Читать книгу Lo que no se olvida - Susana Miguélez - Страница 4

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El pan de la tía Tomasa

Recuerdo a la tía Tomasa como la mujer de juicio más claro que he conocido nunca. No era persona de muchas palabras, pero las que decía eran siempre las precisas, ni más, ni menos. A menudo simplemente te regalaba un refrán, pero apropiado para la ocasión y certero como una de las flechas de Guillermo Tell.

La tía Tomasa no era mi tía, sino mi tía-abuela. Era una mujer pequeña, con tanta juventud en sus ojos como vejez en su cuerpo. Nunca había sido bonita y ahora se la veía enjuta y sarmentosa; la edad la había dotado de surcos, pliegues y arrugas suficientes como para abastecer a un geriátrico entero. Vivía en el pueblo en que había nacido, nunca tuvo interés en ir a ningún sitio más: su mundo se reducía a las cuatro calles de la aldea y a su trabajo, el horno. La tía Tomasa era panadera.

Todas las tardes de domingo de mi infancia fueron patrimonio exclusivo de la tía Tomasa. Ya fuera con mis padres o a bordo del Seat 850 Especial Lujo de mi abuelo, iba a verla y a disfrutar de mi secreta comunicación con ella. Recuerdo que a veces, si tenía que venir a la ciudad para solucionar algún asunto, iba primero a la peluquería a hacerse la permanente, es decir, aquel indescriptible cúmulo de caracolillos que hacían que su cabeza pareciese una escarola teñida de gris azulado. Luego se colocaba su pañoleta más nueva anudándola bajo la barbilla y cogía el coche de línea; una vez terminadas sus gestiones venía a casa y se quedaba a dormir. A mí me gustaba meterme en su cama de madrugada y disfrutar de su olor a masa de mantecadas y pan recién horneado; ella me sentía acurrucarme contra su piel cedida por el uso, tan blanca y tibia, y creo que en esos ratos era feliz dándome explicaciones de sus camisones de franela color rosa o sobre esa extraña faja de cuerpo entero color carne que solía usar, tan llena de refuerzos y corchetes como de remiendos. Pero las más habituales no eran sus visitas sino las mías. Al oír el coche, Lulú, su perrilla ratonera, salía ladrando de la casa dando saltos de puro contento, y luego entraba al horno como un cohete para avisarla de nuestra llegada. Ella salía a saludarnos, siempre limpiándose las manos en el delantal de cuadros, y después de mi beso me invitaba a entrar con ella en el horno, un lugar que para mí era un mundo maravilloso lleno de secretos.

Los domingos por la tarde se hacía una hornada extra de pan. Cuando yo llegaba, aquel monstruo enorme de metal negro que era la amasadora, con sus ruedas dentadas y sus palas, estaba ya apagada y sólo quedaban en ella restos de masa y huellas de harina. La pastera, en cambio, rebosaba de la blanca mezcla terminando de fermentar, los tablones se veían cubiertos con los lienzos blancos a la espera de que barras y hogazas fueran depositadas sobre ellos; la balanza romana estaba ya dispuesta para comenzar a medir las porciones de masa: cuarto, medio, un kilo… La pala de larguísimo mango que se empleaba para meter y retirar los panes del horno aguardaba apoyada en su rincón, y un gran montón de leña, destinado a alimentar el vientre de fuego, ocupaba ya su sitio junto a la compuerta metálica tras la que habría de desaparecer, tronco a tronco, en unos minutos.

La gran habitación que era el horno formaba parte de la casa de la tía Tomasa. Ella y su marido, el tío Manolo, al que yo no llegué a conocer, levantaron todo aquello con sus modestísimos medios, y allí vivieron y trabajaron desde su juventud con toda la sencillez y la humildad de sus almas bondadosas, sin querer ni necesitar lujo ninguno. La vivienda, originalmente de adobe, se componía de unas pocas dependencias alrededor de un patio estrecho y alargado. La parte habitada, contigua al horno, consistía en dos habitaciones, una de ellas aneja a la minúscula cocina, y una despensa. Desde que la tía Tomasa estaba sola, ella y la perrilla dormían en aquella pequeña alcoba que se calentaba con la lumbre del hogar, encendida permanentemente desde septiembre hasta junio. La mesa, el escaño, la antigua y enorme radio, el botijo y una silla componían todo el equipamiento de la cocina, junto con unas trébedes y una mínima alacena para vasos y platos. Cruzando el patio ornado de macetas de geranios y murcianas estaban la habitación de invitados, destinada a acoger a los sobrinos las contadísimas veces en que venían de visita; el comedor de las grandes ocasiones; un cuartito con una cocinilla moderna a gas butano y una nevera decrépita, y un retrete construido con azulejos y sanitarios de segunda. Al fondo, al aire libre, una pila grande y un caño abastecían de agua la casa. Para que el líquido brotase había que accionar la bomba mediante un enorme interruptor negro que me daba terror, y al hacerlo se obtenía agua y ruido a partes iguales. Pasé muchas horas en aquel patio, sentada en unos sillones que, procedentes de un coche accidentado y plantados sobre ladrillos, eran todo el mobiliario que se pudieron permitir. En verano había moscas a millares y en invierno un frío terrible que me obligaba a refugiarme en el horno o en la cocina temblando como un cachorrillo.

Cuando la masa del pan estaba en su punto, aparecían los primos. Eran un matrimonio, sobrinos de ella igual que mi madre, que desde hacía años trabajaban en el horno y que, por pura lógica, eran los que habrían de heredar el negocio. Él, un hombre formidable que lucía los mismos ojos pequeños y vivos de la tía Tomasa, se quedaba en camiseta mientras trabajaba, agitando su desparramado tonelaje mientras metía leña frenéticamente por la boca inferior del horno. Mientras, su esposa, dulce, trabajadora y siempre amable, y la tía Tomasa, comenzaban a cortar bolas de masa y a pesarlas. A mí me maravillaba el ojo clínico de aquellas mujeres para calcular el tamaño de las porciones, que al echarlas al plato de la romana daban, casi siempre, el peso exacto; si no era así, con quitar un trocito o añadir un pellizco era bastante. Mientras una pesaba, la otra formaba los panes, moviendo manos y brazos con una agilidad que a mí me parecía pasmosa, y los iba colocando en los tablones sobre el lienzo enharinado, haciendo un pliegue tras cada barra o cada dos hogazas para evitar que se pegasen unas piezas con otras al terminar de crecer. Una vez finalizada esta operación, al calor del horno lleno de leña, los primos comenzaban a limpiar la pastera y la amasadora, era necesario dejarlas listas para la madrugada siguiente, y la tía Tomasa me miraba. Era nuestro instante favorito.

—¿Cuánta hambre traes hoy? —me preguntaba ella.

—Hoy mucha, tía —solía contestar yo.

Entonces me cedía el paso hasta el lebrillo en donde había quedado la masa sobrante y me dejaba cortar una porción; con ella me hacía el panecillo que habría de ser mi merienda. Seguidamente, ella cortaba un trozo para elaborar el pan de su cena. Después, empleando una cuchilla de afeitar, hacíamos los tajos transversales en la superficie de las barras y otros en forma de cruz sobre las hogazas, para evitar que reventasen en el horno. Terminábamos poniendo sobre una bandeja pequeña nuestros panecillos particulares. Acabado nuestro trabajo, para que no sufriese el tremendo calor que se generaba en la estancia durante el horneado y no pudiese quemarme con el pan caliente, la tía Tomasa y yo dejábamos a los primos solos y nos íbamos a comenzar nuestra aventura del domingo. En verano nuestras correrías podían consistir en ir a buscar los pinos piñoneros del término para hartarnos de sus frutos, a bañarnos en el charco o a pescar cangrejos de río. Al llegar el otoño la búsqueda de moras era la reina. Con la tía Tomasa aprendí que las nueces cogidas del árbol tiñen de amarillo las manos durante días, y que cuando te pica una avispa debes frotarte con tres hierbas distintas del campo para contener la inflamación y calmar el dolor. También cómo alimentar al cerdo sin riesgo de que te muerda y que no se debe coger cariño a los patitos que se crían en casa si sabes que luego te los has de comer; ella me enseñó cómo coger los cangrejos de río para evitar los pellizcos de sus pinzas y que cuando el retel de pescarlos pesa mucho no es porque esté lleno de ellos, sino porque alguna rata de agua se ha subido en él para comerse el cebo. Todos esos, y muchos más por el estilo, eran los descubrimientos que animaban mi semana y alimentaban mi curiosidad infantil. En invierno, en cambio, era imposible salir a la calle, así que nos quedábamos en la cocina al amor de la lumbre. Allí doblábamos las esquinas de los cuadrados de papel que habrían de contener luego la masa de las mantecadas para llevarlas al horno, o yo la miraba coser mientras escuchábamos la radio. A veces incluso me dejaba ayudarla en la delicada tarea de separar las yemas de las claras de centenares de huevos, tarea necesaria para que, después, los primos preparasen dulces merengues y delicados mazapanes de bizcocho. En otras ocasiones, si había encargos de tortas de azúcar, una vez estaban ya a punto para meterlas al horno yo clavaba los dedos en la superficie de los discos de masa; en los huecos resultantes se acumulaba el delicioso glaseado: era la marca de la casa. Todo el mundo, yo incluida, adoraba aquellas tortas.

Sólo con mirarme ella ya adivinaba los ruiditos de mi estómago. Nunca necesité decirle que quería merendar, se anticipaba a mi deseo con un gesto: era hora de visitar la despensa, otro de los lugares maravillosos de la casa. El cuarto se mantenía todo el año fresco y oscuro, y de las vigas del techo colgaban habitualmente algún jamón o un pedazo de cecina, chorizos picantes y dulces, tocino y morcillas. En la alacena no faltaban el queso y el chocolate, y siempre tenía abierta una lata de aquel dulce de membrillo espeso, oscuro y artesanal que ella misma hacía todos los otoños. Jamás encontré sabores iguales, por mucho que los he buscado. Escogido el relleno, yo corría al horno a buscar mi pan, y de paso traía el suyo, que quedaba guardado para la cena. Después de merendar, para evitar que me aburriese, solía darme la lechera de aluminio, un recipiente con capacidad para dos litros de líquido, y me enviaba a la granja de Rubén a comprar la leche. Sabía perfectamente que aún faltaba más de una hora para el ordeño, pero también que yo disfrutaba preparando con Rubén y Maribel, su mujer, los pesebres y el pienso para entretener a los animales mientras la estación de ordeño automático hacía su trabajo. Sabía igualmente que, si había algún ternero en el establo, yo insistiría en darle el biberón, o si alguna vaca estaba enferma y había que ordeñarla a mano querría hacerlo yo misma, y que me quedaría allí mientras duraba todo el proceso del ordeño hasta que la leche ya estuviera refrigerándose en el tanque de acero inoxidable, a la espera del camión-cisterna que debía venir a recogerla. Sólo entonces, con la ropa impregnada del olor de los animales y restos de boñiga en las zapatillas, cansada y plenamente feliz, volvería a casa de la tía con la lechera llena. Era tarde, había que despedirse de ella y regresar a la ciudad hasta el domingo siguiente.

Era bastante frecuente que, al preparar nuestros panes particulares, éstos no tuviesen la forma habitual. Yo, con mis manos torpes de niña, no siempre conseguía que mi trozo de masa pareciese un panecillo normal. Ella, en ocasiones, le daba al suyo alguna forma mucho más precisa: a veces de ratón, otras de persona o de algún objeto concreto. Durante años pensé que lo hacía por agradarme, pero a medida que fui creciendo me di cuenta de que no era así. No era persona de adornos ni de malgastar el tiempo o esfuerzo en algo que no considerase útil. La única figura decorativa que había en su casa, una cerámica horrorosa procedente de una tómbola que representaba a un ciervo moribundo en manos de un cazador, estaba en el cuarto de invitados, ese que siempre estaba cerrado y solamente se usaba si venía algún familiar de lejos, situación cada vez más rara. El tema de las figuras de pan me fue intrigando cada vez más, hasta que un domingo de invierno en que me estaba enseñando a remendar calcetines no pude contener mi curiosidad y pregunté.

—Tía.

—Dime, niña.

—¿Te divierte hacer figuritas con el pan?

—No especialmente —me contestó sin levantar la vista del huevo de mármol rosa y la aguja que llevaba en las manos.

—Y entonces, ¿por qué las haces, tía?

—Porque no puedo permitirme estar triste ni preocupada. No se puede trabajar con la cabeza puesta en otros asuntos. Mira —me ordenó enseñándome los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, que tenían la primera falange amputada—. Esto me lo hizo la máquina de embutir chorizos. Fue cuando joven, me había pasado algo muy triste y no podía dejar de pensar en ello. Por no estar atenta la máquina me cogió los dedos y me los dejó así.

Yo miré los muñones con detenimiento. Desde luego ya se los había visto, pero como siempre la había conocido así nunca me picó la curiosidad por saber el motivo.

—¿Y te dolió mucho, tía?

—Más me había dolido lo que ocasionó mi despiste —comentó volviendo a su calcetín—. Eso y el reproche de mi padre, porque con tanta sangre que me salió se echaron a perder tres kilos de buena carne adobada para el chorizo.

—¿Te cortaste los dedos y encima te riñeron por estropear la carne? —balbucí, estupefacta y al borde de las lágrimas—. ¿Es que no tenías ya bastante?

—Entonces ni la carne sobraba en ninguna casa ni los padres eran como los de ahora. Éramos ocho hermanos, no nos podíamos permitir tirar comida —repuso ella zanjando el tema—. Y no llores, que mira qué puntadas tan grandes estás haciendo. Te saldrá un remiendo terrible, no podrás andar con eso en el calcetín.

—Pero, tía, ¿qué significan entonces tus figuras de pan?

—Cuando algo me preocupa o me pone triste, me hago un pan con ello. Por la noche me lo ceno y me voy a dormir. Entonces mi cuerpo aprovecha lo que ese problema me puede enseñar o lo bonito que me aportó esa persona cuyo recuerdo me ha puesto triste, lo asimila y se queda conmigo. Lo demás, lo que me hace daño y no se puede aprovechar, se desecha. Y luego tiro de la cadena. Se acabó el problema.

La tía terminó la conversación tendiéndome la lechera. Pero yo no pude dejar de darle vueltas a aquello y pasé la semana un poco tristona y pensativa. Me gané una regañina en el colegio por no estar atenta en clase y otra de mi madre por estar en Babia y no hacer caso a no sé qué que me estaba diciendo. Al llegar el domingo se lo conté a la tía Tomasa.

—¿Ves? ¿De qué te sirvió tanta pesadumbre? Sólo para acumular reprimendas.

—Pero, tía, yo no podía dejar de pensar en tus dedos y en lo que te debieron doler. Además, todos tenemos derecho a estar tristes —dije yo. Había escuchado esa expresión en algún sitio y me pareció apropiada para la ocasión, aunque aún no tenía demasiado claro qué significaba eso de los derechos.

—Derecho a estar triste —dijo como para sí—. Derechos… Mira: una vez, cuando ya estaba casada con el tío Manolo, había que preparar la masa para el pan. La noche anterior había entrado una raposa en el gallinero y había matado cuatro gallinas. Yo estaba disgustada y, pensando en ello, eché en la amasadora el agua, la sal, la levadura… y dos sacos de harina para bizcochos.

—Pero, tía, esa no sirve para el pan —repliqué yo.

—Claro que no sirve. Hubo que tirarlo todo, y, además de cuatro gallinas, perdí cincuenta kilos de buena harina que quedó mojada y ya no se pudo aprovechar. Ese mes el tío Manolo y yo no pudimos permitirnos comprar pescado. Los pobres, hija, no tenemos derecho a estar tristes.

—Y el tío Manolo, ¿qué te dijo, tía? —pregunté temiendo saber que, encima del disgusto y del descalabro económico, ella hubiera recibido también algún amargo reproche—. ¿Se enfadó contigo?

La tía Tomasa clavó en mí sus ojillos pequeños y brillantes, y vi asomarse a ellos la ternura.

—No, mi niña. El tío Manolo era muy bueno y me quería mucho. Se fue, arregló el gallinero y luego salió con los perros a por la raposa. Después volvimos a hacer la masa para el pan, y él mismo preparó el bollo de nuestra cena en forma de zorro. Así aprendí este truco, me lo enseñó él.

Con todas esas cosas, que ella me iba descubriendo por capítulos dominicales, mi mente infantil se fue dando cuenta de que la tía Tomasa había llevado una vida muy dura, aunque todavía había de pasar un tiempo para que yo alcanzara a saber hasta qué punto.

Al cabo de algunas semanas la tía se hizo un pan en forma de oreja. No me hizo falta preguntar para entenderlo, con verlo tuve bastante. Esa misma noche les pedí a mis padres que le concertaran cita con un otorrino: se estaba quedando sorda. El audífono costó un dineral pero le devolvió la sonrisa, pese a que la sordera hizo más acusada su parquedad en palabras. Un par de meses después se hizo un pan en forma de cerdito; al día siguiente el veterinario ordenó sacrificar el gorrino, enfermo de triquinosis. Ese año no habría matanza, de modo que mi madre le abrió una cuenta en la carnicería del pueblo vecino, con orden de que le llevasen con la furgoneta de reparto el pedido semanal a su casa.

Un domingo, al llegar al pueblo, la perrilla no salió a recibirnos como solía. Yo no me di cuenta de que faltaba el animal hasta que vi a la tía hacerse el pan con forma de perro. Instintivamente silbé llamando a Lulú, pero no acudió.

—No la busques, hija. Ayer el vecino, sin querer, la atropelló con el tractor y me la mató.

No pude evitar echarme a llorar, no tanto por la perra como por la tía Tomasa. Ahora sí que se quedaba sola. Estaba a punto de cumplir los noventa y dos años; cansada, terminó de modelar su pan, se apoyó en mi hombro y juntas entramos en la casa.

Desde la pérdida del animal ella ya no fue la misma. Con el paso de las semanas advertí que cada vez estaba más delgada. Tras los dos años de luto riguroso por la muerte del tío Manolo había elegido el gris como alivio, y ya nunca dejó de vestir de ese color. Delantales, batas, medias, babuchas, pañoletas… todo su vestuario era color gris en sus múltiples variantes y matices. Todo excepto sus camisones de franela rosa y la faja color carne. Pero precisamente era eso, su carne, lo que me preocupaba: cada vez era más escasa, arrugada… y gris. Sus manos sarmentosas se iban pareciendo a las de un pajarillo, como si fuera una pariente lejana de la familia de gorriones grises que dormía en verano posada en el cable de la luz, junto a la bombilla de la entrada de su casa. Una bombilla que llevaba meses fundida y que ya no se preocupó de cambiar.

Por aquellas fechas los primos compraron un montón de máquinas modernas y automatizaron el obrador. Una pesaba la masa, otra formaba las barras, otra hacía la mezcla de las mantecadas… El horno de leña fue sustituido por uno eléctrico y la tía Tomasa dejó de trabajar. No tenía cabida entre tanta modernidad. Ya sólo entraba un momento en el amasado de la tarde para hacerse su panecillo diario.

Llegó la primavera, y con ella, de nuevo, los pájaros. Aquel domingo por la tarde se hizo un bebé de pan.

—Tía, ¿el tío Manolo y tú nunca tuvisteis hijos? —le pregunté. Ella calló un rato, pensativa.

—No, hija. No pudimos. Uno de los dos no servía. Posiblemente el tío Manolo, que nació cojo y siempre estuvo enfermo.

—¿Por eso el tío no fue a la guerra como el abuelito?

—Sí, por eso. Fue uno de los pocos hombres del pueblo a los que no mandaron a la guerra.

—¿Y por qué tu pan tiene forma de bebé? ¿Te pone triste no haber podido tener ninguno? —seguí inquiriendo, curiosa.

—Eso no es así, niña. Tuve uno, antes de casarme con el tío Manolo.

—¿Tienes un hijo, tía? —dije yo, ilusionada— ¿Quién es? ¿Vive cerca? Entonces ya no tienes por qué vivir sola, puedes irte a vivir con él, ¿no?

Mi ingenuidad infantil la hizo reír. Con gran esfuerzo trató de elegir las palabras adecuadas para explicarme lo inexplicable.

—No, niña, no tengo ningún hijo. Yo era muy joven entonces, no estaba casada. Mis padres y mis hermanos se enfadaron muchísimo, sentían vergüenza de mí. Pensaron que si no me dejaban salir de casa nadie en el pueblo se enteraría de que estaba embarazada, pero aun así pronto lo supo todo el mundo. Quisieron obligar a mi novio a que se casara conmigo; él se negó, aunque mis hermanos fueron a buscarle y lo amenazaron. Era de otro pueblo y se marchó en cuanto todo se supo. Ya no lo volvimos a ver más. Cuando llegó el momento de tener a mi niño no llamaron al médico, me ayudó mi madre a tenerlo en casa. Me dijeron que había nacido muerto y que era mejor así. Si el niño hubiera vivido me habrían echado de casa, y ¿adónde iba a ir yo?

No me podía creer lo que estaba oyendo. Sentir vergüenza por la llegada de un bebé a la familia. Negarle un médico para que esa pequeña criatura tuviese la oportunidad de salir adelante. Abandonar una hija y un nieto a su suerte, esconder un embarazo, que alguien huya de una vida que ha creado… No salía de mi asombro.

—Pero, tía —alcancé a balbucir—, ¿qué tiene de malo un bebé? ¿Por qué se enfadaron tanto? ¿Por qué el papá del bebé se marchó? ¿Por qué…?

—Mi niña, antes las cosas no eran como ahora. Una mujer no tenía ningún valor sin un hombre al lado, tener un hijo sin estar casada era algo terrible. Los padres pensaban así. A una chica que ya había tenido un novio ningún chico más la quería para nada bueno. Y eso fue lo que me pasó a mí.

—Pero el tío Manolo sí te quería —le recordé yo—, así que todo eso que pensaban de ti no era cierto.

—El tío Manolo era cojo. Ninguna mujer del pueblo quiso casarse con él. Juntarnos fue una manera de juntar dos desgracias para tratar de sobrellevarlas con un poco más de alegría. Pero resultó que era tan bueno y tan trabajador que no se podía evitar quererle.

Miré a la tía Tomasa con ternura. El mundo de los mayores se me iba descubriendo como un lugar complejo y lleno de estúpidos prejuicios del que aún no sabía si quería formar parte.

—Tía, tú también eres muy buena y muy trabajadora, no se puede no quererte.

La abracé y advertí que ya era más alta que ella. No la estreché demasiado fuerte, temí que se me rompiera entre los brazos. En su mirada descubrí aquella tarde unas nubes grises que no me gustaron nada. Más tarde, mientras veía comenzar a caminar a un ternero recién parido en la granja vecina, me di cuenta de que el pan de aquella noche no era una nostalgia por aquella criatura que no llegó a respirar sino la expresión de una terrible duda: la de no saber si fue cierto que murió porque así lo había querido la naturaleza o porque así lo había ordenado la conveniencia de los demás… o si todo había sido una mentira piadosa y el pequeño había acabado en la puerta del hospicio.

A partir de aquel pan de su bebé se sucedieron sin interrupción uno como el tío Manolo, otro como mi madre, otro más con la forma de la boca del horno y finalmente uno como una niña con dos coletas. No me di cuenta de que se estaba despidiendo de lo que más amaba. El último domingo de aquella primavera, al llegar la hornada de la tarde, amasó un corazón y se sentó conmigo en el patio. Su piel estaba tan gris como la bata que llevaba puesta, de modo que no se sabía dónde estaba la frontera entre su cuerpo y la tela.

—Tía, tienes la nevera casi vacía. ¿Quieres que vengamos mañana y te hagamos la compra?

—No, niña. Tienes que ir a la escuela, eso está primero. Yo ya me arreglaré con los primos.

—Mañana es fiesta, tía —le mentí—. Podemos venir temprano mamá y yo, así te ayudo a mudar las sábanas de tu cama. Y me enseñas a lavar en el río con la tabla, como hacías antes, ¿vale?

Ni sí, ni no. Me sonrió y me tendió la lechera. Antes de irnos la abracé, como siempre, y me subí al coche deseando retenerla conmigo, aunque en el fondo sabía que lo mejor que ella tenía ya me lo había dado. Le dejé la lumbre de la cocina encendida para evitar que tuviese frío y se quedó, como todos los anteriores domingos que yo recordaba, diciendo adiós con la mano desde la puerta de la casa mientras yo le respondía de igual modo a través del cristal trasero del coche. Por la mañana su cuerpo de pájaro gris amaneció sentado en la silla en la que cenaba. Tenía el pan de su corazón partido entre las manos. Su vasito de vino tinto y la sopa de ajo estaban sin tocar, y aún había rescoldos del fuego entre la ceniza del hogar. «Muerte natural por paro cardíaco», dictaminó el médico. Yo creo que la mató su sentido práctico: ya no tenía trabajo que hacer, se sentía inútil y se desechó a sí misma como desechaba todo lo que ya no se podía aprovechar, lo que para nada servía. Si me hubiese preguntado a mí… Si lo hubiese hecho habría sabido que yo aún necesitaba su saber enciclopédico acerca de las cosas del campo, del tiempo, del pueblo, de la molienda y las gallinas, de la harina y la levadura, de refranes, consejos, de la curación de las carnes, del ciclo de migración de las cigüeñas, de las tradiciones de mi tierra y de muchos otros asuntos de los que nadie se iba a preocupar de informarme nunca. Su buen juicio y su sentido del deber me han seguido haciendo falta toda mi vida. Si ella lo hubiera sabido quizá ahora sería la mujer más anciana del país, porque mi formación como persona, a mis cuarenta y muchos años, todavía no ha terminado. Y mi curiosidad sigue tan viva como cuando era niña.

Es muy difícil hacer pan en casa. Lo he intentado docenas de veces, pero no hay manera: la masa no sube como debe, es complicado dar con la levadura y la harina adecuadas. Además, los hornos domésticos están bien para asar pollos, pero carecen de la magia necesaria para dejar el pan como tiene que estar: crujiente por fuera y suave y esponjoso por dentro. Por eso, aún hoy, cuando tengo algún problema que digerir, preparo natillas. Sobre la crema amarilla dibujo, con caramelo líquido, aquello que me preocupa, y luego me lo ceno. Mis hijas me preguntan por qué lo hago, pero todavía son pequeñas, no lo entenderían aunque se lo explicase. Un día, más adelante, las llevaré a coger moras o a pescar cangrejos y les hablaré de la tía Tomasa. Les diré que a su lado comprendí muchas cosas, entre ellas que me entendía bien con las personas mayores. Mi relación con ella puso los cimientos de esta profesión mía de cuidadora: cuando la tía dejó mi mano entendí que otras manos como la suya podían necesitarme para seguir transitando la vida. Y aquí estoy, muchos años después, caminando por el mismo sendero.

Lo que no se olvida

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