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INTRODUCCIÓN LA POLÍTICA ANTES Y DESPUÉS DEL CORONAVIRUS

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Durante el confinamiento forzado por el estallido de la pandemia del coronavirus, muchos ciudadanos de todo el mundo constataron con crudeza la relatividad del tiempo. Un meme de internet de aquellos días lo retrató bien. Contraponía un típico calendario semanal y sus habituales días, con otro creado para la ocasión y que básicamente contaba con tres momentos: ayer, hoy y mañana. El calendario semanal, patas arriba, como todas nuestras vidas confinadas de la noche a la mañana por culpa de la Covid-19, y a partir de ahí también con el conjunto del calendario reformulado, cuanto menos a nivel existencial, tal y como lo habíamos conocido hasta entonces. Porque si en el siglo VI, gracias a los cálculos del matemático, astrónomo y monje Dionisio el Exiguo, se empezaron a contar los años a partir del nacimiento de Jesús, antes de Cristo (a.C.) y después de Cristo (d.C.), nuestras particulares vidas como atribulados ciudadanos de principios del siglo XXI es obvio que a partir de 2020 pasamos a contarlas con un a.c. y un d.c. alternativos, antes del confinamiento y después del confinamiento. Nuestra política, sus maneras y sus líderes, por otro lado, también se dieron de bruces con sus particulares a.C. y d.C. De cuando todo fue puesto a prueba, una durísima prueba de estrés que también tensionó las costuras de los liderazgos políticos contemporáneos y que los hizo temblar de punta a punta del globo, abrazados como lo han estado desde hace tanto tiempo al imperio de unas emociones más a flor de piel que nunca.

Todo ello, para acabarlo de complicar, en tiempos de difusión masiva y veloz de fake news. Y si bien la medicina es una ciencia, es igualmente cierto que se presta a la desinformación, ya que las noticias que la acompañan no acostumbran a ser categóricas. ¿Les suena aquello de la «segunda opinión» que a menudo buscamos los ciudadanos cuando nos enfrentamos al diagnóstico de un médico? Pues eso afecta a las informaciones sobre cuestiones médicas. Partiendo de esta base, con esta tendencia presente, más en un momento crítico, angustioso y lleno de incertidumbre, en un mundo dominado por lo racional, el liderazgo institucional y político, para mirar de superar el bache, debería ayudar a superarlo aportando certidumbres y soluciones prácticas. ¿Eso es buscar héroes más que a líderes? No, si atendemos a la definición misma del concepto líder, que según el diccionario de la RAE describe en su primera acepción como la «persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social o colectividad». Acción, dirección y confianza. No retórica vacía ni suma de desinformación o de temores. Pero eso, claro está, lo planteo sobre todo pensando en un mundo dominado por lo racional, no tanto en nuestras sociedades adictas al imperio de la emoción.

Es evidente que los canales oficiales de los gobiernos no son neutros. Pero de ahí a que la inmensa mayoría de Ejecutivos mundiales aprovecharan el estallido de la crisis del coronavirus para arrimar el ascua a su sardina, solo se explica por la política de las emociones que dirige partidos e instituciones de punta a punta del globo —con honrosas excepciones—. Esa venta de humo, de gas emocional, que se dedica a proyectar percepciones que a menudo viven fuera de la realidad.

Un popular anuncio de los años noventa del siglo pasado defendía que «la primera impresión es la que queda». En este sentido, tras el estallido mundial de la crisis del coronavirus —en marzo de 2020—¿qué impresión dieron ante millones de ciudadanos los principales líderes? Lo analizaremos en este libro que pretende dibujarlos junto con sus estrategias, sobre todo antes del coronavirus (a.c.), porque también sobre la reacción de unos y otros ante la pandemia todo tiene su origen y su explicación.

Se analizó en los medios, por ejemplo el 20 de marzo de 2020, cómo el responsable de información del Ministerio de Exteriores chino, aquellos días, se había aplicado a fondo para revertir la imagen sobre la situación y la gestión de la crisis por parte del gigante asiático. Allí los positivos por coronavirus remitían contundentemente, mientras que en Occidente parecía que no se llegaba al pico de la famosa curva de contagio, con cifras de infectados y de muertes que ponían los pelos de punta. China se plantaba entonces ante la opinión pública como quien había solucionado el problema y quien socorría al resto de países, con aviones y misiones de ayuda humanitaria, eso sí, obviando en sus explicaciones que el gobierno de Xi Jinping escondió el estallido de contagio durante las primeras semanas. Eso, y controlando las cifras bajo el manto de la censura y de la represión propias de un régimen no democrático.

La Casa Blanca, por su parte, tiró de los canales oficiales de la Administración norteamericana —por ejemplo, en redes— para proyectar desde el principio de la crisis un discurso antichino que el presidente Donald Trump personificaba, con su estilo habitual, cuando se dedicó a hablar del «virus chino» para referirse a la Covid-19, la denominación que las autoridades sanitarias y científicas habían decidido para bautizar al origen de la pandemia, precisamente para que no se produjera el efecto estigmatización de una región del mundo, como sí que había pasado por ejemplo en 1918 y la pandemia conocida como la «gripe española». La institución norteamericana adoptaba el rol, el tono y el contenido de su polémico presidente, en la línea de lo propio de la era Trump en aquel país, pero sublimándolo. Aunque como intentaré probar en este libro, eso no fue nada que no tuviera su réplica —adaptada al contexto local— de punta a punta del mapamundi.

En España, Pedro Sánchez decía que la crisis del coronavirus no iba de fronteras, pero lo defendía en pleno estallido con apelaciones a la unidad —de España— y con discursos afectados, con explícita connotación bélica y llenos de contenido patriótico. Y su réplica interna, por ejemplo en Catalunya, tampoco se abstraía de los malabares que respondían a la crisis más en clave emocional que racional, con un gobierno catalán que anunciaba medidas sobre las cuales no tenía competencias. Pero, lo dicho: nada lejos de lo que se vivía en pleno estallido de la pandemia por todas partes, de forma glocal1 como lo habría descrito el profesor —y ministro— Manuel Castells, con líderes institucionales hablando desde los atriles de sus respectivos gobiernos, del más grande al más pequeño, con un lenguaje entre poco y nada disociable del que los ciudadanos les podríamos escuchar desde los atriles de sus mítines electorales. Y eso día tras día, y en un momento tan crucial.

Los líderes mundiales parecían cantar al unísono: «¡La política ha muerto! ¡Viva la elección permanente!». La idea inquieta, ¿verdad? Por supuesto. Y ahora profundizaré en ello, aunque antes, para empezar, quería advertir que este libro es un ensayo sobre el mundo en el que vivimos, pero que a la vez funciona como una novela de terror. De todos modos, al final ofrezco escapatoria, no se asusten. Otra cosa es que aquella sea plausible en un mundo donde se impone más la afición a la victoria que al consenso. Y así es muy difícil hacer política. Sin embargo, para muchos políticos y ciudadanos resulta adictivo vivir en una vacía campaña permanente. Inquietante. Y no solo en tiempos de pandemia. Este libro, de hecho, pretende retratar la política de los últimos años a través de los sentimientos que gobiernan el mundo, con grandes líderes mundiales como estandarte en un proceder que el estallido de la crisis del coronavirus proyectó descarnadamente pero que tenía sus raíces mucho más allá, porque ellos llevan la corona, pero las emociones imperan.

La política de las emociones

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