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1. El operativo

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El 14 de agosto de 2010 se concretaba el “gran golpe” contra los supuestos culpables de una serie de atentados con bombas ocurridos en Santiago en los últimos años. La denominada Operación Salamandra culminó exitosamente con la detención de catorce personas acusadas de Asociación Ilícita Terrorista en el marco del ya denominado Caso Bombas y en medio de un despliegue mediático portentoso. Parecía que asistíamos al comienzo del fin de los bombazos que tanto “atemorizaban” a la población y, sobre todo, preocupaban al Gobierno de la Alianza. Parecía que un grupo de hombres del Ministerio Público se erigirían como los grandes héroes del combate al “nuevo terrorismo” en Chile. Parecía…

Exactamente dos meses antes de aquel sábado de agosto tan noticioso, alrededor de veinte cajas tipo memphis habían llegado a la sala de reuniones del sexto piso de la Fiscalía Sur, ubicada a la salida del metro San Miguel, en la comuna de La Cisterna. Las traía el mismísimo fiscal regional metropolitano sur Alejandro Peña, junto a Héctor Barros, jefe de la Unidad Antinarcóticos de la Fiscalía. Todo esto porque el fiscal nacional, Sabas Chahuán había despojado del Caso a la Fiscalía Oriente, acogiendo un llamado del Gobierno que no dejaba de presionar por las constantes explosiones en cajeros automáticos, supermercados o iglesias del barrio alto.

Hasta ese instante no existía ningún procesado en la investigación que encabezaba Xavier Armendáriz.

El último bombazo había ocurrido en el tercer cordón de seguridad establecido para la casa del Presidente de la República, Sebastián Piñera. El ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter se mostraba indignado ante la prensa, acusando a Armendáriz de “lentitud”, especialmente luego que la Brigada Insurreccional Andrés Soto Pantoja, que se atribuyó el atentado, señalara en un comunicado: “Atacamos a tres cuadras de la casa de Piñera, vulnerando su poder, su control; nada más digno para nuestras vidas”.

Y Chahuán cedía ante el enojo gubernamental. Era mucho lo que estaba en juego: promesas de campaña del presidente Piñera y los dineros del famoso plan de fortalecimiento para el Ministerio Público.

Así lo contaba oficialmente la Fiscalía Nacional:

Alejandro Peña desarrollará la investigación con el apoyo de los fiscales adjuntos a su cargo, con plena coordinación con el equipo encabezado por el fiscal regional metropolitano oriente Xavier Armendáriz, quien hasta hoy dirigió la investigación y que tiene a su cargo otras causas complejas que obligan a una adecuada distribución de las tareas de persecución.

Lo que ese texto obviaba eran todas las presiones que había recibido el Ministerio Público para resolver esta causa. En lugar de ello, hablaba de una futura coordinación entre las fiscalías, que nunca existió.

Las cajas que llevó Peña ese día contenían centenas de carpetas investigativas del ya denominado Caso Bombas, pero además, una sorpresa: como una suerte de venganza, la “Oriente” había enviado también las dos carpetas de otra causa igualmente mediática, la de Mohammed Saif Ur Rehman: el paquistaní.

En la primera reunión de trabajo que tuvo la “Sur” tras la designación de Peña en junio, a nadie le hizo gracia la “movida” de Armendáriz y compañía. Un caso no tenía nada que ver con el otro. De hecho, se decía que el vínculo comprobable entre ambas investigaciones era una llamada de la pareja de Pablo Morales –el supuesto líder de la asociación terrorista tras los atentados–, Ingrid Toro, y el paquistaní, al mismo teléfono. Teoría que el ministro Hinzpeter había creído a pie juntillas, llevado por la opinión de la Jefatura de Inteligencia de Carabineros:

“Hay llamados telefónicos que según la información que yo tengo, conectan el teléfono de Mohammed Saif Ur Rehman Khan con personas que pertenecieron al grupo Lautaro, que también estuvo participando en procesos de bombas”, declaró a radio ADN el 22 de julio del 2010.1

Pero el teléfono al que habían llamado Ingrid Toro y Mohammed, según descubrió un oficial de la Dipolcar, correspondía a una central telefónica que recibía un promedio de 100.000 llamadas por día.

Entonces, a pesar de la intención apresurada del ministro, no había nexo alguno, y los fiscales de la “Oriente” siempre lo supieron, pero no perdieron la oportunidad de compensar con este envío el desaire que se había articulado contra Armendáriz desde el Ministerio del Interior: “Si Peña quiere el Caso Bombas, que se encargue también del paquistaní”, fue la premisa, prediciendo los gritos que Peña daría cuando el fiscal jefe de Puente Alto y miembro de su equipo, Pablo Sabaj, reparó en la situación: “Viene lo del paquistaní también en las cajas”, dijo al constatar que les estaban mandando más de lo que le habían pedido. Mientras, Peña vociferaba: “¡Por la cresta! Nadie ha sido capaz de hacerse cargo de esto, menos ahora que el tipo ya está con las cautelares, pero nos tiran el cacho a nosotros”.

Aun así no había cómo evadir la responsabilidad y, por lo demás, no ensombrecía en absoluto lo beneficioso que era para el fiscal Peña llevar el llamado Caso Bombas. Más que nunca iba a tener a todos los medios de comunicación encima y no podía contradecir al Gobierno que tanto empeño había puesto en apresar a Saif Ur Rehman, aun cuando todo el Ministerio Público, en todas sus jurisdicciones, incluyendo la Oriente, sabía que era un exceso aplicarle la figura de Asociación Ilícita Terrorista al extranjero por “trazas” de explosivos. En ambas fiscalías (Sur y Oriente) reconocieron, para este libro, recurrentes llamados de impaciencia y cólera de parte del Ministerio cada vez que los fiscales no procedían en la dirección solicitada por el Gobierno en aquella causa.

***

Es sábado 14 de agosto del 2010 en la mañana. Móviles de todos los canales de la televisión abierta se instalaron con cuidado cerca de dos casas okupa del centro de Santiago, en la 33ª Comisaría de Ñuñoa, ubicada en Guillermo Mann, y en las afueras del cuartel de la Brigada de Investigaciones Policiales Especiales (BIPE) de calle Rosas. Mientras que a diecisiete casas, entre ellas particulares y okupa de las regiones Metropolitana y de Valparaíso, llegaban en silencio las unidades especiales de las policías: el Departamento de Investigación de Organizaciones Criminales (OS 9), el Departamento de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), el Departamento de Criminalística (Labocar) y el Equipo de Reacción Táctico Antinarcóticos (ERTA) de la Policía de Investigaciones (PDI). También las que se habían encargado de los seguimientos y la investigación desde hacía cuatro años, la Dirección de Inteligencia de Carabineros de Chile (Dipolcar) y la ya citada BIPE, de la PDI.

Eran las siete de la mañana y dos helicópteros despegaban para sobrevolar las casas allanadas. En uno de ellos viajaba el fiscal Peña junto a un camarógrafo de TVN, que registraba cada expresión del abogado. Un despliegue de recursos importante, con la prensa y la Fiscalía Sur actuando en conjunto.

En la casa okupa La Crota buscaban a una de sus habitantes, Mónica Caballero, que ese sábado debutaría en un campeonato como boxeadora de la escuela de boxeo de Martín Vargas, el mismo deportista que le ofreció luego declarar como su testigo y testificar que era una “muchacha normal”.

El GOPE entró a La Crota y sus funcionarios leyeron los cargos a Mónica: Colocación de Artefactos explosivos y Organización Ilícita Terrorista. En un momento, Caballero quedó sola con un policía que le dijo: “Te haremos una pericia de explosivos en la mano”. Ella se negó, pero le pusieron un revólver en la cabeza. Luego, y aunque solo traían orden de allanamiento y descerrajamiento, le pasaron un papel por la mano para introducirlo en la Mobile Tracer, la máquina de Carabineros que detecta la existencia de rastros de TNT.

Cabe destacar que Vinicio Aguilera y Diego Morales –también habitantes de la casa, para quienes no había ni una orden judicial– de la misma manera fueron sometidos a este procedimiento. Los arrodillaron, los esposaron, les tomaron las pruebas corporales, pero como aparecieron con “trazas” en su cuerpo, los llevaron detenidos. Vinicio Aguilera, sin orden de detención ese 14 de agosto, pasaría ocho meses en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS). Dos fiscales, Francisco Rojas y Víctor Núñez, serían querellados por tratar de ocultar este hecho en el juicio, en una muestra de la poca prolijidad que se advertiría en varios episodios de la investigación.

No obstante las críticas y cuestionamientos que surgieron después hacia la máquina Mobile Tracer, los efectivos policiales la ocuparon ese día en casi todos los procedimientos, aun cuando pasaran vergüenzas. Por ejemplo, en el dúplex de Omar Hermosilla, ubicado en la Villa Olímpica, el aparato dejó de funcionar y un carabinero le dijo a otro: “Mejor sube al segundo piso y sácala por la ventana, que de repente hay que ‘airearla’”. Aún “aireándola”, Omar dio negativo.

En una parcela de Batuco, propiedad de la mamá de Bárbara Vergara Uribe, los policías entraron aparentemente buscando bombas. Un perro que olfateaba nervioso y varios funcionarios del GOPE con metralletas en sus manos sorprendieron a Bárbara, quien tenía ocho meses de embarazo. Pese a ello, debió ponerse en el suelo boca abajo junto a Manuel, su pareja, y observar cómo allanaban la habitación de su hija de doce años. De allí se llevaron esquelas, cartas y fotos de la niña que también fueron consideradas como evidencias. Bárbara no fue detenida, pero luego del allanamiento le costó dar un tranquilo término a su embarazo. Recuerda un accionar desmedido, sobre todo venido de dos carabineras a cargo. “La teniente Subiabre fue la más dura, no mostró ninguna, pero ninguna, sensibilidad con mi estado”, asevera.

En Peñalolén, en tanto, Andrea Urzúa despertaba con un ruido estremecedor. Pensó que era un terremoto. Tomó a su guagua de ocho meses en brazos para protegerse del sismo, porque estaba medio dormida. No veía nada, estaba sin lentes y los funcionarios habían cortado la luz. Solo cayó en sí cuando vio la mira roja de una metralleta en la cabeza de su pequeña: “Si te mueves, la mato”, dijo uno de los funcionarios que entraba a la casa de sus suegros. Por ello, le pareció muy paradójico después el consejo de uno de los policías cuando se iba detenida a la comisaría: “Si querís, llévate una mantita pal frío”, le decían luego de esa fuerte amenaza a la vida de su hija.

El operativo proseguía. Ni Carlos Riveros, ni Camilo Pérez, ni Pablo Morales opusieron resistencia en cada una de sus casas. Tampoco el antropólogo Francisco Solar en el antiguo inmueble que arrendaba en Valparaíso. Sí se molestaron sus compañeros de vivienda –uno de ellos arquitecto– a quien la Dipolcar le estropeó todas las maquetas que tenía en el lugar.

La Operación Salamandra había sido más que anunciada. Desde la Fiscalía se les estaba enviando un mensaje de texto a las radios y prensa escrita: “En este momento se están realizando los allanamientos”. Pero en la semana ya se les había dicho a los periodistas de confianza “en pocos días nos vamos a dejar caer”, como lo contó para este libro un reportero de la sección “nacional” de un matutino del Consorcio Periodístico de Chile S.A. (Copesa).

También lo sabían varios de los detenidos: se sentían identificados en decenas de artículos publicados principalmente en los diarios La Tercera, La Segunda y El Mercurio, que prácticamente describían a los sospechosos y que, en su mayoría, comenzaron a aparecer luego de que Alejandro Peña se adjudicara el Caso. Era la política Peña, ir dando señales de que había avances: “Revelan el violento perfil de las 10 mujeres sospechosas de atentados explosivos”, titulaba un artículo publicado el domingo 20 de junio en La Tercera.2 Y varios otros muy específicos en donde había descripciones como: “Parte de los recursos fueron enviados y depositados en Chile, en una cuenta bancaria perteneciente a un ex lautarista que estuvo preso en la Cárcel de Alta Seguridad”; “Otro de los sospechosos integra una banda de rock que da recitales en las llamadas ‘tertulias’ anarquistas”;3 o “La lista la integran también tres jóvenes que fueron detenidos en diciembre pasado”.4 Solo faltaban los nombres. En el ambiente de los persecutores, los sospechosos y la prensa, la Operación Salamandra era inminente.

En la casa okupa Sacco y Vanzetti, ubicada en calle Santo Domingo, en pleno Barrio Yungay, se encontraba Jorge Santander con su hijo de un año, una pareja de amigos y el estudiante de Historia Felipe Guerra, quien dormía en su habitación del tercer piso y que despertó con el sonido de los autos de la policía que, usando una cadena, descerrajaban la ventana. La puerta hacía meses había sido reforzada porque en el allanamiento anterior les habían destruido gran parte del inmobiliario, y la policía se había llevado computadores, bicicletas, radios y libros que nunca fueron devueltos. Guerra gritó desde la arriba: “¡Hay una guagua en la casa!”, ante lo cual le dispararon un balín en la cabeza que lo dejó inconsciente por unos minutos. Los detectives del ERTA, equipo táctico de la PDI, subieron a su cuarto y lo redujeron esposándolo con cadenas de plástico sin mostrar orden de detención; todo esto mientras se escuchaba pasar el helicóptero con Alejandro Peña a bordo.

En el cuarto, un detective le dijo: “¿Viste que no es tan terrible? No estás llorando como la otra vez” (refiriéndose a un allanamiento del 11 de diciembre de 2009).5 “Es que no tiraron gas como la otra vez”, le respondió el joven. Ante esto, el policía sacó un spray con el que le arrojó gas pimienta en la cara.

En la calle, Guerra clamaría a los medios: “La asociación ilícita está solo en la mente del fiscal Peña”.

Luego de las detenciones de los catorce sospechosos, en donde varios de ellos reconocieron a los mismos funcionarios que los habían seguido por largo tiempo, Guerra, Hermosilla, Riveros y Pérez fueron llevados a la BIPE. En un momento fueron dejados inexplicablemente solos en medio de la calle cuando, yendo a constatar lesiones, los efectivos de la PDI se dieron cuenta de que se les había quedado “algo” en el edificio de la Institución y se devolvieron a buscarlo, sin reparar en una posible fuga de los recién detenidos.

Mientras tanto, Morales, Caballero, Aguilera, Urzúa y Candelaria Cortés-Monroy eran llevados a la 33ª Comisaría, que albergaba a decenas de periodistas en sus pasillos interiores, incluso cerca del baño de mujeres, tratando de obtener alguna imagen para el noticiario vespertino. Rodolfo Retamales era el único que se encontraba descalzo al interior de una celda.

A las dos de la tarde, los arrestados en esa jornada ya se encontraban en Tribunales para el control de detención. El aire estaba enrarecido, los gendarmes afirmaban fuerte sus escudos. La jueza Lidia Uribe, del Décimo Juzgado de Garantía de Santiago, permitió la entrada a todos los medios de prensa, pero solo a un pariente por cada inculpado, lo que generó varios incidentes en las afueras. A los familiares que estaban en la sala les extrañó que la magistrada no escuchara a la Defensa y sí aceptara otorgar Ampliación de la detención hasta el martes 17, solicitada por la Fiscalía porque necesitaba revisar más antecedentes. Tampoco entendieron que no escuchara la queja de Felipe Guerra, quien decía haber sido maltratado por los detectives, mientras trataba de contener la sangre que emanaba de su frente y nariz.

“Quiero brindar un reconocimiento a las policías y al fiscal Peña, y a todo el Ministerio Público (…). Es por esto que este Gobierno, en el contexto de su compromiso por darle a los chilenos la oportunidad de vivir en una sociedad donde la libertad puede ser ejercida, porque la libertad, sin seguridad, no es libertad”, sostuvo ese día el ministro Hinzpeter desde La Moneda. El idilio entre Palacio y la Regional Sur, especialmente con el fiscal Peña, venía desde hace meses, pero ahora estaba en su apogeo.

Los ribetes mediáticos que alcanzaría el caso eran insospechados. Tres días después de la detención, el martes 17, nuevamente los canales de televisión con sus móviles estaban apostados afuera de los Juzgados para seguir todos los detalles de la Audiencia de Formalización. Los medios hicieron despachos en directo varias veces al día, mientras más de 100 efectivos de Carabineros se desparramaron custodiando el sector de Tribunales hasta la estación de metro Rondizzoni. Una jornada maratónica en donde se mostraron fotos del cuerpo descuartizado de Mauricio Morales, el anarquista que había muerto trasladando una bomba cerca de Avenida Matta.6 También se exhibieron organigramas de la supuesta Asociación Ilícita, con las fotos de quienes la Fiscalía acusaba como sus cabecillas: Pablo Morales y Rodolfo Retamales; y un sinfín de imágenes registradas de los seguimientos.

Se expusieron diecisiete videos y decenas de audios de las escuchas telefónicas. Algunas que podían generar sospechas y otras tan comunes que hicieron que los inculpados se miraran y rieran. Algunos no habían dormido nada, pero al escuchar las grabaciones que los involucraban, con frases como: “Anda a comprarle la comida al gato” (que fue interpretada por los fiscales como un mensaje oculto), o la de un joven en estado de ebriedad alertando a Rodolfo Retamales que había un “paco de civil” en uno de los carretes, despertaban de su aletargamiento para volver a reír sarcásticamente.

La sala estaba repleta. Los fotógrafos trataban de capturar cualquier movimiento de los detenidos. El Fiscal Regional se movía con convicción, gesticulando. Hablaba paradójicamente de una organización anarquista… pero al mismo tiempo jerárquica y democrática, “poco convencional”. Más risas entre los sospechosos. No pertenecían a los grupos con los que Peña estaba acostumbrado a tratar. No había en el estrado delincuentes comunes, organizaciones criminales o traficantes. La mayoría, aunque con atuendos informales, eran profesionales o estudiantes universitarios a punto de egresar.

Esta vez sus argumentos eran escuchados con astucia por parte de quienes demostraban un nivel cultural más alto, y que cuando fueron consultados si entendían los cargos por los cuales se les estaba formalizando, dijeron –irónicamente– no entender: “¿Qué parte no entendió?”. “No entiendo lo que es asociación ilícita, no entiendo lo que es liderazgo, no entiendo nada de lo que dice”, aseguró uno. “No entiendo nada, desde que abrí mis ojos el sábado a las siete de la mañana y tenía una pistola en la cabeza”, afirmó otro.

Finalmente, a eso de las dos de la madrugada terminó la agotadora jornada. El juez Roberto Guzmán dejó libres a Diego Morales, Cristián Cancino, Candelaria Cortés-Monroy, Iván Goldenberg, Camilo Pérez y Carlos Riveros. En prisión preventiva quedaron Pablo Morales, Rodolfo Retamales, Omar Hermosilla, Vinicio Aguilera, Felipe Guerra, Francisco Solar, Mónica Caballero y Andrea Urzúa. También mantuvo su reclusión Gustavo Fuentes Aliaga, “el Grillo”, que se encontraba detenido desde 2008 por el intento de homicidio de Candelaria Cortés-Monroy (el “Grillo” fue el formalizado número quince por el delito de Asociación Ilícita, pues cuando fue arrestado confesó –en extrañas circunstancias– haber participado en cuatro bombazos, junto a su novia y Francisco Solar).

Eran las tres de la mañana y a la Fiscalía de San Miguel volvían, junto a Peña, los persecutores: Marcos Emilfork y Francisco Rojas; la abogada Daniela Palma y el periodista Leandro Fontealba; la secretaria del Fiscal Regional, Solange Murillo, junto a Manuel Espinoza, teniente de Carabineros (r), quien encabeza la Subunidad de Apoyo Criminalístico. Allá estaban Pablo Sabaj y Patricio Vergara, ambos fiscales de Puente Alto.

Aunque se habló reiteradas veces de celebrar, el ambiente era contradictorio: la operación había sido un éxito mediático y la Fiscalía Sur había alcanzado una popularidad inusitada, pero seis sospechosos habían salido libres y eso molestaba profundamente al Fiscal Regional. Lo decía: le irritaba que después del gran operativo del día sábado no estuvieran los catorce en sus calabozos. Además, le incomodaba particularmente que Candelaria Cortés-Monroy, una de las inculpadas, no estuviera detenida. “¿Y cómo no la iban a dejar libre?” –elucubraba– si era una “niñita bien”. Hija del arquitecto Marcial Cortés-Monroy, casado con Alexandra Edwards –ésta hija, a su vez, del fotógrafo Roberto Edwards y sobrina de Agustín Edwards–. Candelaria venía de la “elite”, pero era tan antisistémica como varios de los detenidos.

Sin embargo, había algo que irritaba especialmente a la Fiscalía: a Candelaria la defendía “el guatón” Soto. Miguel Soto Piñeiro, abogado de vasta experiencia, académico de la Universidad de Chile que había sido llamado incluso “profesor” por alguno de los jueces en la jornada. El “guatón” era un enemigo a vencer para Peña y su equipo. Una fuente que estuvo esa noche recuerda: “Soto era un impedimento: comenzamos a entender que había buenos abogados y que no iba a ser tan fácil. Eso era lo que más conversamos. Por eso digo que no había mucho que celebrar, la verdad es que estábamos medio quemados”.

También le molestaba el estatus de la familia de Rodolfo Retamales y su madre, la ex Subsecretaria de Agricultura. “Acuérdate de mí, estos tienen poder, capacito que lo saquen al hueón”, advirtió Peña, nuevamente poniendo énfasis en el origen social de los inculpados.

La otra cara de la moneda estaba dada por el tribunal que vería la causa. El “Undécimo de Garantía” no dejaba de ser un espacio donde se jugaba de local. Peña sabía que ahí los parámetros de los jueces no eran muy estrictos. Pese a que en medio de la conversación se adelantaban detalles de las apelaciones para los casos del músico Carlos Riveros y el profesor de básica Camilo Pérez,7 que tenían “picado” a Peña por la libertad obtenida, “esa noche también se conversaba acerca de las anécdotas de la audiencia, como los insultos que le habían propinado desde el público a la abogada Daniela Palma. La habían tratado de lo peor. Recuerdo que Alejandro bromeaba que tenía un whisky en el bolso para brindar por la tremenda cobertura”, cuenta la misma fuente.

Luego lo abrieron. Ahí comenzó la celebración en las dependencias de la Fiscalía Sur, que meses después sería una de las causas de la apertura de un sumario administrativo.

1 Hinzpeter: “Incipiente y criollo terrorismo tenemos que controlarlo ahora’’, Radio ADN, 22 de junio de 2010. http://www.adnradio.cl/noticias/nacional/hinzpeter-incipiente-y-criollo-terrorismo-tenemos-que-controlarlo-ahora/20100622/nota/1316502.aspx

2 “Revelan el violento perfil de las 10 mujeres sospechosas de atentados explosivos”, Diario La Tercera, 20 de junio de 2010. Visitado en Internet el 4 de abril de 2012: http://latercera.com/contenido/680_269666_9.shtml

3 “Dineros para anarquistas son enviados desde cuenta en Islas Caimán”, Diario La Tercera, 8 de agosto de 2010. http://diario.latercera.com/2010/08/08/01/contenido/pais/31-34829-9-dineros-para-anarquistas-son-enviados-desde-cuenta-en-islas-caiman.shtml.

4 “Caso bombas: seis ex subversivos y 10 mujeres entre los sospechosos”, Diario La Tercera, 16 de junio de 2010. http://latercera.com/contenido/680_268511_9.shtml.

5 “Al menos cuatro detenidos dejó allanamiento a casas ‘okupas’”, Radio Cooperativa, 11 de diciembre de 2009. http://www.cooperativa.cl/al-menos-cuatro-detenidos-dejo-allanamiento-a-casas-okupas/prontus_nots/2009-12-11/082026.html.

6 Cerca de las 1:30 horas de la madrugada del viernes 22 de mayo de 2009, Mauricio Morales Duarte, de 27 años, se trasladaba en bicicleta portando una mochila con explosivos en los alrededores de la Escuela de Gendarmería, ubicada en Avenida Matta con Carmen. Por razones que se desconocen, al llegar a calle Ventura Lavalle con Sierra Bella, el contenido de la mochila explotó, provocando la inmediata y trágica muerte del joven, que quedó con su cuerpo totalmente desmembrado.

7 La apelación de la Fiscalía resultó exitosa, por lo cual ambos jóvenes debieron pasar gran parte del proceso en prisión preventiva. Recién el 30 de abril de 2011 esta medida fue revocada por decisión del Octavo Juzgado de Garantía, que la sustituyó por el arresto domiciliario.

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