Читать книгу Expediente Medellín - Susana Martín Gijón - Страница 6

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Las modas inventan nuevos términos y temas de debate, pero no dejan de ser eso, modas. Hay una palabreja a la que se le da cada vez más bombo, que se ha colado en los discursos de los políticos, en los guiones de los periodistas y que ha acabado por filtrarse hasta los colegios: bullying. Antes no sabíamos qué carajo significaba y ahora la repetimos hasta el hartazgo, aludiendo a una realidad que se nos ha colocado delante de los ojos y ya no podemos dejar de ver. Sin embargo, nombra algo que siempre ha existido: la crueldad del ser humano.

Los adultos nos imponemos unos límites de obligado cumplimiento; no es que dejemos de ejercer esa maldad por amor al prójimo, sino simplemente porque está penalizado. Pero los niños aún no han interiorizado esos límites y pueden permitirse actuar como realmente son: le arrancan la cabeza a los saltamontes, se ensañan con los gatos callejeros y hostigan sistemáticamente al más débil del grupo. Siempre ha sido así.

Durante años yo sufrí ese maltrato con el que ahora a todos se les llena la boca. Era un crío retraído y apocado, y desde que comencé el colegio fui la diana de bromas, ofensas y vejaciones. Olían mi timidez desde la distancia y atacaban como carroñeros famélicos. Yo lo sufría como se sufren todas las humillaciones: en silencio, cargando mi cruz sin queja y permitiendo que crecieran cada día un poco más mi insociabilidad y mis complejos.

En mi décimo cumpleaños algo cambió. Me regalaron unas deportivas chulísimas; era el último modelo de la marca que se llevaba, justo el que todos los mocosos anhelaban y que ninguno en aquel colegio público de las afueras se podía permitir. Mis padres debieron privarse de muchas cosas ese mes, pero sabían cuánto las deseaba. Y qué no hacen unos padres por su único hijo. Durante unas horas me sentí una persona nueva, como si al calzármelas, aquellas zapatillas lustrosamente blancas me hubieran imbuido de la autoestima que había ido perdiendo a lo largo de los años de escolarización. Me sentía confiado y alegre. Fui al colegio pisando fuerte: cada paso era una afirmación de mí mismo. Durante la clase de matemáticas y la de lengua noté cómo mis compañeros miraban de refilón por debajo de mi mesa. Cuando salimos al recreo, el líder del grupo que tanto me había incordiado durante los últimos cursos me invitó a jugar con ellos al balón: no cabía en mí de gozo. Pletórico y estrenando unas estupendas ínfulas que me sentaban aún mejor que las zapatillas, les acompañé ceremoniosamente a las traseras del patio, y allí, estúpido de mí, fue donde se derrumbó el castillo de naipes que había levantado sobre aquellas deportivas. Allí fue también donde nació la persona que soy hoy.

Me agarraron entre todos, me pegaron y escupieron, me las quitaron y las patearon hasta que no se vio rastro de blanco en ellas. Les arrancaron los cordones y tras anudármelos a las muñecas me dejaron tirado. A unos metros yacían las zapatillas machacadas, en las que Oliver se meó antes de abandonarnos malheridos a mí, a ellas y a los últimos rastros de mi efímero orgullo.

Así canalizaron su envidia y acabaron para siempre con el chico ingenuo y pusilánime que habitaba en mí. Mientras caminaba descalzo en dirección a casa, me sorbí los mocos, limpié mis lagrimones con la manga de la camisa, y me juré a mí mismo que me vengaría.

Pasaron muchos años, pero nunca olvidé aquel juramento. Una madrugada, Oliver apareció estrangulado en un lóbrego callejón. La noticia tuvo eco durante un tiempo, pero no dieron con el culpable y acabaron achacándolo a un ajuste de cuentas por tema de drogas; aquel joven descarriado llevaba tiempo jugando a ser camello. Se había visto inmerso en alguna que otra reyerta e incluso había tenido varios escarceos con la policía: era solo cuestión de tiempo que algo así sucediera. Curiosamente, el modus operandi de su verdugo pasó desapercibido. A nadie pareció importarle que hubiera elegido darle garrote con unos viejos cordones de zapato.

Expediente Medellín

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