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PRIMERA PARTE

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La luz vino y se fue y vino de nuevo, las atronadoras campanadas de las tres de la tarde llenaron la ciudad entera de multitudinarios bronces, las suaves brisas de abril le arrancaron láminas de arcoíris a la fuente, hasta que el surtidor volvió a palpitar en el momento en que Grover entraba en la plaza. Era un niño serio de ojos oscuros, con una mancha de nacimiento en el cuello –parecida a una baya de color marrón– y una expresión amable en el rostro. Demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad. Los zapatos gastados, las medias gruesas atadas a la altura de las rodillas, los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones a cada lado, la camisa de marinerito, la vieja y maltratada boina, que ya casi no tenía forma, apoyada de medio lado sobre aquella cabeza de cuervo, la sucia y deteriorada mochila de lona colgando del hombro, vacía de momento pero en espera de los papeles arrugados de la tarde. Aquel desaliñado y simpático atuendo hablaba por sí solo. Grover se giró y pasó junto a la cara norte de la plaza. En ese momento fue testigo de la unión entre el ahora y el para siempre.

La luz vino y se fue y vino de nuevo, el gran surtidor de la fuente palpitaba y los vientos de abril esparcían por toda la plaza una suave telaraña de humedad. Inopinadamente, los caballos del cuerpo de bomberos repiquetearon en el suelo de madera y sacudieron abruptamente sus limpias y ordinarias colas.

Los tranvías entraban en la plaza y se detenían por unos instantes, como juguetes rotos, en su vieja y conocida formación en ocho, cada quince minutos. Al otro lado, un carro tirado por un jamelgo cadavérico traqueteaba sobre los adoquines frente a la tienda del padre de Grover. La campana del edificio del Tribunal anunció solemnemente que eran ya las tres. Y todo siguió exactamente igual, como siempre.

Grover observó con ojos serenos el angustioso entresijo de formas, la deteriorada amalgama de piedra y ladrillo, la mezcla de arquitecturas mal conjugadas que componía el diseño de la plaza, pero no se sintió perdido. Pues, «he aquí», pensó, «la plaza como siempre ha sido, la tienda de papá, el cuerpo de bomberos, el ayuntamiento, la fuente palpitando con su surtidor, la luz que viene y va y viene de nuevo, el viejo carro que pasa traqueteando, el jamelgo cadavérico, los tranvías que llegan y se detienen un cuarto de hora, la ferretería en la esquina, y junto a ella la biblioteca, con su torre y sus almenas a lo largo del tejado como si se tratara de un castillo antiguo, la hilera de viejos edificios de ladrillo en este lado de la calle, la gente que pasa y los carros que van y vienen, la luz que llega y cambia y que siempre vuelve y vuelve, y todo lo que viene y va y cambia en la plaza para que ésta siga siendo exactamente igual». Pensó: «He aquí la plaza que nunca cambia, que siempre seguirá igual. He aquí el mes de abril de 1904. He aquí la campana del Tribunal y las tres de la tarde. Y aquí está Grover con su bolsa de papel. Aquí está el viejo Grover, que está a punto de cumplir los doce años, he aquí la plaza que nunca cambia, aquí está Grover, aquí está la tienda de su padre y aquí está el tiempo».

Pues eso le parecía el pequeño centro de su pequeño universo, producto de la mampostería accidental de veinte años, de la aglomeración azarosa de tiempo y propósitos truncados. Para él, en su interior, era el pivote del planeta, el núcleo granítico de la inmutabilidad, el lugar eterno donde todo confluía y pasaba, aquello que duraría para siempre y que nunca cambiaría.

Pasó junto a la vieja casucha de madera de la esquina –aquella trampa inflamable donde S. Goldberg tenía su puesto de salchichas–, al lado estaba la tienda de Singer, con su reluciente exposición de máquinas nuevas y su fascinante calendario: los tremendos edificios de un rojo vibrante; el césped de un verde asombrosamente intenso; el adorable tren de carga con locomotora que parecía de juguete mientras serpenteaba por entre la perfección de miniatura de la campiña; la enorme cisterna del agua y el prado verde por todas partes. Delante de la fábrica había fuentes juguetonas y espléndidos bulevares repletos por el tráfico de centelleantes carruajes: orgullosos coches de dos asientos tirados por briosos caballos de cuello arqueado, que conducían cocheros provistos de chistera y disfrutaban encantadoras señoritas con sombrilla.

Era un lugar adorable y Grover se sentía feliz con sólo mirarlo. Podía ser Nueva Jersey, Pennsylvania, Nueva York. Un lugar en el que nunca había estado, pero donde la hierba crecía más verde y los ladrillos eran más rojos, donde el tren de carga y la cisterna, además de los orgullosos caballos, en aquella espléndida simetría, incluyendo la naturaleza, superaban cualquier cosa que él hubiera visto jamás y le producían una agradable sensación. Era El Norte, El Norte, el reluciente y encantador Norte, el Norte de hierba verde, el establo rojo y las casas perfectas. El plácido y simétrico Norte, donde incluso los trenes de carga y las máquinas siempre parecían recién pintados. Era el Norte, donde incluso los obreros de las fábricas llevaban un reluciente mono azul tan adornado como el uniforme de un soldado; donde hasta los ríos eran azules como zafiros; donde no se veía un solo borde sin pulir en parte alguna. Era el Norte, el perfecto, lustroso, feliz y simétrico Norte. Era el Norte, la tierra de su padre, adonde iría algún día. Se detuvo un momento para mirar otro escaparate. Aquel paisaje fastuoso y tan bien fotografiado lo llenó, como siempre, de una sensación de confort y expectativas.

También observó la brillante perfección de las máquinas de coser. Las observó y las admiró, pero no sintió alegría. Las máquinas lo deprimieron. Le evocaron el murmullo industrioso de las labores domésticas y las mujeres cosiendo, el entrevero de la puntada y la trama, el misterio del estilo y el patrón, el recuerdo de las mujeres inclinadas sobre el destello de una aguja, el telar a pedal y su runrún persistente. Sabía que en todo ello había cierto misterio que él nunca podría desvelar. No podía entender por qué las mujeres disfrutaban tanto con ello. Era un trabajo femenino, algo que provocaba en él una mezcla de aburrimiento y vaga tristeza, además de un calambre de horror pasajero, pues sus ojos siempre se precipitaban en dirección a la aguja brillante, aquella aguja que daba puntadas hacia arriba y hacia abajo, tan rápido que el ojo nunca podía seguirla. Y luego recordaba cómo su madre le contó que una vez se había atravesado el dedo con la aguja y, siempre, cuando pasaba delante de aquel lugar, le venía aquello a la mente, y por un instante estiraba el cuello y apartaba la mirada.

Dentro de la tienda podía verse al señor Thrash, el encargado. El señor Thrash era alto y enjuto y nervudo. Tenía el pelo y el bigote rojos, y grandes dientes de caballo. Había fuertes músculos en su quijada, que el señor Thrash ponía a trabajar todo el tiempo. Y cuando trabajaban, sus dientes de caballo quedaban al descubierto, en una mueca fugaz. El señor Thrash parecía haber sido tensado sobre cables llenos de nervios: todos sus movimientos eran veloces e igualmente nerviosos. Aun así, Grover sabía que era bueno. A Grover le caía bien el señor Thrash. Había algo bueno y rápido y fuerte y rojo en él.

El señor Thrash vio a Grover y sacó a relucir sus enormes dientes de caballo durante apenas una fracción de segundo y lo saludó con su mano de nudillos colorados antes de darse la vuelta como si hubieran tirado de él con un cable. Grover siempre se preguntaba cómo el señor Thrash había ido a parar a aquel trabajo para mujeres. Luego miraba la espléndida fotografía de la fábrica de Singer y pensaba en ella y en el señor Thrash a la vez. Y entonces volvía a sentirse bien.

Siguió caminando, pero tuvo que detenerse de nuevo en la siguiente puerta, delante de la tienda de música. Grover siempre sentía que debía pararse frente a aquellos lugares donde había cosas perfectas y relucientes. Le encantaban las ferreterías y los escaparates llenos de precisas herramientas geométricas. Le gustaban los escaparates llenos de martillos, sierras y garlopas. Le gustaban los escaparates con azadones y rastrillos nuevos, intactos picaportes de perfecta madera blanca con la marca del fabricante firmemente estampada y nítida. Le gustaba ver una caja de herramientas llena de herramientas nuevas, listas para ser estrenadas. Le encantaba ver esa clase de cosas en los escaparates de las ferreterías y se refocilaba sin pudor delante de ellas, y soñaba que algún día él mismo poseería un conjunto de piezas semejante.

Le gustaban los lugares que olían bien. Le gustaba meterse en las caballerizas públicas para ver qué ocurría allí dentro. Le gustaban los suelos de listones gruesos de las caballerizas, tallados, amasados y triturados por los cascos de los caballos. Le gustaba ver a los negros con los caballos, cómo cepillaban los caballos con una almohaza, cómo palmeaban sus relucientes grupas, gruñendo en su jerga para caballos, «¡Sooo, vete p’allá!». Le gustaba ver cómo los negros les quitaban el arnés y los sacaban de las varas de las calesas. Le gustaba la manera en que los caballos caminaban sobre el suelo de madera, con una especie de andar majestuoso y a la vez agarrotado. Y le gustaba el modo casual con que el caballo levantaba su fina cola y dejaba caer un bolo hecho de cereales. Le gustaba ver todas estas cosas.

También le gustaban las pequeñas oficinas que había junto a las caballerizas públicas. Le gustaban las pequeñas y sórdidas oficinas, con sus ventanas mugrientas, sus pequeñas estufas de hierro forjado, sus suelos de listones, su maltratada y minúscula caja fuerte, sus sillas chirriantes con espaldares hechos de barriles cortados. Su olor a caballos, a arneses, a cuero curado con sudor. Su tropa de hombres rubicundos, de aspecto saludable, con pantalones de piel, malhablados, siempre a punto de prorrumpir en estridentes carcajadas.

Éstas eran las cosas que le gustaban a Grover. No le gustaba, en cambio, el aspecto de los bancos, las oficinas de bienes raíces o las aseguradoras de incendios. Le gustaban las farmacias con sus olores penetrantes y limpios, le gustaban los escaparates de las farmacias con enormes frascos de líquidos de colores y pelotas blancas que subían y bajaban. No le gustaban los escaparates llenos de medicinas y bolsas de agua caliente, pues de algún modo lo deprimían.

Le gustaban las barberías, los estancos, pero no le gustaban los escaparates de la funeraria. No le gustaba el secreter, ni el diploma, ni la planta en la maceta, ni el helecho colgante. No le gustaba el aspecto sombrío del lugar que había más allá del escaparate. No le gustaba la funeraria y, por tanto, nunca se detenía frente a ella.

Tampoco le gustaba el aspecto de los ataúdes, aunque le parecían elegantes y ostentosos. A pesar de ello, le gustaban los pianos, aunque los pianos siempre le recordaban un poco a los ataúdes. No le gustaba el olor de los ataúdes, pero le gustaba el olor de un gran piano. Le recordaba a su hogar, y al olor encerrado y ligeramente rancio del salón, que a él le gustaba mucho. Le recordaba al salón y a la alfombra del salón, que era gruesa y marrón y estaba descolorida, y a la que cada mañana, sin falta, le quitaban el polvo meticulosamente. Le recordaba al candelabro de cristal, con sus diminutas cuentas de vidrio pulido, y al modo en que éstas resplandecían y chocaban entre sí cuando alguien las tocaba.

Le recordaba a las frutas artificiales sobre el mantel del salón, con la tapa de cristal que las cubría, le recordaba a la estantería de antigua madera oscura, con su repisa de mármol jaspeado que su padre había tallado con sus propias manos, y a la enorme Biblia, tan grande y pesada que él a duras penas podía levantarla, le recordaba al voluminoso álbum con tapas de metal, a los daguerrotipos de su padre cuando era niño, todos los hermanos, las hermanas y las otras personas retocados sutilmente en las mejillas con una pincelada de color rosa.

Le recordaba al estereoscopio y a todas las imágenes que nunca se cansaba de mirar, a solas en las tardes silenciosas, contemplando una y otra vez a través del estereoscopio Gettysburg, Seminary Ridge y Devil’s Den, las formas repantigadas de estos lugares, con sus tonos grises y azules.

Y, finalmente, le recordaba al gran piano del salón, su imponente superficie pulida y brillante, su magnificencia sepulcral, su bondadoso y dulce aroma. Le recordaba cómo, antes de que se hiciera demasiado mayor para semejantes niñerías, disfrutaba acurrucándose bajo el gran piano y quedándose allí sentado sobre la alfombra, oliéndolo todo, pensando, sintiendo, extrayendo de todo aquello una impresión de soledad y fervor, de aislamiento y orgullosa suficiencia, una especie de oscura comodidad. Grover no sabía por qué.

Así que siempre se paraba delante de las tiendas de música y pianos. Ésta era una tienda espléndida. Y en el escaparate había un perrito blanco sentado, con la cabeza gravemente inclinada hacia un lado, un perrito blanco que nunca se movía, que nunca ladraba, que aguardaba con atención frente al embudo resplandeciente de un altavoz para escuchar «la voz de su amo»: un altavoz siempre mudo y las formas relucientes de los grandes pianos, un aire de esplendor y riqueza. Y, a un lado, un mostrador, detrás del cual se encontraba el señor Markham.

A Grover también le gustaba el señor Markham. Era un hombre bajito y vivaz, y todo lo que tenía que ver con él era muy vigoroso y limpio. Tenía un pequeño bigote también vivaz, bien podado y grisáceo. Su pelo era igualmente gris, y se lo dejaba crecer espeso y abundante. Pero de algún modo hasta su pelo parecía bien podado y vigoroso, como si cada uno de sus cabellos saliera por su cuenta, limpio, potente y firme. Y el rostro del señor Markham… Sus rasgos eran también pequeños y limpios y vivaces y muy delicados. Era un yanqui y tenía la manera de hablar yanqui: pulcra y limpia y llena de limpia decisión. Cuando atendía a alguien solía hacerlo con los dedos arqueados sobre el mostrador y la cabeza inclinada con garbo, de medio lado, mientras escuchaba las peticiones del cliente. Después, tras haber escuchado todo lo que tenían que decirle, asentía rápida, vigorosamente, con un gesto más propio de un pájaro, y decía en tono profesional: «Ajá», de un modo muy parecido al que tienen los dentistas cuando te permiten escupir. Entonces se ponía rápida y enérgicamente a cumplir su cometido, consiguiendo la pieza de música que el cliente le había pedido.

Nunca parecía dudar de nada. Si tenía el disco, lo sabía al instante, y sabía exactamente dónde encontrarlo: lo buscaba enseguida, al instante, sabía el sitio exacto en el que se encontraba. Y si no lo tenía, meneaba la cabeza de la misma manera veloz, con una sonrisa amable ligeramente salpicada de pesar, con un: «Lo siento, pero ahora no disponemos de esa pieza». Todo lo que el señor Markham hacía, era así: limpio, certero y vivaz. Un hombrecillo gracioso. Con Grover era complaciente y simpático. A Grover le caía bien. Le gustaba pararse frente a la tienda y mirarlo, verlo allí, con sus dedos arqueados, inclinando la cabeza como un pájaro, escuchando al cliente.

Al lado estaba la tienda de Garrett, y Grover también tenía que hacer una parada.

Era un lugar estupendo, una tienda maravillosa y amplia, que atravesaba la manzana entera, hasta la calle de atrás, un sitio lleno de olores agradables. El enorme barril de pepinillos dulces estaba a la izquierda, y un poco más al fondo había otro barril aún más grande para los pepinillos agrios con eneldo. Y en el mostrador, a la derecha, siempre un queso enorme, redondo y amarillo, con un gran tajo en forma de V limpiamente seccionado. A su lado estaba el molinillo de café, y al lado del molinillo de café, las básculas. Y detrás del mostrador había grandes cestos con café, cereales y arroz, grandes cestos que se derramaban en abundancia. Y a ambos lados, hasta la altura del techo, las estanterías donde podía admirarse una apabullante cantidad de cosas, mermeladas y conservas, salsas y encurtidos, ketchup, sardinas y salmón enlatados, latas de tomate, y maíz y guisantes, cerdo y judías. Y todo lo que uno pudiera llegar a desear, y mucho más de lo que uno jamás hubiera probado, más de lo que uno hubiera podido siquiera imaginar o consumir. Suficiente, pensó Grover, suficiente para una ciudad. Suficiente, o eso le parecía, para alimentar a todos y cada uno de los habitantes de una ciudad.

En la parte trasera había un enorme montón de sacos de harina y grandes tiras de beicon colgadas en fila, como listones de madera.

Y más allá de todo esto había unas ventanas altas y estrechas, no muy limpias y custodiadas por rejas de hierro. Las ventanas le recordaban a la parte trasera de una verdadera tienda americana: el muro desnudo de ladrillos inflados como bizcochos, el montacargas, todo con ese aspecto que siempre han tenido las cosas aquí en América, la clase de edificios que siempre hemos tenido, todo eso que recuerda de algún modo a la Guerra Civil, a las tropas de Sherman entrando en Atlanta, a algunos vagones de carga en las vías, a un trozo de estación, a la locomotora con su chimenea, al vapor y a los soldados pasando frente a edificios como éste, hechos de ladrillos que parecen bizcochos, escuetos y sobrios, con un letrero que dice «J. Wilson Imprenta» o «Almacén».

Y detrás de las viejas y sucias ventanas con barrotes, el montacargas cubierto de lodo. Era algo que siempre entristecía un poco al chico. Y también lo hacía un poco feliz. Quizás tenía que ver con la estación y la luz. Porque la luz iba y venía. Cuando la luz era la apropiada, incluso los ladrillos que parecían bizcochos y el muro vacío podían resultar formidables. Era difícil de explicar. Mucho más para un niño de menos de doce años. Digamos simplemente que era América, que era el Sur. Familiar como la carne y la sangre de un hombre, familiar como los vientos de marzo, como una garganta irritada, como la nariz cuando te pica, como el barro colorado lleno de paja y desolación. O como abril, abril y un enamoramiento salvaje. Digamos que era simplemente todo esto, escueto, desolado, como un bizcocho, adorable, lírico y maravilloso. Digamos simplemente que era difícil de explicar. América, viejos ladrillos con aspecto de bizcocho, un almacén y abril. Y el Sur.

Y por encima de todo y dentro de todo y a través de todo, bañándolo todo hasta que parecía que hubieran remojado la propia madera del mostrador con aquello, hasta que todo parecía impregnado, sazonando incluso las tablas del suelo, por un único, múltiple, complejo, abarcador e indefinible, pero glorioso, Gran Olor. Un olor del que no valía la pena hablar porque no había palabras para hacerlo, un olor que no podía ser descrito porque no existía un lenguaje para ello, un olor que nunca podría ser nombrado porque no había palabras para algo así. Lo único que se podía decir era que había en él un aroma firme y penetrante a queso amarillo, el aroma del barril de los pepinillos dulces y el aroma del eneldo, el aroma del café recién tostado y el té, el aroma del beicon y la leche, el aroma de todas las cosas buenas y suculentas que existían, todas y cada una, solas y por separado, juntas y mezcladas, revueltas en un aroma embriagador, este grandioso Gran Aroma para el cual no había palabras.

Pues en estos olores no sólo estaba el reconocimiento de las cosas pasadas, la percepción de sus identidades separadas. Había más, mucho más que eso: la magia de la asociación, de los deseos imposibles. Estaban allí, él no sabía cómo, sólo sabía que estaban allí, los aromas de la India y Brasil, el olor del oscuro Sur y del dorado y desconocido Oeste, el olor del grandioso y espléndido Norte, el olor de Inglaterra y Francia, de los portentosos ríos y de las grandes plantaciones, de las gentes foráneas y las lenguas extrañas, toda la gloria del mundo desconocido, todo el esplendor del mundo aún por visitar, todo el misterio, la belleza, la magnificencia de la prodigiosa tierra, como si ésta hubiera sido construida a partir de las esplendorosas imágenes sacadas de la altiva y febril visión de un niño.

Tuvo que detenerse a mirar por un instante, no podía pasar de largo. Era como estar paseando por Arabia. Frente a la tienda se hallaba el carro del reparto, el viejo caballo gris, mustio, doblado sobre la inestable carga. De vez en cuando el viejo caballo levantaba una de sus escuálidas patas traseras y daba una fuerte coz contra el suelo. Grover conocía bien a aquel viejo caballo, siempre lo miraba con una dulce nostalgia. Le recordaba al verano y al aguacero repentino. Había pasado por la plaza en un día así. Hacía calor. Las nubes se habían acumulado de pronto. Realmente estaban preparando una amenaza sulfurosa y eléctrica. Y ahora todo el aire rumiaba la amenaza de la tormenta. La luz se puso violeta, la aglomeración de nubes llegó hasta el culmen del relámpago. Y entonces el rayo apareció, se desató la tormenta.

Llegó de una sola vez, en un diluvio torrencial como Grover nunca había visto. Sencillamente se desplomó sobre ellos, como si el Misissippi hubiera brotado de los cielos. Cayó pesada, instantáneamente. Y en un momento la plaza entera quedó vacía, sin rastro de vida, como si se tratara de las ruinas de una ciudad antigua. La lluvia siseaba al caer, las alcantarillas espumeaban, las aceras parecían presas abiertas, los canalones chorreaban cataratas. Y Grover buscó refugio en el almacén. Desde allí miraba hacia afuera, al gran diluvio que caía sobre la yerma plaza. Oyó el tremendo estallido de la tormenta y se sintió dichoso.

En la plaza no quedaba sino el carro de reparto del almacén y el viejo caballo gris. La tormenta castigaba el carro y tendía sobre su techo una sábana. La lluvia caía a cántaros sobre el caballo, el viejo caballo bajaba la cabeza. La lluvia rasgaba y fustigaba sus flancos. Silbaba y goteaba desde el alargado desfiladero de su lomo huesudo. Una nube de vapor salía de sus viejas y macilentas costillas, que iban a hundirse en las cuencas de las huesudas caderas. El viejo caballo mantenía la cabeza gacha pacientemente y el aguacero seguía cayendo. Aullaba y atravesaba la plaza de arriba abajo con ráfagas cegadoras. Se clavaba y rompía los toldos, bajaba como una avalancha que se arrojaba contra los edificios, hasta convertir la plaza entera en una sábana de agua.

Y de repente, casi tan rápidamente como había llegado, cesó la tormenta. La oscuridad de tinta fresca se disipó, la luz cayó de nuevo sobre la plaza, las cunetas y los desagües gorjearon y gorgotearon la corriente. Y el viejo caballo se quedó allí, apestando a humedad, con una vaga expresión de cansada gratitud; levantó su vieja cabeza, su largo cuello gris y en un instante se puso rígido, dando coces contra el suelo.

Grover estaba allí, mirándolo todo. De algún modo aquello lo llenaba de una sensación de maravilla, magia y felicidad. Y no podía olvidar los sulfurosos cielos de tinta fresca, esponjados y con nubes preñadas de electricidad, ni el oscuro y premeditado relámpago, tan siniestro, que admiraba, paralizado y en suspenso, con aquella especie de éxtasis metida en sus entrañas.

Y entonces venía el glorioso estruendo de la tormenta, la furia ululante y torrencial. Y el viejo caballo se inclinaba contra la tormenta como una vieja roca hecha de tiempo. Y Grover no podía olvidarlo. Dondequiera que se encontrara veía el viejo caballo gris o pensaba en él, recordaba el tiempo, la luz mágica, la mágica irrupción de la tormenta en ese sepultado día de verano, el goce salvaje y primitivo y todos los olores, la oscuridad y la gente esperando dentro del almacén.

Y ahora volvía a ver otra vez el caballo y a pensar en él y miraba dentro del almacén con esa clase de arrebato profundo y sin nombre que siempre le producía el almacén. Respiraba hondo y se empapaba los pulmones en aquel glorioso y penetrante aroma. Lo miraba con añoranza, con deleite y con un asombro misterioso y también con humor y afecto. No sabía por qué, pero la gente de la tienda, el señor Garrett y los dependientes, siempre despertaba en él ese tipo de humor y afecto. Quizás era la amabilidad, una especie de untuosa amabilidad en sus tonos, como si la mantequilla se derritiera en sus lenguas. Eran tan engolados, tan untuosos, tan persuasivos al hablar…

El niño perdido

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