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Aún no vivía en esta ciudad cuando mi papá me trajo a ver la vida abierta. Era una novia asustada adentro de un bodegón viendo las frutas partidas, todas más grandes que ella, todas yendo hacia la descomposición.

Muchos años después viajé a la Sierra Gorda, donde hacia arriba y hacia abajo la vida podía ser mucho más abierta. La vegetación cambiaba radical en cada altura, los ecosistemas daban plantas brillantes al fondo y en la superficie oscuras, casi en la opacidad. Llegamos al mirador de Cuatro Palos y la niebla no dejaba ver, los magueyes ahí eran grises y el día se impregnaba en la cara. Los pájaros cantaban tan fuerte y unísono que pensamos que algo se le había roto al carro.

Un día me separé de un hombre que pensé que amaría para siempre. La desazón me hizo aprender a ver mis pensamientos. En ese momento la vida se abrió de verdad, y yo miraba mi mente como la novia asustada miraba las sandías abiertas.

La vida abierta

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