Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América - Амос Оз, Tessa Hadley - Страница 22

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Los gigantes

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¿Qué es un gigante? ¿Acaso una poderosa quimera? ¿Acaso una sedienta indagación moral? ¿Acaso un oscuro aliento ancestral que adivinamos jadeante a nuestra zaga? Sea cual fuere la respuesta, ha de resultar como mínimo detonante que una obra de corte histórico, como pretende ser rigurosamente ésta, sea iniciada con una invocación a los gigantes.

La historiografía antigua permitía, generosa y minuciosa, la presencia del gigantismo, aunque no a causa de que entonces existieran tales criaturas sino por creer que podía haberlas. Pero la moderna los rechaza de plano, atenta sólo a lo tangible, al lerdo quehacer material de nuestras vidas y del Estado ordenancista cual embudo que funcionaliza las imaginaciones. ¡Como si un gigante sólo pudiera responder a una gigantesca medida, o fuera una especie de artefacto! Pero soy profesor y formalmente debo aceptar con la debida circunspección las reglas académicas.

Ocurre y ocurrirá, sin embargo, que los rumorosos y revueltos cuentos populares mallorquines se hallan y hallarán repletos de incuestionables gigantes, enfatizada de falsetes la voz de cada narrador hechizando a los niños. Y en cada conseja los monstruosos y burdos seres durante el día transitan pesados, aspados, a rítmicas y vastas zancadas, vociferando roncos para acoquinar a los perros y a las personas que hallan en los caminos de ésta nuestra bendita tierra insular de hoscos pinares, de silentes aldeas y del inmenso vacío del mar que se ignora, las estrellas tan cercanas en la noche clara.

Un propósito único anima a las desaforadas criaturas de rondalla: robar sin mesura allí donde puedan los sacos de trigo, su severo aroma a polvo y a sol, y los regordetes y albos hatillos de ovejas, el lastimero balido glotón, además de embolsarse las onzas de oro que la gente esconda debajo de una baldosa o entre la paja de los jergones. La misma Odisea, con sus claves remotas, ya constata esta laboriosidad de los gigantes.

Los cuales en el cotidiano crepúsculo y siguiendo la larga caída de las sombras retoman fatigados, sudorosos, a sus disimuladas cavernas plagadas de murciélagos y clausuradas por descomunales lajas que se abren a la mágica y grotesca invocación de «¡Bitzoc, bitzoc!», en cuya penumbra cenan ellos, pautados por sus crasos eructos, un ternero asado y sazonado con laurel y romero, acompañado de un barreño de lechuga fresca aliñada con aceite de oliva. Quien cocina es la giganta, muy atenta y erguida, se diría que como carente de alma, una endomingada enormidad de cartón piedra. Por último, se acuestan ambos en un amplio colchón de madera —en realidad, herradas puertas de iglesia arrancadas de cuajo—, donde duermen con un ojo abierto: la traición siempre acecha, debe prevenirse.

Por ello, sin duda, los gigantes también matan. Además, con cierta razón y saña: las personas, los únicamente humanos, somos poco más que la hormiga afanosa y como ella nos arrastramos por el sucio suelo, pero nosotros henchidos de abyectas creencias como la de que un cósmico dios de los espíritus nos ha moldeado. Para ser, necesitamos inventar seres ideales que nos sublimen. Mientras, el gigante asume sin más una lógica material de grandes potestades propias al vadear de un tranco cualquier río, al aplastar un cortijo de un taconazo, al levantar con sus risotadas un tumulto de nubarrones que pueden estallar en un aguacero. Su imaginación son sus hechos. Se ha sabido de alguno de estos seres de excepción que, atravesando los mares, habría llegado hasta Montevideo.

El más preclaro gigante de la Odisea es aquel Polifemo torpón, engreído y caníbal: si los hombres son la mierdecita que decimos, en consecuencia deben ser engullidos o chafados por el gigante, cual uno de los innumerables animalejos del bosque y del corral que los mismos hombres sacrificamos en aras de nuestro sustento o nuestro asco, sea una gallina o una serpiente. El pez medra por su tamaño, el mayor zampándose el menor. Mientras los dioses callan, un dios no puede ni con un tiburón ni con un salmonete.

Sin que el gigantismo mallorquín se constituya, también a semejanza de la insolidaridad con que se desenvolvía el griego, en democrática asamblea que dictamine con raciocinio las leyes de la comunidad, sino que sus atributos radican evidentemente en la fibrosa corporeidad, en la arrasadora errabundez, en la agudización del instinto, o sea, en ese taciturno individualismo que jamás se declara vencido porque es amoral. Ese orden legislado, en consecuencia, sólo convence a los débiles, que se creen así protegidos cuando son sometidos. Pero el gigante es lujuriosamente libre porque puede destrozar.

Hugo LosCeros, de niño, todo el santo día cavilaba en gigantes, los atisbaba por doquier. Su abuela Jerónima, jorobeta y rezongona, pringosa como los peores demonios, y Mariana su madre, esbelta y enjuta cual un galgo ibicenco, biliosa de rencores, llevaban al muchachito con ellas a los pedregosos ribazos de algarrobos, a su recolecta, y a la turbia y caudalosa fuente de las Santidades —pues muchas eran las áureas apariciones que emergían de sus aguas y entre los mirtos—, donde efectuaban su colada. Y para entretenerlo le atiborraban el cerebro de cuentos protagonizados por reiterados gigantes:

— … y entonces el hombrón, apenas entró en el tenebroso casal del fin del planeta, comenzó a husmear desabrido por los rincones, a clamar perentorio: «¡Siento olor a carne humana, la comeremos toda la semana si el Diablo no nos engaña!». Y Bernardete, que se había escondido detrás de una jícara del tamaño de un tonel, lloró muy triste pensando que jamás volvería a contemplar el sol que cada día aparece tan rojo como la granada en los dilatados cielos por encima de los montes Cocentaina, allí donde los chivos salvajes. Pero entonces resonaron cornetines militares y el gigante se volvió sorprendido para...

Aunque a Hugo le gustaba todavía más que le hablara de ellos su padre, cuando le acompañaba a acostarse en el eternizado invierno y lo cubría con la áspera piel de cabra. De las cabras del Barón de Benàtiga, a las ubres de las cuales madre y abuela arrimaban al chico para que se alimentara, la mareante tibieza de la espumosa leche. Entonces, en la penumbra y para aliviarle los miedos, su padre, de ojos tan luminosos, de acento tan persuasivo, de manos tan suaves, le contaba de nuevo las expectantes gestas de los gigantes y Hugo se dormía sonriente porque sabía que, entre los caprichosos repliegues del sueño, le esperaba la frondosa patria de aquellas inmensas potencias de los cuerpos y de las almas, que sobrepasaban tronantes e indemnes cualquier normativa del Barón y de sus alguaciles.

El mundo: el Barón de Benàtiga. Todo era suyo: los campos, el palacio, los peces de colores, la caza, mucha gente con el azadón y la lanza, las bellas señoras, la horca en la Colina Bermeja. Y la muerte del padre de Hugo, Bartolomé LosCeros: lo habían sorprendido los alguaciles del Barón mientras furtivo segaba cañas en un torrente para construir jaulas para jóvenes jilgueros que llevaría a vender, y de inmediato lo habían apaleado hasta desencajarlo. Bartolomé era un portento estimulando el trino de las avecillas. Jerónima y Mariana recogieron con un serón su cuerpo, informe y azulado. Boqueaba blanducho y amontonado, Bartolomé, y aún pudo balbucear, mirando el niño:

—... no es posible, nada lo es, sin un gigante a la vera...

Cuenta esta historia en un sermón de Cuaresma el primer obispo coadjutor de la villa peruana de Ontológica, don Eloy de Llers, que era mallorquín y deseaba demostrar la contumacia del paganismo que profesaban los indios de aquellos andurriales. Soy un investigador concienzudo: esta aportación al tema, y muchas otras que haré, nunca habían sido conocidas ni publicadas.

Como que cuando Hugo detallaba la retahíla de idas y venidas de tanto gigantismo a sus desharrapados amigos, mientras deambulaban todos cautelosos por las tierras de Benàtiga buscando gazapos o comiendo higos, los chavales le interrogaban, encogido el ánimo:

—¿Y no tienes miedo de los gigantes?

—¡No, si son míos! —contestaba el muchacho, contemplando el cielo.

Estoy convencido de que un influjo de todo ello se incrusta en la rotunda afirmación con que Hugo LosCeros concluyó, en noviembre de 1520, en las laberínticas marismas de Montuïri, su famoso discurso que le erigió en indiscutible caudillo de la Germanía, de la desatada revuelta contra el gobierno del emperador Carlos V, y que fue ésta:

—¡Lo que somos ni llega a la suela de las alpargatas de lo que podemos ser, contemplad los olmos en su altura!

Traducción del catalán por el autor

Cuentos de Asia, Europa & América

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