Читать книгу Derechos de la vida privada - Trilce Valdivia - Страница 12
ОглавлениеEn este capítulo ensayaremos un breve recorrido introductorio por los antecedentes de los tópicos más importantes relacionados con los derechos de la vida privada. En primer lugar, abordaremos la compleja y poco nítida distinción entre lo que se ha considerado “público” y “privado” a lo largo de los años. En segundo lugar, daremos una rápida mirada histórica a las diversas configuraciones jurídicas que se le ha conferido autoritativa y doctrinariamente a la privacidad. En tercer lugar, nos ocuparemos de conceptualizar y de analizar los matices propios de la privacidad en tanto que reconocido como derecho fundamental. Finalmente, en cuarto lugar, formularemos algunas preguntas que puedan ser de utilidad para la retención y la discusión de la información ofrecida.
1. LA DIVISIÓN ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
A decir de Bobbio (1996, pp. 11-12), la clásica división entre “lo público” y “lo privado” se trataría de una “gran dicotomía”, toda vez que ampara la posibilidad de una serie de distinciones conceptuales desde diversas perspectivas, lo que aleja a dichos conceptos de la claridad y más bien nos pone en riesgo de incurrir en la equivocidad. Precisamente, en esto último radicaría el hecho de que en muchos momentos se recurra a esta división para expresar categorías sociales bastante distintas en realidad. Así, en algunas ocasiones, referirse a lo privado equivale a hablar sobre el mundo íntimo de la persona, sobre la familia o sobre los actores de la economía de mercado; mientras que aludir a lo público se relaciona muchas veces con aspectos como “el rol del Estado” o con ámbitos como el de la “sociedad civil” (Weintraub, 1997, p. 2).
Por ejemplo, Rabotnikof (2008, pp. 38-29) distingue hasta tres sentidos básicos en los cuales suele concebirse la dicotomía público-privado. El primero entiende a lo público como aquello que es de utilidad común a todos, es decir, lo que concierne a la comunidad política y a la autoridad por ella instituida; mientras que lo privado haría referencia a la utilidad individual. El segundo sentido comprende a lo público como aquello que resulta visible o manifiesto —de allí, precisamente, la noción de “publicidad”—, y a lo privado más bien como lo secreto u oculto. El tercero entiende a lo público como aquello que está abierto a todos y a su disposición, mientras que lo privado sería lo cerrado, o lo que no se encuentra disponible para todos.
A fin de abordar esta compleja cuestión, en este trabajo partiremos de dos premisas: la primera, que esta “gran dicotomía” resulta ser parte esencial de la vida de toda comunidad política; la segunda, que los contornos de dicha división han ido delineándose de manera muy distinta a lo largo de la historia.
Partiendo de la tesis de la natural sociabilidad humana, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la formación de una comunidad política constituida en torno a un fin o bien común es realmente una necesidad humana ineludible. En dicha comunidad, como afirma Freund (1968, p. 364), “la vida humana quedará dividida en dos partes: por una parte en la vida pública, porque el hombre pertenece inevitablemente a una unidad política, y por otra, en vida privada, porque mantiene con sus semejantes relaciones de reciprocidad y asociación”.
En esa línea de ideas, aquello que una comunidad política decide que debe ser compartido entre todos sus integrantes ingresará en el espacio normalmente reconocido como de lo público; mientras que aquello de lo que la comunidad se ha privado, y es compartido apenas entre unos pocos, constituirá el espacio de lo privado (Cruz Prados, 2009, p. 99). En la esfera pública se va formando un mundo común que trasciende la historia y que, por sus propias características, normalmente interesa a todos. Se entiende por ello a la esfera pública como la esfera de lo visible, donde un mismo objeto de interés puede ser observado o comprendido desde diversas perspectivas.
Por otro lado, en la esfera de lo privado se encuentran aquellos bienes que son de acceso solo para unos pocos y que mantienen una dimensión de alguna manera secreta, en el sentido de que no es relevante que sean sometidos al escrutinio de todos. Sin embargo, especificar las máximas antes señaladas no es siempre tarea sencilla, pues la medida para diferenciar los campos propios de ambas esferas no es permanente ni universal; diríamos que resulta más bien cambiante y que queda librada a la determinación prudencial del gobierno de cada comunidad política concreta (Cruz Prados, 2009, p. 99).
Por lo antes mencionado, encontraremos que, a lo largo de la historia, estas esferas se han delimitado de maneras muy distintas. Así, Hannah Arendt (2003, p. 43) explica cómo, en la Antigüedad, en particular en el mundo griego, la distinción entre lo público y lo privado se traducía en la separación entre las esferas del oikos y la polis. La esfera privada respondía a la satisfacción de las necesidades de supervivencia del ser humano y estaba reservada a la familia, mientras que la esfera pública era el espacio de la libertad. En la esfera familiar se realizaban las actividades propias de la labor y del trabajo. En la esfera de la polis se llevaban a cabo las actividades propias de la acción y del discurso (p. 40).
La esfera privada era aquella de lo oculto o invisible; la pública, la de aquello que puede ser visto por los demás, que permanece en el tiempo y que permite trascender. Es interesante notar que, para Arendt, en la Antigua Grecia, la vida doméstica posibilitaba la “gran vida” en la polis, toda vez que la trascendencia en la vida pública se hacía posible, solo una vez que se habían satisfecho las necesidades esenciales dentro de la esfera privada. Arendt (p. 72) observa en esto último la estrecha relación existente entre el reconocimiento de la propiedad privada y la garantía de la existencia de la esfera pública.
De modo semejante, para Bobbio (1996, p. 14), en el mundo romano, lo público se asociaba con el concepto de res publica, como bien público al que el populus tenía acceso; mientras que el ámbito de la res privata estaba sujeta al poder del pater familias. De esta manera, las relaciones entre gobernantes y gobernados pertecían al ámbito de la res publica en el que se imponía la ley; mientras que las relaciones entre iguales formaban parte del ámbito de la res privata, donde operaban los acuerdos privados o contratos.
Sin embargo, como señalamos anteriormente, los espacios abarcados por las esferas pública y privada han sido cambiantes. Arendt (2003, p. 46) advierte que, durante la Edad Media, la distinción entre las esferas pública y privada perdió gran parte de su significado, pues en la sociedad feudal la esfera privada creció y todas las relaciones se modelaron bajo el patrón doméstico. Este último fenómeno constituiría la raíz de lo que describe como “el auge de lo social”, por el que muchas actividades ligadas a la supervivencia y a la satisfacción de necesidades —es decir, propias de la antigua esfera privada—, se convierten ahora en actividades públicamente relevantes. Asimismo, durante el Medioevo, el concepto de bien común se modeló sobre los intereses comunes tanto materiales como espirituales de los individuos particulares, siendo la salvación de la propia alma el principal interés común, ocasionando que la religión católica ocupara un lugar privilegiado en la esfera pública.
Para Habermas (1991, pp. 29-30), la esfera pública se identificaría, desde fines del Medioevo, con lo que denomina “publicidad representativa”, ejercida principalmente por el Monarca y la Nobleza, quienes solían exhibir su poder en las plazas, los palacios y las iglesias. Fenómenos propios de la Edad Moderna, principalmente el auge del Estado, poco a poco habrían ido perfilando el nuevo sentido de la división entre la esfera pública y la privada. Surgiría un nuevo sentido para entender “lo público”, básicamente como “lo estatal”. El denominado “auge de lo social” caminó aparejado al surgimiento del mercantilismo y la formación de los nuevos Estados nacionales. De esta forma, tomaron preeminencia aquellas actividades destinadas a la satisfacción de necesidades y a la acumulación de la riqueza. Y, si bien es cierto que el mercado surgió como un espacio libre para los intercambios individuales, este requería la protección de la autoridad política.
Por otro lado, observamos también en la entrada de la Modernidad el paso que dan desde la esfera pública hacia la privada tanto la religión como la moral. Martínez de Pisón Cavero (1996, p. 720) destaca, por ejemplo, que “el deseo de vida privada surge con la lectura en familia de la Biblia, el diálogo interno con Dios, la reclusión interior y la escritura de escritos personales, en fin, con la ética protestante —mercantil, por encima de todo, sujeta al ahorro, al cálculo, a la honestidad y a los libros mercantiles— y con las exigencias sociales y políticas de la utopía burguesa en los siglos XVII y XVIII, y materializada en el más puro sistema liberal del XIX”.
No obstante, el monopolio de lo público por lo estatal no tardaría en modificarse. La fundamental oposición entre la sociedad burguesa —integrada en un primer nivel, más íntimo, por las familias y, en un segundo nivel, por las relaciones de tráfico mercantil y trabajo social— y el Estado, daría lugar al surgimiento de una nueva esfera pública, integrada por órganos de información estructuralmente separados del Estado y dirigidos por privados (Habermas, 1991, p. 50). Se formó de esa manera un nuevo concepto de “interés público”, entendido como la suma de los intereses particulares, y que se enfrentaría al de “soberanía absoluta” y arcana imperii. Así, surgiría también el concepto de opinión pública, que comienza a controlar las decisiones del gobierno, y que se forma en asociaciones privadas a partir de la información compartida por la prensa. Se integró de esa manera lo que Habermas ha denominado la “esfera pública burguesa”, caracterizada por someter al poder público a la razón. Y si bien, en principio, “la esfera pública estaba abierta a todos los individuos privados, en la práctica se restringía a un grupo limitado de la población” (Thompson, 2011, p. 16), los propietarios y aquellos que había podido educarse.
Frente a estas nuevas comprensiones de la esfera pública, surge también una nueva fórmula de entender la esfera privada, de raigambre más bien liberal. En opinión de Arendt (2003), la esfera privada alcanzaría un nuevo significado y valor, toda vez que el “mundo íntimo” y la individualidad se abrieron paso frente a “las igualadoras exigencias de lo social” (p. 50), las que “tienden a normalizar a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente” (p. 51). Benjamin Constant proclamará, en contraste con la libertad de los antiguos, la nueva libertad de los modernos, caracterizada por una participación indirecta en los asuntos públicos y una amplia protección de su despliegue autónomo en el ámbito privado. Así también, como nota Berlin (1988, p. 196): “filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos aspectos, Mill, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles con la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no había que permitir que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad”.
Esta reserva se materializaría a partir del reconocimiento de un derecho de libertad negativa, entendido como “estar libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable pero siempre reconocible” (p. 196). Del mismo modo, la protección jurídica de la privacidad se traduciría en el reconocimiento y la protección del derecho a la propiedad privada. Las garantías antes mencionadas se reconocieron como derechos en las cartas fundamentales paradigmáticas de la Modernidad, tales como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, donde lo hallamos estatuido como un derecho general de libertad y en el Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos de América de 1791 donde se le caracteriza más específicamente en la Enmienda IV. Como puede apreciarse, en la Modernidad, la esfera privada obtiene protección como derecho subjetivo frente a las intromisiones de la autoridad del Estado o de terceros.
Llegados a este punto, podemos observar que la esfera privada ha sufrido un gran proceso de transformación. De ser un espacio para la satisfacción de las necesidades más básicas, pasó a convertirse en un auténtico espacio de realización y desarrollo personal garantizado jurídicamente. No obstante, como ha hecho notar la crítica feminista, no se abandonó del todo la idea del espacio privado como un lugar reservado a la mujer, a las actividades del hogar y a la satisfacción de necesidades básicas. En esa línea argumentativa, desde esta teoría se critica que la visión liberal haya considerado idílicamente al espacio privado como una dimensión libre de represiones, pues no lo habría sido así para las mujeres. Asimismo, se critica que las políticas estatales se hayan inmiscuido en el espacio privado en perjuicio de la mujer, y que no hayan corregido de modo suficiente las asimetrías de la esfera privada (Roessler, 2004, capítulo 2, sección 2, párr. 1).
Más aun, con el surgimiento del modelo de Estado social, los límites entre la esfera pública y la esfera privada volverían a difuminarse. El Estado asumirá nuevas funciones interventoras sobre la esfera privada, regulando ciertos mercados e instituyendo, por ejemplo, regulaciones laborales; mientras que organizaciones sociales, como los sindicatos, las corporaciones empresariales y los partidos políticos, ganarán presencia en la esfera pública y se convertirán, en reemplazo de los ciudadanos, en los principales interlocutores del poder estatal.
Entonces, ¿cómo se delimitan los contornos de las esferas pública y privada hoy en día? Resulta sumamente difícil determinar qué elementos de la vida humana conforman la esfera privada y cuáles otros se entienden preferentemente como parte de la esfera pública. Sin embargo, es posible evidenciar, al menos, que la religión ha dejado de tener un lugar privilegiado en la esfera pública; del mismo modo que la violencia familiar ha dejado de ser un asunto propio de la esfera privada. En esa línea de ideas, no parece conveniente intentar enumerar con pretensiones de exhaustividad todos los posibles aspectos de la vida humana que ingresarían al ámbito de lo público o de lo privado, pues dicha valoración habría de hacerse caso por caso, y contextualmente.
A diferencia de la Antigüedad y del Medioevo, lo público y lo privado ya no se definen hoy en función a un espacio físico. Por el contrario, con el auge de los medios electrónicos de comunicación como la radio, la televisión y la internet, han surgido nuevas “formas de comunicación mediáticas que no tienen características dialógicas ni espaciales” (Thompson, 2011, p. 33), convirtiéndose así en lo que Habermas (1991) denomina una esfera pública como plataforma para el entretenimiento y la comercialización. Más aún, lo transmitido por dichos medios se perenniza en cierto modo, pues puede “ser puesto en circulación indefinidamente en el espacio de los flujos de información y reproducido en muchos medios y contextos diferentes” (p. 34). En ese sentido, una de las principales concepciones actuales de la esfera pública la constituye lo que llamamos el entorno público mediático. Correlativamente a ello, la esfera privada se ha convertido en un entorno no-espacial “de información y contenido simbólico sobre la cual el individuo quiere ejercer control” (p. 33), lo que no significa que esta posibilidad de control se vea constantemente desafiada, desdibujándose así, una vez más, los límites entre ambas esferas.
Por otro lado, Rabotnikof (2008) sugiere que la búsqueda de una auténtica esfera pública no ha cesado; en esta se articularían lo común, lo general y lo visible, con niveles de accesibilidad ciertamente ampliados. A su juicio, lo público lo configurarían una pluralidad de espacios de debate abierto, en el que “concurren diversas formas de organización, de comunicación, de construcción identitaria que no pueden resolverse con una pura exaltación de las diferencias o con una fácil celebración del consenso” (p. 47).
Adicionalmente, es importante tener en consideración que, en la actualidad, se ha abandonado el acento individualista de la esfera privada. Así, por ejemplo, si bien desde el Comunitarismo se proclama que la autonomía individual se ejerce a partir de los valores y compromisos centrales con la identidad personal, esta se encuentra definida por una variedad de roles, relaciones y prácticas sociales. Desde el liberalismo, autoras como Roessler (2005) afirman que la esfera privada requiere protección jurídica no solo porque garantiza un espacio de autonomía individual, sino también porque tiene una dimensión social de carácter constitutivo, al proteger las relaciones que los individuos gestan en esta esfera.
Más aún, Mokrosinka (2018) sostiene que la protección jurídica de la esfera privada tiene también una dimensión política, pues permite que los ciudadanos se gobiernen por normas que son fruto de una deliberación y una justificación pública. En su opinión, en la esfera privada permanecerían todas aquellas visiones de vida buena, estilos de vida, compromisos e informaciones que no son susceptibles de ser aceptados por los otros miembros de la comunidad política luego de una deliberación racional (p. 129). En ese sentido, se podría decir que hoy el material a ser visible en la esfera pública debe ser susceptible de ser aceptado razonablemente por todos, de modo que la comunidad política se gobierne por normas que todos sus ciudadanos reconocen, garantizando así su autogobierno.
Sin perjuicio de las indispensables contribuciones de las autoras citadas, resulta importante recordar que una vida buena al interior de una comunidad política no puede gestarse viviendo exclusivamente para la esfera pública. Como señala Cruz Prados (2009, p. 100): “la vivencia de los objetos propios de la esfera privada posibilita una adecuada participación en la esfera pública de la comunidad política”.
De lo hasta aquí estudiado podemos obtener, al menos, las siguientes conclusiones. Primero, que en toda comunidad política hay objetos que son comunes, dado que todos los ciudadanos los entienden como relevantes, a pesar de sus diferentes puntos de vista, y precisamente por dicha relevancia, la autoridad adquiere competencia sobre ellos. Segundo, que en toda comunidad política existen objetos que tienen una naturaleza privada, por lo que son compartidos entre algunos pocos y determinados por la libre y espontánea acción social, generando que, en principio, sobre ellos no pueda intervenir legítimamente la autoridad política. Tercero, que no puede plantearse razonablemente una regla fija sobre qué aspectos deben ser incluidos en el primer grupo de objetos y cuáles han de serlo en el segundo; lo que queda más bien librado a una determinación prudencial al interior de cada comunidad política: una decisión fruto de la deliberación racional dirigida a lograr el bien específico de dicha comunidad. Cuarto, que a lo largo de la historia se han dado diversas formas de materializar la distinción entre lo público y lo privado, y que ello ha llevado a que las fronteras entre ambas dimensiones no siempre se hayan podido delinear con claridad. Quinto, en la actualidad se concibe la esfera pública no como un espacio físico, sino como la posibilidad de otorgar visibilidad a una serie de hechos y conductas a través de los medios de comunicación electrónicos, lo que viene dando lugar a formas de comunicación no dialógicas y comerciales, que invaden en mayor medida la esfera privada. Sexto, que en este contexto, se busca nuevamente encontrar el ámbito propio de una auténtica esfera pública y, asimismo, custodiar una esfera privada que permita el florecimiento de los ciudadanos en el seno de la comunidad política.
2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LAS DIFERENTES FACETAS DEL DERECHO A LA PRIVACIDAD
La protección jurídica de la esfera privada también ha experimentado una evolución a lo largo de los años y, ciertamente, al igual que la distinción entre el ámbito público y el privado de la vida de los ciudadanos, no ha tenido siempre una idéntica configuración. Lo veremos muy brevemente.
Si bien en la Grecia Clásica no se encuentra propiamente una protección jurídica de esta esfera, en Roma encontramos, por ejemplo, una protección específica del domicilio y de la correspondencia (Ruiz Miguel, 1995, p. 49). Así también, podría considerarse un hito de la protección de la vida privada, el Edicto de Milán del año 313, por el que los Emperadores Constantino y Licinio declararon la libertad de la Iglesia cristiana para ejercer su religión al igual que los otros credos del Imperio (p. 50).
Ruiz Miguel afirma también que durante la Edad Media quizá la protección de la inviolabilidad del domicilio haya sido la vertiente de la vida privada con mayor desarrollo, específicamente a través de la doctrina de la tranquilitas doméstica (p. 54). Del mismo modo, habrían merecido cierta protección tanto el honor como la fama personal, por ejemplo.
También es importante mencionar que, durante la Edad Media, incluso en propuestas de regímenes políticos con una fuerte visión sacra de la autoridad como la de Tomás de Aquino, resuena la idea de tolerancia, hoy tan cercana a nuestros oídos. Como señala George (2002, p. 44), el Aquinate se mostró proclive a tolerar los ritos de la religión judía (los que consideraba, en cierta medida, valiosos, por prefigurar la verdad completa de la religión cristiana) y también los de otras religiones que no consideraba valiosos en sí mismos; y lo hizo con el fin de evitar en el futuro lo que, a su juicio, serían males mayores al interior de la comunidad política, tales como el rechazo precisamente a la religión cristiana.
Dicho de otro modo: la pretensión por parte de la autoridad de impedir que los ciudadanos hagan el mal podría ocasionar en el futuro que se impida a los mismos optar por el bien. Tomás de Aquino se opuso también a la imposición de un bautismo cristiano obligatorio sin el consentimiento de los padres del menor, esto último por atentar contra lo justo natural. Eso sí, se mostró contrario a la tolerancia de actos heréticos o apóstatas. Por otro lado, incluso defendiendo la tesis de que el bien común al interior de la comunidad política implica el logro de la salvación eterna de sus ciudadanos, el Aquinate observaba con acierto que los legisladores prudentes debían adecuar sus leyes (principalmente en el ámbito penal) al carácter de su pueblo, así como al talante moral de su sociedad, lo que implicaba tolerar ciertos vicios y males morales (George, 2002, p. 41).
Habermas (2003), por su parte, destaca que entre los siglos XVI y XVII, se emitieron los llamados “edictos de tolerancia” que obligaron a los oficiales del Estado y a la población a ser, precisamente, tolerantes en su comportamiento para con las minorías religiosas luteranas y hugonotas. No obstante, dichos edictos habrían dejado de obedecer a una justificación meramente pragmática, para sostenerse principalmente en argumentos morales, vinculados a la protección de los derechos a la libertad de conciencia, pensamiento y expresión (p. 4), los que, como señalamos anteriormente, se vinculan a la protección de la esfera privada.
Doctrinas liberales como la de John Stuart Mill exponen con detalle este nuevo paradigma. En el ámbito privado, los ciudadanos “eligen aquellos elementos que consideran fundamentales para la «buena vida», siguen los principios religiosos que consideran más adecuados y tienen las opiniones que quieren, y el Estado no debe intervenir en estos asuntos de la vida privada” (Sabater Fernández, 2015, p. 133). Así, para Mill, el Estado solo podría intervenir cuando las acciones de los individuos representan un peligro para terceros, no obstante, no debería establecer legislaciones generales sobre el ámbito privado.
El Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos de América es de los primeros instrumentos en reconocer una garantía específica vinculada a la protección de ciertos espacios y documentos privados. Así, la conocida enmienda IV señala:
No se infringirá el derecho del pueblo a que sus personas, domicilios, papeles y efectos estén protegidos contra los registros y las incautaciones irrazonables, y no se expedirán a ese fin órdenes que no se justifiquen por un motivo verosímil, que estén corroboradas por juramento o afirmación, y en las que se describa específicamente el lugar que deba registrarse y las personas o los objetos que han de aprehenderse.
Esta consagración expresa obedecería a algunas nociones ya reconocidas en el Derecho Colonial que responden al clásico aforismo inglés “a man’s house as his castle”. Saldaña (2012, p. 205) explica que el vínculo entre esta enmienda y la protección de la privacidad se encuentra por primera vez en el texto A treatise on the Constitutional Limitations which Rest upon the Legislative Power of the States of the American Union, del juez Thomas M. Cooley, para quien las garantías de la tercera, cuarta y quinta enmienda “constituyen vehículos de protección de la privacidad individual”. Más adelante, este mismo autor acuñaría la expresión “the right to be left alone” en su libro Treatise on the Law of Torts, donde destacó que “el derecho de la persona a protegerse frente a invasiones de la privacidad alcanza tanto frente a la intromisión ilegal de los agentes del gobierno como frente a la curiosidad lasciva del público en general” (p. 206).
Durante el último tercio del siglo XIX, la proliferación de los medios de prensa, así como los avances de la fotografía y de los mecanismos para reproducir imágenes, llevarían a la prensa de corte sensacionalista a publicar diversos aspectos de la vida privada de los socialités norteamericanos de la época. Precisamente frente a este fenómeno, Warren y Brandeis (1890/1995, p. 47), en su artículo The right to privacy, proponen un mecanismo de protección legal, en sus palabras: “un principio que pueda ser invocado para amparar la intimidad del individuo frente a la invasión de una prensa demasiado pujante, del fotógrafo, o del poseedor de cualquier otro moderno aparato de grabación o reproducción de imágenes o sonidos” Este principio otorga a toda persona el poder de decisión sobre la comunicación de sus “pensamientos, sentimientos y emociones” (p. 31).
Según los citados autores, se trataría de un poder de decisión que se materializaría mediante una nueva acción legal de indemnización por daños “ocasionados frente a la recopilación y publicación de aspectos reservados de la vida personal”, distinta de la acción por difamación, que protegía a las personas frente a la divulgación de hechos falsos (pp. 70-71). Como podemos apreciar, el principal enfoque de Warren y Brandeis está en el reconocimiento de un poder jurídico para el control individual sobre la divulgación o no de la información personal.
La doctrina sería recogida en fallos posteriores de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Así, por ejemplo, en la sentencia del caso Union Pacific Railway Co v. Botsford los jueces fallaron que en el marco de un proceso civil un juez no puede obligar a un ciudadano a someterse a un examen quirúrgico, pues cada ciudadano tiene derecho a la posesión y control de su propia persona frente a terceros (Saldaña, 2012, p. 219). Del mismo modo, diversas Cortes de Apelaciones y Cortes Supremas estatales fueron reconociendo el llamado derecho a la privacidad, principalmente en casos que involucraron el uso no autorizado de la imagen personal. Ante la variedad de casos que involucraban una tort por violación del right to privacy, William Prosser, en un intento de sistematización, clasificaría la violación a la intimidad en hasta en cuatro tipos: “intrusión en el aislamiento y soledad de la víctima o de sus asuntos; revelación pública de hechos embarazosos; publicidad que presenta una imagen falsa de la víctima y apropiación lucrativa del nombre o la apariencia del afectado” (Corral Talciani, 2000, p. 56).
La Corte Suprema de los Estados Unidos se pronunciaría sobre la alegada vulneración de este derecho en Olmsted vs. United States. El caso involucraba una serie de escuchas telefónicas realizadas por agentes del gobierno durante cinco meses, las que estuvieron dirigidas contra comerciantes sospechosos de violar la National Prohibition Act de 1920. La opinión mayoritaria no dio la razón a los demandantes, dado que, en su interpretación, para que se configure propiamente una violación de la Cuarta enmienda se “exigía una efectiva intrusión física (phisical trespass) en los domicilios, documentos y efectos personales” (Nieves, 2012, p. 226), lo que, consideraban, no había ocurrido en el caso en litigio, pues para acceder a las escuchas telefónicas no se había penetrado en el domicilio de los demandantes.
En su opinión disidente el ya para entonces Juez Brandeis afirmó que los autores de la Constitución de los Estados Unidos de América habían otorgado a cada ciudadano el derecho a ser dejado solo, por lo que “toda intrusión no justificada del gobierno en la privacidad del individuo, cualesquiera que sean los medios empleados, debe considerarse una violación de la Cuarta Enmienda” (Saldaña, 2012, p. 227). Asimismo, defiende una interpretación evolutiva de la cuarta enmienda, por lo que la misma no debería ceñirse a una interpretación tan restrictiva de la invasión del domicilio y de las comunicaciones privadas, y, por el contrario, debería atender también a los cambios tecnológicos (p. 228).
La doctrina Olmsted se mantuvo en el caso Silverman v. United States, y no es sino hasta Katz v. United States en el que la Corte afirmó que la Cuarta Enmienda también protege a los individuos frente a actos de espionaje telefónico. Sin embargo, no será hasta el fallo del caso Griswold v. Connecticut que el derecho a la privacidad adquiera una nueva connotación, y pase a ser entendido como un derecho individual a la libre decisión personal. En Griswold se decidió la inconstitucionalidad de la prohibición por parte del Estado de Connecticut del uso de métodos contraceptivos en los matrimonios, pues la Corte entendió que el dormitorio era un espacio íntimo en el que el Estado no debía intervenir. Para el juez Douglas, quien fue el redactor de la opinión mayoritaria, el derecho a la vida privada protegía también “las relaciones íntimas entre marido y mujer y la lealtad bilateral de esas relaciones de las interferencias estatales” (Corral Talciani, 2000, p. 57).
Posteriormente, en Eisenstadt v. Baird, la Corte Suprema desarrolla el derecho a la vida privada como uno de autonomía decisional, que les permitiera a los individuos “optar libre y solitariamente lo que consideraran mejor para ellos, despreciando las convenciones sociales” (Corral Talciani, 2000, p. 58). Con este último precedente, el camino quedó trazado para uno de los hitos jurisprudenciales más controvertidos de la Corte Suprema Norteamericana: en el caso Roe v. Wade se afirmó que el derecho a la vida privada era suficientemente amplio como para permitir a la mujer decidir no solo si tiene o no un hijo, sino también decidir si este debe o no nacer. Más adelante, la Corte establecería que el derecho a la vida privada protege también las relaciones homosexuales en el famoso caso Lawrence v. Texas.
Al otro lado del Atlántico, la protección jurídica del derecho a la privacidad no se consolidó en el ámbito constitucional sino hasta el siglo XX. Sin perjuicio de ello, en el ámbito civil, ya se venían gestando algunas respuestas legales frente a la divulgación de información e imágenes de carácter privado. Moreno Bobadilla (2020, p. 210) narra el caso de Alejandro Dumas, quien en 1867 reclamó por la publicación de unas fotografías sobre él, con el argumento de que si bien, en un primer momento había consentido que fueran publicadas, luego se hubo retractado de que se hiciera. La justicia francesa, finalmente, le dio la razón al célebre autor de Los Tres Mosqueteros. También en el país galo tendría lugar el affaire “Rachel” de 1858, en el que se demandó a un medio por haber publicado el retrato de una artista en su lecho de muerte sin autorización de sus parientes. Más adelante, la Loi relative a la presse prohibiría la publicación de hechos relativos a la vida privada de las personas, conducta que recibiría como sanción una multa de 500 francos. Estos casos van gestando en la doctrina la creación del concepto general de “derechos de la personalidad” (Corral Talciani, 2000, p. 60).
Ya en el siglo XX, en Francia se aceptarían casos sobre responsabilidad por ilícitos civiles como consecuencia de la vulneración del derecho a la vida privada. El primer de ellos data de 1955, en el que son partes la actriz Marlene Dietrich y la revista France Dimanche. Finalmente, en 1970 se consagra el derecho a la vida privada mediante Ley 643/1970, incorporándose así al artículo 9 del Código Civil Francés (Corral Talciani, 2000, p. 61). Contrariamente, en Italia y en Alemania las cortes fueron más reacias a incorporar el llamado diritto a la riservatezza, por no tener este un tratamiento expreso en la ley.
No obstante, con el advenimiento de las Constituciones de la Post guerra, se opta por estatuir un derecho general “al libre desenvolvimiento de la personalidad” en el artículo 2 tanto de la Constitución Alemana de 1949 como de la Constitución italiana. En una conocida sentencia, la jurisprudencia constitucional alemana denegaría durante cuatro años la realización de un censo a causa de los potenciales abusos que la posesión de dicha información en manos del Estado podría generar en perjuicio del libre desarrollo de la personalidad de los ciudadanos. Posteriormente, el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) reconoció el derecho a la autodeterminación informativa como manifestación de este libre desarrollo de la personalidad (Corral Talciani, 2000, p. 62). En Italia, la Corte Constitucional reconocería en primera instancia que, al difundirse hechos de la vida privada sin autorización del titular, se vulneraría el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Pero no será hasta 1975 en que la Corte de Casación se pronuncie a favor de la existencia de un derecho autónomo a la vida privada (p. 61).
Resulta relevante traer a colación que, en el Derecho Inglés, desde la promulgación del Human Rights Act en 1997 (por el que se reconoce a nivel interno la vigencia del Convenio Europeo de Derechos Humanos), las acciones a fin de hacer efectiva la protección del derecho a la vida privada se tradujeron en demandas por breach of confidence, al no existir una tort independiente por vulneración de la privacidad. No es sino hasta el famoso caso de la modelo Naomi Campbell (2004), en el que se gestó una acción independiente por breach of privacy.
Con relación a su reconocimiento jurídico en el Derecho Constitucional Comparado, en un primer momento encontramos que en algunas constituciones se protegen diversas manifestaciones concretas de la vida privada, como la inviolabilidad de domicilio y la de las comunicaciones, es el caso de las Constituciones de los Estados Unidos, México, Japón, Filipinas, Austria y Alemania. En un segundo momento, después de la II Guerra Mundial, existe ya un reconocimiento expreso del derecho a la intimidad como tal, además de los derechos a la inviolabilidad de domicilio y al secreto e inviolabilidad de las comunicaciones. Allí se encuentran las Constituciones de Turquía, España, Chile, Brasil, Países Bajos y Perú, entre otros (Ruiz Miguel, 1995, pp. 61-62).
De acuerdo a Diggelmann y Cleis (2014, p. 442), no existía hasta antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), ninguna Constitución Política que reconociera expresamente, como tal, un derecho a la vida privada. La Declaración reconoce en su artículo 12 el derecho a no ser objeto de injerencias arbitrarias en la propia vida privada, familia, domicilio o correspondencia. Posteriormente, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1953) reconoció en su artículo 8 el derecho al respeto de la vida privada y familiar, domicilio y correspondencia. Más adelante, a través del artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) se prohíbe todo tipo de injerencias arbitrarias o ilegales en la propia vida privada, familia, domicilio y correspondencia, así como ataques ilegales contra la honra o la reputación de las personas.
Por su parte, en el ámbito interamericano, encontramos que la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948) no reconoció expresamente un derecho a la intimidad, sin embargo, quedan salvaguardadas las garantías de la inviolabilidad de domicilio e inviolabilidad de correspondencia en los artículos IX y X, respectivamente. Ya en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969) encontramos en el artículo 11.2 su protección expresa, al señalarse: “Nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio o en su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra o reputación”, adoptando la fórmula del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
Finalmente, en una revisión histórica de las Constituciones políticas del Perú, podemos constatar que el derecho a la intimidad no fue reconocido de modo independiente sino hasta la Constitución de 1979 en el artículo 2, inciso 5, pues hasta la Constitución Política de 1933 se habían reconocido solamente las garantías de inviolabilidad de domicilio y del secreto de las cartas y comunicaciones. Es interesante notar que la Constitución de 1867 en su artículo 20°, se prohibía la anonimidad de publicaciones que ataquen la “vida privada” de los individuos.
3. LA CONCEPTUALIZACIÓN DE LA PRIVACIDAD COMO DERECHO
Llega el momento de ensayar una conceptualización y un análisis elementales de la privacidad como derecho fundamental. Para ello, en primer lugar, caracterizaremos descriptivamente a la privacidad como un bien humano básico. En segundo lugar, nos ocuparemos de la estructura del derecho a la privacidad. En tercer y último lugar, abordaremos la cuestión acerca del contenido protegido del derecho bajo análisis, tanto en su vertiente material como en su vertiente formal.
3.1. La privacidad como bien humano básico
Es posible afirmar que todo derecho fundamental garantiza, de alguna u otra forma, la protección de un bien humano básico o esencial para el desarrollo y el perfeccionamiento humano. En este caso, el bien protegido no es otro que el de la privacidad. Para Corral Talciani (2000b, p. 342), la privacidad es una realidad de tipo antropológico, perteneciente a las “necesidades más esenciales de la naturaleza humana y de su forma de establecer relaciones y vínculos, en los que funciona la comunidad”. Parece evidente que establecer vínculos en una comunidad política se torna imposible si es que todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos se encuentran expuestos de forma constante e indiscriminada.
Esto es cierto hasta el punto de que, en palabras de Simón Yarza (2017, p. 196), ocurre que “no es posible la libre autodeterminación y el florecimiento humano sin un ámbito sustraído al dominio político”. En esa línea argumentativa, el bien humano que satisface la necesidad antes mencionada no es otro que el protegido por el derecho a la privacidad, pues mediante este se custodia la posibilidad de los ciudadanos de gestar su propia integración personal. Como afirma Robert P. George (2002, p. 190): “[…] los individuos no son realidades estáticas; sus identidades no son fijas, están, por así decirlo, en un constante estado de llegar a ser”, y en ese proceso paulatino las personas van integrando a su identidad
el nuevo material que deriva de sus experiencias y, en particular, de sus interacciones con otros. Los individuos mantienen una identidad estable (aunque sin duda, no fija) precisamente por este proceso de integración en el cual hacen “encajar” lo que es nuevo de un modo más o menos armonioso con otros aspectos de sus identidades, desechando a menudo creencias, opiniones, comprensiones (propias), y otros aspectos de sus identidades que ya no “se ajustan” al debido desarrollo de sus personalidades. Esta clase de integración personal, cuando se logra de una manera moralmente recta, tiene en sí misma valor; y es un valor al que sirve la intimidad personal.
Será a partir de la tutela de este espacio privado que las personas podrán realizar aportes valiosos a su comunidad política. Dicha tutela hace posible una real cooperación al interior de la comunidad, dejando fuera de ella, la posibilidad de cosificación, manipulación y tergiversación pública de ciertas emociones, sentimientos y conductas, hecho que sería absolutamente contrario a la dignidad que como persona le corresponde (Landa, 2002, pp. 111-112). Como afirma Simón Yarza (2017, p. 201): “solo la privacidad permite compartir con exclusividad ciertas cosas y crear de este modo, igualmente, lazos de afecto exclusivos”.
Del mismo modo, la interioridad de las personas se manifiesta muchas veces en algún texto, conversación, grabación o aspecto semejante, sobre los que solo ellas mismas debieran poder decidir si han de ser compartidas con otros y cuándo. En caso de ser publicados sin su autorización, se imposibilita que sea la persona quien por sí misma autorice su difusión, afectándose así las relaciones entre los miembros de una comunidad política y sus posibilidades de lograr cierta unidad de entendimiento y voluntad sobre el bien común (George, 2002, p. 190). Asimismo, es importante señalar que el ámbito privado no es exclusivo de los individuos. Ciertas organizaciones sociales tales como la familia viven también a cierto nivel una interioridad o “privacidad compartida”, que puede y debe también resguardarse jurídicamente (Simón Yarza, 2017, p. 196).
3.2. La estructura del derecho fundamental a la privacidad
Podemos apreciar que el derecho a la privacidad suele reconocerse en diversas Constituciones e instrumentos de derechos humanos a través de un enunciado a modo de principio.
Por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, afirma:
1. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y reputación.
2. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques.
Del mismo modo, la Constitución peruana de 1993, señala:
Toda persona tiene derecho:
7. Al honor y a la buena reputación, a la intimidad personal y familiar así como a la voz e imagen propias”
6. A que los servicios informáticos, computarizados o no, públicos o privados no suministren informaciones que afecten la intimidad personal y familiar.
En ese sentido, observamos que el derecho a la privacidad se reconoce como derecho subjetivo, que configura una posición jurídica propia de un derecho de defensa. Ello implica, en opinión de Alexy (2007, pp. 165-166), que su titular tiene frente al Estado el derecho a que este “no impida u obstaculice determinadas acciones del titular del derecho […] no afecte determinadas propiedades o situaciones del titular del derecho y […] que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del titular del derecho”. Para el caso del derecho a la vida privada, resultan relevantes las dos primeras.
Más aún, autores como Schmitt Glaeser afirman que el derecho a la vida privada se configura en su vertiente objetiva como una garantía del pluralismo ínsito al sistema democrático, pues solo “desde la libertad e independencia de cada ciudadano puede construirse una sociedad libre” (Ruiz Miguel, 1995, p. 120). En esa línea, el Estado debe dar efectividad al contenido de este derecho, protegiéndolo frente a las intervenciones de terceros en su ámbito privado.
3.3. Contenido protegido por el Derecho a la vida privada
Enfocándonos en el contenido constitucionalmente protegido o también denominado “contenido esencial” de este derecho, encontraremos que, desde la doctrina constitucional, se proponen al menos dos modos básicos o generales de entenderlo; por un lado, desde la teoría absoluta y, por otro, desde la relativa. Desde la perspectiva de la teoría absoluta, el contenido esencial del derecho a la privacidad equivale a lo que se conoce como su núcleo duro, siendo que cada derecho tendría también una periferia disponible sujeta a un ejercicio concreto de ponderación; mientras que, para la teoría relativa, el contenido esencial tendría más bien una naturaleza maleable que se determina principalmente como consecuencia del ejercicio de ponderación.
Bajo el prisma de la teoría absoluta, prima facie, el derecho a la vida privada protegería todas aquellas conductas, espacios e informaciones que forman parte del ámbito privado personal, no obstante, en algunos casos su protección podría ceder frente a derechos tales como el de libertad de expresión o el de acceso a la información, siempre que no se afecte así su “núcleo duro” (Borowski, 2003, pp. 98-99). Algunas aproximaciones rechazan esta comprensión de los derechos fundamentales y proponen que en lugar de dividir un derecho fundamental entre un núcleo duro y una periferia disponible, debería entenderse que estos tienen un contenido en sí mismo único, limitado por su finalidad, y delimitable por la autoridad del legislador y del juez en el caso concreto (Castillo Córdova, 2020, p. 275).
En línea semejante, Toller (2014) propone distinguir el ámbito material del ámbito formal de la protección de un derecho fundamental. En el ámbito material se encontraría “toda aquella dación, acción u omisión que realiza lo prima facie apuntado en su nomen iuris” (p. 155), en el sentido del significado del término escogido por el constituyente o legislador para nombrarlo; mientras que el ámbito formal englobaría más propiamente aquellos aspectos que supone “su legítimo alcance o su esfera de funcionamiento razonable” (pp. 155-156) determinado a partir de la misma finalidad del derecho.
El TC peruano ha manifestado en la sentencia recaída en el Exp. N° 004-2004-AI/TC, 2004 (F. J. 7) que
ningún derecho fundamental tiene la condición de absoluto, pues sería susceptible de restringirse: a) cuando no se afecte su contenido esencial, esto es, en la medida en que la limitación no haga perder el derecho de toda funcionalidad en el esquema de valores constitucionales; y, b) cuando la limitación del elemento “no esencial” del derecho fundamental tenga por propósito la consecución de un fin constitucionalmente legítimo y sea idónea y necesaria para conseguir tal objetivo (principio de proporcionalidad).
En esa línea argumentativa, el TC ha optado en reiterada jurisprudencia por la aplicación del test de proporcionalidad a fin de medir la intensidad de la intervención sobre un derecho fundamental, así como para resolver posibles conflictos entre derechos fundamentales.
Contenido protegido en su vertiente material
Es sabido que el contenido esencial de cada derecho se determina principalmente bajo las circunstancias de cada caso concreto. Sin perjuicio de ello, es posible perfilar, al menos a grandes rasgos, qué elementos constituirían el contenido prima facie protegido o ámbito material del derecho a la vida privada, a partir de las disposiciones convencionales, las constitucionales y las legales, así como a partir de la jurisprudencia del TC, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH), y de los pronunciamientos de otros tribunales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH) y de organismos especializados como el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
En ese sentido, sin pretender proponer un listado exhaustivo, Novoa Monreal (1989, p. 54) cree que forman parte de dicho ámbito las creencias religiosas, filosóficas o políticas, estimaciones morales, aquellos aspectos concernientes a la vida amorosa, familiar y sexual, defectos o anomalías físicos o psíquicos no ostensibles, comportamientos del sujeto que no son conocidos por extraños, afecciones de la salud cuyo conocimiento podría menoscabar el juicio que para fines sociales o profesionales formulan los demás acerca del sujeto, el contenido de comunicaciones escritas u orales de tipo personal, la vida pasada del sujeto, los orígenes familiares, situaciones concernientes a la filiación y al estado civil, momentos penosos o de extremo abatimiento.
Asimismo, encontramos en la Jurisprudencia del TEDH que se considera una tarea muy difícil delimitar los ámbitos de protección del derecho a la vida privada, dado que rebasa la mera protección de la esfera íntima del sujeto, y que, como tal, no resulta particularmente pasible de definiciones exhaustivas. En ese sentido, este derecho ha sido aplicado en una gran variedad de situaciones, incluidos “[…] el nombre, la protección de la propia imagen o reputación, el conocimiento de los orígenes familiares, integridad física y moral, vida sexual, orientación sexual, un ambiente saludable, autodeterminación y autonomía, protección de la búsqueda e interceptación de conversaciones telefónicas, y protección del estado civil no sólo en el ámbito del hogar, sino también en el profesional y negocial”. (Roagna, 2012, p. 12). En particular, el TEDH ha entendido que caen dentro del ámbito de la vida privada decisiones relacionadas con la disposición de la propia vida, el ámbito reproductivo personal y familiar, la orientación sexual, la identidad de género, el registro de datos personales, la captura de la imagen personal, y los registros corporales (pp. 13 y ss.).
Moreham (2008) ha hecho, por su parte, un intento de concentrar la diversidad de casos en materia del artículo 8 del Convenio Europeo en cuatro grandes grupos: el primero, referido a la ausencia de interferencia con la integridad física y psicológica; el segundo, alusivo a la libertad respecto de la obtención de datos personales; el tercero referido a estar libre de contaminación ambiental; y el cuarto, concerniente a la libertad para desarrollar la propia personalidad e identidad. Resulta pertinente señalar que, a diferencia de las cláusulas protectoras de la privacidad de la Convención Americana de Derechos Humanos y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el artículo 8.2 del Convenio reconoce explícitamente las posibles limitaciones a las que se sometería el derecho a la vida privada, afirmando expresamente que
No podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté prevista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y las libertades de los demás.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH) ha afirmado (Escué Zapata c. Colombia, 2007, F. J. 95) que la protección de la vida privada “implica el reconocimiento de que existe un ámbito personal que debe estar exento e inmune a las invasiones o agresiones abusivas o arbitrarias por parte de terceros o de la autoridad pública”. Siguiendo a su par europeo, la Corte IDH ha considerado que “el término vida privada es un concepto amplio no susceptible de definiciones exhaustivas, pero que comprende entre otros ámbitos protegidos, la vida sexual y el derecho a establecer y desarrollar relaciones con otros seres humanos” (Atala Riffo y niñas c. Chile, 2012, F. J. 162). Asimismo, del artículo 11 de la CADH, la Corte IDH (Fernández Ortega c. México, 2010, F. J. 129) ha desprendido el derecho a la identidad. Por su parte, Zelada y Bertoni (2013, p. 128) consideran que tres han sido los sectores medulares que la Corte IDH ha considerado como objeto de protección del derecho a la vida privada: la inviolabilidad de domicilio, la inviolabilidad de las comunicaciones y la autodeterminación en materia sexual.
El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en su Observación General 16 (1988), expuso que el derecho a la vida privada tutela, entre otros aspectos, la inviolabilidad de domicilio (entendido este último en sentido amplio), la inviolabilidad de las comunicaciones, las relaciones familiares y las decisiones en el ámbito de la propia sexualidad. De modo semejante, el Relator Especial de Naciones Unidas para la Privacidad (2021) “ha promovido una interpretación más amplia de lo que es la privacidad que va más allá de la privacidad de la información y la vigilancia, y ha destacado el aspecto positivo y facilitador del derecho a la privacidad en relación con la dignidad humana, la contribución de la privacidad al disfrute de otros derechos humanos y su importancia en el desarrollo de la personalidad del individuo” (F. J. 5). Por su parte, el TC en la sentencia recaída en el Exp. N° 0009-2014-PI/TC (2016) ha interpretado que la información de naturaleza económica vinculada a personas naturales y a personas jurídicas es también parte del ámbito protegido del derecho a la intimidad (F. J. 10).
Siendo que el derecho a la vida privada supondría una amplia protección de conductas, documentos y espacios diversos, se han propuesto doctrinas a fin de agruparlos y otorgarles distintos niveles de protección. Una de estas es la conocida teoría de las esferas, para la que los ámbitos de protección del derecho a la vida privada se asemejan a tres esferas concéntricas: la primera, la de la intimidad; la segunda, la de la privacidad; y la tercera, la individual. La esfera íntima sería un espacio secreto relacionado con los pensamientos, decisiones y comportamientos de una persona que no quiere expresar a otros, y que quizá nunca comparta.
La esfera privada estaría configurada por aquellas situaciones o relaciones interpersonales que el individuo decide compartir a libre voluntad con unos pocos participantes. Finalmente, la esfera individual sería la más cercana a la esfera pública y protegería ámbitos como el honor o la imagen personal (Pérez Luño, 1986, p. 328). De modo semejante, Alan Westin en su obra Privacy and Freedom (1967) arguye que existen tres esferas de privacidad que demandan distintos niveles de protección: el primero, el de la soledad; el segundo, el de la intimidad, que se activa frente a los amigos y a la familia; y el tercero, que llama el de la anonimidad, la que se activaría cuando el individuo se encuentra en un espacio público (Roessler, 2016, p. 247).
A pesar de los importantes aportes de esta teoría a la sistematización de las distintas esferas de protección de la vida privada, debemos señalar que la misma podría no resultar del todo satisfactoria para comprender muchos de los actuales fenómenos que involucran posibles injerencias en el ámbito privado, pues es muy difícil que las informaciones, comportamientos y espacios atribuidos a un sujeto sean susceptibles de catalogarse como estrictamente íntimos, privados, individuales o públicos.
A fin de ilustrar nuestro punto, podemos preguntarnos, por ejemplo, ¿protege el derecho a la vida privada un único domicilio o existen distintos tipos de domicilio? ¿Podría considerarse la habitación de un hotel un espacio íntimo? ¿Qué sucede con la privacidad de las conversaciones sostenidas en chats familiares? ¿Pueden estas divulgarse al público? ¿Qué ocurre con las relaciones interpersonales? ¿Hasta qué punto pertenecen estas al ámbito de la esfera privada de un político? ¿Qué sucede con las imágenes capturadas de profesionales de la escena artística caminando por las calles de una ciudad en compañía de sus parejas o de sus hijos? ¿Qué ocurre con hechos vergonzosos sucedidos en el pasado que, habiendo sido publicados por la prensa, hoy se solicita se anonimicen o desaparezcan de internet?
Estas preguntas solo evidencian que muchas veces el derecho a la vida privada protegerá acciones y conductas que no necesariamente se llevan a cabo en un espacio “íntimo” o “privado”, sino que, dependiendo del caso concreto, su protección podría extenderse a actividades desarrolladas también en la esfera pública. Del mismo modo, queda claro que en algunas ocasiones el Estado tendrá que intervenir sobre conductas realizadas en la esfera privada que, no obstante, tienen repercusiones sociales negativas, como es el caso de la violencia familiar.
Intentando dar respuesta a algunas de las interrogantes arriba señaladas, autores como Roessler (2016, p. 191) han propuesto entender el ámbito de protección de este derecho como uno que comprende una triada de dimensiones: la informativa, la espacial y decisional. En su opinión, dichas dimensiones que se encontrarían unidas bajo un mismo principio normativo rector: la protección de la autonomía personal. En ese sentido, ámbitos tales como el secreto y la inviolabilidad de las comunicaciones, o la protección de los datos personales, se encontrarían en la dimensión informativa. Por otro lado, la protección del domicilio, las habitaciones, la tranquilidad en el ambiente, se relacionarían más bien con la dimensión espacial.
Finalmente, las decisiones personalísimas tales como la orientación sexual, el uso de técnicas de reproducción humana asistida, entre otros aspectos semejantes, integrarían la dimensión decisional. A esta clasificación, autores como Corral Talciani (2000b, p. 81), añaden la llamada intimidad corporal, que protegería al titular frente a “toda indagación o pesquisa que sobre el cuerpo quisiera imponerse contra la voluntad de la persona, cuyo sentimiento de pudor queda así protegido por el ordenamiento, en tanto responda a estimaciones y criterios arraigados en la cultura de la comunidad”.
En líneas generales, podríamos concluir que dentro del ámbito material del derecho a la vida privada encontramos una diversidad de situaciones, decisiones, comportamientos, informaciones y espacios que se reputan íntimos, esto significa, reservados, fuera del conocimiento o de la intrusión de terceros. A fin de realizar una taxonomía de estos diferentes elementos podríamos distinguir tres tipos de contenidos materiales, en concreto: uno relacionado con información o datos de carácter reservado, otro vinculado con espacios de carácter reservado, y el último referido más bien a decisiones de carácter reservado. Pero ¿por qué se mantendrían reservados?, por un lado, porque así lo ha decidido el individuo; pero por otro, por su estrecha conexión con la autointegración personal del sujeto, la que solo se logra sin la intrusión de terceros.
Contenido protegido en su vertiente formal
Ha sido discusión a nivel de Tribunales Constitucionales si el derecho a la “vida privada”, “privacidad” o “intimidad” como suele denominársele, configura un único derecho con diferentes contenidos protegidos o si la “vida privada” es más bien un derecho independiente de otros como el honor, la imagen, la inviolabilidad de las comunicaciones, la autodeterminación informativa y la inviolabilidad de domicilio. Podemos apreciar, por ejemplo, en el artículo 18 de la Constitución Española que se le reconoce a modo de una “estructura unitaria” que condensa los llamados derechos al honor, la intimidad personal y familiar, la propia imagen, la inviolabilidad de domicilio, el secreto y la inviolabilidad de comunicaciones y la autodeterminación informativa (Pérez Luño, 1986, pp. 331-333). Sin embargo, desde la doctrina se ha distinguido su contenido protegido de otros como el honor y la imagen.
Una posición diferente adoptó el Constituyente Peruano, quien ha reconocido de modo independiente garantías, tales como la autodeterminación informativa (artículo 2.6), el honor y la buena reputación, la intimidad personal y familiar, la voz e imagen propias (artículo 2.7), la inviolabilidad de comunicaciones (2.10) y la inviolabilidad de domicilio (artículo 2.9). En consonancia con ello, el Tribunal Constitucional peruano en la sentencia recaída en el Exp. N° 4387-2011-HD/TC (2013) ha estimado que el derecho a la autodeterminación informativa “no puede identificarse con el derecho a la intimidad personal o familiar, ya que mientras éste protege el derecho a la vida privada, el derecho a la autodeterminación informativa busca garantizar la facultad de todo individuo de poder preservarla ejerciendo un control en el registro, uso y revelación de los datos que le conciernen” (F.J. 5). Del mismo modo, aunque el TC en la sentencia recaída en el Exp. N° 1970-2008-AA/TC (2011) observa la estrecha relación entre la protección, por ejemplo, de los derechos a la intimidad, honor e imagen (F. J. 6-9); al mismo tiempo considera que se configura como contenido protegido autónomo (Exp. N° 6712-2005-HC/TC, 2005, F. J. 38). Asimismo, es preciso señalar que el TC no ha concedido, en sentido estricto, protección al derecho a la vida privada en su llamada dimensión decisional. No obstante, casos que han involucrado relaciones íntimas de carácter sexual y temas vinculados a la identidad de género se han considerado contenidos protegidos del derecho al libre desarrollo de la personalidad reconocido como implícito en el artículo 2.1 de la Carta Magna.
Autoras como Roessler (2017, p. 189), consideran que el derecho a la vida privada no es un único derecho, sino que implica más bien un “haz de facultades” a favor de su titular. En esa línea de ideas, Corral Talciani (2000b, pp. 343-344) sostiene que el derecho a la privacidad otorga el poder jurídico para impedir: (1) la intromisión del Estado y de terceros en espacios, momentos y documentos privados a fin de adquirir conocimiento sobre un hecho o circunstancia reservada; (2) la difusión por parte de terceros de información de carácter privado; (3) la utilización de información privada por parte del Estado o de terceros; (4) la distorsión de la información personal del sujeto por parte del Estado y de terceros y (5) la interferencia del Estado y de terceros en la toma de decisiones de carácter personalísimo o lo que el autor denomina el poder de discreción sobre asuntos personales.
De modo semejante, en un intento de especificación del derecho a la vida privada, Solove (2007, pp. 757-578) estima que este derecho le brindaría a su titular el poder para impedir o remediar conductas tales como: (1) la recolección de información reservada, a través de vigilancia, interrogatorios y exámenes, realizados por el Estado o por terceros; (2) el procesamiento de información personal por parte del Estado o de terceros, a través de la agregación de información reservada, la identificación de ciertos aspectos que el usuario no quiere develar, el uso secundario de la información, la administración insegura y la exclusión del titular de la información en el acceso y manejo de esa información; (3) la diseminación de la información por parte del Estado o de terceros, la que puede ocurrir a través de la traición de la confianza del titular, revelando la información o brindando mayores posibilidades de acceso a la misma, chantajeando, apropiándose de la información y, finalmente, distorsionándola; y (4) la invasión a través de la intrusión en espacios y momentos reservados, y la interferencia en decisiones personales.
En nuestra opinión, al momento de intentar delimitar el contenido del derecho a la vida privada es relevante tener en consideración lo siguiente. Primero, tomar en cuenta la misma disposición constitucional y, de ser el caso, la convencional que recoge el derecho fundamental; asimismo, acudir al desarrollo legislativo y jurisprudencial que sobre el derecho se ha realizado. Segundo, para delimitar el contenido esencial del derecho constitucional habrá que acudir a la finalidad del derecho, es decir, la razón por la cual dicho bien básico en particular se encuentra reconocido y protegido como derecho fundamental (Castillo Córdova, 2020, p. 249). Por consiguiente, en el caso peruano y a partir de una valoración exclusiva de las fuentes constitucionales, legales y jurisprudenciales, consideramos que el derecho a la vida privada tiene un contenido distinto de otros como el honor, la imagen, la inviolabilidad de comunicaciones y la autodeterminación informativa. Sin perjuicio de lo señalado, encontramos que la finalidad del reconocimiento de estos derechos radica, en última instancia, en la protección de un bien humano básico, como lo es la privacidad, es decir, el resguardo de una esfera que permite al ciudadano lograr su autointegración personal valiosa, y para lo que requiere de la toma individual de ciertas decisiones, la reserva de cierta información y el resguardo de determinados espacios. En ese sentido, es posible que, por vinculación con este bien jurídico protegido, se valore que el derecho a la vida privada es aquel principio del que se derivan una gama distinta de posiciones jurídicas a las que el Constituyente y los Tribunales Constitucionales han catalogado bajo distintos nombres jurídicos. A continuación, pasaremos a esbozar algunas de las posiciones jurídicas que creemos se generarían a partir del reconocimiento del derecho a la vida privada y sus derechos conexos.
La primera posición jurídica se materializaría en el poder que permite a su titular impedir la intromisión directa o indirecta de terceros en espacios, momentos o documentos privados. Será una intromisión directa si el intruso “interfiere de un modo personal en el espacio reservado, o indirecta si el intruso utiliza mecanismos que le permiten interferir a distancia y sin que sea percibido por el afectado” (Corral Talciani, 2000b, p. 343). Puede darse también una intromisión corporal, si es que el intruso llega a tener contacto con la corporeidad del titular afectado; o presencial, cuando solo existe cercanía entre el intruso y el afectado. La intromisión puede ser indirecta si se utilizan mecanismos técnicos que permiten que la misma se perpetre a distancia, sin el conocimiento de la víctima, o incluso cuando se realiza en zonas que, al menos en principio, se reputan como públicas, tales como las calles y los pasajes de una ciudad, o incluso en una red social en internet.
Como señala Corral Talciani (2000b, p. 344), el derecho a la vida privada protege al titular frente a aquellas intromisiones que “tienen por fin y resultado la adquisición de un conocimiento de un hecho o circunstancia reservada”, que no es necesariamente “nuevo” para el intruso. Esta intrusión puede suponer la captación de información reservada sin autorización del titular, a través de la videovigilancia, las interceptaciones telefónicas, la captura de fotografías mediante drones, o los exámenes realizados por el Estado. Este poder normalmente viene garantizado con el reconocimiento de garantías tales como el derecho a la intimidad, a la vida privada y familiar (cláusula genérica), el derecho a la inviolabilidad de domicilio, y el derecho al secreto e inviolabilidad de las comunicaciones; y en las jurisdicciones donde así se ha decidido, también mediante el derecho a la imagen.
Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional español ha reconocido el llamado derecho a la “intimidad corporal” frente a las intervenciones biológicas como exámenes de ADN u otros semejantes. Mientras que la Corte IDH (Escher c. Brasil, 2009, F. J. 114) ha valorado que “la protección de la vida privada se concreta en el derecho a que sujetos distintos de los interlocutores no conozcan ilícitamente el contenido de las conversaciones telefónicas o de otros aspectos […] propios del proceso de comunicación”; y en el caso del derecho a la imagen, por ejemplo, cuando se reproducen “actos propios de la intimidad o vida privada de una persona” (Exp. N° 1970-2008-AA/TC, 2011, F. J. 8).
La segunda posición jurídica, se configuraría como el poder del titular referido a impedir la difusión de la información privada por parte de terceros. En estos casos sucede que la información obtenida mediante una intrusión se revela a otras personas, con mayor gravedad si es que se hace mediante un medio de comunicación social. Si bien, muchas veces la intromisión y la difusión de dicha información se producirán conjuntamente, puede darse el caso, por ejemplo, de que se haya obtenido la información de modo lícito, pero que se difunda de manera ilícita (Corral Talciani, 2000b, p. 344).
Este poder normalmente viene resguardado con el reconocimiento de garantías tales como el derecho a la intimidad, a la vida privada y familiar (cláusula genérica), el derecho al secreto e inviolabilidad de las comunicaciones; y en las jurisdicciones donde así se ha decidido, mediante el derecho a la imagen. A modo de ejemplo, traemos a colación la famosa sentencia del caso Von Hannover, por la que el TEDH (Von Hannover c. Alemania, 2004, F. J. 68, 72) reconoció el derecho de las personas públicas a una legítima expectativa de privacidad, sancionando que se hayan difundido una serie de fotografías que habían capturado momentos íntimos de la vida de la princesa Carolina de Mónaco.
La tercera posición jurídica se traduciría en el poder que permite a su titular impedir la distorsión de la información personal. Este poder normalmente viene garantizado con el reconocimiento de garantías tales como el derecho a al honor y a la buena reputación. Para algunos autores, la distorsión respecto de la propia información personal no configura en estricto una vulneración del derecho a la vida privada, toda vez que el objetivo no es conocer o poner en conocimiento de otros una determinada información, sino más bien adulterarla, debiendo protegerse a través de una garantía independiente como es la del derecho al honor, cuyo contenido protegido sería distinto al de la vida privada. Coincidimos parcialmente con este enfoque, pues si bien históricamente el derecho el honor ha ameritado una protección independiente, es difícil negar que el fundamento para dicha protección no sea otro que el de custodiar la dignidad individual de las personas, sus posibilidades de autointegración personal y desarrollo al interior de una comunidad política. Podremos profundizar algo más sobre este debate en el capítulo 3 de este libro.
La cuarta posición jurídica, se materializaría como el poder por el que su titular impide la utilización de información privada por parte de terceros o del Estado. Con el término “utilización” no solo nos referimos a la obtención de algún provecho económico, como sucede en las clásicas controversias civiles en materia de derecho a la imagen, sino también al almacenamiento, procesamiento, control o develamiento de información de carácter privado. Este poder viene normalmente garantizado a modo de una libertad positiva, con el reconocimiento del derecho a la autodeterminación informativa, o como recientemente ha garantizado el artículo 8 de la Carta de Derechos Fundamentales: el derecho a la protección de datos personales. A propósito, resulta interesante notar que ese derecho se ha reconocido independientemente del derecho a la vida privada contenido en el artículo 7. Asimismo, resulta relevante señalar que, si bien la obtención de algunos datos personales puede darse inicialmente de manera lícita, su conservación y manejo podrían devenir en ilícitos. Sobre estas distinciones tendremos oportunidad de decir algo más en el capítulo 4.
La quinta posición jurídica, resultaría en el poder que permite a su titular impedir la interferencia del Estado o de terceros en las decisiones de carácter privado. Así lo ha afirmado la Corte IDH (Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) c. Costa Rica, 2012, F. J. 257), para la que el derecho a la vida privada comprende
la capacidad para desarrollar la propia personalidad y aspiraciones, determinar su propia identidad y definir sus propias relaciones personales. El concepto de vida privada engloba aspectos de la identidad física y social, incluyendo el derecho a la autonomía personal, desarrollo personal y el derecho a establecer y desarrollar relaciones con otros seres humanos y con el mundo exterior.
Este poder normalmente viene garantizado con el reconocimiento del derecho a la intimidad o a la vida privada y familiar (cláusula genérica), y también con el establecimiento del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Para autores como Corral Talciani (2000b, p. 346), este poder discrecional debería quedar fuera del contenido protegido del derecho a la privacidad, pues concierne, principalmente al ámbito de protección del derecho a la libertad. El profesor chileno no está convencido de las distinciones planteadas por otro sector de la doctrina, para quienes, mientras que el derecho a la libertad protegería todo tipo de acciones y relaciones, la vida privada protegería más bien decisiones que manifiestan la propia identidad, la autoexpresividad y la individualidad. A su parecer, casi todas las acciones y relaciones humanas son expresiones de la individualidad.
De opinión contraria es Simón Yarza (2017, p. 201), para quien, si bien muchas conductas consideradas dentro del ámbito de protección de la vida privada lo son también de un derecho de libertad general, la positivación como “derecho a la vida privada” se encuentra asentada ya en la experiencia histórica, de la que el Derecho no puede prescindir. Al profesor español le preocupa, más bien, que se considere como parte del contenido formal del derecho a la vida privada un derecho a “hacer el mal”, es decir, a realizar conductas moralmente ilícitas desde un punto de vista objetivo.
En esa línea, sostiene que esta dimensión discrecional del derecho a la vida privada, en lugar de configurarse en estricto como una libertad positiva, ha de entenderse más bien como un claim-right según el esquema hohfeldiano. En consecuencia, no protegería que una persona pueda tomar decisiones y realizar acciones moralmente controversiales en el ámbito privado, sino más bien una “pretensión (claim-right) a que, bajo ciertas condiciones, el Estado o los ciudadanos no le impidan a uno hacer el mal” (p. 207), toda vez que puede ocurrir que (1) a pesar de la injusticia de la conducta, existan razones de interés público para tolerarla; (2) la conducta inmoral en cuestión tenga irrelevancia política, pues —en sentido estricto— no afecte directamente a la sociedad; o (3) no exista un consenso público suficiente respecto de las razones para prohibirla coercitivamente (p. 210). Profundizaremos en las diversas posiciones sobre este debate en el capítulo 2.
A fin de determinar el contenido del derecho a la vida privada, es importante tener en consideración los límites para su ejercicio, los que se vinculan principalmente con su coexistencia pacífica con otras libertades. Ya el Convenio Europeo de Derechos Humanos señala expresamente en su artículo 8 que, toda injerencia debía estar “prevista por la ley” y constituir una medida necesaria para “la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades de los demás”. Si bien no se encuentra expresamente señalado en la CADH, la Corte IDH (Escher y otros c. Brasil, 2009, F. J. 116) ha interpretado que “el derecho a la vida privada no es un derecho absoluto y, por lo tanto, puede ser restringido por los Estados siempre que las injerencias no sean abusivas o arbitrarias; por ello, deben estar previstas en ley, perseguir un fin legítimo y ser necesarias en una sociedad democrática”.
De opinión semejante es el TC, para quien el derecho a la vida privada coexiste con otros derechos tales como la libertad de expresión y la libertad de información, con los que entra en tensión en una variedad de circunstancias, por lo que, para lograr la delimitación adecuada de su contenido protegido, resulta necesario realizar un ejercicio de ponderación, que comprende los juicios de adecuación, necesidad y proporcionalidad (Exp. N° 6712-2005-HC/TC, 2005, FF. JJ. 40-50).
En todo caso, a modo de conclusión de este primer capítulo, creemos que es plausible afirmar que el derecho a la vida privada opera como principio rector de un abanico de derechos subjetivos que tienen como causa eficiente la protección de la interioridad y de la autointegración personal. En ese sentido, los derechos conexos al derecho a la vida privada conceden a su titular (sea una persona natural o una entidad colectiva personal como la familia) una posición jurídica en virtud de la cual se encuentra, por un lado, “libre de intromisiones o difusiones cognoscitivas de hechos que pertenecen a su interioridad corporal y psicológica o a las relaciones que ella mantiene o ha mantenido con otros, por parte de agentes externos que, sobre la base de una valoración media razonable, son ajenos al contenido y finalidad de dicha interioridad o relaciones” (Corral Talciani, 2000b, p. 347) y, por otro lado, libre también de la utilización y de la distorsión de su información personal correspondiente a datos biológicos, físicos, sobre sus relaciones personales, sus gustos o preferencias, por parte de terceros ajenos como el Estado u otras personas naturales o jurídicas.
Asimismo, creemos que el derecho a la vida privada concede a su titular una pretensión en contra del Estado, de modo que este no interfiera en su discrecionalidad sobre asuntos personalísimos (relaciones sentimentales con otras personas, ingesta o no de ciertas medicinas, aceptación o no de ciertas pruebas y tratamientos) y, además, tolere ciertas conductas que, a pesar de su presunta inmoralidad, no causen graves daños a terceros o que, aun causándolos, deberían ser toleradas para el logro de un bien mayor.
Finalmente, pensamos que no debe soslayarse que el derecho a la vida privada custodia la interioridad y la autointegración personal valiosa no como valores meramente individuales, sino en tanto que estos permiten el florecimiento o desarrollo de la persona al interior de una comunidad política. Ello implica que no se puede tratar legítimamente a este derecho como si tuviera un contenido gaseoso e ilimitado, sino como uno que convive razonablemente con otras libertades que garantizan el goce de bienes humanos básicos tales como la libertad de expresión y de información, y también junto con bienes tales como la seguridad pública o la protección del orden público, entre muchos otros.
4. PREGUNTAS
a. ¿Es posible trazar una línea divisoria clara entre lo público y lo privado? ¿A qué razones puede atribuírsele dicho fenómeno?
b. ¿En qué lugar y tiempo se le dio a la privacidad una primera configuración jurídica reconocible? ¿Cuáles fueron sus principales características?
c. ¿En qué se distingue el ámbito material y el formal del contemporáneo derecho a la privacidad?