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CAPÍTULO 1 EL ELFO VERDE

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Era una encantadora mañana del 27 de julio de 1710. En una cabaña en las afueras del poblado de Málaga, sobre la costa del mar Mediterráneo, habitaba una familia pequeña de dos integrantes: don Bernardo Segovia y su nieto, Rafael Segovia. Infortunadamente, los padres de Rafael habían fallecido en un naufragio cuando el niño tenía cinco años. Desde entonces, su abuelo, don Bernardo, se había hecho cargo del pequeño, cobijándolo en su hogar.

Rafael, que ya era un joven de dieciocho años, en la mañana del 27 de julio de 1710 estaba sentado sobre la arena blanca de la costa del mar Mediterráneo. Posaba sus ojos en el oleaje, como inerte, con el mentón encima de las rodillas, contemplando en silencio el ritual de las aguas danzantes. Este joven, como amante insatisfecho, imponía sinuosos trazos de saliva sobre la plana superficie de la arena. Esta parecía flirtearle portando en su infinita figura el pálido ornamento de caracoles fallecidos. Por aquellos días finales de julio, el joven Rafael y su abuelo, don Bernardo, llevaban en el rostro el tostado que de a poco les había maquillado el sol.

Débiles restos del oleaje besaron sus pies descalzaos, pero solo una flota de gaviotas que pasó ligera logró disuadir sus conciencias y quebrar el encanto de ese momento. Más allá, a unos pocos pasos, una botella consumaba movimientos breves, como los que puede producir cualquier boto, con sus amarras echadas sobre el muelle. Rafael, en un santiamén, recogió la botella y se dirigió hacia donde se encontraba su abuelo Bernardo; sus huellas se fueron dibujando de golpe, sinuosamente, hasta dar con la humilde pero confortante casa costera.

El viejo Bernardo en ese momento estaba terminando de aprontar dentro de un tonel algunas redes y líneas de pesca para peces de agua profunda. Su oficio en la actualidad era el de pescador. Bernardo advirtió que su nieto Rafael izaba en lo alto de su mano derecha un trozo de papel.

El viejo lobo de mar frunció el entrecejo y luego llevó una de sus callosas manos hacia la tupida barba grisácea bajo su labio superior. Entre dientes descansaba la pipa color caoba, aguardando lumbre para la combustión del tabaco. Rafael le entregó el trozo de papel a Bernardo. Este, al observarlo, se dio cuenta de que se trataba de una carta, acompañada por el dibujo de un mapa. Lo leyó rápidamente y supo casi espontáneamente que las rutas marítimas allí sentenciadas no se correspondían en forma alguna con las actuales, pero sí se ajustaban a los modelos de carta de navegación utilizados por los marineros de antaño, que navegaban los mares en los albores del sigo XVI. Sobre el dorso de aquel plano, un manojo de palabras imprecisas y un poco desordenadas despertó la curiosidad del joven y su abuelo. don Bernardo se dirigió al joven:

—¡Vamos! Rafael, léeme estas palabras que no tengo mis lentes a mano.

—Está bien, abuelo.

Rafael comenzó a leer las palabras de la parte superior del mapa.

10 de diciembre de 1540

Mi nombre es Miguel Ángel Treyes, mi rango es el de capitán, capitán de una embarcación. La ubicación donde me encuentro está dada en el mapa que dibujé en la parte inferior. El resto de la tripulación ha perecido en el naufragio. Una carga de cañón enemigo, creo que se trataba de un barco pirata portugués, ha interceptado el casco del buque en el buque llamado Santa María. La carga del cañón dio en la parte baja del lado estribor.

Dada la escasa visibilidad, ocasionada por un espeso banco de nieblas, me ha sido imposible eludir el curso de ese galeón. En un bote cargué dos de los muchos cofres colmados de piezas de oro y de piedras preciosas que habíamos conquistado de una ciudad del Nuevo Mundo. La ciudad era del imperio Azteca, su nombre es Tenochtitlan. Fue conquistada por don Hernán Cortés. El buque Santa María era una de las seis naves que regresaban del viaje de conquista de esta ciudad. Desconozco la suerte de las otras naves, puesto que, debido al bando de nieblas y al intenso combate de los cañones, me ha sido imposible distinguirlas u oírlas.

Como dije, la ubicación en donde me encuentro la describo en el siguiente mapa y doy por fiel palabra de entregar la mitad del tesoro a quien acuda a este pedido de auxilio. Coloco en una botella de jerez la suerte de este pobre marinero. Si esta carta no llegase a tiempo para que me rescaten con vida, dejo para el afortunado que encontrase este mapa la ubicación donde estará enterrado el tesoro.

Dios guarde al bienaventurado que encuentre esta carta muchos años de vida.

M. A. T.

El joven Rafael le había hecho entrega al viejo Bernardo del pedazo de papel. Bernardo, con gesto de intriga, añadió unas palabras:

—Rafael… ¡Estos papeles parecen antiguos de verdad! Dudo que se trate de alguna broma, así que por el momento no te preocupes, que me llevaré esta carta a mi biblioteca para estudiar el asunto por la noche, más detenidamente.

El joven Rafael le dijo a su abuelo:

—Parece que conoces mucho sobre este asunto de mapas antiguos, abuelo.

—Así es. En mi juventud fui marinero, cartógrafo; algo comprendo de mapas antiguos y asuntos de antaño. Pero esa es otra historia que algún día te contaré, ¿de acuerdo?

—Sí, abuelo.

—Pero, por el momento —continuó el viejo lobo de mar—, quiero que aprontes el bote. Mañana junto al alba saldremos de pesca. No te olvides de las redes, las hachas, las cuerdas y de todo lo que creas que será necesario y útil.

—De acuerdo, así lo haré —dijo el muchacho con un tono afirmativo.

Mientras Rafael se dirigía hacia la playa donde se encontraba la embarcación de pesca, su mente era dominada por muchas ideas sobre piratas, tesoros escondidos y otros sucesos fantásticos de la más variada índole. Por otro lado, el viejo lobo de mar se dirigía a su posada. No se trataba de una posada tradicional como la de cualquier pescador vulgar, sino más bien de una persona muy culta y amante de la escritura. La posada estaba construida sobre una base de piedra para que la humedad no la deteriorase con el tiempo.

La cabaña había sido construida al estilo de “el Lafting”, una forma tradicional de construcción que se utiliza por el norte de Europa. El Lafting es un tipo de construcción realizada con troncos de madera; consiste en cortar los troncos de madera y encajarlos unos con otros de manera horizontal para crear muros enormes y fuertes, resistentes a todo tipo de bravura climática.

Lo que muy pocas personas sabían de Bernardo era que el viejo lobo de mar era una persona culta realmente. Le fascinaba el mundo de las letras. Después de navegar, su gran pasión se concentraba en la lectura.

Cuando don Bernardo ingresó en la cabaña, se dirigió a su biblioteca. Podríamos decir que lo acompañó la buena suerte, puesto que muchos libros trataban sobre el tema de navegación.

La historia de la carta lo había entusiasmado bastante, pero, sin hacérselo saber a su nieto, mantuvo oculta su emoción por este asunto.

De hecho, dedicó casi toda la tarde y noche a recolectar la mayor cantidad de información posible sobre naufragios ocurridos durante los años 1500 d. C. al 1600 d. C.

Cuando el sol marcaba las 7:30 pm, juntó todos los libros que había recolectado de su biblioteca y los desplegó sobre el escritorio. También desplegó un mapa con la zona del naufragio y depositó en cada uno de sus extremos unas estatuillas de mármol con la figura de Poseidón. Las estatuillas tenían el tamaño que tiene el antebrazo de un ser humano. Poseidón, en la mitología griega, es el dios que representa al mar, al océano y a la cólera. En latín lo conocemos como Neptuno, pero siempre se trata del mismo dios. Por esta razón, todos los marineros y amantes del mar lo veneran y lo alaban. Y don Bernardo, como todo hombre ligado a las tareas del mar, tenía sus mitos y sus creencias con respecto a él, así que le rezaba a diario. Las estatuillas de mármol habían sido confeccionadas por el famoso escultor español Gregorio Fernández, quien se las había obsequiado al bisabuelo de don Bernardo, Francisco Segovia, íntimo amigo de Gregorio Fernández.

Bernardo tomó del cajón del escritorio una pluma y un cartómetro que depositó del lado izquierdo del mapa. Luego agarró su pipa de raíz de sauce y le echó fuego. Permaneció sentado sobre su sillón como las gaviotas sobre la arena. De pronto, se encontraba observando detalladamente todos los libros de los estantes que tenía en su biblioteca. Se detuvo justamente en el libro de Miguel Cervantes, Don Quijote de la Mancha, primera parte. Recogió el libro que estaba a su izquierda, un libro bordó con letras doradas que se titulaba Rutas cartográficas del Nuevo Mundo. Lo adjuntó con los otros libros que ya tenía arriba de su escritorio. Antes de buscar otro libro, pudo constatar que los grados de longitud y de latitud descritos en el mapa coincidían exactamente con los grados que el libro tenía. Esto lo alegró bastante, porque eso significaba que el mapa, geográficamente, era cien por ciento real.

La isla estaba ubicada a 22,5° de longitud oeste de Greenwich y 90° de latitud este. Hoy en día, a esa isla se la conoce con el nombre de isla Pérez, está ubicada en el golfo de México, pero en los años que esta historia ocurría todavía no había sido descubierta. Por lo pronto, don Bernardo había oído sobre los territorios más cercanos a la isla, los cuales sí habían sido descubiertos. Comprobó que la zona del naufragio descripta por el capitán M. A. T. era correctamente una ruta de navegación antigua que usaban las embarcaciones españolas de antaño para el trajino de mercancías valiosas desde el nuevo continente hacia el viejo continente.

Al terminar de leer el libro, tomó otro cuyo título era Combates marítimos entre España y Portugal. Pudo comprobar que, durante ese período, en las aguas del Nuevo Mundo, y sobre todo en esa zona, se libraron muchos combates por tesoros de los nuevos territorios conquistados. A don Bernardo esto lo llevó a pensar que todo encajaba perfectamente. Apoyó los dos libros sobre el mapa y sacó de la biblioteca un tercer libro, Las islas descubiertas hasta mil setecientos. Esta isla todavía no figuraba en el registro. Cerró suavemente el libro y lo dejó caer sobre los dos libros anteriores. Colocó su mirada fija sobre el alfanje exhibido en la pared, sobre la salamandra que daba de cara al escritorio.

Don Bernardo comenzó a reflexionar sobre la posibilidad, a su edad, de emprender una empresa de tamaña magnitud. También reflexionó sobre la posibilidad de conseguir un buque para cruzar todo ese enorme océano y llegar al otro lado del mundo. Esto sería lo más difícil, si conseguía el capital inicial para costar la expedición. Para este entonces, el día ya se estaba despidiendo y la noche se estaba haciendo presente. A don Bernardo lo invadían muchas ideas, como sobrevuelan los vientos del este por la costa del Atlántico. “¿Será cierto que un mensaje de auxilio puede permanecer dentro de una botella de jerez durante ciento setenta navidades y a la deriva del mar? ¿Puede ser que ninguna persona en estas ciento setenta navidades haya descubierto las islas y, aún más, no haya descubierto el tesoro? ¿No se estaría tratando de alguna trampa de algún galeón pirata? Para que presas fáciles se acerquen, y así puedan ser abordados…”.

La tarde se había ido y la noche era la reina del cielo. Como acompañante, el viento cantaba la dulce danza del frío. El viejo lobo de mar comenzó a oír pasos que provenían desde el exterior de la casa. En efecto, se trataba de su nieto Rafael, que apresuradamente ingresó a la cabaña y se dirigió hacia la biblioteca, pero antes depositó un manojo de leños contra la pared del living. Entró a conversar con su abuelo, luego cenaron y se fueron a descansar.

Amaneció el día 28 de julio, era una mañana muy agradable en la que la costa del Mediterráneo se estaba sintiendo un clima cálido y estupendo. Don Bernardo se dirigió a la costa a depositar unas redes llamadas “tramayos”, las cuales actúan de una manera muy simple. Se trata de una red larga, de aproximadamente diez metros. En sus extremidades, está compuesta de unos hierros, los cuales se clavan en la arena. De esta manera, la marea sola se encarga de depositar los peces en esa maraña de hilos que conforman una mortal red de pesca.

Bernardo se decidió por la pesca en red desde la costa, debido a que los planes del día, de realizar la pesca embarcada, habían cambiado. Las pescas del día la realizarían con el tramayo y desde la costa. Bernardo utilizaría ese tiempo para ir hasta el poblado de Málaga. Terminadas de depositar las redes en la costa, fue hasta la posada a despertar a su nieto Rafael. La posada estaba ubicada a unos cientos cincuenta metros del mar. Detrás de la cabaña se extendía una enorme superficie cubierta por una vegetación muy boscosa. Tanto Bernardo como Rafael eran amantes de la naturaleza y rara vez le hacían daño a la vegetación. El trato que tenían con la vegetación era casi el mismo que tenían con los humanos, un trato basado en el amor y el respeto. Toda persona que llegaba a conocer este lugar acababa fascinada, difícilmente se olvidaba ese bello paisaje.

La posada estaba compuesta por seis habitaciones, una cocina, un salón comedor, una biblioteca y tres dormitorios. La cocina tenía una mesada larga en la cual se fileteaban los peces, una cocina de hierro a leña y una estantería llena de vasijas de plata que eran utilizadas en ocasiones especiales. En los almuerzos cotidianos utilizaban vasijas de madera, como todos los pescadores. En el salón comedor se distinguía una mesa de madera de roble, de unos tres metros de largo, con tres sillas ubicadas en cada uno de sus laterales y una en cada uno de sus extremos. De cara mirando hacia la entrada del salón comedor se encontrada exhibido un tapete de tela tisú con el espléndido dibujo de un leopardo, el cual tenía en su rostro la expresión de dar la bienvenida a todas las personas que ingresaban en la casa. Don Bernardo había conseguido el tapete en uno de sus viajes como marinero, en un intercambio de mercaderías en el puerto de Londres. Terminaban de decorar el salón comedor dos sillas de un cuerpo, enfrentadas con una mesa redonda de por medio. En el centro del salón había una salamandra y algunos cuadros colgados. La biblioteca tenía escritorios de roble, un candelabro de plata, una pequeña chimenea y muchos libros de los más variados autores.

Las otras tres habitaciones eran todas de dimensiones iguales; una pertenecía a don Bernardo, otra, a Rafael, y había una tercera que siempre permanecía libre para los huéspedes. Don Bernardo despertó a su nieto y lo invitó a desayunar al salón comedor. Ya cuando los dos estaban sentados le contó las novedades con respecto al mapa y el plan que tenía en mente para el día que comenzaba. Rafael estaba desbordado de alegría por todo el asunto, pero era consciente de que él y su abuelo no estaban en condiciones económicas para emprender una expedición de semejante magnitud.

—Rafael, hablaré con algunos amigos que tengo en el pueblo y veremos cómo proceder; mientras tanto, cuida la cabaña y no olvides retirar las redes del mar antes de que caiga el sol.

—¡No te preocupes! —respondió el joven—. Me encargaré.

Don Bernardo se despidió y se dirigió hacia el establo; montó en la carreta y salió rumbo al pueblo. Mientras iba sentado en el pescante, guiaba a los dos caballos sobre un camino sinuoso que se perdía en el bosque. Esta vía salía a una carretera que llevaba directamente al poblado de Málaga.

Mientras Rafael desayunaba tenía la mente puesta en Ana.

Ana Jiménez era una muchacha de cabellos dorados como el sol. Tenía dieciocho años y era hija de un aristocrático personaje del pueblo de Málaga. El padre de la muchacha se llamaba don Marcos Jiménez y se oponía a que su hija estableciese cualquier tipo de relación con cualquier persona del pueblo, pues consideraba que nadie en Málaga tenía el dinero suficiente para casarse con ella. Rafael solía verla todos los domingos en la iglesia y ambos sentían una mutua atracción. Por lo tanto, el tema del tesoro lo ilusionaba con la posibilidad de poder hacerse acreedor de una muy buena suma de dinero y, de esta forma, poder casarse con Ana. Esa sería la única manera de tener el consentimiento de don Marcos.

Unas cuantas horas ya habían pasado desde la partida de don Bernardo, que se encontraba cabalgando en su carreta hacia el pueblo, y comenzó a divisar a lo lejos la posada El Elfo Verde.

Bernardo habitaba a cincuenta kilómetros de la ciudad de Málaga y la posada estaba ubicada aproximadamente a unos quince kilómetros de la ciudad, así que ya le quedaba poco viaje por recorrer a nuestro viejo lobo de mar. La posada El Elfo Verde era muy bonita. Diariamente era transitada por los viajeros que entraban y salían de la ciudad de Málaga. Los viajantes que querían llegar bien alimentados y saciados consumían los servicios de esta posada.

Al llegar a la puerta, Bernardo divisó amarrados unos seis caballos y un carro aguatero tirado por una yunta de bueyes marrones. En el carro aguatero había un joven fraccionando unos toneles con agua potable para beber.

El agua era extraída de un arroyo que corría por una serranía cercana. Don Bernardo descendió de la carreta y la amarró en el establo que estaba junto a la posada. Saludó a los dos hijos del posadero que se encontraban en el establo, Diego y Hernán Pérez. Luego se dirigió hacia la posada, caminando los treinta pasos que la separaban del establo. Sus tranquilos pies aplastaban el verde pasto bajo el sol que caía desde el espacio exterior, con el rocío depositado sobre sus espaldas todavía.

Mientras Bernardo hacía su ingreso, en un solo instante, se percató de las personas que allí se encontraban. Y el detalle fue el siguiente: en una mesa observó que había tres pescadores bebiendo y sonriendo. Estaban bebiendo vino y dando grandes carcajadas. En otra, dos hombres, con ropas elegantes y modales más finos. Bebían cerveza y conversaban, pareciera que se trataba de dos comerciantes. En el fondo del salón comedor había un solo hombre sentado. Se encontraba en la parte más oscura del salón comedor, allí donde a la luz solar no le estaba permitido ingresar. Este misterioso hombre tenía una jarra de agua y un costillar de carne vacuna servidos sobre la mesa, junto a un enorme trozo de pan. Terminaban de complementar el salón comedor de la posada unas diez mesas más, todas vacías, pero prolijamente ordenadas.

Lo más atractivo de la posada El Elfo Verde era la pintura que vivamente sobresalía desde el fondo del salón, justo detrás de donde se encontraba sentado nuestro solitario hombre. La pintura era una representación de la última cena de Jesús, muy bien pintada. El dueño de la posada, Joaquín Pérez, era un amante de las pinturas, pero no de todas, sino de aquellas temáticas sobre paisajes bíblicos. Bernardo, al ingresar a la posada, saludó a Joaquín, pues ya hacía tiempo que se trataban. El posadero cariñosamente saludó a Bernardo y brevemente comenzaron a dialogar sobre un tema en particular como lo era la cantidad de personas que estaban merodeando últimamente por los caminos de la zona. Finalizada la conversación, miraron a todos los comensales y el tabernero se fue hasta la cocina. Bernardo concluyó, así, la conversación con el tabernero Joaquín, y se dirigió a saludar al resto de las personas que se encontraban dentro del salón.

—¡Buen día a todos los presentes! —dijo Bernardo.

—¡Buen día! —respondieron todos, a excepción del comensal del fondo, que finalmente saludó.

—¡Sí! Buen día —contestó el solitario—. Mi viejo amigo, don Bernardo, venga, hombre, ¿que ya no me reconoces?

En efecto, Bernardo se quedó unos instantes observándolo y lo reconoció. Se trataba de su amigo moro, el derviche Murad Shami. Don Bernardo se dirigió hacia la mesa y le estrechó un fuerte abrazo a su amigo moro, dado que hacía un año que no lo veía, pues el moro había estado enfermo de malaria por las costas del norte de África. Gracias al Todopoderoso, ya se había recuperado y no le habían quedado secuelas, más que algunas terribles pesadillas por las noches.

El viejo lobo de mar se acercó, tomó asiento y le pidió a Joaquín que les sirviese una jarra de cerveza, un poco de pollo asado y algunas batatas. El derviche y Bernardo se quedaron conversando sobre sus temas y asuntos personales por un buen momento, hasta que Joaquín, el pasadero, los interrumpió. Traía el almuerzo del viejo lobo de mar. Bernardo comenzó a engullir y el derviche continuó arrasando con todos los alimentos depositados sobre su plato. Quedaba comprobado que tanto moros como cristianos comían y se alimentaban como respuesta ante el mismo síntoma, el hambre. Al fin y al cabo, alimentarse es uno de los placeres más bellos de esta vida.

Ambos se tomaron un intervalo para llegar y saciar ese maravilloso órgano humano, el estómago. Luego de que los dos amigos estuvieron llenos, porque el hambre había desaparecido, al menos por el momento, el posadero se hizo presente y retiró los platos, limpió la mesa y se retiró.

Don Bernardo le contó a Murad Shami el asunto por el cual se estaba dirigiendo al pueblo. Al derviche le interesó el asunto del tesoro, más precisamente no el tesoro material, sino el tema del tesoro mismo, por la aventura que representaba. Pues los derviches son personas nómadas que acostumbran a viajar por todos los rincones del mundo transmitiendo su sabiduría. Por lo general, recorren el mundo musulmán. Pero este era un derviche aventurero. El tema del tesoro le agradó a Murad Shami, porque podría compartir muy buenas historias junto a su amigo Bernardo, al cual hacía bastante tiempo que no veía. Así que Murad aceptó participar de la expedición. Luego de contarle en voz muy baja el asunto del tesoro, Bernardo se dirigió hacia Murad Shami.

—Pero, dime, Murad… ¿Qué estabas haciendo aquí?

—Justamente estaba pensando en almorzar algo para luego partir hacia tu cabaña. Es una coincidencia increíble, ¿no crees tú?

—¡Los dados del destino cayeron para el mismo lado, Shami! —dijo don Bernardo con una pícara sonrisa, tocándole la oreja.

Terminado el almuerzo y el diálogo, se despidieron del posadero Joaquín. Pagaron su almuerzo, luego se fueron cabalgando hasta el pueblo de Málaga. El derviche acompañó a Bernardo hasta allí.

Mientras cabalgaban, el derviche le hizo saber a Bernardo que conocía a un reconocido comerciante, perteneciente a la alta aristocracia de Málaga, que tal vez les podría brindar ayuda con la organización de la expedición.

—¿Crees que este comerciante esté dispuesto a brindarnos su ayuda? —preguntó descreído el viejo lobo de mar.

—Sí, Bernardo. Me debe algunos favores menores desde hace algunos años, y, por otro lado, sabe que soy una persona de fiar. De esta forma, creo que no tendrá ninguna objeción para brindarnos su ayuda. Es el momento oportuno para que me devuelva esos favores. No te preocupes por el dinero, que a esta persona no le hace falta, pues ya tiene bastante. En el peor de los casos, si tiene un ataque de codicia, nos rentará una embarcación a cambio de una determinada suma de dinero. En cuanto a si es de fiar o no, en un simple razonamiento te diría que es de fiar, pero también me vienen a la mente unas palabras que señalan que “no en todas las personas se puede uno fiar, porque en las profundidades de la mente humana se encuentra el camino hacia el reino de la maldad”.

—¡Sí! Son muy sabías tus palabras, Murad… la influencia de lo material en la mente humana… son combinaciones que nunca se sabe con certeza qué pueden llegar a provocar —concluyó Bernardo.

Era un importante comerciante de la ciudad; no se trataba de un simple comerciante, sino de un codicioso prestamista usurero, el cual poseía a su disposición dos galeones y otras seis embarcaciones menores, con las cuales realizaba viajes y negocios de distinta índole por todo el mar Mediterráneo, principalmente, aunque en ocasiones llegaba hasta el puerto de Londres. Pero la actividad económica principal de Cirilo Villaverde era el acarreo de mercancías desde los puertos de toda la costa Mediterránea hasta la zona costera del puerto de Málaga como principal puerto. Luego de acabar la conversación, los dos compañeros siguieron cabalgando en silencio. Murad Shami cabalgaba en su corcel negro, a su lado don Bernardo lo acompañaba en su carreta, la cual iba bastante ligera de peso.

El tesoro escondido

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