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Capítulo I.

ALEXANDERPLATZ

Ya estoy aquí. No puedo disimular la risa nerviosa. Tengo ganas de gritar, pero no lo puedo hacer. Comienza el periplo para cumplir ese deseo que desde hace tiempo ha ido anidando en mi interior. En poco tiempo me encontraré frente a él y le hablaré, y después de este encuentro pasaré página y apagaré definitivamente la llama que ha iluminado mi vida durante muchos años. Será, entonces, cuando salga del cobijo en el que he permanecido nadando entre ideas, conceptos y ficción, protegida de decepciones, frustraciones y negativas para introducirme en el mundo, tal vez inseguro y frágil, pero palpitante y sensual; al mundo donde habitan los hombres de carne y hueso, donde se escuchan las voces de los vivos, no las sentencias de los muertos a los que he estado atada durante tanto tiempo.

Parezco un mosquito en medio de esta inmensa plaza. He salido de la estación de metro, y me he introducido en la emblemática Alexanderplatz; me fijo en su estructura. Tengo los sentidos bien abiertos, no quiero dejar escapar ningún detalle, capto el aire blanquecino y frío que me impacta en las fosas nasales, las caras de la gente enrojecidas por el frío, caras que, entre gorros y bufandas, apenas se dejan ver. Me sitúo en una esquina y, clavada en ella, a mano izquierda veo unos grandes almacenes, los Kaufhof; justo enfrente el altísimo hotel Inn; a mi derecha, muchas tiendas, y más adelante…no sé, voy a investigar. Voy caminando, y siento en mi cuerpo ráfagas de electricidad, como olas de energía que parten de los pies y se elevan recorriéndome los brazos hasta desbordarse por la cabeza y por las yemas de los dedos, y lo hago con una fuerza excepcional, las piernas van marcando los pasos con alegría y agilidad, miro de pasada la fuente de la plaza, la Brunnen der Völkerfreundschaft (La fuente de la amistad entre los pueblos). La plaza es abierta, grande, no se puede decir que sea de gran belleza, y, sin embargo, me cautiva. Me fijo en todo y en todos aquellos que circulan a mi alrededor; en el rostro pensativo que marcha de un lado a otro; en el que anda con prisa cargado con bolsas con diferentes logotipos…Llego al reloj mundial Urania, que marca la hora en los distintos países. La plaza termina en una calle peatonal donde acaba el trasiego de tranvías. Por fin llegaré a la cita que tengo contigo que, a pesar de desearla tanto, la he ido posponiendo demasiado tiempo. Me llama la atención el sonido del tranvía, es un silbido peculiar; me retrotrae a hace tres días cuando llegué a Berlín. Todavía recuerdo el helor que sentí en la cara cuando salí del avión en el aeropuerto de Tegel; me recibió un frío que me congeló la cara e hizo que me brotaran lágrimas de los ojos. Voy a hacer un recuento de los pasos que di.

Tras recoger la maleta, me dirigí a la parada de taxis donde alguna gente esperaba su turno. Llegó el mío y me subí en uno, le dije al taxista: «¡Lausitzerplatz, Nummer 6, bitte!» Cuando llegué a la dirección que llevaba escrita eran ya casi las doce de la noche, y Hanna, la dueña de la casa donde me iba a hospedar, me estaba esperando, aunque apenas pude cruzar un par de palabras con ella, pues era tarde y parecía cansada. Con gesto desabrido se limitó a darme las llaves e indicarme a qué correspondía cada una de ellas, y donde estaba la cocina y el cuarto de baño. «Mañana estará más comunicativa», pensé. Entré a mi habitación, saqué lo imprescindible de la maleta y me eché en la cama. Fijé la vista en un punto del techo, por cierto, muy alto, y fui haciendo un recorrido mental de los pasos que había dado desde mi salida de Soria. Esto solo acaba de empezar.

Me llamó la atención lo desmesurado de la habitación; la encontré enorme. Pertenece a un edificio de tres plantas del siglo XIX, las paredes de color rojo granate cuentan con una cenefa decorativa de escayola que separa las paredes del techo pintado de blanco; me vino a la memoria la figura de Otto von Bismarck, el gran artífice de la unidad alemana, hasta podía oler allí con nitidez el humo que exhalaba de su pipa. En este recinto hay enseres increíbles, cosas tan dispares como un tendedero de ropa y un piano, en cuyo atril se apoyaba un payaso con cara maléfica, en todo caso, a mí me lo parecía. Al principio evité mirarlo, pero no podía dejar de pensar que él no me quitaba los ojos de encima, ¡y esa sonrisa! Antes de que el miedo llegara a convertirse en pánico hasta inmovilizarme, di un salto de la cama y lo escondí en un cajón. La habitación se conectaba con el mundo exterior por medio de una gran ventana que daba a un patio de vecinos; de momento la dejé cerrada para evitar convertir ese espacio en un frigorífico. En algún momento se me debieron cerrar los ojos.

Al día siguiente, al salir de la casa me encontré en una plaza cuadrangular, rodeada de árboles sin hojas; ramas finas y negruzcas sin vida se alzaban hacia un cielo opaco y blanquecino en las que se apoyaban grajos tan negros como ellas, y en el centro de la plazoleta una iglesia evangelista de ladrillo visto; le di la vuelta para hacer una primera inspección; me iba dando cuenta de que captaba un olor hasta entonces desconocido de que esa tierra húmeda y ese aire frío olían de manera distinta a todo lo que ya conocía; no había percibido un aroma semejante en ninguna ciudad española; en absoluto me era desagradable, todo lo contrario, sentía una atracción especial. Doblé a mano izquierda. Ojeé los alrededores; la zona estaba poco habitada: muchos árboles, pocos edificios y todavía menos personas. En la acera de enfrente se veía más movimiento, y allí crucé, y tras andar unos metros entré en una cafetería. La mujer que regentaba el mostrador parecía turca por sus rasgos físicos; le pedí un café y me instalé en una mesa junto a una gran cristalera desde donde se podía observar el dinamismo de la calle; me coloqué allí como si fuera un rincón de mi casa, saqué papel y bolígrafo para hacer el programa del día, y cuando me trajo el café, inició una conversación que yo muy gustosa seguí. Al notar mi acento extranjero tuvo curiosidad por saber cuál era mi país de procedencia, «española», le dije, y siguieron otras preguntas más: cuánto tiempo estaría en la ciudad, en dónde me alojaba... Se confirmó mi sospecha, se trataba de un negocio familiar; ellos procedían de Turquía, de una ciudad pequeña cerca de Estambul, se habían establecido en Berlín hacía muchos años, y sus palabras y su expresión dejaban entrever un cierto descontento en su vida. Me habló emocionada de las maravillas de su tierra, de sus paisajes, de los colores de sus atardeceres, me comentó cómo echaba de menos la cercanía de sus paisanos, el no oír por las calles la musicalidad de su lengua y los olores y los sabores de su ciudad... Cuando terminó de hablar, quedó como desinflada, y se retiró de nuevo hacia la barra con cara distraída. Yo me quedé pensativa; por un momento invadí su vida, me enfrenté a su día a día e imaginé lo duro que debía ser levantarse por la mañana y tener que vivir en un país en el que no estás del todo integrado, y añorar el tuyo de verdad, aquel donde están tus raíces, donde viviste tu niñez y al que estás atado emocionalmente. Pensé que existir así sería como tener unas pesadas cadenas de hierro atadas a los pies, y realizar cada paso supondría tener que hacer un tremendo esfuerzo.

Al cabo de un rato me puse en marcha; tenía los sentidos agudizados como si quisiera captar todos los detalles de lo que ante mí se presentaba; sentía el aire que desplazaba al andar con el movimiento de mis piernas y el balanceo de mis brazos, caminaba con una energía extraordinaria. Me paré en una especie de kiosco-librería donde compré unas postales, y más adelante descubrí una librería de segunda mano en la que entré. Era pequeña, y ya, desde el primer paso que di hacia adentro, me encontré sumergida en una atmósfera densa con olor a papel viejo. En un rincón del local, casi imperceptible, se encontraba el librero; un extraño personaje. Tenía las uñas muy largas y pelo escaso pero muy largo también. Me impresionó. Parecía muy abstraído en sus pensamientos, y cuando se dio cuenta de mi presencia, miró hacia donde yo estaba; «puede hojear o leer lo que usted quiera», me dijo, pero su mirada no se dirigía realmente hacia mí, sino hacia sí mismo. Había un espacio muy reducido para moverse a lo largo de las estanterías, y en el centro del local se apilaban torres muy altas de libros de diversa índole, mezclados unos con otros; se podían encontrar desde novelas relativamente recientes hasta muy antiguas, poesía, atlas, diccionarios, libros en otros idiomas...Me quedé mirando los libros un gran rato. Elegí un libro de Robert Walser Geschwister Tanner1, lo cogí, «será el que lea durante el trayecto hacia el Wannsee», pensé, adonde pensaba ir en el plazo de un par de días. Cuando fui a pagarlo, no pude reprimir el deseo que tenía de hablar con ese hombre, que por su aspecto parecía un excéntrico que caminaba por la vida siguiendo sus propias normas:

– ¡Qué interesante es estar rodeado de tanto saber, de tantas voces que claman, y que su propio trabajo sea oírlas, mejor dicho, que le permita elegir las que quiere oír! –le dije.

–Si, desde luego, porque no todos los libros muestran el sendero de la libertad y del pensamiento, los hay que adoctrinan para el servilismo y la esclavitud.

Las palabras de ese hombre y el modo de decirlas me dejaron perpleja. Él seguía con la mirada perdida y no parecía muy proclive a continuar hablando, sin embargo, después de unos segundos, se arrancó a hacerlo. Me contó que se dedicaba a la venta de libros de segunda mano desde casi hacía veinte años, tenía sesenta y dos y procedía de una pequeña ciudad cercana a Dresde; había sido periodista en su juventud y, en tiempos de la República Democrática, su voz molestó al régimen por sus críticas incómodas; fue vigilado por la Stasi, y no solo él, sino toda su familia y amigos; fueron controlados sus movimientos y los de los círculos por donde él se movía. Intentó huir, y tras varios intentos de fuga fue encarcelado, y padeció todo tipo de torturas psicológicas. «Las torturas que se practicaban entonces en las comisarías de policía no dejaban marcas en el cuerpo, pero destrozaban el alma. A mí me arruinaron la vida», me siguió contando. «Los sufrimientos a los que fui sometido me deterioraron la mente», y volvía la mirada de nuevo hacia sí mismo y reflexionaba en voz alta sobre la increíble resistencia humana ante tanto tormento. Allí probó lo que significaba no dormir apenas durante días, las jornadas seguidas de pie, los aislamientos prolongados durante meses. Algunos de sus conocidos no pudieron soportar estas torturas y recurrieron al suicidio; él no tuvo valor para hacer lo mismo, pero quedó tarado de por vida, se la destrozaron.

Cuando se produjo la unificación de Alemania, no pudo saborearla, padecía una gran depresión y, cuando pudo salir de ella, se encontró arrojado ahí, en un mundo sin cobijo, sin trabajo, sin puntos cardinales... «No parecía este un mundo mejor que el que había vivido en la, extinta ya, República Democrática. Me ahogó el desaliento, el desencanto, la desilusión. Vagué durante años por diversas ciudades del país hasta que familiares y amigos me ayudaron a conseguir este rincón donde vivir: este recinto lleno de libros y aquello –señaló con el dedo una puerta cerrada–, una pequeña cocina con un sillón cama en el que duermo, es todo mi reino. No quiero saber nada del mundo, para mí está demás». Durante el relato que me había hecho, en algunos momentos, sus ojos se agrandaban y se manifestaban feroces para luego apagarse y mostrar oquedad. El hombre daba la impresión de estar roto. Me hubiera quedado allí más rato para escuchar más de su historia, pero de pronto se calló y no pareció tener más ganas de hablar. Parecía como si se hubiera quedado inmerso en algún episodio de su vida, o tal vez se hubiera sumido en el vacío, no lo sabía. Pagué el libro y salí de allí dejando al librero ausente con la mirada perdida.

Seguí mi camino. Ya había más movimiento; gente que entraba y salía de la floristería, del supermercado… de diversos establecimientos. Olisqueé por todos los rincones. Todo me parecía curioso: el comportamiento de la gente, su aspecto, la dinámica del barrio, la convivencia de tranvías, coches, ciclistas y peatones. Era necesario ir con los ojos bien abiertos, pues yo procedía de una ciudad pequeña y no estaba acostumbrada a este movimiento. Llegué al turístico Checkpoint Charlie, el antiguo paso fronterizo entre la República Federal y la Democrática en la Friedrichstrasse. Paseé a todo lo largo de la calle. Debía reflejar en la cara la alegría que albergaba en mi interior, ¡me sentía tan libre, tan satisfecha! Me fascinó. Debió ser una arteria principal de la ciudad a principios de siglo XX; tanto en las calles perpendiculares como en ella los edificios tenían fachadas de piedra, muchos de ellos del siglo XIX; eran señoriales, casi palacetes: clamaban a gritos historias pasadas, aunque no tan lejanas en el tiempo. Alternando con ellos sorprendían otros edificios más recientes, pero guardando la misma línea estética. Me transporté al Berlín de los años veinte del siglo pasado. Iba dejando atrás museos y souvenirs de tema judío: «Ya tendré tiempo de verlos con detenimiento», me dije.

Hice una parada en una cafetería-bistró y escribí en mi cuaderno durante un rato, ¡qué en paz me encontraba conmigo misma! En ese momento sentía que era la cara de Helena que mostraba seguridad y confianza en sí misma; la parte de Helena que con más agrado aceptaba, la que ayudaba y convivía con su parte más insegura y frágil; me hallaba con fuerzas y con ganas de explorar un mundo que había soñado desde hacía tiempo y que ahora lo tenía ahí delante, a mi disposición. Observé a mi alrededor; algunas mesas estaban ocupadas; yo me sentí también observada. Después de un rato pagué la cuenta y me fui. Sin buscarla, me topé con una estación de metro. Ya había andado mucho, quería volver a la casa y descansar. No sabía cómo hacerlo; andando, por supuesto, no. Aunque no conocía las posibilidades del transporte, sospechaba que podría llegar en metro. Subí a la estación y estudié las paradas. Sabía que la más cercana a la casa de Bismarck, y que por un tiempo sería la mía, era la de Görlitzer Bahnhof, así que me puse a estudiar cómo llegar hasta allí. Lo conseguí. La línea U6 me llevaría a la estación de Hallesches Tor; desde donde, con el U1, después de tres paradas más, llegaría a mi lugar de destino. Y pronto me encontré de nuevo en mi habitación. Conocí a Luna, una perra preciosa, grande, esbelta y de color canela, que tenía una expresión rara en sus ojos castaños muy claros, también su comportamiento era extraño; se podía ver en sus movimientos una mezcla de timidez y de recelo. Me pareció una perra misteriosa y sombría, que hacía honor a su nombre. Entré en mi habitación, me eché en la cama y caí rendida.

Cuando desperté ya estaba oscuro, no tenía la sensación de haber dormido tanto, miré el reloj, eran las 4,15 de la tarde; «¡qué pronto anochece aquí!», pensé. Me levanté rápido de la cama, no quería perder ni un minuto, me disponía a hacer, pero ¿qué? Normalmente la noche me paraliza, las ideas se me desvanecen, desaparecen, el cuerpo se me afloja, no tengo energía, sin embargo, esto no lo podía permitir, ni aquí ni ahora. Me abrigué bien y salí de la casa para ver qué ocurría en el Berlín nocturno. Era miércoles, las calles estaban a rebosar de gente que andaba enérgica por ellas. Adquirí en un lugar donde vendían prensa una revista informativa llamada Zitty; en ella, se exponía una gran cantidad de ofertas culturales y de ocio en la ciudad que me pusieron al corriente todo un universo de posibilidades. Me decidí por visitar pequeñas galerías de arte ubicadas en casas antiguas con patios de vecinos en la Oranienburgerstrasse –calle en la que durante el primer tercio del siglo XX había sido habitada por muchos berlineses de procedencia y de credo judío–, donde encontré exposiciones de pinturas abstractas que no me sedujeron. Me fijé en los visitantes de estas salas; se trataba de gente más bien joven con aspecto extravagante, que mirando los cuadros se transportaban mentalmente; no sabía a qué mundo; al suyo propio supuse, donde permanecían inmóviles como figuras de mármol. Tampoco podía saber qué experimentarían, pero verlos a ellos era todo un espectáculo añadido al de la contemplación del arte. Visité varias salas, terminé embriagada de colores y de formas; paseé por los alrededores mirando las fachadas de los edificios, cuyas plantas bajas eran establecimientos muy variados. En las aceras, a unos centímetros de las entradas de algunas casas –demasiadas–, pequeñas placas de bronce informaban del nombre, fecha de nacimiento y muerte del usuario de la casa, muchas veces se trataba de familias enteras que fueron eliminadas en tiempos del holocausto nazi. Me ensombreció. No pude evitar el imaginar escenas familiares dentro de esas casas, me vino a la memoria escenas de la película El pianista del director de cine polaco Roman Polanski; pensé en la cantidad de personas, en vidas normales de gentes normales que por un fatídico momento histórico se vieron teñidas por el horror... Había tiendas muy especializadas en determinados estilos de ropa, adornos, bares, restaurantes… Era una zona muy dinámica donde un hervidero de gente invadía las aceras; individuos de todas las edades y colores caminaban hablando y riendo, produciendo un barullo que al cabo de un rato se me hizo molesto.

Cansada de danzar por las calles, quería buscar un lugar tranquilo, alejado de toda esa algarabía en la que estaba metida; vi el nombre de una calle que me llamó la atención: Tucholskystrasse. Esa fue la elegida. Inmediatamente me vino a la mente la imagen de mi antigua profesora de alemán en la academia Hiperión en Salamanca, se llamaba Christina, era de Colonia y estaba casada con un profesor de universidad de Lengua y Literatura españolas, David, un andaluz ocurrente y de buen humor. Se habían conocido en un encuentro de espeleólogos en Madrid, y tras unos meses de cartas, decidieron vivir juntos; durante un tiempo lo hicieron en tierras andaluzas y, más tarde, terminaron por asentarse en Salamanca. Ella encontró trabajo como profesora de alemán en la academia de lenguas, y allí coincidimos, Christina como profesora y yo como alumna. Recuerdo que en un tema del libro de texto que usábamos en clase de alemán había un comentario sobre Kurt Tucholsky. La profesora hablaba con mucha simpatía de él; cuando empezó a comentarlo, cambió el tono de su voz, hablaba con más energía y le brillaban los ojos. «Fue escritor y periodista allá por los años veinte del siglo pasado, autor de cabarés en los que manifestaba su talante democrático y pacifista; era un antimilitarista convencido y partidario de la República de Weimar. Temía y criticaba las tendencias antidemocráticas y la propagación de las ideas nacionalsocialistas que se iban extendiendo en su tiempo por toda Alemania», nos dijo, y nos habló de algunas de las letras de sus cabarés.

Anduve calle hacia adelante, pequeñas tiendas de artesanos, artistas, alguna tienda de veinticuatro horas...Un bar haciendo esquina me llamó la atención; se veía bastante oscuro desde fuera, se percibían las siluetas de los clientes a través de la luz mortecina de las velas; desde la calle la barra del bar se veía grande y el local en sí también. Allí me metí. Delante de una cerveza me fijaba en la actitud de la gente, cómo ellos ante cervezas inmensas y espumosas se relacionaban entre sí, en los gestos y actitudes; a diferencia de lo que ocurría en las calles de las que venía, aquí se comunicaban en un tono de voz baja; aunque todos hablaban, se oía como un suave murmullo extendido por todo el local, pero en ningún momento gritos o voces altisonantes. Me fui pronto.

Cuando llegué a la casa, dejé la puerta de la habitación abierta y se coló Luna, esta vez se mostró con más confianza de lo que lo hizo al medio día; se acercó y no me rehuyó cuando le acaricié la cabeza. Ese primer día había vivido toda una feria de sensaciones y de emociones.

Al día siguiente, quise tener una visión general de la ciudad; cogí un autobús que me llevó por los lugares más emblemáticos de la capital alemana: Unter den Linden, la Universidad de Humboldt, la Puerta de Brandenburgo, el Reichstag…una verdadera tournée que ofrece el autobús número cien. El día acompañaba; estaba un poco gris, pero por suerte no llovía. Durante el trayecto no podía evitar acordarme de mi hija, pues ella era una de mis dos grandes pasiones; la cultura alemana, la otra. En su día hubo otra más, el padre de Marina, Javier, pero esta se fue ahogando con la rutina del día a día y sobre todo con el descubrimiento paulatino de sus secretos más inconfesables, los que escondemos, los más negativos, los que llevamos cada cual en el fondo de nuestra mochila; negativos por no ser aceptados socialmente, por poder desestructurar un orden establecido, y por ser, en fin, nada aconsejables para el control social. Todos escondemos algunos de estos puntos negativos en nuestra conciencia, y de ellos no queremos hablar nunca, pero con la convivencia emergen de sus escondrijos y nos delatan. Los míos para él y los suyos para mí llegaron a ser insoportables, y en el mejor de los casos aburridos, y a pesar de los esfuerzos hechos por ambas partes todo terminó en una separación que afortunadamente no fue traumática ni para él ni para mi hija ni para mí. Es verdad que la decepción fue mutua, pero, a pesar de eso, también lo fue el cariño. Existía además una razón que nos importaba mucho a los dos: Marina. Ella sería, estábamos seguros, el punto incondicional de nuestro trato cordial para siempre; «pero, ¿por qué tengo que impregnar presente de pasado?, ¿por qué soy incapaz de disfrutar de los momentos felices arrastrando experiencias desagradables que ya pasaron, y que me distraen del goce del ahora?, me pregunté, «¡fuera recuerdos!». No estaba allí para recordar, sino para disfrutar la emoción que me proporcionaba esa primera visita a la ciudad que realizaba en autobús, que me proporcionaría una visión general de la ciudad, y además quería llenarme la vista de esos rincones incomparables y llenos de historia. Así fue la primera noche y los dos días siguientes de mi llegada a Berlín.

Ya he terminado de curiosear por la plaza más emblemática de la capital, la que ha presenciado los momentos más decisivos de su historia, los actos más deplorables llevados a cabo por el ejército nazi contra los ciudadanos judíos, las revueltas populares que clamaban libertad cuando estaba instaurada la República Democrática, aplastadas con violencia por el régimen comunista, las manifestaciones multitudinarias en los últimos años antes de la reunificación del país.

En mis oídos resuenan los gritos de Wir sind das Volk2 que propinaban los ciudadanos del Este cinco días antes de la caída del Muro, en la multitudinaria manifestación convocada por actores y personal de teatro de Berlín Este, una de las pocas manifestaciones no gubernamentales permitidas, en la que más de una veintena de artistas de teatro, escritores y académicos hablaron desde un escenario improvisado en un camión colocado en la misma Alexanderplatz. También subieron al escenario –hecho que nadie esperaba y dejó al pueblo atónito– miembros de la SED3, como su secretario general Günter Schabowski, y la escritora Christa Wolf, que pedían cambios en el sistema político. Los manifestantes pedían también elecciones democráticas y más libertades civiles, el derecho a viajar sin restricciones y libertad de expresión; todo ello en una marcha pacífica con consignas tales como “no a la violencia”, “privilegios para todos” “el pueblo también desea el paraíso socialista” pero el lema más gritado era “somos el pueblo”. Cinco días después de esta manifestación masiva fue derribado el muro y fue permitido el libre tránsito entre las dos zonas de Berlín, con la consecuencia de la llegada de la democracia y las libertades civiles y con la reunificación de Alemania el 3 de octubre de 1990. Esa manifestación ha sido considerada como una de las más importantes en el proceso del cambio junto con las «marchas de los lunes» y las congregaciones en la iglesia de San Nicolás en Leipzig.

Parece como si los hubiera dejado atrás y me persiguiera el eco de los manifestantes. Voy a comprar una flor azul, prometí que se la llevaría. Entraré aquí, en esta floristería. Hay mucha variedad de flores de todos los colores, pero poca oferta de flores de color azul; elegiré dos lirios. La florista los adorna con unas hojas de helecho frescas y muy verdes, y me dirijo a la estación de metro. Busco el tren S7, dirección Potsdam. Encuentro la parada, faltan siete minutos. Espero.

Hay muy poca gente en el vagón; elijo un asiento que va en la misma dirección que el recorrido del tren y me pongo al lado de ventanilla para ver mejor lo que hay al otro lado de ella. El tren atraviesa la ciudad; procede de lo que era antigua República Democrática, y todavía estamos en la misma zona. A lo lejos, hacia la derecha, se ven grandes bloques de pisos que tienen idénticas terrazas, muestran la arquitectura típica del Este. La dejamos, y algo más adelante entramos en la zona dieciochesca y decimonónica donde aparecen edificios con fachadas de grandes moles de piedra. Entre ellos una construcción de arquitectura moderna, nueva y grande, parece una biblioteca, tal vez sea la de la universidad. Desde el vagón se ven jóvenes salir y entrar con bolsas de plástico transparentes que las debe facilitar la misma biblioteca, en las que se dejan ver libros y útiles de trabajo.

Me vienen recuerdos de Salamanca, de cuando empezamos a salir juntos Javier y yo, de cuando nos íbamos a estudiar a la biblioteca de la facultad de Filología, de cuando hacíamos esos largos descansos para tomar café y entrábamos en la cafetería de la facultad, que en su día era una caballeriza, de ahí su nombre Las Caballerizas, que parecía una gran catacumba con arcos macizos de ladrillo visto que iban de pared a pared, iluminada siempre con luz artificial, las mesas cuadradas, uno frente al otro, y, entre los dos, cafés y cigarrillos. Recuerdo una tarde que comentamos una obra de teatro a la que habíamos asistido hacía unos días y nos encantó a los dos; se trataba de El cántaro roto, obra del dramaturgo alemán de finales del s. XVIII y primeros años del XIX, que por entonces ni siquiera pude sospechar que entraría en mi vida en un momento en que esta hacía aguas, para invadirme y quedarse en ella durante mucho tiempo ¡Con qué pasión comentamos temas tratados en la obra!, hablamos sobre la justicia y el comportamiento de los jueces; «¿no te parece que la justicia a veces es muy injusta?», le proferí, «¿Y que la aplicación de la ley es desigual para unos y para otros?, ¿y qué me dices de la interpretación de la ley por parte del juez?, ¿y de la moralidad de los jueces?». Nos enredamos en la conversación. Ese día le dimos un buen repaso al tema de la justicia, y llegamos a la conclusión de que la obra escrita bajo la forma de comedia era una burla a las instituciones, una crítica atroz a la profesionalidad de muchos jueces y a la interpretación que muchos de ellos hacen de las leyes, comentamos cómo la obra, a pesar de haber sido escrita hacía más de un par de siglos, presentaba una temática muy actual, pero es que, en verdad, el tema en sí no había cambiado mucho. En realidad, los grandes temas del hombre como la justicia y los valores éticos en general parecían no haber experimentado grandes avances desde el origen de la cultura occidental hasta nuestros días, mucho menos desde hace dos siglos hasta aquí. Nos reímos recordando algunas escenas y celebramos el haber ido a verla. Terminamos nuestro café, llenamos el cenicero de colillas y volvimos de nuevo a la biblioteca para seguir con nuestra tarea.

1 Los hermanos Tanner.

2 “Somos el pueblo”.

3 Sozialistische Einheitspartei Deutschland (Partido socialista unificado de Alemania).

Reencuentro en el Wannsee

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