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Capítulo 1

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POR FIN Haley Glen estaba ante las verjas de la mansión de Sam Winton y no se sentía capaz de seguir con su plan. Toda ella deseaba agarrarlo por el cuello y no soltarlo hasta que admitiera ser el padre del niño de su hermana.

Joel tenía seis meses y hacía cinco que Ellen no estaba con ellos, pero era la primera oportunidad que Haley tenía de acercarse al hombre. No había contado con que los nervios de última hora la dejaran paralizada.

Se recordó cuánto le había costado convencer a su amiga, Miranda Holt, para que la enviara a la entrevista. Si se acobardaba, dejaría en mal lugar a su amiga, y también a Ellen y al bebé, así que no tenía más remedio que seguir adelante.

Aunque eso la matara.

Con un suspiro, pulsó el intercomunicador, y liberó parte de su frustración apretándolo mucho más tiempo de lo apropiado. Oyó el aullido de lo que parecía un perro enorme y, segundos después, una voz airada sonó por el altavoz.

–No hace falta apretar hasta romperlo. Diga su nombre y qué quiere.

–Soy Haley Glen de la agencia Homebody –replicó ella con voz dulce, aguantándose las ganas de sugerirle dónde podía meterse el intercomunicador–. Vengo a ver a Sam Winton, necesita a alguien que cuide su casa –por el tono de la voz que había oído, imaginó que hablaba con Sam en persona. Y acertó.

–Soy Winton. ¿Qué le pasa a Miranda?

Miranda era la dueña de la agencia Homebody. Normalmente, ella misma visitaría a un cliente tan importante como Sam, y estaba claro que él lo sabía.

–Está ocupada con… –el enfado de Haley iba en aumento, así que cortó su disculpa–. ¿Podríamos discutir esto cara a cara, señor Winton? ¿O hacemos la entrevista por intercomunicador?

Un zumbido parecido al de un enjambre de abejas ahogó la respuesta, y las altas verjas de hierro se abrieron suavemente. Haley volvió a montarse en el coche y entró. Las verjas se cerraron tras ella. El sentido común le dijo que debían activarse con un sensor, pero tuvo la incómoda sensación de que entraba en una cárcel.

Llegó ante la imponente casa y salió del coche, pero se detuvo al ver un movimiento por el rabillo del ojo. El autor de los aullidos llegó corriendo de un lateral de la casa, lanzando gravilla con sus enormes patas. Haley apenas tuvo tiempo de meterse en el coche y cerrar la puerta antes de que un perro del tamaño de un poni se lanzara contra la ventana. Su corazón palpitó acelerado al ver una enorme boca con dientes dignos de un tiburón.

–Abajo, Dougal. Aquí.

La orden fue tan autoritaria como si la diera un general, así que a Haley no le sorprendió que el perro se apartara de la ventanilla como si le hubieran pegado un tiro. Se estremeció, sin saber si era por la súbita aparición del perro… o por la de su amo.

Sintió alivio cuando el perro se sentó junto al hombre que esperaba ante los escalones que subían a la casa. Era Sam Winton en persona; lo reconoció por la fotografía de la contraportada de sus libros. Sin embargo, su primera impresión de él, casi dio al traste con sus prejuicios.

Aunque no conocía al escritor de cuentos infantiles, no se esperaba un hombre vibrante que exudaba tanta energía como un cable de alta tensión. Tenía la piel bronceada y el cabello tan negro como el pequeño Joel, aunque mucho más fuerte. Le caía hasta la parte baja del cuello, como los caballeros medievales de las películas antiguas; pero este caballero no llevaba armadura, sino un polo color marfil y unos pantalones tan negros como su cabello.

Estaba acostumbrada a llamarlo La Bestia, el apodo que utilizaba su hermana, pero no parecía bestial en absoluto. Era más alto de lo que había imaginado, media cabeza más que ella. Aunque fuerte, no tenía los músculos desarrollados de un atleta, sino los de alguien que se cuidaba.

En ese momento, lo más bestial de él era la arruga de su entrecejo, que creaba un surco entre los ojos más azules que Haley había visto nunca. La arruga se profundizó al ver que miraba al perro intranquila.

–Ya puedes salir. No te hará daño.

Lo hizo. El hombre le agarró la mano y sintió una descarga eléctrica por todo el brazo. Intentó soltarse, pero la mano que la sujetaba era fuerte como el acero. Sintió cierta alarma.

–¿Qué está haciendo…?

Él le ofreció su mano a Dougal, que la olisqueó. Haley se preguntó si, a continuación, se la comería de un bocado, parecía muy capaz de ello.

–Amiga, Dougal. Amiga –dijo Sam.

El perro movió el rabo lentamente al principio, después comenzó a agitarlo como una bandera en un vendaval, y le pegó un lametón. Aliviada, Haley acarició el pecho del peludo perro con la otra mano. Él agachó la cabeza y la golpeó suavemente.

–Buen perro –sonrió ella, preguntándose cómo podía haber sentido miedo del lanudo animal.

Sam asintió con aprobación, dándose cuenta de que no había cometido el típico error de intentar acariciarle la cabeza.

–¿Entiendes de perros?

–Me encantan. Cuando era niña, tuve un kelpie australiano que se llamaba Buddy –a Haley le costaba pensar a derechas; él seguía teniendo los dedos entrelazados con los suyos, pero no parecía darse cuenta de su incomodidad.

–Te refugiaste en cuanto Dougal apareció.

Lógicamente, él había visto su indigna carrera de vuelta al coche. Eso la ponía aún en mayor desventaja, así que se defendió.

–Podría haber sido un perro guardián, entrenado para comerse a los intrusos –no añadió «igual que su amo», pero su tono de voz reflejó el pensamiento. Él le soltó la mano, y ella sintió una sorprendente sensación de desilusión.

–Se supone que Dougal es un perro guardián, pero probablemente mataría al intruso a lametones, le encanta tener compañía.

Ella pensó que al amo no le pasaba lo mismo.

–¿Vienen muchos intrusos por aquí?

–No cuando está Dougal. Vete, vuelve a tu hueso –al oír la palabra mágica, el perro meneó las orejas y se fue trotando por donde había llegado–. ¿Entramos? –dijo Sam indicando la escalera con un ademán.

Su voz adquirió un tono profesional, y fue como si una brisa gélida helara la atmósfera. Por un momento ella se preguntó si conocería su identidad, pero comprendió que su enfado era en respuesta al de ella.

–Lo siento si fui algo grosera por el intercomunicador –se disculpó Haley, recordando que Miranda confiaba en que supiera comportarse.

–Lo fuiste –corroboró él–, pero tenías un punto de razón.

Ella comprendió que eso era lo más parecido a una disculpa que podía esperar, y lo siguió. A través de un arco, entraron en el vestíbulo, cruzaron un salón doble, amueblado con antigüedades, y dejaron a un lado la puerta entornada de un dormitorio que parecía recién utilizado. Haley se preguntó si había estado durmiendo a media tarde; como era escritor, seguramente tenía un horario poco convencional.

Él cerró la puerta y solo tuvo tiempo de ver una enorme cama con dosel, cubierta con ropa de cama tan revuelta que daba que pensar: o tenía el sueño más inquieto del mundo, o había pasado allí un rato en buena compañía.

Esa idea la inquietó, y se preguntó por qué le resultaba más difícil imaginárselo como una bestia, solitaria y sin amor, que como un atleta sexual para quien su hermana había sido una conquista entre muchas. Ambas imágenes la llevaban a un terreno que no quería explorar. Su vida personal no tenía nada que ver con la razón por la que deseaba conocerlo.

Él abrió otra puerta y entraron en una biblioteca con estanterías de suelo a techo, repletas de libros. Ella los miró con curiosidad y descubrió que muchos eran libros de referencia sobre temas variados. Dentro de la biblioteca, una puerta daba a lo que parecía un despacho, a juzgar por los ordenadores, impresoras y demás aparatos que se veían allí. Todo estaba hecho un caos y eso la sorprendió; parecía el tipo de hombre que organizaba su vida con precisión militar.

–Siéntate –él señaló un sofá. Los pelos grises que había sobre el cuero sugerían que Dougal solía hacerle compañía mientras trabajaba. Esa idea la ablandó un poco, pero la rechazó con resolución: que permitiera al perro dormir en un sofá caro no impedía que fuera La Bestia–. ¿Café? –ofreció Sam, cuando ella se sentó, nerviosa, al borde del sofá. Pensó que él creería que no quería mancharse la ropa de pelos; si conociera la razón de su nerviosismo, seguramente le echaría al perro.

–Gracias –aceptó ella. Relacionarse socialmente con Sam Winton no era parte de su plan, pero beber algo suavizaría la sequedad de su garganta–. Me gusta solo y sin azúcar.

–Una mujer sensata –murmuró él. Ella frunció el ceño y él se explicó–. Es la única manera de beber café bueno. A mí me lo traen de Costa Kona, en Hawai.

–Qué suerte –masculló ella entre dientes, comparando la libertad de él para comprar café en medio del Pacífico, con su necesidad de vigilar cada penique para poder sacar adelante a Joel. Había gastado la mayoría de sus ahorros en las facturas médicas que no había cubierto el seguro de su hermana, así que la escasez de recursos regía su vida.

Su trabajo como asesora informática estaba bien pagado, pero desde la muerte de Ellen había podido dedicarle menos horas, al tener que ocuparse de Joel. Esa era una de las razones por las que había aceptado trabajar para Miranda durante un par de semanas. Podía llevarse al bebé a la oficina y además el salario pagaba algunas de las interminables facturas.

Su madre y su padrastro, Greg, habían ayudado en lo posible, pero eran desastrosos en cuestión de finanzas, y Haley tuvo que hacerse cargo de casi todo. No le había negado a su hermana nada que pudiera hacer más felices sus últimos meses de vida, y no le gustó nada ese recordatorio de que Sam Winton podría haberla ayudado si hubiera querido.

–No he oído eso –dijo él, trayéndola de nuevo al presente–. ¿No te gusta el café hawaiano?

–Yo…, sí, es muy bueno –improvisó ella. Sintió la necesidad de salir de allí antes de tirarle algo. ¿Cómo pudo pensar que sería bueno encontrarse con él cara a cara? Cuando Ellen le dijo que esperaba un hijo suyo, Sam no la aceptó con los brazos abiertos, sino todo lo contrario. Según Ellen, le dijo que era imposible que fuera el padre del niño y la echó de su casa.

A Haley la torturaba recordar que el tumor de Ellen llevaba un año en remisión cuando empezó a ilustrar uno de los libros de Sam. Nunca sabrían si habría vuelto a remitir si Ellen no se hubiera quedado embarazada de él, pero el embarazo aceleró el proceso. Ellen murió un mes después de dar a luz. Lo único que consolaba a Haley era lo feliz que el bebé había hecho a su hermana; ella no hubiera querido que nada fuera distinto.

Excepto la reacción de Sam. Su hermana quedó devastada por su rechazo. Después de los tratamientos médicos, Ellen había estado tan segura de que no podía quedarse embarazada que no había tomado precauciones. No había entrado en detalles, pero Haley asumió que él tampoco lo había hecho. Sam no debía conocerla nada bien, a pesar de haberse acostado con ella, si creía que Ellen era el tipo de mujer que podía dudar sobre la paternidad de su hijo.

Probablemente él creyó que lo había elegido por su fama y riqueza. Solo Haley sabía que Ellen se había entregado a Sam en un momento de intenso miedo y soledad: esperaba los resultados de la última revisión médica.

Haley escuchó la historia una noche, varios meses después de que la enfermedad de Ellen volviera. Al oírla dar vueltas y más vueltas, fue a verla. No se podía hacer nada para aliviarla, pero, al menos, charlando Ellen olvidaba momentáneamente el intenso dolor.

Ellen le contó que cuando llevaba algún tiempo trabajando para Sam, llegó a su casa y se lo encontró rompiendo metódicamente la resolución de divorcio que había recibido esa mañana. Ella misma estaba angustiada, a la espera de que la llamara su médico con los resultados de la última revisión. Ninguno de los dos tenía ganas de trabajar, y se habían consolado el uno al otro. Él no había sabido la razón de la inquietud de Ellen, pero sí comprendió que lo necesitaba tanto como él a ella. Joel había sido el resultado.

Haley, consciente del infierno por el que había pasado su hermana antes de que el tumor entrara en remisión, no podía culparla por disfrutar de ese momento de placer. Además, sabía que el instinto compasivo de Ellen la habría llevado a intentar consolar a Sam.

Haley tampoco culpaba a La Bestia por buscar consuelo cuando recibió la fría y dura prueba de que su matrimonio había terminado. Sabía muy bien lo que se sentía cuando una relación se rompía. Había estado saliendo varios meses con Richard Cross, un compañero de trabajo; cuando creyó que la relación iba a consolidarse, él le exigió que eligiera: él o el hijo de su hermana. Haley se sintió como si el mundo se acabara, eso no era una elección. No se arrepentía de haberse quedado con el bebé, pero aún le dolía.

No habría podido retener a Richard, suponiendo que lo hubiera deseado tras ese ultimátum tan cruel. Pero sí podía culpar a Sam por su fría negativa a aceptar su parte de responsabilidad por el bebé de Ellen. Ese pensamiento le dio a Haley la fuerza suficiente para realizar el trabajo que Miranda le había encomendado. Abrió el maletín y sacó una carpeta.

–He cambiado de opinión. Prefiero no tomar café y empezar con la reunión.

–Espero que no te moleste que yo sí tome. Llevo trabajando desde las cinco de la mañana –sin esperar una respuesta, entró al despacho. La ira de Haley se incrementó al oír el silbido de una cafetera exprés y una cucharilla chocar con porcelana. Sam no se privaba de nada.

Aparte del lujo que suponía tener una cafetera exprés en el despacho; la biblioteca, desde los cuadros que había en las paredes a los muebles de diseño, clamaba opulencia. Haley, rabiosa, pensó en Joel, que estaba con Miranda en la oficina. ¿Cómo se atrevía Sam a vivir tan bien cuando su hijo tenía tan poco?

Sam volvió con una taza en la mano, el aroma del café la tentó y deseó no haberlo rechazado. Privándose no conseguiría que él cambiara de actitud; además una actitud negativa podría hacer que sospechara algo.

–¿Seguro que no quieres? –preguntó él, dejando la taza en una mesa auxiliar.

–No, gracias –dijo ella, sorprendiéndose de poder hablar rechinando los dientes. Había sabido que reunirse con Sam no sería fácil, pero nunca creyó que supondría tanto esfuerzo. Ni tampoco que le haría recordar el último y trágico año, cuando había cuidado de Ellen durante su embarazo, sabiendo que volvía a estar enferma.

Tuvo que aguantarse el dolor que supuso la muerte de su hermana, para ocuparse del bebé. Había llegado a ver a Joel como a su propio hijo; por eso estaba tan enfadada con Sam. No podía ser objetiva, y Miranda necesitaba que lo fuera; era mejor acabar con la entrevista antes de que dijera algo de lo que tuviera que arrepentirse.

–Me gustaría que empezáramos –le dijo. Él se acercó al sofá y se sentó a su lado, tan cerca que sus muslos casi se rozaban.

–No hasta que me digas por qué estás tan enfadada conmigo –dijo él.

Esa invasión de su espacio personal fue la gota que desbordó el vaso para Haley. Sin embargo, para su sorpresa, lo que menos sintió al tenerlo tan cerca fue enfado. Sintió una excitación intensa y alocada, que no deseaba que él provocara.

–¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? –preguntó, esforzándose para que no le temblara la voz.

–Instinto de escritor –replicó él–. Creo que apenas puedes aguantarte las ganas de tirarme algo, y me gustaría saber por qué. No puede ser porque te chillé por el intercomunicador. Estaba en mitad de una escena y cuando escribo me convierto en un oso salvaje. Miranda debe habértelo advertido –la miró y ella negó con la cabeza.

–Me dio la impresión de que eres uno de sus clientes favoritos –replicó Haley, refugiándose en la verdad. Él sonrió y el cambio fue dramático. Fue como si alguien hubiera encendido una lámpara solar; ella se acercó como si él fuera una fuente de energía. Se apartó con esfuerzo–. Mi problema es personal.

La palabra «personal» habría sido suficiente para hacer callar a la mayoría de los hombres, pero Sam parecía interesado.

–¿Personal significa que tiene que ver con un hombre? –inquirió él. Haley comprendió que, sin quererlo, había atraído su atención y decidió tener más cuidado.

–Lo cierto es que no pienso…

–Eso es justo lo que yo quería decir –cortó él–. No se puede pensar cuando se está preocupado con otra cosa. ¿Te recuerdo a ese hombre que tienes en mente?

–Quizás –dijo ella inexpresivamente, Sam era demasiado intuitivo para aceptar una negativa. Si supiera la verdad…

–Eso explicaría la transferencia de antagonismo –comentó él para sí–. Perdona, uno de mis vicios es analizar a la gente, le ocurre a la mayoría de los escritores.

–Pero escribes para niños.

–Mis lectores también quieren personajes creíbles y convincentes –dijo él con tono ofendido–. La única diferencia es que escribo mis historias con el vocabulario apropiado a su edad.

–No pretendía sugerir lo contrario.

–Estoy acostumbrado –se encogió de hombros–. Despreciar la literatura infantil es el deporte favorito de mucha gente. ¿Tienes hijos, Haley?

–No creo que…

–¿Que sea asunto mío? –acabó él–. Posiblemente tengas razón pero, para que podamos entendernos, necesito saber más sobre ti.

Haley pensó que, como frase hecha, era suave como la seda. No la extrañaba que Ellen se hubiera rendido ante él. Afortunadamente, ella no cometería el mismo error.

–Lo único que necesitas saber de mí es que Miranda me ha enviado para que me ocupe de solucionar lo del cuidado de tu casa.

–Precisamente –insistió él–. Entonces, ¿tienes hijos?

–Sí –espetó ella, para callarlo y volver a los negocios. El hombre era imposible.

–¿Niños? ¿Niñas?

–Niño, singular –replicó, preguntándose qué edad se imaginaba que tenía–. Solo tengo veintitrés años. Joel tiene seis meses, así que no te lo encontrarás haciendo cola para recibir tu autógrafo.

–Es algo joven para mis libros –aceptó él sin inmutarse–. Aunque espero que se sigan vendiendo cuando empiece a leer.

–Seguro que sí –dijo ella con tono supuestamente halagador. A ese paso no acabarían nunca; decidió seguir a rajatabla el guión de Miranda.

–Ese hombre con el que estás tan enfadada, ¿es el padre de Joel?

–Sí, lo es –afirmó ella, contenta de poder contestar sinceramente.

–¿No estás casada con él? –preguntó Sam, mirando el dedo anular de su mano izquierda.

–No, gracias a Dios –replicó ella secamente, maldiciéndose por no haberse puesto un anillo para disimular. Notó que su vehemencia lo intrigaba.

–Tienes un hijo suyo pero no quieres que forme parte de tu vida. Interesante.

Ella intentó convencerse de que era su instinto de escritor lo que le hacía imaginar historias en todo, pero su interés amenazaba con socavar su enfado y eso no le gustaba.

–No quiero hablar de mí –aseveró. La alarmaba que la conversación girara en torno a ella, cuando su objetivo era descubrir cuanto pudiera sobre él, para compartirlo con Joel cuando tuviera edad de preguntar por su padre.

Descubrió, con desmayo, que su cuerpo tenía ideas propias. Sam estaba tan cerca que percibía la fragancia boscosa de su loción para después del afeitado, junto con un indefinible aroma varonil. La combinación era fresca y relajante, campestre, no sofisticada como la de Richard. Comparó inconscientemente a ambos hombres. El aura de Sam era tan atractiva que afectaba peligrosamente a su equilibrio, eso nunca le había ocurrido con Richard.

Se recordó que salir con Sam no era parte de plan. Desde lo de Richard, disfrutaba de no tener que rendirle cuentas a nadie excepto a sí misma y a Joel. Poco importaba que Sam fuera hombre de campo o cosmopolita, o que se dedicara a celebrar orgías tras las verjas de hierro de su casa.

Se preguntó por qué había pensado eso. Algo en él hacía que su mente recorriera caminos indeseables. Solo hacía unas semanas que había roto con Richard, así que no tenía razones para anhelar las atenciones de un hombre.

La imagen de la cama deshecha de Sam invadió su pensamiento y se obligó a recordar que se había acostado con su hermanastra, dejándola embarazada, para luego negar que el bebé era hijo suyo. A pesar de eso, le costaba concentrarse, y se preguntó si Ellen había sentido lo mismo.

No resultaba difícil imaginar lo ocurrido. Sam era uno de esos hombres que atraían a las mujeres como un imán, pero Haley no tenía intención de caer en sus garras.

Se dijo que probablemente el divorcio tuvo causas justificadas. Ellen, siempre bondadosa, había aceptado la explicación de que él y su mujer eran incompatibles, pero Haley hubiera indagado más. «¿Adicto al trabajo o mujeriego? ¿Ataques infundados de celos?». No estaba dispuesta a considerar que la culpa fuera de su ex mujer; eso la llevaría a sentir lástima de él, como le ocurrió a Ellen.

Por el bien de Joel, tenía que mantener la mente clara. La mejor manera de hacerlo era pensar en él como La Bestia que nunca se convertiría en príncipe. En otro caso, lo habría hecho cuando Ellen le contó lo del niño, pero los había rechazado a ambos.

–Yo diría que tu hijo es muy importante en esta discusión, si vas a cuidar de mi casa cuando esté de viaje –apuntó él, interrumpiendo su pensamiento.

–Te equivocas –dijo ella–. Yo solo he venido a entrevistarte para conocer tus requisitos, no a ofrecerme para el trabajo.

–¿Por qué no? No eres la asistente habitual de Miranda. ¿Qué ha ocurrido con esa guapa pelirroja de la risa contagiosa? Donna, ¿no?

–Sustituyo a Donna durante su luna de miel. Se fugó con un cliente –explicó ella. Aunque le daba igual que encontrara atractiva a la asistente de Miranda, sintió satisfacción al darle la noticia. Él arqueó las cejas y comprendió que lo había sorprendido. Si Donna le gustaba, se tenía bien empleado que hubiera huido con otro, se merecía una dosis de su propia medicina. Sin embargo, también la embargó una sensación sospechosamente parecida a los celos; debía ser toda una experiencia ser objeto de su pasión.

–¿Va a volver? –preguntó él.

–Volverá dentro de unos días, con su marido –aclaró ella, haciendo énfasis en «marido» y preguntándose si Sam no se rendía nunca.

–¿Qué ocurrirá contigo cuando regrese?

Haley comprendió que había malinterpretado su interés. Había creído que Donna le interesaba lo suficiente como para que no le importara su estado civil, siempre y cuando volviera. Pero parecía que se interesaba por ella; un interés que Haley no deseaba ni necesitaba, aunque le produjo un agradable cosquilleo.

–Ella recuperará su puesto y yo volveré a mi trabajo.

–Y, ¿cuál es?

–Soy asesora informática para pequeñas empresas que no cuentan con programadores a tiempo completo. Organizo sus oficinas y sus ordenadores para que obtengan la máxima eficacia –no quería hablar de sí misma, pero él no le daba otra opción–. Ahora, podríamos…

–Deja que piense un minuto –se frotó la barbilla pensativamente. Aunque, a juzgar por el olor a loción que emanaba, se había afeitado esa mañana, tenía el pelo tan negro que una sombra oscurecía su mentón, dándole cierto aire de pirata–. Dotes de organización y empleada de Miranda. Podrías ser justo la persona que necesito. Mi asistente personal se marchó a Zimbawe hace un mes. Yo tenía que cumplir con una fecha de entrega, y no he tenido tiempo de reemplazarlo.

–Miranda entendió que necesitabas a alguien que cuidara de la casa –apuntó ella, comprendiendo la razón del caos del despacho.

–Es cierto, me voy de gira para presentar el nuevo libro. Pero sería una gran ayuda si esa misma persona pudiera organizar mi despacho mientras estoy fuera.

–En cualquier caso, yo no puedo tomar esa decisión –protestó ella, mirando la lista de preguntas que había sacado del maletín. No estaban siguiendo el guión de Miranda en absoluto.

–Pero yo sí, y si decido que eres la persona adecuada para el puesto, Miranda no lo discutirá. Sabe que pago bien –mencionó una cifra que Haley sabía superaba con creces las tarifas habituales de Miranda. Incluso después de descontar su comisión, la cantidad restante resolvería muchos de sus problemas.

No resolvería el principal: que Sam era el padre de Joel. Pero trabajar para él le daría la oportunidad de descubrir muchas cosas que contarle a su hijo cuando llegara el momento. Hubiera sido preferible que Joel conociera a su padre y tuviera contacto regular con él, pero eso no ocurriría mientras Sam negara su paternidad.

Haley sabía demasiado bien lo que era crecer sin conocer al propio padre. Aún no entendía como su madre, la mujer más alocada del mundo, había conseguido casarse con un estricto profesor de historia y tener una hija. Se habían separado cuando ella tenía seis años, y su madre se casó con un entomólogo tan excéntrico como ella. En ese momento, ambos estaban en algún lugar de la selva amazónica, buscando mariposas para un proyecto de él. La última vez que había visto a Greg y a su madre fue cuando volvieron a Australia para el funeral de su hija.

Su madre se quedó para ayudarla, pero tras un par de semanas había organizado tal caos que Haley decidió que se apañaría mejor sola. Con cariño, pero con firmeza, animó a su madre a que volviera a la selva a reunirse con Greg. Sospechaba que a su madre le encantó obedecerla. Se querían, pero llevaban vidas muy diferentes.

Haley había salido a su verdadero padre, el organizado de la familia. Ellen, que había heredado el talento de Greg para crear desorden, siempre se había burlado de ella porque sabía dónde lo tenía todo. Haley intentó ayudar a su hermana a organizarse, pero nunca duraba mucho.

–Aceptémoslo, he salido a mi padre, y tú al tuyo –decía Ellen, alzando los brazos con desesperación. Y Haley admitía que era verdad. Aunque no había tenido mucha relación con su padre mientras crecía, sí la suficiente como para saber lo ordenado que era. En su adolescencia intentó conocerlo mejor, pero incluso a ella la superaba su meticulosidad. Se ganaba su desaprobación solo con llegar cinco minutos tarde a una cita; era incapaz de imaginarse su reacción si, por ejemplo, se hubiera manchado de comida o utilizado los cubiertos incorrectos. Siempre había tenido cuidado de no hacer nada así, pero no podía relajarse en su compañía.

Aunque su padre se había esforzado por cumplir sus expectativas, sus encuentros siempre pecaron de rigidez e incomodidad. Le dolía que su padre supiera más sobre Isabel Tudor que sobre Haley Glen, pero tuvo que resignarse porque eso no cambiaría nunca. Lo único que tenían en común era su amor por el orden.

–Siento no poder darte lo que deseas, ni poder comunicarme contigo –le había dicho él tras uno de esos encuentros–. No tengo ni idea de cómo ser un buen padre. Estarás mejor sin mí.

Ella había llorado durante dos días y después decidió aceptar la verdad y seguir adelante con su vida. Estaba orgullosa de lo que había conseguido: empezar a comprar un apartamento y establecerse como trabajadora autónoma. Pero eso no paliaba los momentos de tristeza en los que se preguntaba qué había en ella para que a su padre le costara tanto quererla. Deseaba algo mejor para Joel, e intentaría por todos los medios que no lo asolaran esos momentos de tristeza. Aunque significara trabajar para Sam.

Por lo que llevaba visto, no era fácil hacerlo cambiar de opinión, y parecía empeñado en que cuidara de su casa. No quería perjudicar a Miranda, así que decidió aprovechar la oportunidad para cumplir su objetivo. Pero antes tenía que asegurarse de que él no aceptaría otra opción.

–¿Podemos, al menos, cumplir con las formalidades? –le preguntó.

–Adelante –dijo él con tono satisfecho–, siempre y cuando el nombre que aparezca al final de esa larga lista de preguntas sea el tuyo.

Haley comenzó a preguntar y a puntear respuestas, incómoda al descubrir que él le interesaba tanto por sí misma como por el bebé. Cuando cerró la carpeta, él sonrió y ella se desmoronó. Era más fácil considerarlo La Bestia cuando fruncía el ceño, entonces no se sentía como si flotara mecida por las olas.

–Tenía razón, ¿verdad? –inquirió él.

–¿Sobre qué? –preguntó ella a su vez, confusa.

–Después de puntear todas esas cajitas, sigues siendo perfecta para el puesto.

–¿Cómo puedes saberlo? No me conoces –dijo, pensando que, si por ella fuera, no la conocería. Se le heló la sangre al pensar que podía relacionarla con Ellen y tratarlos, a ella y al niño, con la misma crueldad.

–No necesito conocerte más. Cuando te instales me iré de viaje. Solo estaremos juntos el tiempo suficiente para que te explique lo que hay que hacer, luego la casa será tuya.

Haley hubiera jurado que sonaba decepcionado, pero supuso que eran imaginaciones suyas.

–¿No te molesta que haya un bebé en la casa?

–Mi hermana, Jessie, tiene dos hijos pequeños, la casa está equipada para acoger a un bebé –su rostro se oscureció–. Dado mi trabajo, no sería normal que me molestaran los niños.

–Podría negarme a aceptar el puesto –dijo ella, pensando con enfado, que Joel sí lo había molestado.

–Pero no lo harás.

–¿Por qué estás tan seguro? –preguntó ella, mirando fijamente sus ojos azules.

–Porque no quieres que Miranda pierda a uno de sus mejores clientes.

Haley comprendió, con un vuelco de corazón, que él había ganado la partida.

Secretos sin fin

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