Читать книгу Trilogía del norte - Vanesa Cotroneo - Страница 2

Оглавление

I. Un nuevo rumbo

–¿Cómo que te vas? –le preguntó su papá.

Tuvo miedo. Tuvo miedo de decirle que no era feliz, porque sabía que se angustiaría. Él, que había hecho todo lo posible para hacer de su nena una reina, la mejor de todas y la más bella. Eso era ella para él.

No alcanzaba. Luna necesitaba otros ojos. Tomó su mano, la mano que por vergüenza poco había tomado últimamente y la apretó entre las suyas con afecto y, sin decir una palabra, todos sus pensamientos lingüísticos y prelingüísticos estuvieron manifiestos en ese acto. Afortunadamente, fue ella la que tomó y soltó la mano cuando lo necesitó y creyó conveniente, y no él.

Papá no entendía. Papá ofrecía llevarla hasta la estación de trenes o Retiro… ¿De dónde saldrás?, ¿dónde te hospedarás?, ¿con quiénes? Le agradeció profundamente su propuesta, pero iría a pie, sola.

Mientras caminaba, se acordaba de los destinos de la infancia, imágenes de Esquel, la Costa Atlántica, Córdoba, Entre Ríos. ¿A cuál iría? A uno conocido, tomando precauciones para no perderse. Córdoba no estaba tan lejos. Podía tomar un micro y llegar en diez horas. ¿Hay diez horas hasta Córdoba?

Compraría un boleto (el del primer micro que partiera rumbo a Córdoba); iría al valle. Había que crecer, había que viajar.

¡Qué extraña se sintió cuando le ofrecieron ayudarla con el equipaje! Dijo que no… solo tenía una valija y un bolso de mano.

Deseaba que en la ventanilla de la empresa de turismo no estuviera ese señor malhumorado y con cara de farsante, que solo podía inventar respuestas cuando se le preguntaba por el horario de llegada al valle:

–Creemos que estará llegando a las 23 horas…Estimamos la llegada antes de medianoche...

–¿Cómo? ¿No saben a qué hora llega? –inquirió una madre joven con un niño en brazos. Fue la primera en notar y evidenciar que el hombre no solo no sabía, sino que además improvisaba la información en el momento. –Está inventando –exclamó con intenciones de exponerlo frente a los demás pasajeros.

A Luna se le repitió en la mente la frase “Está inventando”, y pensó en cuántas cosas habría inventado antes ese hombre para conformar a la gente. Pensó en frases como “Yo también te quiero”, “Gracias”, “Bienvenidos”, y comprendió que algunos inventos pueden ordenarnos, como el tiempo.

–Pero si son las dos de la tarde, hombre. ¡Qué va a llegar a las once! –comentó otro pasajero con una tonada como canto.

Luna imaginó que esa tonada cordobesa también podía ser un invento, y practicó en voz baja: “¡Eso! ¡Qué va a llegar a las once!”, varias veces y cada vez más fuerte, hasta que algunos la pudieron oír. El hombre de la ventanilla se rio; el nene la imitó repitiendo la frase y la mamá le tapó la boca al tiempo que le hacía un “Shhh”. Entonces el empleado le preguntó si viajaba sola, porque en ese caso, podía venderle un único asiento disponible en el micro que estaba por salir. Luna respondió con monosílabos, por miedo a perder el acento y desilusionar al niño, a su madre y al auditorio completo.

La tormenta que se aproximaba los últimos días terminó por desatarse aquella tarde y entre tanta lluvia infernal, Luna imaginó que el micro partiría con retraso. No estuvo errada, pues hacía ya dos horas había llegado a la terminal y aún no habían anunciado el transporte en el que viajaría. El dolor de cabeza que le generaba la espera se comparaba con las más feroces etapas de ansiedad en que, atomizada por los pensamientos fútiles, no podía progresar y las cosas no eran más que estancamientos. Detestaba estar detenida sobre el nivel del suelo. Quería moverse, circular, elevarse: por eso buscaba mesas como asientos, monumentos o ruinas. Estaba en un macetero frente a la plataforma veinte, cuando súbitamente arribó un micro naranja. Ese es, pensó al instante. Intentó descifrar la cara del conductor y del acompañante. Supo que el conductor sería algo gordo, fruto de la paradojal falta de movimiento: él no se desplazaba, simplemente apretaba un pedal. Entonces, ella hizo un esfuerzo por dirigir sus ojos al asiento 03, el suyo. ¡Qué genial que esté en el piso superior! Definitivamente, le gustaban las alturas. Contempló el ómnibus a sabiendas de encontrarse ante un paso determinante. Lo contempló y se imaginó a sí misma como holograma, proyectada en otras visiones. Luego, seleccionó una música tejana, como la de los héroes cinematográficos reversionados en las películas; chasqueó la lengua y caminó hacia el micro, con el boleto en la mano. Al llegar a la puerta, ofreció el ticket a uno de los responsables, quien lo cortó por la mitad y le permitió acercarse a la sección de equipaje. Allí había un chico de barba que le recordó a su ex. ¿Dónde estaba él ahora? Hacía tiempo que no lo veía; tal vez, se estaba alejando de esa etapa y llegaría una nueva. Necesitaba gente amable, gente con la que pudiera dialogar de modo amigable, tratarse bien, respetarse y cuidarse; gente que la quiera por lo que era y valía. Quería sentirse plena porque esa aura, esa autenticidad de la simpleza, estaba volviendo de a poco. No había que acelerar. Había que ir despacio y sin fingir, siendo auténtica diciendo lo que se piensa y percibiendo su entorno con todos los sentidos.

Cuando le dieron el pasaje, subió al micro y partió. Con la vista al frente y la sensación de que todo su cuerpo iba hacia adelante, sintió vértigo. Por un momento, le pareció que no estaba preparada, que hubiera sido mejor esperar unos años o haber buscado a alguien más con quien hacer el viaje. Tales fueron su temor y arrepentimiento durante los primeros kilómetros que pensó en bajarse y volver a su casa. Sin embargo, algo interno se lo impidió, algo de su propio cuerpo, que sí se animaba. Y ella lo escuchó. Recordó que su cabeza siempre le decía las cosas correctas, pero esta vez supo que su cuerpo también habló. En su cabeza se prometió cuidarlo y llevarlo a descubrir nuevas tierras, donde el sol tuviera que atravesar las sierras para llegar hasta su piel.

Iba a conocer nuevos caminos, nuevos paisajes. Al principio, había creído que el universo era la casa materna y el barrio la vio crecer, pero luego intuyó que más allá había algo. Siempre quiso avanzar, descubrir, como si con lo que la rodeaba no fuera suficiente. Había tantas cosas nuevas, únicas, grandiosas y, también, acechantes. No estaba segura de que lo que fuera a llegar sea realmente bueno. Sus amigos, su familia, la escuela… todo lo conocido quedaría atrás. Algo nuevo iba a operar en su vida. Abrió los ojos anhelantes, imaginando ciudades y algas, como mirando desde el mar una costa exótica, como deseando llegar.

–Señorita, ¿un caramelo, café? –le preguntaron.

Aceptó un café sin azúcar. Y eligió un caramelo de menta y chocolate… entre tanta variedad había que elegir bien. Siempre pasaba eso, siempre había que elegir bien. El pasaje, la forma de dirigirse al empleado de oficina, la manera de seleccionar un caramelo entre ¿cuarenta?, ¿cincuenta? Tras algunas reflexiones, la práctica venció a la idealidad: el caramelo que tomó estaba partido. Claro que el sabor sería el mismo, sin embargo, siendo una persona considerablemente prolija, Luna pensó que esa mala elección era una señal.

Se ve que era necesario darse más tiempo aún. Las situaciones de viajes son a menudo tan aceleradas que las historias se superponen y la narración puede perder su orden cronológico. La situación del caramelo partido sirve para explicar el fracaso con Hernán, el chico que había conocido durante el viaje a Córdoba. Luego de un tiempo fugaz juntos, Luna descubrió que él no era imprescindible para ser feliz. En cambio, se descubrió a sí misma. Supo de varios juegos infantiles en el lago San Roque, y volver con veinticinco años a la niñez le pareció una obra del enamoramiento. Antes, ella creía que con Hernán conformaban una sustancia equiparable a la culminación de ambas vidas. Soñaba con amor eterno, como en las películas o en las religiones. Con el tiempo, descubrió que esa magia del lago San Roque tenía una condición de fugacidad. Hernán era bueno, bastante diplomático. Era justamente lo que ella necesitaba. Esta vez, había elegido la seguridad, la tranquilidad de una relación estable. Prefirió saltearse la fase de enamoramiento, y solo hizo un recorrido veloz.

Todo empezó en el micro. Luna iba sentada en el tercer asiento, y más adelante iban Santiago y Hernán, dos estudiantes de fotografía. A su vez, mi asiento estaba justo detrás del de Luna, con lo cual, fui testigo del comienzo de todo. Me entusiasma contarlo; es como hablar de cosmogonías, de creaciones, mitos de origen. Y ya lo digo, quedó registrado en la foto. La alemana que estaba a mi lado no hablaba más de dos palabras en español. Su forma de introducirse al mundo hispanoparlante fue “Hi, Luzie. ¿Todo bien?” y yo le contesté: “Hola, soy Antonella. Sí, todo bien, ¿y vos?”, pero solo recibí su gentil sonrisa, sin palabras ni más indicios de interacción. Luego, Luzie se puso a mirar por la ventanilla y yo fijé mi vista en el respaldo del asiento de adelante, hasta que este se reclinó y prácticamente quedó sobre mí. Soy alta y mis piernas son muy largas; si fuera de menor tamaño, el asiento no me tocaría, pero lo hizo. Me asomé hacia el pasillo en dirección a la persona que iba adelante y le dije:

–Uh, me mataste.

Luna y yo nos entendimos enseguida; sin decir nada, ella levantó su asiento. Noté que el asiento que estaba a su lado estaba libre y le pregunté si podía ocuparlo. Ella se acomodó un poco y puso su bolso de mano sobre su falda. Al levantarme, Luzie me dirigió una mirada que parecía decir: Te marchas porque no sé español y no puedo hablar contigo mientras avanzaba por el pasillo un sujeto de manos finas, masculinas aunque delicadas, que me ofreció un caramelo.

–No, gracias.

Le habría parecido confianzuda por cambiarme de asiento y creyó que iba a aceptar el caramelo de un desconocido… yo no le acepto caramelos a cualquiera, y mucho menos a un pibe que, evidentemente, lo hace de levante. Los hombres se creen que una, porque está sola, va a aceptar todo lo que le propongan. Mi ex era igual. Convivimos cinco años, y cada vez que ofrecía algo, había que decirle que sí. Yo le decía que sí porque era mi novio y lo quería, además, y porque tampoco me gusta pelear y contradecir a la gente. Lo sé, algunos me dicen que ese es mi defecto.

Una tiene que enseñarles a los demás a que no la tomen por boluda. Eso quiere decir que una no puede darles a los demás la posibilidad de que se abusen. Si hoy acepto un caramelo de un desconocido, aunque sea de una marca renombrada, el otro creerá que voy a aceptar cualquier cosa. Así es, siempre hay alguien que hace extensivas las observaciones y piensa: Si aceptó el caramelo de este modo, seguramente aceptará cualquier oferta en unas horas y en lo sucesivo, como pensaría mi ex. El “sí a todo” empezó cuando me subí a su auto por primera vez. Íbamos a bailar con amigas después de un cumpleaños y, tras haber tomado bastante alcohol en la reunión, decidimos visitar los bares de Palermo. Esperábamos un taxi en la avenida Libertador… y no venía. De pronto, pasó un auto importado que se detuvo frente a nosotras. Iban dos chicos, y el acompañante nos invitó a subir. Todas entre risitas, pero Maura, la más extrovertida del grupo comentó que íbamos para el Soho. El punto es que subimos al auto, conducido por quien luego sería mi ex. El acompañante era su hermano menor, quien solo quería sonreírnos y hacerse el canchero frente a nosotras, seducir, agradar. Mi ex nos preguntó nuestros nombres, conectó su pen drive al auto y luego dijo:

–Antonella, ¿te gusta Pink Floyd?

Asentí, pero la verdad es que no sabía nada de ese grupo y nunca había escuchado por mi cuenta un tema suyo… y se notó.

Trilogía del norte

Подняться наверх