imperio del Centro venzan en la realidad «sin ensangrentar el filo de las espadas». A ninguna teoría, por muy elaborada que esta fuera, le sería posible llevar a cabo la economía de la práctica ni podría, por mucho que se considere pensamiento práctico, quedar milagrosamente exenta de la confrontación con los hechos.

La reflexión china sobre la guerra presenta el carácter de un encantamiento. Los tratados militares llevan a cabo ese tour de force que es un ágil juego de manos: hacer del ocultamiento de aquello que constituye a la guerra en tanto que guerra —el cuerpo a cuerpo— su esencia misma. Si en los textos es posible vencer «sin ensangrentar el filo de las espadas», ello es debido, quizás, a que se exorciza una realidad en la que los soldados se ahogan en su propia sangre. No se trata tanto de procurarse los medios empíricos para obtener la victoria ni tan siquiera de proporcionar recetas concretas para conducir campañas militares, como de sobrepasar la guerra para hacer de ella un lugar en el que se enuncia el discurso del poder absoluto; al contrario del discurso especializado de los manuales o tratados europeos, que se emplean a fondo para suministrar una imagen (ella misma retórica sin duda alguna) de precisión altamente técnica, las formas literarias de los manuales de estrategia chinos nos confrontan a un discurso lleno de imágenes y metáforas que encubren una intensa carga mística. En ese sentido, movilizan las propiedades más sobresalientes de la lengua clásica china para operar mediante deslizamientos de nivel. La retórica estratégica aspira al dominio del verbo sobre lo real a través del despliegue de la violencia llevada hasta su paroxismo. Para alcanzar ese punto culminante, la violencia debe ser total; total en su exceso y también en el teatro de su despliegue. Su marco será por tanto el universo, o, mejor, ella misma no será otra cosa que Devenir Cósmico. Sin embargo, esta violencia, lejos de hacer correr la sangre y de conducir al enfrentamiento, se manifiesta en la terrorífica ausencia de lucha. Y ello porque los tratados militares hacen descansar sus estructuras metafísicas sobre una ontología de la nada propia del pensamiento taoísta. En el caso de Laozi como en el de otros muchos pensadores de la época, principalmente el de los teóricos del poder totalitario, el no-ser es superior al ser. La no-cosa controla y domina todas las cosas, puesto que solo aquello que carece de forma puede dar forma a las cosas. El discurso estratégico recurre a imágenes y a nociones que permiten desembocar ineludiblemente en evocaciones de confusión e indistinción a partir de la disposición tangible sobre el terreno de entidades materiales concretas. El arte militar, que reposa sobre la ciencia de los dispositivos y las disposiciones, encuentra su punto culminante en el arte de hacer desaparecer las formas o formaciones —el propio término xing designa en chino clásico las formas sensibles, la disposición de un ejército y las formaciones militares— de suerte que el amo de las formas (o formaciones) no presente tampoco ninguna forma tangible; de este modo, podrá actuar sobre todos a sus espaldas. El sujeto del discurso estratégico se convierte al mismo tiempo, por su penetración divina, en especialista en las ciencias adivinatorias, maestro de las transformaciones y doble del soberano, el cual civiliza espontáneamente mediante la no-acción. Para terminar, se identifica con el propio cosmos, infinitamente eficaz. La batalla deja de ser batalla, el Estado en su dimensión represiva deja de ser Estado para convertirse en actualización de las fuerzas primordiales del universo. No es posible comprender realmente el Sunzi sin tener en cuenta los estrechos lazos que lo vinculan con los presupuestos fundamentales de la metafísica taoísta.

Nunca nos alegraremos lo suficiente por la publicación de esta nueva traducción a cargo de Albert Galvany, filósofo y sinólogo, no solo porque viene a paliar una laguna —hasta la fecha no existían en lengua castellana más que versiones de las traducciones inglesas—, sino también porque gracias a la abundancia de observaciones filológicas, al uso de los últimos hallazgos arqueológicos, a las constantes referencias a obras paralelas, proporciona al público hispanohablante una de las investigaciones más documentadas y más logradas sobre la estrategia de la antigüedad china, al tiempo que aporta una comprensión nueva del texto insertándolo en la problemática global del pensamiento chino.

JEAN LEVI

El arte de la guerra

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