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AUDIOS DEL DÍA
23 DE ABRIL DE 2020

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Hoy es jueves, 23 de abril de 2020, el día de Sant Jordi en Cataluña, que se celebra como el día del libro y la rosa. Siendo escritora, supongo que el día del libro debería tener una importancia especial para mí, y más todavía si además es el día de la rosa, ya que es la flor que más me gusta. Más allá de su simbolismo, tiene un significado especial para mí, pues me une a la que fue una de las personas más importantes de mi existencia, mi maestro y quien mejor me comprendió en esta vida. Antes de su muerte, me dijo: «Aunque yo no esté aquí, te haré llegar rosas rojas y rosas blancas para que sepas que siempre estaré a tu lado». Curiosamente, en prácticamente todos los cursos zen de una manera u otra siempre me ha llegado esa rosa, ya sea como flor natural o artificial (hecha de tela o papel, o dibujada...). Y en todos los casos, en el momento en que la he recibido he sentido su presencia.

La rosa también simboliza el amor, el amor eterno. Recuerdo la vez en que me dijo: «Cuando yo ya no esté aquí, cuando te llegue el amor verdadero, será con una rosa. Si alguien te entrega una rosa como símbolo de su amor, tiene que tener espinas; si no tiene espinas como la vida misma, significa que esa persona no es a la que corresponde estar como pareja en tu vida». Ahí me dejó el dato, para que estuviese atenta a ese pequeño detalle. En el día de hoy, en Cataluña, los hombres regalan rosas a la novia, a la mujer, a la madre, a personas a las que aman de verdad. De hecho, se ha convertido en una fiesta bastante comercial. Y yo me pregunto cuántas de esas rosas tendrán espinas.

Además, coincide con que este 23 de abril estamos en el día cuarenta de la cuarentena del confinamiento; y, por definición, cuarentena hace referencia a cuarenta días. Llevo estos treinta y nueve días, hasta el día de hoy cuando son casi las once de la mañana, pensando: «¿Por qué no aprovecho para escribir un libro? Estoy confinada en casa con mi hija de dieciocho años, y tengo todo el tiempo del mundo». De hecho, necesitaba ese tiempo para empezar a escribir una nueva obra. De manera que hablé con mi editorial para poner en marcha este proyecto.

Sabía que tenía que escribir sobre la muerte, pero de alguna manera sentía que no era el momento. Porque mis ocho libros anteriores surgieron prácticamente de la nada, por inspiración, a partir de sentirlo. Me limité a encajar las piezas de las circunstancias de mi vida, sentir una llamada y los libros fueron «cayendo solos», por su propio peso, sin proponérmelo, sin hacer más que simplemente sentirlo. Esto no estaba ocurriendo en esta ocasión; en estos días de cuarentena, en ningún momento he sentido esa llamada, hasta hoy. Y no porque sea el día del libro; de hecho, esta pieza ha encajado a posteriori. En realidad, es casi mágico, que en el día cuarenta de la cuarentena sienta que acaba una etapa y empieza otra.

Hoy mismo, una amiga me ha enviado por ­Whatsapp un listado de películas. He repasado los títulos y me he dado cuenta de que he visto la mayoría; entonces he ido directamente al final de la lista y he clicado, al azar, en uno de los enlaces. Me ha salido el típico mensaje de YouTube de que ese contenido no estaba disponible; entonces he hecho clic en el enlace inmediatamente anterior, y esta vez sí que se ha abierto el vídeo. El título, Salvado por la luz, me ha gustado. Además, he visto el nombre de Raymond Moody al principio, y mi corazón ha dado un brinco; para mí, ha sido como una señal.

Conocí a Raymond Moody, autor de La vida después de la vida, en un congreso en Punta Cana (República Dominicana), hace años, ocasión en que pude estar con él. Anteriormente, había estado cerca de él en un congreso que se había celebrado en España, pero no pudimos hablar: conseguí que me firmase su libro, un viejo ejemplar en inglés que yo tenía, bastante gastado; pero fue un favor que le pedí a alguien de la organización, por lo que no coincidimos personalmente.

Ha sido mientras he estado viendo esta película, que acabo de terminar hace unos minutos, que he sentido que ha llegado el momento de que empiece a escribir mi libro sobre la muerte.

El título, Vivir en paz, morir en paz, lo había pensado hace ya muchos meses. Pero había ido posponiendo la escritura a causa de mis muchas actividades y de mis tareas como madre. He estado muy ocupada con los cursos zen, mis viajes y la organización del equipo de colaboradores que viaja conmigo y que me apoya en nuestra Fundación Zen, Servicio con Amor. Además, y no menos importante, pensaba que para plasmar los contenidos con la debida conciencia y el oportuno sentimiento, quizás lo mejor era que empezase a escribir a partir de la muerte de un familiar mío.

En este momento, tengo a mis padres confinados solos en su casa. Tienen ochenta y dos años y su estado de salud es frágil. Mi madre tiene demencia, cáncer de pulmón, problemas relacionados con enfermedades autoinmunes, y una movilidad reducida. Mi padre conserva la mente muy lúcida, pero tiene problemas de movilidad a causa del estado de sus piernas y su espalda; y se añade a sus dificultades el hecho de que su esposa no le reconoce como pareja.

Me entristece no poder estar con ellos y acompañarlos. Durante esta cuarentena, los servicios sociales se acercan para darles su medicación y bañarlos; y mis hermanos hacen lo que pueden, según lo que está permitido por la ley en estos momentos de aislamiento. La distancia y el hecho de no poder desplazarme hasta ellos me ha hecho reflexionar: ¿y si se muere alguno de los dos y no puedo estar ahí? ¿Y si no puedo ir a su funeral? ¿Y si no puedo darles ese beso de adiós? Me emociono al pensar que quizá no los vuelva a ver.

Entonces he llegado a la conclusión de que para escribir este libro quizá no hace falta que viva la experiencia de esa despedida, de ese último beso, de su muerte, de su funeral. Ahora que todavía los tengo con vida, tal vez sea el momento, aunque sea por videollamada, de seguir diciéndoles: gracias por haberme traído a este mundo. Gracias por ser mis ­padres. Gracias por haberme educado y criado como mejor habéis sabido. Gracias por perdonarme todos mis errores. Gracias por vuestra paciencia. Gracias por vuestra tolerancia. Gracias por todo vuestro amor incondicional. Gracias por tantos esfuerzos. Gracias por estar ahí para escucharme. Gracias por las horas que habéis pasado conmigo ayudándome con mis estudios y por haber soportado nuestras peleas entre hermanos. Gracias por darnos lo mejor que hemos tenido, que ha sido una familia unida, nutrida desde el amor. Gracias por tantos recuerdos; por esas poquitas vacaciones que hemos podido disfrutar juntos como familia, debido a una escasa economía.

Gracias por toda la entrega de mi madre, que pasó años encerrada cuidando del hogar, como ama de casa y madre de cuatro hijos, en medio de muchas dificultades, y habiendo dejado su exitosa vida en Londres con un fantástico empleo en un banco, para casarse por amor con mi padre e irse a vivir a un pueblo irlandés de veinte mil habitantes. Mi padre era seminarista, porque quería ser cura y trabajaba temporalmente en una fábrica para ganar dinero y pagarse el seminario. Por una de esas causalidades de la vida, un amigo le presentó a mi madre y saltaron las chispas del amor.

La economía era tan escasa que mi padre escribía a mi madre sobre papel higiénico; era un papel duro, mate por un lado y brillante por el otro. Era lo único de lo que disponía para escribirle cartas de amor y poemas desde la distancia, para mantener encendida la llama de su corazón.

Me imagino esas circunstancias... Quizá yo sea una romántica de la vieja escuela. Me encanta dejar volar mi imaginación recreando la llegada de esas cartas al buzón de mi madre y ella leyendo con tanta ilusión las palabras románticas que transmitía mi padre sobre el papel higiénico.

Mi madre era protestante y se introdujo en una familia de creencias católicas muy estrictas. Eran los tiempos de la Guerra Fría, muy conflictivos en el terreno político. Tuvo muchas dificultades para encajar en la sociedad irlandesa y para ser aceptada por la familia de su marido; con este fin, y también porque así lo sentía, adoptó la costumbre de ir a misa. Sin embargo, le incomodaba escuchar las homilías en las que se hablaba mal de Inglaterra. Finalmente, decidió dejar de asistir, y limitarse a cuidar de su familia como buena esposa y amorosa madre. Fue una mujer muy valiente y siento que aún lo es, a pesar de su demencia.

Con el tiempo, por ser tan maravillosa como es, mi madre fue aceptada por toda la familia de mi padre y por los vecinos; se ganó el corazón de todo el mundo. Ha sido una mujer extraordinaria, siempre ­conciliadora, siempre apoyando, siempre a punto para echar una mano, siempre dispuesta a escuchar los problemas de los demás y ofrecer sus sabios consejos. Incluso se apuntó como voluntaria en el teléfono de la esperanza, donde iba a pasar una noche cada semana, sacrificando su propio sueño, para estar al otro lado del teléfono escuchando a personas que quizá tenían la intención de suicidarse. Hasta en eso la admiro. Y luego, al día siguiente, sin haber dormido, reanudaba las tareas del hogar. Siempre pienso en lo difícil que era la supervivencia en aquella época; por ejemplo, aún no había lavadoras en las casas. Además, en Irlanda las familias siempre han sido muy numerosas. Mi madre fue, y sigue siendo en el momento de escribir estas líneas, una luchadora y una gran superviviente. Realmente, la considero una mujer digna de admiración.

En mi familia, siempre hemos dicho que mi madre ha sido como Mary Poppins: una mujer de ojos azules, rubia, sonriente y guapísima; alguien de una belleza extraordinaria; una conquistadora. Su única desventaja en el pueblo era su acento londinense correctísimo, asociado a una clase social alta. Y en un pueblo como Newry, en Irlanda del Norte, en aquellos tiempos tener ese acento no iba exactamente a tu favor. El Ejército inglés estaba por todas las esquinas, con sus furgonetas y sus tanques. En el pueblo vivimos siempre en medio de una gran tensión hasta que llegó el alto el fuego. Si tenías acento inglés, lo peor que podías hacer en los comercios era abrir la boca. Mi madre se había ganado el respeto, el cariño y la admiración de quienes atendían las tiendas que frecuentábamos, por lo que no tenía problemas en esos lugares; otra cosa era si entraba a comprar en sitios en los que no la conocían o si debía tratar con desconocidos.

En cuanto a mi padre, se hizo profesor de secundaria y fue un profesional maravilloso, respetado y admirado por sus alumnos, algunos de los cuales, aún hoy, le escriben en Facebook. Es una persona muy conocida en el pueblo, y para mí ha sido siempre un icono; quería ser como él. Era profesor a todas horas, también en casa: nos inculcó, a los hijos, una disciplina fuerte y severa para hacer de nosotros buenas personas y buenos ciudadanos; y se esforzó por darnos lo mejor o, al menos, lo que él sentía que era lo mejor para nosotros. Las palabras suyas que más me marcaron fueron estas: «Sé lo que quieras en esta vida, pero no seas profesora». Él tenía muchas esperanzas de que yo pudiese hacer lo que él no hizo: quería que fuese médica, veterinaria, dentista...; en definitiva, que tuviese una profesión de las que se consideran, a su modo de ver, «importantes». Sus expectativas eran muy altas, pero cada uno ha venido a este mundo a hacer lo que tiene que hacer, y es el corazón el que lo dicta. Por lo tanto, si bien yo, por una parte, quería estar a la altura de esas expectativas, por otra, sabía que tenía que seguir mi propio camino y ser feliz. No podía limitarme a vivir para cumplir los deseos de mis padres y hacerles felices de esta manera. Quizá por eso, a los veinte años, yo ya tenía las miras puestas en otros horizontes, lejos del pueblo.

En cualquier caso, mi padre amplió mucho mi visión del mundo con sus historias. ¡Cuánto hemos compartido en las caminatas por el bosque en las que paseábamos a todos los perros que hemos tenido en la familia! Siempre ha tenido un sentido del humor muy agudo, jugando con las palabras con gran agilidad mental. También le encantaba usar palabras sofisticadas, y hacernos pensar; nos desafiaba con este fin. Recuerdo a mi padre sentado con el periódico y los crucigramas; nos reunía a su alrededor y nos retaba para resolverlos. Había dos versiones de crucigramas, los simples y los complicados. Él nos incitaba a pensar.

Me encantaba ir a ver las obras musicales que mi padre producía en la escuela de secundaria en la que fue profesor la mayor parte de su vida; tenía un gran ingenio y talento como productor. No tenía ningún reparo en elegir grandes títulos, como por ejemplo Oliver Twist o Sonrisas y lágrimas. Era admirable su talento y dedicación para poner en escena estas obras, sin escatimar esfuerzos e incluso aportando su tiempo libre. Recuerdo las caras felices de los padres, profesores y la gente del pueblo y alrededores que acudían a verlas. No tengo la menor duda de que las mejores obras de teatro y musicales que he visto en el pueblo han sido producidas por él. La impronta que me dejó mi padre como profesor y productor fue muy grande, y la evidencia de ello es que, ya en España, acabé trabajando como profesora de inglés, música y teatro. En aquel entonces, la enseñanza primaria era conocida como EGB, y la secundaria estaba constituida por el BUP y el COU; fui profesora en ambos ciclos y tuve la oportunidad de poner en práctica mucho de lo que había observado y admirado en mi padre.

Ha dejado una gran huella, una huella que ahora yo sigo para hacer mi obra en este mundo, gracias a lo que he observado y vivido en mi niñez y juventud a través de la unidad familiar. Por esta razón, quiero expresar desde estas páginas todo mi reconocimiento hacia ambos. A mi madre, que ha sido una persona muy caritativa, bondadosa, conciliadora, pacífica y tranquila, capaz de decir siempre las palabras perfectas para calmar el corazón y la mente de los demás; y hacia mi padre, que ha sido un gran luchador que siempre trajo a la familia lo que necesitaba para comer, a veces en cantidades muy justas, y que supo mantenernos unidos a pesar de las grandes adversidades que vivimos en aquellos tiempos. Los dos han dejado una gran huella en mí.

A menudo nos puede pasar que no valoremos realmente lo que nuestros padres hicieron por nosotros, hasta que nos convertimos en padres. No valoramos su trabajo, su esfuerzo, su entrega, su amor incondicional, hasta que lo experimentamos de primera mano. Como madre, intento dar lo mejor de mí a mi hija para que algún día sea una buena ciudadana y una buena madre que dé lo mejor de sí a sus hijos; y aunque ahora no lo comprenda, confío en que un día se dé cuenta de que todo lo que he hecho por ella, lo he hecho desde el amor incondicional. Espero que un día sepa que todo lo que le he dado y transmitido ha salido de mi conciencia, de mi mejor sentir, a pesar de las adversidades y las circunstancias. También espero que me perdone todos mis errores debidos a mis momentos de inconsciencia, frustración e ignorancia, así como por haber elegido vivir nuestra experiencia como madre e hija sin que haya tenido un padre que le hubiese podido responder cuando yo no he sabido hacerlo. En cualquier caso, si las dos hicimos el pacto de vivir juntas y solas estos dieciocho años, es porque ambas teníamos algo que aprender de esta vivencia como madre e hija, hija y madre.

Hace veinte o veinticinco años, estaba de viaje con mi maestro en Argentina y tuve un sueño en el que me encontraba en un cuarto con él y con dos compañeras. Nos abrió un «baúl del tesoro», el típico que se suele encontrar en los barcos naufragados de piratas, lleno de joyas y monedas. Y nos dijo a las tres: «Elegid, elegid vuestro tesoro, lo que queráis». Vi cómo, inmediatamente, las otras dos mujeres metían las manos en el cofre y se probaban anillos, coronas, cadenas, colgantes, etc., sintiéndose muy felices, como princesas. Yo, observándolas desde cierta distancia, sacudía la cabeza pensando que aquello no me hacía feliz, que no era un verdadero tesoro para mí, que no quería ni necesitaba nada de todo eso.

Así se lo comenté a mi maestro, y acto seguido sacó un pequeño álbum de fotos, en el que solo cabía una foto por página. Fue pasando cada página, y desde la primera hasta la última mostraban fotografías de mis amores, mis novios, mis amados; deteniéndose sobre cada una, me decía: «Si te hubieses quedado con ese, te habría pasado tal o cual cosa». Y veía imágenes de escenas maravillosas, pero también de situaciones horrorosas; incluso vi que uno de esos hombres me habría matado. De hecho, hasta que no terminé de ver todo el álbum no recordé que había tenido tantos amoríos en mi vida.

Finalmente, en la última página había una foto en la que estaba yo sola embarazada de muchos meses; me quedé mirándola y le pregunté al maestro:

–¿Y eso?

Y me respondió:

–Ese es tu tesoro.

Pero me veía sola, sin un compañero a mi lado que fuese a acompañarme en todo el trayecto que tendría por delante como madre de ese bebé. Hasta que no pasó mucho tiempo no lo comprendí, pero en ese sueño él me respondió: «Para que veas que siempre he estado contigo, siempre he estado a tu lado, siempre te he cuidado y te he protegido».

Por lo tanto, mi tesoro era tener a mi hija... Cuando nació, él me dijo: «Cuando yo ya no esté, nunca más vas a estar sola, porque tienes a Joanna. Nunca más vas a estar sola, pero yo siempre voy a estar contigo; siempre te amaré, más allá de esta vida, más allá del tiempo y del espacio, y siempre te haré saber que estoy a tu lado».

Entonces hoy, el día de Sant Jordi, el día del libro y de la rosa, es aquel en el que tengo una revolución en mi corazón que me inspira a iniciar este libro, el cual tenía proyectado pero aparcado pensando que iba a empezarlo a partir de la muerte de uno de mis padres. Así que voy a intentar aprovechar este sentimiento para imprimirlo en la obra, pues sé que quizás ahora es el momento exacto de compartirlo

El protagonista de Salvado por la luz, hacia el final de la película, cuando finalmente ha entendido cuál es su trabajo, la razón por la que ha vuelto a la vida, tiene esta conversación con un amigo justo antes de entrar en una casa para ayudar a una persona a irse:

–¿Qué vienes a hacer aquí exactamente?

–Los ayudo en los últimos cinco minutos. Cuando llega el fin, todo el mundo quiere cinco minutos más; quieren decir cosas que nunca dijeron, quieren sentir cariño una vez más. Yo les doy esos cinco minutos; luego, los dejo ir. ¿Sientes el olor?

–Sí. Huele a... muerte.

–No... Es miedo, el miedo a la muerte. Cuando haga mi trabajo, notarás el olor a rosas.

Siento que, a través de este libro, también tengo que ayudar a las personas a irse en paz. Cuando vayan a morir, tienen que saber que no hay nada que temer, ya que lo que les espera es su hogar en el cielo; volverán a casa. El miedo solo es causado por la propia ignorancia. A la vez, debemos saber que cuando muramos no estaremos solos, pues tenemos derecho a estar acompañados en ese tránsito de vuelta a casa.

Creo que muchas personas han sentido ese olor a rosas u otra flor al recordar con mucho amor a un ser querido fallecido. Por ejemplo, esa abuelita, que utilizaba un perfume de lavanda que asocian con su presencia. Creo que ese olor, ese perfume, esa fragancia, esa belleza es algo que nos transporta como seres humanos.

¡Cuánto simbolismo hay detrás de una rosa o un ramo de rosas! Me maravillo con su textura, su perfección, los colores... Cuando veo una rosa en toda su perfección en un rosal, no me entran ganas de cortarla y apartarla así de su estado natural; sin embargo, cuando alguien me entrega una rosa o un ramo de rosas, siento la ilusión que hay detrás de ese regalo, vinculado al simbolismo de esta flor, y siempre las pongo en mi altar.

Tengo una querida compañera de la enseñanza zen, Maite, que cuando nos preparábamos para impartir un curso siempre me ponía rosas en el escenario, sin que yo lo supiese. Finalmente, descubrí su secreto. Ella sabía lo importantes que eran las rosas para mí para transmitir la enseñanza y canalizar las lecciones del maestro o de quienes querían hablar a través de mí durante esas dos horas de clase. Así que gracias, Maite, por todas tus atenciones. Siempre con tu humildad, tu sonrisa y tu cara de pillina te encogías de hombros y decías: «Bueno, no es nada; para ti, cariño, con todo mi amor».

El gran mensaje de la película Salvado por la luz es que, como seres humanos, somos seres espirituales poderosos, y que lo más importante en esta vida es el amor, sea como sea, y la importancia de despertar al ser humano al amor, porque solo el amor puede cambiar todo.

En el momento de escribir estas líneas, llevamos cuarenta días encerrados en casa confinados, en España, con nuestros familiares. Puede ser una experiencia maravillosa, pero también puede ser que destruya relaciones, ante la frustración, ante el no saber, ante la impotencia, ante la pobreza, y ante la falta de luz natural, de sol, de aire fresco, de contacto con la naturaleza.

¿Cuántos de nosotros estamos en este momento deseando pasear por un parque, sentir la brisa de la primavera, ver a los niños jugar juntos disfrutando con sus inocentes juegos? ¿Cuántos padres querrían ver brincar y saltar a sus hijos y oírles decir «¡Mamá, mira lo que hago!», «¡Papá, ven a jugar conmigo!»? O tal vez esperemos disfrutar de ver cómo corretean nuestras mascotas... De hecho, hoy en día parece que los perros tienen más derechos que los niños; los perros pueden salir con su amo a pasear, pero los niños, encerrados en casa, no tienen este derecho. Espero que a partir de hoy impere el sentido común y los dejen salir porque lo que necesitan es jugar y disfrutar con sus amigos al aire libre. Un niño desarrolla inmunidad a partir de jugar, saltar, moverse, reírse, y, sobre todo, a partir de hacer ejercicio en la naturaleza. ¿Cuántos padres darían lo que fuera para poder disfrutar con sus hijos al aire libre? ¿Cuántos dejarían la corbata, el traje y el ordenador ahora mismo para salir a disfrutar de su familia en un entorno natural? Hasta el confinamiento teníamos esta posibilidad y ahora no la tenemos; no contamos con esta libertad.

Estamos todos y cada uno buscando su paz. Los adolescentes, alborotados, tienen más energía que nadie y necesitan estar en contacto con los suyos, con la gente de su edad. Necesitan su vida social, su espacio, su libertad; no pueden estar encerrados en casa veinticuatro horas al día detrás de las pantallas, que constituyen su única forma de comunicarse con la vida exterior. Es antinatural, es antivida.

Por otra parte, están todos esos ancianos encerrados en su casa, tal vez solos y necesitados del contacto físico y el cariño de sus familiares, que ahora no pueden recibir. ¿Cuántas de estas personas lamentablemente terminan muriendo en soledad?

En estos días de confinamiento, creo que estamos valorando las cosas sencillas de la vida que antes dábamos por sentadas. Valoramos realmente las cosas cuando dejamos de tenerlas. Quizá, al menos esta es mi esperanza, cuando se termine el confinamiento seremos diferentes: sabremos valorar más que nunca una sonrisa, un apretón de manos, un abrazo eterno, una mirada eterna; sabremos decir mejor «te quiero», pero un «te quiero» de verdad, habiendo sido privados del derecho y el privilegio de estar en contacto con nuestros familiares y amigos queridos. Ahora es cuando quizás lo vamos a valorar más que nunca. Yo, al menos, sé que en cuanto pueda estrujar a mi familia lo haré con toda el alma; por muchas diferencias que pueda haber entre mis hermanos, por mucho tiempo que hayamos estado sin vernos, sé que les podré decir: «Te he echado de menos; eres mi hermana, eres mi hermano, eres mi padre, eres mi madre».

Hemos venido a este mundo habiendo pactado, antes de nacer, dar lo mejor de nosotros, buscar lo que más nos une y no lo que más nos separa. Hemos venido a cumplir el propósito de vivir la experiencia de ser una familia terrenal aun sabiendo que nuestros lazos vienen del más allá, que arrastramos karmas de otras vidas, que debemos saldar cuentas pendientes. Sé y comprendo que todo pasa por algo.

Tengo unas ganas locas de ver a mis amigas del alma, de mirarlas a los ojos, abrazarlas y oír esas risas tontas que compartíamos en las comidas, las cenas, los paseos, los viajes. Y también tengo ganas de ver a esos amigos queridos, esos compañeros de la enseñanza voluntarios que han estado siempre ahí dando su cariño, ayudándome y apoyándome en todo el trabajo que implica sacar adelante una misión que siento que es lo que más feliz me hace en esta vida: la misión de dar esperanza y felicidad a los demás. Sé que no puedo hacer esto yo sola, y por eso los amigos del alma, que comprenden mi trabajo, se brindan de forma incondicional para que pueda llevarlo a cabo. Mi trabajo no es ni más ni menos importante que el de todos; cada uno tiene una parte del puzle, y es cuando se juntan todas las piezas cuando se ve el resultado final: el despertar de la conciencia, ser uno todos juntos, ser una gran familia aquí en la Tierra, que se ame y respete desde el amor incondicional, disfrutando de la diversidad.

Somos casi ocho mil millones de personalidades diferentes, compartiendo como una sola familia, llamada humanidad. ¡Cuántas lecciones hemos recibido a lo largo de las eras buscándonos los unos a los otros, perdiéndonos en el camino y reencontrándonos de nuevo! En esos reencuentros le decimos a la otra ­persona, cuando la tenemos delante: «Tu cara me suena, y no sé de qué». Y cuando perdemos a alguien querido, porque ha muerto o porque se ha ido a vivir a otro lugar, lo echamos de menos.

Actualmente, a cada uno le toca buscar su paz; tenemos que aprender a vivir con estas nuevas circunstancias.

Vivir en paz y morir en paz... Yo me pregunto: ¿cuántas personas en este mundo, en estos momentos, en estas circunstancias, tienen realmente paz? ¿U ocurre que sienten más incertidumbre que paz? Siempre he dicho que las circunstancias no tienen importancia, sino lo que tú eres en ellas. Y a mí, como a todo el mundo, me toca reinventarme. Llevo cuarenta días rechazando entrevistas, participar en congresos online, hacer declaraciones. Muchas personas, en la búsqueda de su paz, me han estado pidiendo que diga unas palabras, que manifieste mi opinión sobre lo que está ocurriendo. Pero si yo misma he estado y estoy buscando mi propia paz y el sentido que tiene todo esto, ¿quién soy yo para decirles a los demás qué es lo que es correcto hacer en estos momentos? Cuando cada uno está viviendo sus propias inseguridades y batallas, ¿quién soy yo para decir qué es lo que hay que hacer?

Yo en mi propia casa estoy buscando mi paz. Esta situación también es nueva para mí, como lo es para mi hija. No estamos acostumbradas a pasar tantos días juntas, sin perdernos de vista ni un solo segundo. Ella, con sus dieciocho años, está experimentando sus frustraciones; y yo, que estoy acostumbrada a viajar por el mundo libre como un pajarito, haciendo lo que me encanta, también me encuentro encerrada en casa. Entonces, yo estoy aprendiendo como una más. Durante este tiempo he elegido estar conmigo misma; incluso he optado por encerrarme bajo llave en mi propia habitación, durante muchas horas al día, para meditar, para recitar mantras, para reflexionar, para pensar... buscando incluso la inspiración para escribir un libro, que no ha llegado hasta este momento. Hoy he decidido salir de mi cueva y hablar conmigo misma, dado que en estos últimos días también mi hija ha experimentado un gran cambio.

Creo que ha tocado fondo; creo que ha llegado un momento en que ha pensado «basta ya de peleas, basta ya de gritos, basta ya de portazos, basta ya de frustración», y ha empezado a abrazarme, a decirme cuánto me quiere, a colmarme de besos y abrazos, a jugar, a buscar conversación, a pedirme que le cuente cosas de mí y de mi vida, a decirme que le recuerde cosas de su vida. Conservamos microcasetes de aquellos tiempos en que filmábamos las cosas con una Handycam, y hemos repasado juntas muchas escenas de cuando ella era pequeñita; de cuando tenía un año, dos, tres... Ha podido ver cuánto tiempo he invertido en darle todo mi cariño; cuántas horas dediqué a llevarla a parques, al zoo, al acuario, a parques de atracciones; cuánto tiempo jugué con ella en el exterior, y también en casa con juguetes, solas o invitando a amigos; y ha visto lo bien que lo pasábamos cantando, canturreando... Incluso se ha emocionado al ver lo mucho que la ha amado su madre en esos dieciocho años.

Todos sabemos que cuando llega la adolescencia los hijos se vuelven muy egoístas, exigentes y desafiantes; en esa época parece que todo lo que les has dado durante todos los años de su infancia y primera adolescencia se ha esfumado sin más. Es un período de gran aprendizaje y frustración. Pero como bien sabemos, todo pasa, todo pasa. Entonces, quizá todo cambie a partir del final de este confinamiento y podamos vivir una nueva etapa.

Muchas veces le he contado a Joanna cómo eran las cosas cuando yo era pequeña y cómo era mi vida en familia. Por supuesto, los adolescentes actuales tienen unas vivencias muy diferentes de las que tuvimos sus padres; los contextos no se pueden comparar. El caso es que los zillennials tienen una visión de las cosas diferente de la que tenemos los mayores. Ellos son los que tienen que cambiar este mundo; han venido con mucha resistencia al sistema actual y van a utilizar su gran fuerza para cambiarlo.

En estos tiempos el viejo mundo está muriendo (el que hemos conocido hasta ahora) y lo tenemos que soltar; tenemos que permitir que se vaya, por nuestro beneficio y el de toda la humanidad. Tenemos que eliminar la resistencia al cambio y practicar el desapego.

Si alguien que forma parte de nuestra vida decide que se tiene que ir, hay que dejar que se vaya; vendrán los que tienen que unirse a nosotros. Y así como tenemos que estar dispuestos a soltar a los demás, cuando sea nuestro momento de irnos, también tenemos que saber hacerlo en paz. Por lo tanto, el desapego es una lección muy importante para estos tiempos. En muchos casos, las circunstancias mismas imponen el desapego, también en el aspecto económico, pues hay una gran cantidad de personas que han perdido su empleo, de forma temporal o permanente, y no reciben ingresos.

¿Cuántos cambios vamos a ver y vivir a partir de ahora? Hoy, 23 de abril de 2020, significa para mí el inicio de una nueva etapa en mi vida. Lo sé y así lo siento en mi alma, porque yo voy a ser diferente, yo elijo ese cambio, yo elijo ser yo a pesar de las circunstancias, yo elijo en este momento plasmar lo que pienso y lo que siento en este libro: la muerte de este sistema, ya que nos hemos encontrado un jaque mate debido a la situación actual.

Como humanidad, nuestra propia luz va a ser nuestra salvación. Tenemos que sacar ese poder y sentir lo que realmente somos: seres espirituales sumamente poderosos viviendo una experiencia humana. Hasta aquí hemos llegado obedeciendo y respetando lo que nos han impuesto porque no quieren que sepamos quiénes somos realmente.

Vivir en paz; morir en paz

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