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El poeta y monje portugués Daniel Faria escribía en El libro de Joaquim: «No creo que cada uno tenga su lugar. Creo que cada uno es un lugar para los otros.» Es un verso precioso, contundente, más en los tiempos de incertidumbre y pandemia que nos atraviesan. Pero nunca olvidaré que, la primera vez que lo leí, inmediatamente, vinieron a mi cabeza las imágenes de mi madre y mi abuela en casa, trabajando. Siendo siempre ellas un lugar para los otros. Un cuerpo para los otros. Una vida para los otros. Una fuerza para los otros, un cuidado para los otros. Me acordé de todas las mujeres que veía en mi día a día. La mayoría, amas de casa, referentes de nadie, espejos en los que nunca nos queríamos mirar. Mujeres-casa donde sucedían los cuidados, donde ellas eran el lugar desde el que comenzaba la vida de los demás. Mujeres-casa con remedios y saberes, la mayoría infravalorados y encajados en un segundo plano, y por supuesto, cómo no, a la sombra y por detrás de otros. Mujeres siempre dispuestas, nunca ocupadas para las necesidades de los demás. Mujeres a las que por el simple hecho de serlo se han visto formuladas en una ecuación junto al espacio doméstico y por qué no, también junto a la naturaleza y lo orgánico, frente al raciocinio y la cultura, frente al mismo conocimiento. Todo sexo enfrentado, reducido a esa dicotomía que parece condenada de por vida a oponerse una y otra vez. Como si ellas solo pudieran ser lo que el cuerpo les designa: una fuerza de trabajo, como si solo se las contemplara como la posibilidad de engendrar y cuidar, de seguir perpetuando la vida (de ahí quizás expresiones que a muchas nos chirrían por todo lo que conllevan y denotan como «la madre tierra») como siendo estos hechos reducidos y considerados como algo que nunca podrá ser válido o refrendado a nivel académico, actos y saberes que no serán reconocidos ni englobados en formas de conocimientos y culturas, que no podrán enseñarse en la universidad. De ahí, quizás, siento ahora la necesidad de traer aquí esas maravillosas palabras de la socióloga, historiadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui: «Para mí la universidad ideal se dará el día en que una tejedora analfabeta enseñe matemática serial con las manos, o sea, en silencio.»

¿Qué pasaría si reivindicáramos esos saberes? ¿Qué vidas y libros surgirían a partir de esa reivindicación? ¿Cómo sería este nuevo lugar si el cuerpo y esos conocimientos prácticos formaran parte de la historia y de la narrativa central? ¿Qué historias escribiríamos y leeríamos si hubiéramos conocido todo lo que prosigue desde el día a día, todo lo que siempre sucede en los mismos espacios domésticos, en nuestras casas? ¿Qué narrativas se impondrían ahora o no serían invisibles si se hubieran puesto en el centro? ¿De qué manera podríamos remendar esta ausencia? ¿Cómo podríamos escribir todo lo que sucedía fuera de campo, porque no se consideraba importante, por primera vez? ¿Por qué hemos asumido de forma tan natural y brutal estos espacios domésticos sin narrativas posibles como prolongaciones naturales y normales de tantas mujeres? Sí, piensen de nuevo en ese cuerpo como casa que nunca para de latir y de bombear sangre con oxígeno al resto de habitaciones y convivientes. ¿Por qué hemos llegado tan tarde a cuestionar esta herencia considerada válida, universal y única?

Hierba mora

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