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El milagro del acto de fe

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Descubro a Dios en la Eucaristía en la medida en que creo. «Sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe» (Heb 11,6). ¡Pero con cuánto tiempo y con cuánta dificultad comprenderé qué es la fe!

La fe surge en la historia de la humanidad como un fenómeno completamente nuevo con la persona de Abrahán. Por eso puede ser que para nosotros lo más fácil sea comprender aquella intentando conocer la situación del padre de nuestra fe. Abrahán es un personaje extraordinario, parece como si todo él fuera fe, Dios lo fue formando como al que creería, primero, y como aquel que durante toda su vida iría creciendo en la fe. Esto lo hizo de tal manera que, sin comprender la fe, es imposible comprender a Abrahán.

Eran los inicios del segundo siglo antes de Cristo. En ese contexto, las Sagradas Escrituras narran la travesía de Abram1. Procedía de Ur de los caldeos (Gén 11,28) y de Jarán de Mesopotamia (Gén 11,28), de una tribu nómada politeísta. Téraj, el padre de Abrahán, era el jefe de esa tribu. Abrahán viajó junto con Téraj, su esposa Sara y el nieto de Téraj, Lot, para llegar a Jarán, donde dispusieron sus tiendas de campaña en el desierto. Abrahán, quien después de la muerte de su padre asumió el liderato de la tribu, creyó que se quedaría ahí de manera permanente. Luego tuvo el encuentro con Dios y ante la llamada especial que este le hizo, abandonó Jarán y se dirigió a la tierra de Canaán.

Por su parte, el Antiguo Testamento muestra no solo la historia de Abrahán, sino también la del hombre llamado de manera especial por Dios y después probado para convertirse en el extraordinariamente privilegiado antepasado del pueblo elegido. Las promesas divinas que le hicieron a él pasaron a su descendencia, tanto en una dimensión biológica como espiritual. El Nuevo Testamento lo presenta ante todo como el AMIGO DE DIOS, como el que caminaba en presencia del Altísimo cuyo nombre invocaba, como el padre de los creyentes y, en consecuencia, como padre de todas las naciones. Jesucristo fue su descendiente, tanto biológico como espiritual.

Además, al observar a Abrahán podemos comprender qué es, en el sentido bíblico, la fe. A través de esta, Abrahán salió del país que iba a recibir como herencia, no sabía adónde se dirigía, después de dejar a un lado la comunidad de tribus semíticas aliadas, partió de la casa de su padre; la dirección que debía seguir le sería indicada durante el viaje. Siguiendo la Voz fue capaz de cortar con el vínculo que lo unía con la cultura y la civilización en donde creció. En este sentido, Abrahán partió con cierta incertidumbre, vacío y oscuridad, su único apoyo fue esa Voz que le comunicó una promesa inimaginable.

La fe en la vida de Abrahán fue ante todo un dejar el mundo por Aquel que lo llamó. Podemos suponer que esto exigió de él renuncias: a su cultura y su civilización, a la casa de sus antepasados, a su tierra. Las personas de aquellos tiempos –como dice la antropología cultural– no poseían tierra sino que esta las poseía a ellas. Gracias a esa visión se puede entender mejor que Abrahán, al seguir la Voz, tenía que haber sido «desarraigado» tanto de la realidad secular como de la religiosa.

De igual forma, en las religiones de aquellas culturas los dioses no tenían carácter personal, no se dirigían al hombre, se manifestaban solo en los ritmos de la naturaleza: en la salida y el ocaso del sol, en los cambios de las estaciones del año, en el movimiento del mar, en las fases lunares. Lo sacro estaba ligado con la naturaleza que reproducía mitología en sus ritmos. Igualmente, en la cultura todo era una reproducción cíclica de acontecimientos que habían tenido lugar en tiempos antiguos y en actos ejemplares realizados por héroes mitológicos.

Así era el mundo de aquel tiempo. Todo el mundo. En aquel mundo todo era cercano. Incluso los antepasados, quienes a pesar de que ya se habían ido permanecían a su lado –porque la muerte, en las tradiciones mitológicas, nunca era definitiva–. A ese mundo también pertenecían los personajes de la mitología y los dioses, juntos conformaban el cosmos, una unidad sacra que abarcaba todo el mundo, tanto natural como sobrenatural.

Al cosmos pertenecían los árboles del borde del camino y también –como en las civilizaciones urbanas– las construcciones, pero además las aves que volaban y los animales que se cazaban. En todas partes el hombre hacía de lo que lo rodeaba un cosmos: un mundo cercano, sacro, con el que creaba un parentesco en el que dominaba la ley de la continuidad. Salía de su casa y tanto la naturaleza como la cultura –entendida como obra de manos humanas y sistema de significados–, todo, «le hablaba» del sacrum. Podemos suponer que al igual que en otras culturas, también en la de Abrahán el sumergimiento del hombre en el sacrum era casi total.

Entonces, el sacrum no era trascendente. Lo divino constituía parte del cosmos, igual que el hombre. Además, más allá de ese cosmos, independientemente de su largo y ancho, se extendía otra región: el no-cosmos, el caos, un terreno foráneo, lejano, enemigo. Con frecuencia, para ampliar el cosmos era necesario conquistar aquel terreno eliminando a las personas y animales que lo habitaban (a veces, de manera total).

En el cosmos el hombre se sentía bien. Allí todo estaba determinado de antemano, era previsible, e incluso lo que constituía una excepción, lo que no tenía carácter de ley ni de orden, también tenía un sentido que estaba especificado en la tradición mítica. Cuando, por ejemplo, la tierra temblaba, para el hombre era evidente que los dioses, quienes sostenían esa tierra, no habían recibido una cantidad suficiente de alimento y sacrificios sangrientos.

Por otro lado, puede decirse que, desde el punto de vista psicológico, por entonces el hombre tenía un apoyo, por eso se sentía seguro. Cuando Dios le ordenó a Abrahán: Vete de tu patria, eso significaba que no se trataba de una simple partida sino que Dios, con esas palabras, sacudió a Abrahán y, por lo tanto, el mundo en el que vivía. Las palabras: Vete de tu patria quieren decir: Vete de ese mundo de cosmos en el que todo para ti es claro, comprensible; del mundo en el que te sientes bien, en el que todo es cercano y sacro, y recibirás algo significativamente mayor.

Es decir, la sola forma en la que Dios se dirigió a Abrahán tuvo que haber sido una potente sacudida para él, pues los dioses nunca se comunicaban con el hombre de manera personal, ellos «hablaban» solo con la voz de los fenómenos cíclicos de la naturaleza, y ese «discurso» era totalmente comprensible para el hombre.

En cambio, Abrahán escuchó palabras que no concordaban con ningún fenómeno conocido para él, sobrepasaron por completo su mentalidad, eran fuertes como una piedra y, al mismo tiempo, tiernas y afectuosas, de esas que solo pueden ser pronunciadas por el Poder y el Amor supremos. Gracias a ellas nació de manera gradual en Abrahán la imagen de un Dios personal que quería algo, pero que aún era desconocido para él; eran palabras que lo conducían a un mundo totalmente nuevo y en las que se podía apoyar: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12,1-3).

Entonces, Dios se reveló a Abrahán como alguien diferente, como un Dios que lo conocía y que le cambió el nombre, le declaró su voluntad, se manifestó de manera sorpresiva, sorprendente y asombrosa. A través de las palabras del Señor, Abrahán se introdujo en la mayor aventura de su vida y, al mismo tiempo, se convirtió en la piedra que, implicando a otros, se transformó en una avalancha y, sencillamente, creó otro mundo.

Además, en el contacto con Dios siempre hay dos autores en el drama: Dios y el hombre. El llamamiento que Dios le hizo a Abrahán es el primer elemento del drama. La respuesta de Abrahán es el segundo elemento, él correspondió con la obediencia de la fe. Y así, en el lugar donde dominaba de forma universal la tradición del mito, surgió por primera vez en la historia del mundo el fenómeno de la fe. Abrahán, al seguir el mandato de Dios, parece que dice con toda su persona: Dios, te creo y por eso creo en lo que me das.

En el contexto de la fe de Abrahán, de la fe bíblica, puedo ver cómo es mi respuesta de fe a la actuación divina, a la comunicación que Dios hace de sí mismo en mi vida.

Dios se me entrega en la Iglesia, en sus sacramentos. A través de estos, el Espíritu Santo santifica las almas. «Como el fuego transforma en sí todo lo que toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina todo lo que se somete a su poder»2. Los signos sacramentales que podemos advertir, cada uno a su manera, significan y realizan la santificación del hombre3.

Todos los sacramentos de la Iglesia necesitan de la fe como disposición, sin embargo, como dice la Constitución para la sagrada Liturgia: «Los sacramentos… no solo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la “fe”»4.

El sacramento de la Eucaristía es el sacramento de la fe par excellence. El misterio de la Eucaristía es, de alguna manera, el criterio de nuestra fe y fidelidad a Dios, porque ningún otro misterio de la fe constituye desafío tan grande para nuestra vida, con frecuencia penetrada de conveniencias. Jesucristo exige de nosotros una impecable fe viva en la transubstanciación del vino en su Sangre y del pan en su Cuerpo. Esto ya es visible en su discurso eucarístico en Cafarnaún, donde incluso a los Apóstoles les exigió que confesaran su fe en la Eucaristía o se fueran.

Sin embargo, la fe no es algo que poseo, no es estática, se asemeja a las gotas de mercurio que, cuando quiero reunirlas, siempre se vuelven a separar. La fe es un proceso, pero sobre todo una relación entre dos personas: Dios, que da la gracia de la fe, y el hombre, que puede acoger esa gracia, pero que también puede rechazarla o cerrarse a ella. La gracia de la fe y la disposición del hombre siempre se tocan. Por eso, al ver mi falta de fe debería pedir constantemente al Señor que me multiplique esa fe, igual que hacían los Apóstoles.

Entonces, si realmente creyera en lo que sucede sobre el altar desde el momento de la consagración, con seguridad me abarcarían un asombro y una alegría tan grandes que me sería muy difícil seguir viviendo como hasta ahora.

Por su parte, san Gregorio Magno nos enseña que durante la Eucaristía el cielo y la tierra se vuelven una sola cosa: «¿Qué fiel puede, por tanto, dudar que, en el mismo momento de la inmolación, los cielos se abren a la voz del sacerdote; que, en este misterio de Jesucristo, los coros angélicos están allí presentes, que los seres superiores comparten con los inferiores sus prerrogativas, que los seres terrestres están unidos con los celestiales y que lo visible solo forma una cosa con lo invisible5. Al respecto, escribe el cardenal Ratzinger: «la Liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. No participamos solamente del encuentro con un grupo mayor o menor: el resplandor de ese grupo significa el universo, y una característica singular de la Liturgia es precisamente esa, que (…) la tierra y el cielo se encuentran. En esto se encierra la grandeza del culto divino»6.

El poder de la fe

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