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Algo sobre el deseo

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La experiencia de leer a estos clásicos me ha hecho entender que para ellos el deseo es lo que organiza y dirige la vida hacia algo. Por eso el título. Los personajes de estas narraciones sienten deseos intensos, aspiran a subir en la escala social, conseguir ciertas posiciones de preeminencia y mucho dinero. Es raro que deseen otra cosa. También desean ser amados, pero habitualmente la elegida o es una noble o una burguesa de fortuna. A muy pocos les interesa cambiar la realidad política y social, a pesar de que muchos dicen no sentirse a gusto en el mundo en que viven. Pero su insatisfacción viene mayormente de no haber podido acceder a los fines más codiciados por la sociedad. Tan pronto llegan a enriquecerse, se convierten en otro de los muchos cooptados por el sistema. Son individualistas, hedonistas, buscan siempre su propio beneficio y muy excepcionalmente alguno se sacrifica por el bien de alguien. Entre estos casos raros se encuentran el coronel Chabert de Balzac y el Fouqué de Stendhal, dos personajes extraordinarios por infrecuentes. No asombra entonces que el temple en esta literatura sea habitualmente desilusionado, escéptico, cínico. La mayoría de los héroes no rechaza lo que la sociedad capitalista les vende como lo máximo, sin embargo padecen una suerte de esquizofrenia por desear lo que ellos mismos consideran despreciable. Un ejemplo de esto es el héroe de La piel de zapa, siempre descontento, deseándolo todo y al mismo tiempo sintiéndose indigno por apreciar tanta cosa vana. A veces cansan estos héroes mundanos, pero hay tanto nuestro en cada uno de ellos, que no podemos sino sentirlos cercanos y queridos a pesar de los dos siglos de distancia. Seguimos queriendo cosas equivalentes a las suyas e igualmente vanas. Las ganancias millonarias de los futbolistas los convierten en héroes y modelos para casi todos los jóvenes y aunque son de origen muy popular se casan con mujeres bellísimas y famosas, que sin duda creen encontrar en ellos lo que el sistema considera máximo. En medio de estas regularidades deseosas del XIX son bienvenidos los rebeldes de Zolá, pese a que no hay mucho de que alegrarse, porque o son desquiciados o ilusos o fracasados.

Por lo general aceptamos desear lo que la sociedad nos propone como valioso. Estos deseos nos dirigen dentro de una realidad que ya está dada por el mundo en que nacemos. Puede que el deseo mayor de los miembros de una comunidad sea el mismo, pero la manera concreta en que cada cual lo persigue es invariablemente diferente, por carácter, por clase social, por género, por la región en que se vive y muchos factores más que nos hacen individuales. Los personajes de nuestros cuatro autores desean diferentes cosas, dependiendo de la clase social, del género y de la región en que viven. Pero como casi todos ellos o son burgueses o nobles, el país siempre es Francia y la época siempre el XIX, la variación no es significativa.

Leo Bersani cree que los escritores realistas no quisieron poner nada valioso en sus héroes fuera de su resistencia contra la sociedad. Supone que habrían tenido un gran temor del deseo, al que habrían asimilado a una especie de cáncer que se propagaba por todo el organismo social. Si bien no estoy del todo de acuerdo con las reflexiones de Bersani sobre el deseo, coincido en que uno de los aspectos más señalados de los personajes de estas novelas realistas es su resistencia a lo que ahora entendemos como los comienzos del capitalismo. Y esa resistencia tiene explicación. A los franceses del XIX no podía dejarlos indiferentes el enorme cambio que significó la revolución industrial. La fabricación de artículos en serie, el acceso de las capas medias al consumo, modificaron poderosamente las vidas de los países industrializados. Hubo muchas mercancías para desear y el dinero se convirtió en el Dios de estos deseosos. Aunque la narrativa realista reaccionó contra esta codicia generalizada, empujó para el mismo lado con sus descripciones de las habitaciones suntuosas y lujos abundantes de los ricos. Algo parecido ocurrió con la «supuesta» democratización de la cultura, que puso al alcance de muchos libros a los que antes sólo tenía acceso una élite. La mayor parte de los escritores y pensadores reaccionaron negativamente frente a esta ilustración de las masas. Pero también valoraban que sus libros tuvieran difusión y fuesen leídos por una gran cantidad de personas. Estas ambigüedades de los narradores constituyen uno de los aspectos interesantes de esta literatura, y uno de nuestros objetivos en este ensayo será detectarlas y comentarlas.

Hoy, en nuestras sociedades se estimula frenéticamente el deseo adquisitivo, y no se toleran los deseos que atentan contra el buen funcionamiento del mercado. Tenemos libertad para elegir entre mercaderías equivalentes, pero todo lo que entorpece el flujo comercial está prohibido. Se admite la crítica, pero solamente si ella no daña los intereses y objetivos fundamentales del poder corporativo. Aquellos que se atreven a desafiar estos intereses son silenciados drásticamente, a veces con violencia extrema.

Si los héroes transgresores de Stendhal pagaron con su vida o con la exclusión no es porque a esa literatura, por un espíritu perverso, le complaciera castigarlos. En la realidad se castigó la disidencia erótica en Flaubert y en Baudelaire y también algunas posturas políticas de Zola. Algunos sostienen que este escritor no murió de muerte accidental y que su asfixia fue resultado de una maquinación cuidadosamente programada para castigarlo por su defensa de Alfred Dreyfus. No creo que exista diferencia entre los escarmientos que reciben los personajes y los que sufrieron varios escritores por denunciar injusticias del sistema. Siempre se ha castigado al disidente, ahora también. En la actualidad, pocos escritores contrarios a la ideología dominante obtienen reconocimientos importantes, y probablemente por eso hay muchos que no se atreven a tener posturas ideológicamente comprometidas.

Al mismo tiempo, hay en la narrativa del XIX una posición ambigua respecto de los objetivos más deseables. Algunos de los bienes que entonces se exaltaban son bastante semejantes a los que los medios de masa publicitan hoy; pero a diferencia de ahora, en que casi nadie cuestiona su validez, en el XIX tenían igual peso los valores románticos, que hoy día son socialmente risibles. Entonces había la posibilidad doble: se podía adherir a los valores mediomasivos, que positivizaban la tranquilidad de la vida familiar, la seguridad económica y la posesión de objetos, pero también se estimaban mucho los valores románticos como el heroísmo, el coraje, el individualismo, el valor del arte, el sentimiento enamorado. Esto originaba una ambigüedad que nosotros casi no conocemos hoy, y me parece que sin ella el mundo se ha aplanado.

Un aspecto muy interesante de estos personajes es que el deseo en ellos siempre está mediado o por otra persona o por estimaciones de clase o por alguno de los modelos que entonces se consideraban dignos de imitar1. René Girard afirmó que una de las mayores violencias sociales viene de este deseo imitativo, porque con frecuencia dos que desean lo mismo buscan destruirse. En El Rojo y el Negro la imitación del deseo es generalizada. Cuando conoce a Mathilde, Julien no se siente en absoluto atraído por ella, la compara con Louise y le parece demasiado rubia, demasiado blanca, sus ojos demasiado fríos. Pero contagiado por la seducción que ejerce Mathilde en los círculos aristocráticos de moda, comienza a sentirse atraído por esos grandes ojos azules que antes le parecían tan gélidos y por esa tez de nieve, que le disgustaba por su blancura excesiva. Algo similar le ocurre a Mathilde cuando Julien le provoca celos con madame de Fervacques y posteriormente con Louise. Desaparecen totalmente sus ambigüedades sentimentales cuando nota que a otras mujeres también les gusta.

Actualmente cualquier persona medianamente culta entiende que el deseo depende sustancialmente de la publicidad. Hoy su tarea es estimular el consumo, es decir inducir el deseo. Vestimos de acuerdo a la moda del momento, y deseamos comprar los objetos de marca para parecer que pertenecemos a un grupo «superior». Comemos lo que nos hacen desear por «bueno», nuestras vacaciones las tomamos en aquellos lugares a donde las agencias de viaje nos hacen querer volar. Elegimos como carreras profesionales aquellas que los medios nos hacen deseables por rentables o prestigiosas. Desearíamos que nuestros enamorados se asemejaran a los actores de cine más publicitados, etc, etc. Aunque las novelas que examinaremos pertenecen a otro tiempo, los deseos de sus héroes no son sustancialmente diferentes de los nuestros. Mi interés en este estudio no es examinar la mediación del deseo, sobre la que existen muchos estudios excelentes. Me importa la insatisfacción que viene del cumplimiento del deseo y la manera como en estas novelas se vincula este descontento con ciertas condiciones sociales y políticas. Siempre que el héroe alcanza un objetivo que le importaba mucho, advierte o que no valía la pena o que es simplemente el origen de otro deseo que reinicia el proceso de la interminable insatisfacción. La adquisición de objetos siempre desilusiona, porque el deseo invariablemente pide más. Solamente hay plenitud cuando se acepta la vaciedad de todo deseo y se admite que la satisfacción del objetivo es imposible.

Cesar Vallejo vio que lo que obtenemos al hacer una obra de arte es la conciencia de la dicha que da la acción junto con el reconocimiento de que nunca se puede alcanzar lo que se persigue. De allí que los grandes artistas se muestren insatisfechos de sus obras, y los sabios siempre terminen sabiendo que no saben, y los santos admitan que nunca podrán alcanzar la perfección por sí mismos. Sin embargo, cada uno de ellos siente la plenitud de su empeño y el duro placer del ejercicio del arte, del conocimiento, de la búsqueda de santidad. Esta plenitud no existe en el caso del deseo de objetos materiales.

Se puede decir que en esta narrativa el deseo es malo por tres razones. O porque el deseoso está totalmente equivocado sobre sus posibilidades, por ejemplo, pintar todo París en un solo cuadro (La obra, Zola), o pintar la obra absoluta (La obra maestra desconocida, Balzac), o porque después de la plenitud aspira a permanecer en ese estado, lo cual es imposible (Madame Bovary, Flaubert), o porque ningún deseo de los descritos en esa literatura tiene el valor absoluto que el deseoso le atribuye. Este valor es la promesa vana con que toda sociedad consigue mantener absortos a sus ciudadanos, condenados por eso a la permanente insatisfacción y al deseo siempre renovado. Ni el poder, ni el dinero, ni el reconocimiento de los demás, ni la posesión de las mujeres más codiciadas y bellas, ni ninguno de los objetivos que la sociedad ofrece como deseables puede verdaderamente satisfacer al deseoso. Y sin embargo, estos deseos son inevitables, son la presencia de nuestra gregariedad en cada uno de los momentos de la historia social. No cabe duda de que esta predisposición es la raíz del consumismo actual. Zola fue uno de los pensadores pioneros sobre el consumo. Se dio cuenta de que la satisfacción de los objetivos que la sociedad capitalista estima máximos no frena el deseo, sino que lo aumenta. Hoy el deseo de más, más, más, es utilizado por la máquina propagandista neoliberal.

Probablemente en ninguna novela del XIX se sienten más poderosamente los límites del deseo como en Madame Bovary. Se sostiene ahora que Flaubert nunca habría dicho «Madame Bovary c’est moi», como se dijo durante un tiempo. Pero supongamos que se comparó con Emma para mostrar que los dos habían conocido la plenitud del deseo erótico. Por el mismo tiempo en que escribió el pasaje en que Emma y Rodolphe copulan por primera vez, anotó en sus apuntes íntimos una experiencia casi mística, en que se sintió unido con todos los elementos del capítulo. Él fue entonces Rodolphe, él fue Emma y también los aspectos naturales que rodeaban a la pareja. Tras esta experiencia narrativa gozosa, quiso repetirla, pero en vez de plenitud hubo sequedad, escasez. Volvieron para quedarse los días en que permanecía hasta la madrugada buscando la palabra, la frase, el ritmo, la idea, el temple.

La experiencia mística de Flaubert, concomitante a su escritura, es similar a la experiencia estética de Emma, concomitante a su estado amoroso cuando tras una experiencia sexual dichosa ve filigranas de oro florentinas en una mancha de aceite sobre el agua. Se trata, en ambos casos, de acontecimientos inesperados y maravillosos que acompañan muy pocas veces a una actividad que no las tenía en vista. Flaubert quería escribir y Emma estar amando sexualmente. Que los dos hayan alcanzado experiencias transfiguradoras y excepcionales relativas a su deseo fue un regalo. Creemos que la diferencia entre Flaubert y su personaje es esencial. Flaubert siguió queriendo escribir por escribir, no por alcanzar experiencias místicas. Emma, en cambio, quería la repetición interminable de esos estados excepcionales. Lo triste que le pasó a Emma fue no haber tenido estas experiencias literarias amargas, pero deleitosas.

A Julien Sorel le ocurren dos veces estas experiencias excepcionales. En la primera se produce una concomitancia inesperada entre su temple triunfal después de haber transformado el ánimo patronal y crítico de De Renal en un aumento salarial importante, y su experiencia gloriosa en la montaña al ver el vuelo del águila. La segunda ocurre al final de la novela, cuando, concomitante de su completa aceptación de la muerte, experimenta la dicha. Esta última concomitancia es la superación definitiva de todas sus ambigüedades, temores y deseos.

A cualquiera que profundiza en el tema del deseo se le hace evidente su enorme complejidad. Está la vida diaria en que nos movemos impulsados por los valores sociales que nos hacen imitadores del deseo ajeno. Vivir consiste en perseguir objetivos, en desear lo que la sociedad nos ofrece como deseable: dinero, reputación, poder, objetos, condiciones de vida, amores, juventud permanente, etc. Y está el acontecimiento excepcional y hermosísimo de ocurrencias deslumbrantes que acompañan muy pocas veces al esfuerzo por cumplir esos deseos o a la alegría de haberlos satisfecho. Suele suceder que nos empeñemos en repetir estas experiencias, y deseemos la imposible repetición del acontecimiento excepcional. Si Julien intentara reproducir el gozo que sintió ante el vuelo del águila, jamás podría, ya que es imposible que se repita el conjunto de componentes que estimularon su dicha. El solo propósito consciente de obtener la repetición impide que se produzca, porque originalmente no fue producto de una intención.

Al lector atraído por la palabra «deseo» de nuestro título quiero advertirle que muy a menudo a lo largo de este libro se encontrará con exposiciones de ideas que no parecen tener relación con ese tema. Quiero advertirle que la comprensión del deseo en este trabajo es realmente muy amplia y necesita ocuparse de muchos temas que a primera vista parecen impertinentes. No lo son. Toda la vida humana y los caminos por donde se desarrolla está traspasada por el deseo. Se diría que todo libro resulta parte de lo mismo. En cierto sentido, desde nuestro punto de vista, eso es verdadero, pero la diferencia es que aquí gobierna todos los movimientos textuales. Cuando hablo de revoluciones, movimientos sociales, intrigas políticas, dinero, apunto siempre al mismo objetivo: el componente deseoso que está detrás de todas estas realidades. Otro tanto cuando me ocupo de temas que parecen puramente literarios, como por ejemplo, alguna reflexión sobre los epígrafes en Stendhal, o la voluntad de Flaubert de escribir sobre nada, o los enigmas del desarrollo de la piel de zapa o la estructura de alguna de las novelas. En todos estos casos, ruego al lector que no olvide mi propósito central: hacer manifiesto el deseo en las sociedades, en los textos, e incluso en los autores. Pienso que así la lectura le resultará ojalá más agradable o por lo menos, más interesante.2

El esfuerzo de escribir este libro me ha regalado la compañía de cuatro «personas» con las cuales me he relacionado con el gusto que da la lectura, aunque alguno de ellos quizá me hubiera desagradado en la vida real. Al mismo tiempo me ha servido de entrada en mundos que al principio creí absolutamente distintos del mío, pero luego me parecieron bastante semejantes. Esto también fue un disfrute, mayormente cognitivo, frente a la sentimentalidad del otro. Ojalá quienes se aventuren a leer los resultados de este esfuerzo compartan mi deleite en ambas experiencias, la cognitiva y la sentimental. Si consiguiera tan sólo estimular al lector a disentir cognitiva y sentimentalmente me daría por satisfecha. De todos modos estoy segura de que en ambos casos habríamos entrado todos en contacto con algunas de las mejores novelas de todos los tiempos. Aunque pueda parecer absurdo, me parece que estas cuatro novelas nos ayudan a entender la situación mundial en que nos encontramos hoy. Cada una, desde su perspectiva, describe los comienzos del capitalismo industrial. Flaubert identifica el enorme poder que tienen los medios de masas en la forma en que pensamos y soñamos. Stendhal prueba que nada en la vida humana es ajeno a la política, tampoco el amor. Balzac describe la desorientación de aquellos que viven en un mundo que sienten en decadencia y el pavor que suscita la mortalidad en tiempos oscuros. Y la novela de Zolá, aunque ciertamente no es un clásico, aborda el consumo y la idea de crecimiento permanente, dos temas de la mayor importancia en la actualidad.

No recuerdo quién dijo que escribía para saber lo que pensaba. A mí me pasa algo parecido. Me gusta lo que dice Anne Carson en Eros de Bittersweet: que el deleite de escribir se encuentra en estar pensando, entendiendo, sabiendo que no se sabe y no en el producto de todo este esfuerzo3. Es evidente que parte importante del placer reside en el esfuerzo, aunque muchas veces pudiera parecer lo contrario. Habitualmente se entiende la voluntad de poder nietzscheana como acumulativa; querer más, tener más, acumular más. Hay eso en Nietzsche, pero la marca que lleva ese deseo material insaciable nunca es positiva. La estimación positiva se encuentra en estar pudiendo, en estar conociendo, en estar sabiendo, en estar gozando, en estar creando. En ese caso la palabra poder no identifica una adquisición, no describe la consecución del deseo, sino el movimiento hacia. Desde allí se entiende que no da lo mismo desear un objeto material que desear la belleza como tal, el bien como tal, la verdad como tal.

1 Esta mediación ha sido ampliamente examinada por el brillante ensayista René Girard y no tengo nada que agregar a sus conclusiones, que comparto plenamente.

2 Para no salirme del tema central, mucho de lo que en un principio fue parte del texto lo puse finalmente en notas bibliográficas. Es verdad que de esta manera también nos vemos obligados a abandonar el texto, pero somos libres de hacerlo. En estas notas hay mucho material interesante, debo grandes alegrías a los críticos y me gustaría compartirlas con ustedes. No todo lo que leí lo cité, a veces porque no venía al caso, otras porque la metodología era muy diferente.

3 Anne Carson, Eros the Bittersweet. New Jersey: Princeton University Press, 1986.

Soy mi deseo

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