Читать книгу Furtivos - Tom Franklin - Страница 8
ОглавлениеSubido a un puente ferroviario en el sur de Alabama, me asomo a las aguas color café del Blowout, un lugar al que me gustaba mucho venir de niño a pescar. Estamos a finales de diciembre, hace frío. Un viento fuerte rastrilla el agua, arremolina hojas muertas y hace cabecear las altas espadañas pardas que crecen en la orilla. Más adentro, en el bosque, reina la quietud, cipreses calvos y las rodillas leñosas de sus raíces, gruesas enredaderas, el refugio abandonado de un castor. Los buitres planean en lo alto, manchones negros contra las nubes grises. Una vez, en este puente, armados solo con nuestras cañas de pescar, mi hermano Jeff y yo oímos el aullido de una pantera. Es un sonido que jamás he olvidado, parecido al chillido de una demente. A partir de entonces empezamos a venir armados. Pero hoy he vuelto a venir desarmado y lo único que se oye es el gruñido y el siseo de los bulldozers y los camiones que pasan por el nuevo camino forestal, a unos cuatrocientos metros de aquí.
Me largué del Sur hace cuatro años, en cuanto cumplí los treinta, para asistir a la escuela de posgrado de Fayetteville, Arkansas, donde entre yanquis transplantados y gente del oeste me di cuenta de lo afortunado que había sido por haberme criado en este lugar, en estos bosques sureños, entre cazadores furtivos y narradores de historias. Me consta, por supuesto, que la mayoría de la gente considera Arkansas como parte del Sur, pero no es mi Sur. Mi Sur (el que no he sido capaz de expulsar de mi sangre ni de mi imaginación, el Sur donde transcurren estos relatos) es la zona baja de Alabama, frondosa, verde y llena de muerte, los condados boscosos que se extienden entre los ríos Alabama y Tombigbee.
Ayer salí de Fayetteville a las cinco de la mañana y recorrí los mil ciento veintiséis kilómetros que me separan de la nueva casa de mis padres en Mobile, y esta mañana me levanté temprano y conduje otras dos horas, más allá de la fábrica de grava y las plantas químicas en las que trabajé entre los veinte y los treinta, hasta Dickinson, la comunidad donde residimos hasta que cumplí los dieciocho. Es un lugar pequeño, una tienda (ahora cerrada) que comparte edificio con la oficina de correos, un cementerio invadido por el kudzu, y las vías del tren. Estoy acabando una novela corta que transcurre en estos bosques (en el relato, matan a un hombre justo debajo de donde estoy situado ahora mismo) y he venido en busca de detalles del paisaje, a la caza de cosas que quizá haya olvidado.
Para llegar al Blowout he tenido que avanzar casi un kilómetro por un pinar que hace doce años fue uno de los maizales de mi familia. Apenas reconocí el lugar. Avancé otro kilómetro por el nuevo camino forestal, luego me subí a las vías del tren, bosques profundos a ambos lados, altos muros de una tupida mezcolanza de zarzas y árboles, el brinco invisible de sinsontes marrones, como algo esquivo que me estuviera siguiendo. Esta tierra perteneció a mi padre, a mis tíos y a mis tías. Era nuestra. Cuando murió mi abuelo, dividió las casi doscientas cincuenta hectáreas entre sus cinco hijos. Esperaba que conservasen aquella herencia familiar, pero uno tras otro se fueron deshaciendo de ella, vendiendo sus partes a clubes de caza o a compañías forestales. Hoy nada de todo esto nos pertenece.
Estoy a punto de marcharme cuando me fijo en que, a unos cincuenta metros de las vías, algo grande se desenmaraña entre los árboles. Por un momento vuelvo a experimentar la conmoción que me embargaba cada vez que veía aparecer un ciervo, pero solo es un cazador. Veo que me ha visto, sube a las vías y viene hacia mí. Dado que viví dieciocho años en este lugar supongo que lo conoceré y por un momento me siento como un imbécil: ¿Qué estoy haciendo aquí, en el Blowout, en plena temporada de caza, sin un arma?
Es una sensación familiar, este nudo de culpa, porque cuando era pequeño, a los niños que no cazaban se les etiquetaba en el acto como nenazas. Por algún motivo, yo nunca quise matar cosas, pero no tuve suficiente valor para expresarlo. Hice, en cambio, lo que se esperaba de mí: los domingos y los miércoles por la noche asistía a misa, respondía «Sí señora» y «No señor» a mis mayores. Y cazaba.
Aunque odiaba (y sigo odiando) madrugar, me levantaba a las cuatro de la mañana. Aunque odiaba el frío, me abría camino por el bosque helado y o bien trepaba a uno de los observatorios para venados de nuestra familia o bien me acomodaba al pie de un grueso roble para la caza de aguardo, que consiste simplemente en esperar a que se presente un ciervo para abatirlo. Y puesto que iba a cazar por motivos equivocados y me preocupaba que mi padre, mi hermano y mis tíos me calasen, acabé convirtiéndome en el cazador más ferviente de todos ellos.
Era yo el que se levantaba primero por las mañanas y sacudía a Jeff para que se despertara. El primero en la camioneta. El primero en llegar a las vías por las que ascendíamos la colina rocosa y trepábamos hasta el Blowout, donde cada uno tiraba por su lado. En aquellas mañanas, aún con estrellas en el cielo, reinaba tal oscuridad que no nos distinguíamos ni el aliento, las traviesas crujían bajo nuestras botas y era yo el que menos ruido hacía al avanzar, estrechando mi escopeta de doble cañón calibre dieciséis contra el pecho, el pulgar en el seguro y el índice de la mano izquierda en el primero de los dos gatillos. Al llegar al Blowout, sin mediar palabra, yo me dirigía hacia la izquierda, Jeff tomaba la dirección opuesta. Me deslizaba por entre las rocas sueltas, cada sonido amplificado por la quietud matinal, y pasaba con mucho sigilo sobre los charcos congelados del fondo hasta desaparecer entre los árboles oscuros.
En el bosque las estrellas desaparecían en las alturas, como si se desvanecieran, y yo avanzaba poco a poco con la mano por delante para protegerme de los arbustos espinosos, los ojos llorosos a causa del frío. Cuando me adentraba lo suficiente, buscaba un árbol bajo el que poder sentarme, tembloroso y miserable, pensando en los relatos que quería escribir en el futuro y aguardando la aparición de algo a lo que poder disparar. Porque tenía dieciséis años y aún no había matado mi primer ciervo, lo que significaba que, técnicamente, seguía siendo una nenaza.
Por supuesto, en mi familia había un montón de cazadores auténticos, incluido mi padre. Aunque ya no cazara, Gerald Franklin se había granjeado el respeto de todos los hombres del bosque de la región porque en su juventud fue un matador de pavos legendario (y todos sabíamos que los cazadores de pavos se consideran a sí mismos los únicos deportistas serios; desprecian a los venados y a las demás piezas, al igual que los pescadores con mosca menosprecian la pesca con cebo). Mi padre nunca alardeó del número de pavos que llegó a abatir, pero nuestros tíos no se cansaban de hacerlo. Según ellos, mi padre había sido el más salvaje del clan, se levantaba mucho antes y se quedaba en el bosque hasta mucho más tarde que cualquier otro hombre del condado.
Suele contar una historia según la cual se despertó un domingo de primavera para salir a cazar; nunca utilizaba despertador, confiaba en su alarma «interna». Excitado porque había reparado en un árbol donde había anidado un pavo la tarde anterior, se vistió en la oscuridad para no despertar a mi madre, que por aquel entonces me llevaba en su vientre. Cuando llegó al bosque seguía siendo noche cerrada, así que se dispuso a esperar el alba. Transcurrió una hora y ni rastro de luz. Pero, en lugar de volver a casa, dejó el arma a un lado, encendió un cigarrillo y continuó aguardando. No amanecería hasta tres horas más tarde. Después, riéndose, les contó a mis tíos que había llegado al bosque alrededor de la una de la madrugada.
Pero en algún momento, antes de mi primer año escolar, dejó la caza. Siempre pensé que fue porque encontró la fe. Crecí asistiendo todos los domingos a la iglesia baptista con un padre diácono, no con un cazador. El nuestro era un hogar muy devoto (hasta el día de hoy jamás he escuchado a mi padre blasfemar), bendecíamos la mesa en cada comida (incluso cuando comíamos fuera) y rezábamos en familia todas las noches, agarrados de la mano. Después de la misa matinal del domingo, mi padre se sentaba en el salón y se ponía a leer la Biblia sin quitarse la corbata, después volvía a meternos a todos en el enorme Chrysler blanco y volvíamos a la iglesia por la tarde.
Si adelantábamos por el camino a los tres hermanos Wiggins, con sus ropas viejas y sus toscas cañas de pescar hechas a mano, mi padre sacudía la cabeza y nos soltaba un pequeño sermón a propósito de los peligros de ir a pescar en el día del Señor. Aunque ni él ni nadie me lo hubiese confirmado nunca, yo siempre pensé que con lo de abstenerse de cazar se estaba imponiendo una especie de penitencia por todas las noches de sábado que se había pasado en los billares durante su juventud y todos los domingos que se había saltado la misa para ir a cazar pavos.
A veces, en mis años de caza, acurrucado contra un liquidámbar, aguardando el mediodía o el ocaso para poder concederme permiso y abandonar por fin el bosque, me imaginaba a mi padre de joven, deslizándose entre los árboles, aún con la camisa azul de mecánico con su nombre cosido a la altura del pecho, grasa del taller mecánico bajo las uñas, en sus manos callosas la misma escopeta calibre dieciséis que luego heredaría yo. Camino del lugar donde esa misma mañana había oído el glugluteo de un pavo antes de irse a trabajar.
Al llegar al lugar, se arrodillaba y, apoyándose la escopeta en la parte interna del codo, se sacaba del bolsillo de su vieja chaqueta militar la cajita del reclamo para pavos que años más tarde le daría a mi hermano. Era de madera y hueco, como la caja de una guitarra en miniatura. Había que friccionar una varilla de madera sobre la superficie verde lo más delicadamente posible, como cuando pelas una manzana tratando de no romper la piel. Si sabías lo que te traías entre manos, obtenías un discreto y perfecto cacareo de hembra, algo apenas audible para el oído humano, pero que resonaría como un chasquido en la cabeza de cualquier pavo que se hallase a menos de un kilómetro a la redonda. Después de cloquear un par de veces, mi padre esperaba y en cuanto distinguía la respuesta a lo lejos, aquel misterioso y adorable graznido mitad canto de gallo mitad relincho de caballo, movía la mandíbula como si estuviese mascando tabaco y trasladaba el «gañidor» que llevaba debajo de la lengua hacia el velo del paladar.
Año tras año, Jeff y yo nos encontrábamos en nuestros calcetines navideños aquellos gañidores, pequeños reclamos de plástico para pavos del tamaño de la uña del pulgar de un hombre grande, e intentaba enseñarnos a «gañir» como los pavos. Jeff lo pilló enseguida, a mí me entraban arcadas.
Este era el tipo de regalo que me dejaba bastante claro que mi padre quería que me dedicase a la caza, aunque nunca me presionó, y al mismo tiempo me hacía saber que, hasta que cumplí los quince, le preocupaba verme jugar con muñecos. No muñecas, pero muñecos al fin y al cabo. El G.I. Joe original con su crespo corte de pelo al rape y la cicatriz en la mejilla, Johnny West con su ropa pintada directamente sobre el cuerpo, Big Jim con su golpe de kárate patentado: los tenía todos. Me encantaba jugar con ellos, y como Jeff era dos años menor que yo me imitaba. Pero mientras él se entretenía arrancándole la cabeza y las manos al G.I. Joe para ver cómo iban ensambladas, yo me imaginaba que mi G.I. Joe era Tarzán. Una de las Barbies de mi hermana, desvestida hasta lucir apenas un escaso bikini selvático, se convertía en Jane. El Chewbacca de treinta centímetros hacía las veces de Kerchak, el simio. En las verdes y exuberantes tardes de verano, Jeff y yo construíamos poblados africanos con palos y enredaderas. Cavábamos una buena zanja en el jardín trasero y con la manguera la transformábamos en un río turbio plagado de serpientes de goma y cocodrilos de plástico.
Cuando los hermanos Wiggins subían pedaleando en sus bicicletas herrumbrosas (eran unos chavales flacuchos y renegridos que olían a pez y a sudor, siempre con el torso desnudo y descalzos en verano; vivían en el bosque a un par de kilómetros de nuestra casa, bajando por el camino de tierra), Jeff y yo arrojábamos nuestros muñecos a los matorrales y hacíamos como que estábamos arreglando el desastre del jardín.
–¿Os venís a pescar? –preguntaba Kent Wiggins rellenándose el labio inferior de tabaco de mascar Skoal. Su padre trabajaba en la serrería y Kent también lo haría en cuanto cumpliese los dieciocho. Yo envidiaba la facilidad con que aceptaban y vivían sus vidas, su manera de escupir entre dientes, su destreza con la caña y el rifle.
Jeff y yo siempre íbamos donde nos decían; yo temía que se riesen de mí o que me llamasen niñito mimado si me negaba a ir, a Jeff le encantaba pescar. Y sentado en el puente sobre el Blowout, mirando cómo los Wiggins y mi hermano pequeño sacaban un bagre detrás de otro, anhelaba jugar con mi G.I. Joe y al mismo tiempo odiaba ese anhelo.
Una vez, en Kmart, recién cumplidos los quince y con los diez dólares que me regalaron para gastármelos en lo que quisiera, mi padre me susurró:
–Puedes comprarte un cuchillo de caza.
–Gerald… –le advirtió mi madre.
Me soltó los hombros y se llevó las manos a los bolsillos.
–Quiere comprarle un conjunto nuevo a su G.I. Joe –le dijo mi madre.
Nunca me sentí más nenaza.
Así que a tomar por culo, pensé, y me dirigí a la alta fila de cañas de pescar que se distinguía al otro lado del pasillo de los juguetes. Mi padre caminó a mi lado. Dejó que le afeitase los pelos erizados de la mano en busca del cuchillo más afilado mientras mi madre permanecía cruzada de brazos junto al cebo maloliente, mirando al vacío. En la caja vi que mi padre tuvo que añadir otros cinco dólares a mis diez para pagar el Sharpfinger Old Timer que había elegido. Al salir de la tienda me rodeó con el brazo.
Mientras nos llevaba de vuelta a casa le pregunté a mi padre si quería que dejase de jugar con los G.I. Joe. Mi madre iba sentada al otro lado del asiento corrido, mirando por la ventanilla. Al oír mi pregunta volvió la cabeza bruscamente hacia mi padre, que dejó de silbar. La miró antes de captar mi mirada en el retrovisor.
–No –me dijo–. Estoy muy orgulloso de ti, hijo. Me alegra que tengas… imaginación.
Cuando Jeff mató su primer ciervo, un vareto, yo estuve presente.
Pese a ser más pequeño, Jeff siempre había sido mejor tirador. En Navidad yo adquirí el calibre dieciséis, pero Jeff desenvolvió un rifle Marlin treinta-treinta de palanca. Que yo ya hubiese cumplido los dieciocho y siguiera utilizando una escopeta no pasó inadvertido; al chaval con peor puntería siempre le correspondería la escopeta porque con su ráfaga de perdigones tendría muchas más posibilidades de acertar que con una sola bala. No importaba que mi calibre dieciséis fuese una antigualla heredada de mi abuelo, un modelo inusual fabricado en Foxboro con acero Sterlingworth azulado, una escopeta yuxtapuesta que se abría por la culata de nogal. Se introducían los cartuchos y se cerraba con un golpe sordo que sonaba más a trapo que a metal. Puedo desmontarla (cañón, guardamano, culata) y recomponerla en treinta segundos. Un arma valorada en más de dos mil dólares. Y aun así en el bosque me avergonzaba de ella.
El día que se inauguraba la temporada del ciervo no había instituto y aquella primera mañana de 1980, Jeff y yo nos situamos en observatorios enfrentados (unos pequeños asientos construidos sobre unos árboles con vistas a un amplio campo donde solían ir los ciervos a pastar). Desde mi posición vi que mi hermano me observaba con la mira telescópica de su rifle. Permanecí sentado y rígido, en silencio, atento a la aparición de un ciervo, mientras a unos metros de distancia, Jeff me hacía señas. Me hizo la peineta. Se puso a mear desde su puesto, en dos ocasiones. Bostezó. Se quedó dormido. Pero a las dos horas yo seguía inmóvil; no tenía el instinto de Jeff para saber cuándo había que estar alerta, ni para estar relajado hasta que llegase el momento de alzar el arma y apuntar. Sentía un hormigueo en los labios, la sangre me empezó a correr más lenta en las venas, como un arroyo al congelarse. Pasé tanto tiempo sin pestañear que el bosque acabó desdibujándose y llegué a sentir que formaba parte de él, los árboles y las hojas emitían un zumbido resonante y habían perdido sus contornos afilados, el zumbido se incrementaba como si se me hubiese metido un moscardón en la cabeza, y por un instante me quedé allí en suspenso, como si fuese el centro de algo, viendo con los oídos y escuchando con los ojos, el mundo a mi alrededor transformado en un resplandor tangible de ruido coloreado. Entonces parpadeé.
Y desde el otro lado del campo resonó el disparo de Jeff.
A partir de aquel día insistí en pedirme el puesto afortunado de Jeff. Un año más tarde, al comienzo de la temporada de 1981, con el calibre dieciséis en mi regazo, allí me teníais, al acecho. Tenso. Caía la tarde y una vez más estaba perdiendo la esperanza. Había estado cazando como un fanático, una y hasta dos veces al día. Dejé de llevarme libros. Había visto machos y hasta estuve a punto de cobrarme una hembra, la legendaria fiebre del ciervo me reclamaba con convulsiones violentas, el cañón me temblaba, los dientes me castañeteaban.
Desde el puesto de la suerte, no vi al ciervo cuando entró en el campo. Rara vez los veías: aparecían sin más. Y si se trataba de un macho, como era el caso, lo primero que divisabas era su cornamenta, la cosa más estilizada y puntiaguda del mundo, no de hueso sino formadas por vasos sanguíneos secos y endurecidos, como de piedra. Desde mi posición, alcé la escopeta vibrante muy despacio, el pulgar crispado sobre el seguro, el ciervo a menos de veinte metros de mi temblor.
Apunté, la sangre me rugía en los oídos, y disparé sin sentir el culatazo.
El ciervo alzó la cabeza sin dejar de mover las mandíbulas. Sus astas dieron la impresión de desplegarse cuando se puso a mirar a su alrededor, preguntándose de dónde procedía aquel estallido. En cierto momento recordé que tenía otro cañón y al disponerme a disparar de nuevo me di cuenta de que el que tenía que apretar era el segundo gatillo. Al abrir por fin fuego el ciervo trastabilló, pero se recuperó al momento y, acto seguido, se esfumó para ser reemplazado por el sonido de algo que se escabullía a través de las hojas muertas a mis espaldas, un sonido desgarrador que se precipitaba hacia el desfiladero.
Desde el otro extremo del campo, la voz de Jeff:
–¡¿Mataste algo?!
Descendí por la escalera, las manos temblorosas. Al llegar al suelo me costó abrir el arma y se me cayeron unos cartuchos que llevaba en el bolsillo. Recargué y, a punto de echarme a llorar, comencé a deslizarme hacia el fondo del desfiladero.
El ciervo (gracias a Dios) estaba allí. Aún vivo, pero abatido. El costado palpitante al ritmo de su agonía y con espasmos en una pata trasera. Al aproximarme conté las puntas (seis, siete, ocho), ¡un ocho puntas! Lo que se supone que tenía que haber hecho entonces, lo que mi padre y mis tíos me habían obligado a interiorizar, era acercarme con cautela al animal, desenfundar el cuchillo, cortarle la garganta y mirar cómo se desangraba hasta morir. Pero, a causa de la excitación, me olvidé. Lo que hice fue situarme a menos de un metro de su costado flaqueante y quitarle el seguro a mi calibre dieciséis. Puse un dedo sobre ambos gatillos y, apoyándome el arma en la cadera, los apreté al mismo tiempo.
Esa noche toda mi familia admiró el ciervo que trasladamos en la parte trasera de la camioneta de mi padre, aquellos ojos negros entrenublados. Forma parte de la tradición restregar sangre en la cara del niño cuando mata su primer ciervo, pero mi padre tenía una lección que darnos. Le volé las tripas de tan mala manera que arruiné un montón de carne. El boquete que le hice en el costado era lo bastante grande para meter la cabeza, mi padre se acercó a mí y fue exactamente eso lo que hizo. Cuando me sacó por el cuello de entre las entrañas del ciervo estuve a punto de vomitar, pero logré contenerme, como un hombre. Fue entonces cuando me rodeó el resto de la familia, mis tíos y Jeff se pusieron a darme palmaditas en la espalda, mi madre y mis tías me abrazaron procurando no mancharse la blusa de sangre.
Cuando cuento esta historia siempre acabo diciendo que nada en mi vida ha superado la exaltación que sentí aquella noche, salvo cuando Beth Ann aceptó mi propuesta de matrimonio en aquella cálida tarde de vino y queso en París. Mientras mi padre me indicaba cómo limpiar el ciervo, cómo había que despellejarlo y recortarle las pequeñas bolsas blancas de grasa, vino mi primo de ocho años. Al ver la cavidad abdominal vacía y ensangrentada, se alejó tambaleante, con arcadas. Mi padre me miró y puso los ojos en blanco. Acto seguido, nos pusimos a cuartear la carne roja, cara y cuello ensangrentados, el pelo empegostado de vísceras.
Hacia el final de aquella misma temporada, me hallaba sentado en una colina boscosa de un terreno cuyos derechos de caza y de explotación minera mi padre tuvo la sabiduría de conservar el día que decidió vender. Fue a los dos meses de haberme cobrado mi primer ocho puntas, pero las cosas habían cambiado porque Jeff no había dejado de fardar de aquel ciervo en el colegio. Cuando yo contaba la historia me hacía pasar por idiota por haber descargado los dos cartuchos a tan poca distancia de la presa. A la gente parecía gustarle eso. Yo estaba descubriendo el poder del autodesprecio y no me importaba que se riesen de mí siempre y cuando nadie dudase de que había matado al ciervo. Y nadie lo dudaba: el entrenador Horn me llevó un día a su despacho, detrás del gimnasio, para mostrarme la colección de astas que decoraban sus paredes. Por primera vez en mi vida, había dejado de ser una nenaza. Ya no. Aquella tarde, apostado en la ladera, yo era un hombre que había probado la sangre y estaba ávido de más.
Era un apacible día de enero, las hojas crujían agitadas por el viento produciendo un susurro casi constante. De repente, un ciervo de ocho puntas, aún más grande que el anterior, se materializó al fondo de la quebrada, avanzando sigilosamente entre los robles. Lo primero que vi fue el armazón de sus astas cuando se puso a olfatear la tierra, a comer bellotas. Luego sus lomos. Su cola plana. Del color de las hojas muertas, tan bien camuflado con la ladera que solo podía distinguirlo cuando se movía. El corazón se me encabritó y, como si lo hubiese oído, el ciervo levantó la cabeza y me miró a los ojos. Alzó el hocico e inhaló, sus fosas nasales relucían. Por un momento dio la impresión de que se había esfumado, como si nunca hubiese estado allí, pero antes de que me entrase el pánico lo volví a distinguir cuando retrocedió un paso.
Dios sabe cómo, lo hice todo bien (apunté cuando humilló la cabeza y apreté el gatillo con suavidad en lugar de tirar de él), pero, aun estando tan condenadamente cerca, fallé. Los perdigonazos le rociaron el cuello y la cara, le reventé las astas haciendo que le chorreasen gotas de sangre por las mejillas, le saqué un ojo y (eso lo descubriríamos después) le dañé la espina dorsal de tal manera que solo podía hacer uso de sus patas delanteras, las de atrás completamente inutilizadas. Me quedé paralizado mirando cómo se arrastraba entre el follaje, tratando de huir, pateando y dando traspiés por la pendiente de la quebrada.
Desde el otro lado de la hondonada, la voz de Jeff:
–¡¿Mataste algo?!
Me dejé caer al fondo del barranco. El ciervo estaba casi inerte en el suelo, apenas una leve ondulación en sus grandes costados curtidos, la sangre relucía en su hocico negro. Al rodearle con el arma en posición de tiro me miró, alzó la cabeza y la fue moviendo a mi paso para no perderme de vista. Tenía un ojo rojo y sanguinolento, el otro claro y brillante. Más allá de la colina oí a Jeff a través del follaje. Sabía que había oído mi disparo (mi único disparo) y no quería que escuchase otro.
¿Por qué no le corté la garganta? No había nada de lo que avergonzarse y era la manera más segura de evitar ser embestido por sus astas letales. Pero en lugar de eso hice algo que aún hoy me sobrecoge. Dejé caer al suelo el calibre dieciséis y desenfundé mi Sharpfinger. Me aproximé al ciervo viendo cómo me seguía con su ojo bueno. Con sumo cuidado, igual que al extender un pie para inmovilizar a una serpiente, estiré la pierna y le puse la bota en el cuello forzándole a bajar la cabeza. Me arrodillé encima de él, me puse a horcajadas en su lomo. Ahora podía escuchar perfectamente su respiración desgarrada, el calor que desprendía en mis muslos. Agarré una de las gruesas puntas de su cornamenta con la mano derecha y le obligué a apartar el ojo bueno para que no viera. No opuso resistencia. Alcé el cuchillo y me puse a apuñalarle en la paleta, donde sabía que estaba el corazón. El ciervo apenas se movió y la hoja cortó limpiamente, como si fuese tierra blanda. Le apuñalé doce veces, tratando de imitar la pauta de una descarga de perdigones. Luego posé la mano en su hombro caliente, sobre las heridas que le había infligido, y constaté que su corazón se había detenido.
Para cuando Jeff llegó corriendo casi sin aliento por la colina yo ya me había puesto a destriparlo, por primera vez sin ayuda de nadie. Era (y sigue siendo) el ciervo más grande que se ha matado en mi familia, más de cien kilos, treinta más de lo que pesaba yo en esa época.
Más tarde, al izarlo en el árbol que utilizábamos para desollar, mi padre se fijó en los agujeros del costado. Nos hizo un gesto de asentimiento.
–Muy bien, chicos –dijo–, ha sido un buen tiro.
Hice con mi cuchillo una serie de cortes en las patas traseras y Jeff y mi padre me ayudaron a despellejarlo tirando con fuerza hacia abajo, la piel se desprendió con un ruido semejante al del velcro, revelando la carcasa casi púrpura del interior.
Se había hecho de noche y mi padre se sirvió de una linterna para inspeccionar el costado del animal. Se agachó para examinarlo más de cerca e introdujo un dedo en uno de los cortes. A continuación se me quedó mirando fijamente.
–Hijo –quiso saber–, ¿es esto lo que creo que es?
No le respondí.
Extendió el brazo hacia la cabeza del ciervo y la alzó por el gigantesco armazón astillado de ocho puntas, una cornamenta tan grande que me la podría haber puesto de pantalón. Me agarró por la parte de atrás de los calzoncillos y me incrustó contra mi ciervo muerto. Me puso las astas contra la tripa y apretó con tanta fuerza que me dolió.
–¿Sabes lo que significa «eviscerar»? –me preguntó.
Ahora, en el Blowout, el cazador se aproxima por el puente. Me imagino que es uno de los hermanos Wiggins y heme aquí de nuevo, sin rifle, igual de culpable y ridículo que si estuviese jugando con un muñeco. Pero a medida que el hombre se acerca, con el rifle de mira telescópica apoyado en el recodo del brazo, vestido de camuflaje impoluto, gorra naranja fosforescente y pintura facial, veo que no es de por aquí. Los hombres que viven por aquí salen a cazar con ropa de currante, botas viejas y chaquetones de camuflaje descoloridos que heredaron de sus padres o sus abuelos. Jamás se pondrían pintura en la cara, ni un sombrero naranja. Cuando yo cazaba solía llevar una de esas gorras en el bolsillo por si me topaba con un guardabosques, pero la mayoría de los cazadores que admiraba de niño nunca se cruzaban con guardabosques. Hablo de hombres que crían a sus propios perros de caza. Envuelven con cinta aislante las culatas de sus rifles. Y aunque suelen matar fuera de temporada o de noche, por lo general se comen lo que matan. Los admiro y por eso siento un repentino destello de aversión por este intruso.
–Hola –le digo al tipo, seguro que un abogado de Mobile–. ¿Ha matado algo?
–Largo de aquí –me suelta.
Ladeo la cabeza.
–¿Perdón?
–Ya me ha oído. Esto es propiedad privada. Ha entrado sin autorización en nuestro club de caza.
Blande el cañón de su arma hacia la espesura, a la derecha, como señalando a sus colegas emboscados en las sombras, rostros verdinegros, ramas en sus cabellos, rifles caros apuntando a mi cabeza.
Escupo entre dientes. No le cuento que antes esta tierra perteneció a mi familia, que arrastré ciervos por estas mismas vías, que me pasé horas en este puto puente. En su lugar, le digo:
–La vía del tren no es propiedad privada.
–Y una mierda que no –dice. Y alza el rifle, apuntándome.
Permanecemos uno frente al otro, mirándonos. No tardará en anochecer y desde el lado izquierdo de las vías se distingue el rugido distante de la motosierra de un leñador. Intento verme a través de los ojos del cazador: mis vaqueros rotos, mi cazadora de cuero y mis botas de montaña. Para él probablemente tengo pinta de hippie, de la última cosa que esperaría encontrarse por aquí.
Mientras, el cazador se tensa y lanza miradas nerviosas hacia el bosque.
–No pienso repetírselo –dice.
La sierra traquetea hasta detenerse, luego vuelve a acelerarse.
–¿Lo oye? –le pregunto–. Eso le arruinará la caza más que yo. Sé que debería irme, pero en vez de largarme me siento en el frío raíl, aparto la vista del cazador y miro hacia el bosque. Recuerdo una historia que me contó mi padre. Estaba cazando pavos por esta zona un domingo por la mañana, muy temprano. Iba deslizándose sigilosamente y, de pronto, oyó una voz vacilante. Se asustó. Siguió adentrándose entre los árboles hasta que, a lo lejos, vio a un viejo predicador negro subido a un tronco, ensayando su sermón. En una mano tenía una gigantesca Biblia blanca y en la otra un pañuelo rojo para secarse el sudor. A pesar de los diez grados que señalaba el termómetro, se había enrollado las mangas de la camisa hasta los hombros. Mi padre se detuvo a escuchar la voz trémula de aquel hombre porque sabía que cualquier pavo salvaje que pudiese haber en un radio de varios kilómetros a la redonda hacía tiempo que se habría esfumado. Se le había malogrado la caza. También podría haberse vuelto a casa. Cuando le pregunté si se enfadó me dijo que no, que solo se asustó.
Me vuelvo y miro el rostro camuflado del cazador.
–¿Alguna vez ha cazado pavos?
–Váyase a la mierda –dice, y se marcha. No se da la vuelta, se dirige directamente al bosque. Cuando desaparece, me levanto y me cierro el chaquetón. Echo otra buena mirada al Blowout y, acto seguido, me abro paso con cuidado por el lateral de la vía. Me agacho bajo las ramas ensombrecidas de los magnolios que hay al otro lado y regreso al camino forestal.
Mientras avanzo soy muy consciente de que no soy el abogado con rifle de lujo y pintura facial que estrena su conjunto de camuflaje, pero tampoco el entregado cazador nativo que he pretendido ser todos estos años. Ahora, cuando regreso a este lugar, a Dickinson, lo hago como una especie de forastero; después de todo, me fui, recibí una educación, perdí algo de acento. Incluso me casé con una yanqui. Y volver así, a la caza de detalles para mis relatos, es un poco como cazar furtivamente en una tierra que ya no me pertenece. Pero nunca he perdido la necesidad de hablar de mi Alabama, de revelarla tal y como es, frondosa, verde y llena de muerte. Así que regreso con todo lo que he aprendido. Vuelvo a donde la vida muere con lentitud y cazo historias como un furtivo. Cazo como un furtivo porque quiero recuperar los senderos antes de que sea demasiado tarde, antes de que retumben los últimos camiones madereros y las viejas y oscuras costumbres queden taladas para siempre.