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ОглавлениеNORMALIDAD, DIVERSIDAD, JUSTICIA Y DEMOCRACIA: UNA PROPUESTA DESDE LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
ALFREDO GAETE, LAURA LUNA Y MANUELA ÁLAMOS1
INTRODUCCIÓN
Desde sus orígenes modernos, la escuela puede entenderse como un instrumento diseñado para inculcar normatividad en la población (Dubet, 2003; Luna y Gaete, 2019; Peña, 2015; Tiramonti, 2005). De hecho, el concepto mismo de lo normal en tanto lo socialmente esperable se instala en el imaginario de Occidente justo después de que el proyecto escolar se consolidara en Europa y Estados Unidos, durante los siglos XIX y XX (Ernst, 2006; véase también Hacking, 1990). A través de mecanismos como el reclutamiento y el mantenimiento (Spindler, 1987), los establecimientos escolares se dieron a la tarea de normalizar a los ciudadanos a la luz de los valores y las capacidades requeridos por las nuevas democracias, en particular los Estados-nación emergentes (para el caso chileno, véase Serrano, de León y Rengifo, 2012)2.
Pero además de este proyecto normalizador orientado al logro de un determinado perfil de egreso, la escolaridad moderna se lleva a cabo sobre la base de una “normalidad de entrada”, esto es, un perfil de ingreso, sostenido sobre la idea –bien difundida hasta hace muy poco– de que solo algunos miembros de la sociedad son educables. Se trata, naturalmente, de una agenda intrínsecamente inequitativa, incluso eugenésica (véase Baker, 2002), que entra en conflicto con la función democrática de la escuela y que, por lo mismo, desde la segunda mitad del siglo XX le ha valido a esta una serie de críticas, sobre todo porque después de tres siglos el proyecto escolar ha revelado ser un dispositivo que perpetúa la desigualdad social (Bourdieu y Passeron, 1981; Giroux, 1985; para el caso chileno, véase, por ejemplo, Rosas y Santa Cruz, 2013). Otra serie de críticas se ha levantado directamente hacia el perfil de egreso y la función homogeneizante de la escuela, sobre todo en lo que respecta a la “nacionalización” de la población (Chomsky, 2000; Díaz Arce y Druker, 2007; Gaete y Luna, 2019; Grignon, 1990; Hopenhayn, 2006; Tiramonti, 2005).
Es frente a esta serie de críticas y, también, frente al fracaso de las democracias modernas (Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002), que a fines del siglo pasado empieza a fraguarse un nuevo proyecto escolar orientado a transformar radicalmente el horizonte normativo de la escuela moderna: la educación inclusiva (Gaete y Luna, 2019). Este nuevo proyecto, que aspira a revertir los procesos de inequidad y homogeneización favorecidos por la escolaridad moderna y, en definitiva, a levantar una nueva forma de democracia, rechaza de plano la existencia de cualquier perfil de ingreso (cualquier distinción entre personas educables y no educables) y, al mismo tiempo y con igual fuerza, la hegemonía de un perfil de egreso único en virtud del cual todo estudiante deba ser moldeado. Muy por el contrario, a través de la institución del acceso universal a la educación y la promoción de una variedad indeterminada de formas de ser, todas igualmente válidas, el proyecto inclusivo intenta pavimentar el camino para la construcción de una sociedad en la que los valores democráticos puedan florecer genuinamente y ningún ciudadano quede excluido de la participación política equitativa.
El propósito de este capítulo es desarrollar en detalle la normatividad de esta nueva propuesta escolar, en particular las concepciones de normalidad, diversidad y democracia supuestas en ella. Esperamos mostrar además que la educación inclusiva es la vía regia para el desarrollo de un proyecto escolar orientado a la justicia educacional. Comenzaremos describiendo la normatividad que inspiró el proyecto escolar de la modernidad desde sus inicios, las dos formas de normalidad propugnados por este y un uso bastante particular del término “diversidad” asociado a ambas. Luego presentaremos el horizonte normativo de la democracia participativa, así como su conexión con otra forma bien distinta de entender la diversidad. Posteriormente, expondremos brevemente en qué consiste el proyecto inclusivo en educación tal como lo concebimos nosotros, a la luz de una propuesta que hemos defendido en otro lugar (Gaete y Luna, 2019), mostrando su profunda conexión con la democracia participativa. Finalmente, nos referiremos a la relación entre educación inclusiva y justicia educacional.
“NORMALIDAD” Y “DIVERSIDAD” EN EL PROYECTO ESCOLAR MODERNO
La idea de un perfil de ingreso, esto es, de una normalidad de entrada al sistema escolar, aparece desde los inicios mismos de la escuela moderna. El supuesto de base es que no todas las personas son “educables”, porque no todas tienen las capacidades o disposiciones requeridas para beneficiarse de la educación. Tal como apunta Baker (2002), “lo que distingue históricamente y en la actualidad a la educación escolar pública es que no es y jamás ha sido un lugar para todos los niños” (p. 680). Baker está pensando sobre todo en la discriminación por características cognitivas, pero está claro que esa no es la única fuente de exclusión. En Chile, por ejemplo, apenas unas décadas después del inicio del proyecto escolar, se generó un intenso debate respecto de si tenía sentido extender la instrucción primaria a los sectores más pobres, considerando, entre otras cosas, “la incuria de que está dominado el proletariado” (Serrano, de León y Rengifo, 2012, p. 90). Durante la primera mitad del siglo XX, Hazlitt (1934) diagnosticaba públicamente la supuesta ineducabilidad de las mujeres, y en Australia había serias dudas sobre la educabilidad de los indígenas (Grace y Platow, 2017).
Gracias al giro antisegregacionista iniciado por los movimientos integracionistas y consolidado posteriormente por el proyecto inclusivo en educación (Parrilla, 2002), en la actualidad existe amplio consenso de que prácticamente cualquier persona puede aprender en la escuela y es, por tanto, educable. Esto se ha traducido en la eliminación o cuasi eliminación del perfil de ingreso en los sistemas de educación pública de buena parte del mundo. Sin embargo, sigue presente la idea de que algunos niños, usualmente identificados por medio de alguna etiqueta, no son “normales”, en el sentido de que tienen “necesidades educativas especiales” y, por tanto, requieren de ayudas especiales para poder beneficiarse de la escolaridad. Es en este sentido del término “normal” que un profesor comentó, en el contexto de una investigación sobre formación inicial docente, que a él no lo habían preparado para educar a todos los niños sino solo a los “normales” (Gaete, Gómez y Bascopé, 2016); y en este mismo sentido un estudiante de pedagogía preguntó en un curso: “OK, OK, hemos hablado suficiente sobre los niños diversos; ¿cuándo empezaremos a hablar de los niños ‘normales’?” (Darling-Hammond, 2011, p. ix).
Así concebida, la normalidad apunta a un conjunto de características, habitualmente asociadas a ciertas capacidades físicas y mentales, que se espera que los estudiantes hayan desarrollado en cierto grado fuera de la escuela (por “maduración biológica” o porque “las traen de la casa” o por una combinación de ambas situaciones). Sin este desarrollo previo, la instrucción escolar tradicional es sencillamente inefectiva. Por eso se crearon las escuelas “especiales” y, más tarde, los proyectos de integración escolar en el aula regular: para proveer de apoyo especial a niños y niñas que no pasaban la “prueba de normalidad de entrada”; y por eso, también, el éxito y el fracaso escolar son a menudo los indicadores de normalidad más relevantes durante la niñez y la juventud temprana. De hecho, el mal rendimiento y la mala conducta en la escuela forman parte de los criterios diagnósticos de varias condiciones psicopatológicas en la infancia (véase American Psychiatric Association, 2013). Adaptarse a la escuela y aprender en ella sin ayudas especiales es considerado lo normal.
La educación inclusiva consiste, en parte, en un cuestionamiento radical de esta normalidad. Pero antes de ahondar en eso, pongamos también sobre la mesa la otra normalidad presente en el programa escolar de la modernidad: la normalidad de salida, expresada en los perfiles de egreso (explícitos y “ocultos”) de los proyectos educativos. Se trata de un conjunto de características asociadas a capacidades y otras disposiciones (valores, creencias, actitudes, etc.) cuyo desarrollo no es ya requisito –como en el perfil de ingreso– sino meta u objetivo de la instrucción escolar. Esta normalidad, que actúa como el horizonte normativo que guía, en última instancia, la labor educativa de la escuela, ha sido construida, en buena medida, a la luz del ideal de ciudadano que nos heredó la democracia moderna (para un desarrollo de esta idea véase Gaete y Luna, 2019). Se espera, en virtud de ella, que la escuela discipline la mente (y por tanto el cuerpo) en una cierta dirección: que instruya en ciertos modos de pensamiento y lenguaje, que genere y fortalezca identidades (especialmente de nación, de género y de clase), que inculque valores democráticos, que desarrolle la capacidad de autorregulación, etc.; de modo que, como resultado del proceso de escolarización, todos los ciudadanos sean, en esencia, más o menos parecidos al ciudadano ideal o “normal”3. Y quienes no logran alcanzar los niveles mínimos aceptables en este proceso de homogeneización alrededor del ideal hegemónico, son etiquetados como “raros”, “excéntricos”, “desviados” o, sencillamente, “anormales”: las personas que no hablan “bien”, las que no se emocionan con las victorias políticas, económicas y deportivas de la nación, las que no valoran la democracia representativa y otros ideales políticos y epistémicos de la modernidad (la ciencia moderna, por ejemplo, o más bien la imagen de ella que se populariza en las escuelas), el hombre que no es “bien hombre” y la mujer que no es “señorita”, y un largo etcétera.
Hay, pues, dos clases de normalidad que operan en la escuela; o, dicho de otro modo, dos condiciones que una persona debe satisfacer para ser catalogada como “normal”, ambas relacionadas con el proceso de escolarización. Una es no tener “necesidades educativas especiales” (en esos casos no solo se postula al título de “anormal” sino incluso al de “subnormal”4); la otra, tener las disposiciones subjetivas y de acción acordes a la forma de vida prescrita en el horizonte normativo del programa escolar de la modernidad e inculcada en la población en buena medida a través de dicho programa.
Paralelamente a esta normalidad bipartita (de entrada y de salida), durante las últimas décadas se ha ido forjando en educación un uso semi-técnico del término “diversidad” para designar a todas aquellas personas y grupos que no califican como “normales” por alguna de las dos vías recién descritas. Se supone que así como hay dos normalidades, hay también dos diversidades, una de entrada y otra de salida. En la primera se ubican las personas con “necesidades educativas especiales”; en la segunda encontramos a quienes no tienen las disposiciones subjetivas y de acción que se esperaba que hubiesen desarrollado durante los años escolares. De ahí que el término “diversidad” se haya hecho prácticamente sinónimo de “alteridad” y “otredad” (véase Skliar y Téllez, 2008): el diverso es el otro, el que no se ajusta los parámetros de “nosotros, los normales”, sea en un plano cultural, psicológico, corporal, religioso, de género o, para decirlo de manera más general, en cualquier plano que sea relevante para el grupo que se identifica con ese “nosotros”. El estudiante de pedagogía (referido más arriba) que habla de los “niños diversos” en contraposición a los niños “normales” es un claro ejemplo de esta forma semi-técnica de usar el concepto de diversidad, asociada al perfil de ingreso; en lo que respecta al uso asociado al perfil de egreso, considérese, por ejemplo, cuando se habla de la “diversidad sexual” para referirse a las personas que no tienen una orientación sexual considerada “normal”5, o cuando la gente usa la expresión “diversidad cultural” pensando en uno o más grupos culturales específicos, distintos del grupo cultural dominante o “normal”. En estos y otros casos, la noción de diversidad se emplea para identificar a un segmento de la población que se aparta de la normalidad que el proyecto escolar moderno intenta producir y mantener en la sociedad. No es un mero marcador de diferencia, sino un identificador de alteridad con respecto al grupo de ciudadanos que detenta la normalidad; y, en esa medida, un dispositivo de exclusión.
Este uso semi-técnico del concepto contrasta fuertemente con el uso más propiamente técnico que tiene en ciencias naturales, cuando se habla de “diversidad biológica” o “biodiversidad”6. En este contexto, la diversidad es una característica que se predica de la totalidad del ecosistema. Apela a una concepción de la vida en general como fenómeno diverso y, en consecuencia, no se contrapone a ninguna normalidad: no es un grupo que se desvía de una norma, sino una característica del conjunto total de seres vivos. Es precisamente en esta línea que se entiende el concepto de diversidad desde el paradigma de la educación inclusiva: no como lo opuesto a la normalidad, sino como un rasgo de las sociedades humanas en general; y, al igual que la biodiversidad, un rasgo en un sentido no meramente descriptivo sino también normativo o valorativo, tal como mostraremos en breve. También nos referiremos a la importancia de hacer esta consideración conceptual.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA, IGUALDAD Y DIVERSIDAD
En contraste con una sociedad en la que hay una normalidad establecida de la cual ciertas personas y grupos se desvían en mayor o menor grado, podemos pensar en una sociedad en la cual la heterogeneidad es la norma. Esto no significa que la normalidad no exista, por cierto, pero sí que no tendría sentido predicarla de personas o grupos específicos: una propiedad de la sociedad en su conjunto. Se trata de una normalidad de la que nadie puede “desviarse”, toda vez que prescribe un espacio de libertad para que cada persona y cada cultura desplieguen plenamente su originalidad. Lo normal, en este escenario, no es pertenecer o parecerse a un determinado segmento privilegiado de la ciudadanía, sino ser el que uno es.
Para hacer realidad este ideal social se requiere, por cierto, que haya una estructura política que permita y fomente la diversidad de formas de vida y la libertad que ello implica. Pero al mismo tiempo y con la misma intensidad es necesaria la existencia de una igualdad fundamental que resguarde, entre otras cosas, que las múltiples posibilidades de autorrealización no se vuelvan exclusivas de un grupo privilegiado de ciudadanos7. Si la diversidad va a ser genuinamente la norma, la institucionalidad debe garantizar el acceso equitativo a la posibilidad de vivir la propia identidad. Sin esta igualdad fundamental entre todos los ciudadanos, la valoración de la diversidad es falsa y puede conducir, por ejemplo, al circo del multiculturalismo neoliberal (Kymlicka, 2013) o a una inclusión falaz que no va más allá de meras declaraciones de intención política (para un estudio etnográfico de cómo se manifiesta esto en la práctica escolar en Chile, véase Luna y Gaete, 2019).
Esta sociedad que estamos imaginando, en la que igualdad y diversidad conviven en su justa medida para permitir la participación política equitativa universal en un contexto institucional en el que cada ciudadano tiene derecho a ser quien es, es exactamente el negativo de las sociedades que se desarrollaron durante los últimos tres o cuatro siglos al alero del horizonte normativo de la democracia representativa moderna. En efecto, mientras la primera promulga la existencia de ciudadanos diferentes en un marco de igualdad social y política, las segundas acabaron produciendo, para usar las palabras de Touraine (2000), “individuos similares pero no iguales” (p. 10). Se trata de democracias “de baja intensidad”, basadas “en la privatización del bien público por élites más o menos limitadas, en la distancia creciente entre representantes y representados y en una inclusión política abstracta hecha de exclusión social” (Santos, 2002, p. 25), cuyo máximo fracaso consiste en no haber podido articular los ideales democráticos de igualdad y libertad, y en la consecuencia inevitable de ello: la proliferación de la exclusión en las sociedades (Gaete y Luna, 2019). Por eso, a fines del siglo pasado comienza a levantarse un proyecto democrático que intenta revertir la homogeneización inequitativa propia de las democracias modernas, en la búsqueda de una estructura social que no fomente la exclusión y que, en cambio, permita el florecimiento armónico de la libertad y la igualdad entre los ciudadanos (véase, entre muchos otros, Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002).
Esta “nueva democracia”, que a principios del presente siglo comienza a ser descrita como “democracia participativa”, se presenta como un esfuerzo por generar formas de participación política más directa que puedan “transformar los arreglos institucionales hegemónicos de la democracia representativa” (Pedraza, 2015, p. 75). Se trata, por tanto, de instituir una nueva normatividad, “una normatividad poscolonial imaginaria en la cual la democracia, como proyecto de inclusión social y de innovación cultural, es el intento de institución de una nueva soberanía democrática” (Santos, 2002, p. 48; véase también Canto Saenz, 2016; Cortina, 1993; Subirats, 2005). Es esta nueva normatividad la que, en abierta contraposición a la normalidad de entrada y de salida que heredamos de las democracias modernas, instituye la diversidad como parámetro de lo normal. Pero –por lo mismo– no la diversidad entendida como otredad respecto de un “nosotros” hegemónico (esa diversidad no es parámetro sino desviación de la normalidad). La diversidad sobre la cual se construye una democracia participativa es aquella que se predica de la humanidad en su conjunto cuando se dice que cada persona es única e irrepetible.
Es esta diversidad, concebida no como anormalidad sino como ideal político, como norma social, la que la democracia participativa aspira a instituir y mantener a partir de la creación de una estructura política que no deje a ningún ciudadano excluido de la posibilidad de realizar su propia identidad. De ahí que en el marco de este proyecto político la diversidad sea, al mismo tiempo, un hecho y un valor: existe y es buena. En consecuencia, debemos promoverla, no solo aceptarla o “tolerarla”, en un marco político de equidad fundamental entre los ciudadanos8. Debemos organizar nuestras instituciones a la luz de este ideario; y eso implica, entre varias otras cosas, educar a la ciudadanía para ello. La educación inclusiva apunta precisamente a esto. Por eso hemos afirmado que el proyecto escolar moderno es a la democracia moderna lo que la escuela inclusiva a la democracia participativa (Gaete y Luna, 2019).
LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
El proyecto inclusivo en educación surge como reacción al proceso de homogeneización inequitativa favorecido por la escolaridad moderna; en particular, busca reemplazar la normalidad (de entrada y de salida) de dicha escolaridad por un nuevo horizonte normativo, en el cual la diversidad se valora en un marco de equidad social (véase, entre muchos otros, Aguerrondo, 2008; Ainscow, 2004; Casanova, 2011; de la Puente, 2009; Escribano y Martínez, 2013; Escudero y Martínez, 2011; Florian, 2008; Gerschel 2003; Lipsky y Gartner, 1996; León, 2012; Parrilla, 2002; Thomas, 1997; Thomas y Loxley, 2007; Thomazet, 2009; Unesco, 2004). Veamos esto con mayor detalle.
En lo que respecta a la normalidad de entrada, la inclusión se opone categóricamente a la existencia de perfiles de ingreso, en el entendido de que todos los ciudadanos deben tener acceso a la escolaridad. Eso quiere decir, en primer lugar, que una escuela inclusiva no puede tener mecanismos de selección de estudiantes: la educación inclusiva es educación para todos (Ainscow y Miles, 2008; Florian, 2008; Parilla, 2002). Después de todo, la selección de estudiantes favorece la inequidad social y conduce a la homogeneización del aula. Tampoco puede una escuela inclusiva suponer que algunos estudiantes necesitan ayudas “especiales” para poder aprender. Desde la óptica inclusiva, “una enseñanza eficaz es una enseñanza eficaz para todos los alumnos” (Ainscow y Miles, 2008, p. 25; véase también Florian, 2008). Esto significa ir mucho más allá de una mera extensión del acceso a la escuela, hacia el desarrollo de una pedagogía que asegure que ningún ciudadano quede imposibilitado de aprender y participar en la sociedad.
Por lo mismo, la inclusión impone a la educación un marco epistemológico desde el cual el así llamado “fracaso escolar” debe ser explicado no en virtud de las características personales de los estudiantes sino a partir del análisis de las barreras para el aprendizaje y la participación con que los sistemas educativos producen y mantienen la exclusión (Ainscow y Miles, 2008; Booth y Ainscow, 2002; Echeita, 2007; Florian, 2008). Este marco favorece una pedagogía centrada en la facilitación de oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes a través de actividades en las que nadie queda excluido de la participación. De ahí que, desde la óptica inclusiva, es la enseñanza la que debe adaptarse a las características de los niños (más que los niños a la enseñanza, como ocurre en la escolaridad tradicional). Independientemente de las diferencias físicas, psicológicas, culturales o de cualquier otra índole que pueda haber al interior del estudiantado, todos tienen derecho a participar de manera equitativa en los procesos de aprendizaje. Más aún: desde una perspectiva inclusiva, esas diferencias son recursos para el aprendizaje. La diversidad se valora, pues, no solo a nivel ético-político, sino también a nivel pedagógico propiamente tal9. (Más adelante explicitaremos cómo esto se conecta con la búsqueda de justicia educacional.)
En cuanto a la normalidad de salida, la educación inclusiva, también en línea con el marco político que la motiva, promueve la existencia de una variedad de formas de vida en un marco de igualdad socio-política, de modo que ninguna de esas formas pueda arrogarse mayor validez que otra ni, mucho menos, la representación exclusiva de lo normal. Lejos de la normatividad promulgada por la escolaridad moderna, la inclusión propone un horizonte normativo orientado hacia la construcción de una sociedad en la que lo normal esté dado por la valoración de la diversidad y el rechazo de la inequidad. En tanto instrumento al servicio de estos ideales de la democracia participativa, una escuela inclusiva debiese ofrecer a sus estudiantes una multiplicidad indefinida de alternativas para “ser normal”. Porque solo un contexto normativo con esas características ofrece a cada estudiante la posibilidad de autorrealizarse, de desarrollar su unicidad, su diferencia, su propia identidad.
Este aspecto de la normatividad inclusiva también tiene una consecuencia epistemológica, a saber, que ninguna forma de conocimiento puede reclamar supremacía sobre las demás. En concordancia con los desarrollos epistemológicos de finales del siglo pasado y principios de este, una escuela inclusiva debe reconocer y validar equitativamente los distintos saberes que los estudiantes, al igual que sus familias, traen al espacio escolar. Desde esta perspectiva, el profesor, lejos de ser portador de la verdad o del único conocimiento legítimo, es también aprendiz, y permite que la comunidad educativa se enriquezca de los saberes que trae cada uno de sus miembros desde el contexto familiar o local del que es originario. Por esto, y también por su concepción de la educación como un dispositivo emancipatorio, vemos en la pedagogía de Paulo Freire (1973) un movimiento precursor de la educación inclusiva. Asimismo, nos parece que muchas propuestas educacionales contemporáneas organizadas sobre el principio de equidad epistémica, que no suelen presentarse explícitamente como parte del proyecto inclusivo, podrían perfectamente ser consideradas de ese modo; por ejemplo, el excelente trabajo iniciado por González, Moll y Amanti (2006) sobre los “fondos de conocimiento”, o la propuesta de Díaz y Druker (2007) sobre democratización de la escuela, entre otras10.
A la inversa, hay en la actualidad una variedad de propuestas educacionales que, para usar la expresión de Slee (2018), han colonizado el concepto de educación inclusiva para perseguir fines políticos, epistémicos y pedagógicos bien distintos a los aquí descritos. Pese a que se describen abiertamente como “inclusivos”, algunos de estos intentos no solo se alejan de la normatividad propia de la democracia participativa sino que avanzan directamente en su contra, generando espacios escolares que en definitiva perpetúan la agenda inequitativa y homogeneizadora de la escolaridad moderna. Es precisamente en este contexto supuestamente inclusivo que ha proliferado el uso semi-técnico del concepto de diversidad como alteridad o anormalidad. En virtud de esta lamentable confusión conceptual, se han levantado dudas respecto de la pertinencia o deseabilidad del proyecto inclusivo en educación. Se ha dicho, por ejemplo, que “la inclusión educativa tiene sus orígenes en una tradición ligada a la educación especial y que proviene de una visión positivista de la realidad”, y que esto “tiene una serie de efectos al abordar el concepto de diversidad en el aprendizaje y la enseñanza de los sujetos, legitimando el concepto de normalidad como centro y paso a seguir” (Infante, 2010, p. 295; véase también Skliar y Téllez, 2008). En otro lugar hemos explicado que la inclusión no comulga necesariamente, y de hecho puede entrar en conflicto, con el paradigma integracionista que subyace a la educación especial (Gaete y Luna, 2019). Tampoco es correcto ligarla al positivismo, aunque no tenemos aquí el espacio para desarrollar esta idea11. Lo que queremos enfatizar es que la noción inclusiva de diversidad no tiene nada que ver con la legitimación de la normalidad (ni de entrada ni de salida) que las sociedades modernas construyeron y perpetuaron a través de la escuela (entre otros dispositivos). Todo lo contrario: la educación inclusiva, correctamente concebida, nos lleva a cuestionar esa normalidad y a pensar la vida humana como un fenómeno intrínseca y deseablemente heterogéneo, y la democracia como un intento de dar respuesta a ello a través de la generación de espacios de participación ciudadana equitativa. En consecuencia, es un error de proporciones (un error lógico, conceptual) intentar desacreditar el proyecto inclusivo con argumentos que lo emparenten con agendas normalizadoras en un sentido hegemónico-asimilacionista.
En suma, la educación inclusiva puede describirse como un proyecto político, epistemológico y pedagógico que contiene esencialmente, pero al mismo tiempo trasciende largamente, la idea de que toda persona es educable y debe tener acceso a la escolaridad. Esa idea es solo el punto de partida (fundamental, sin duda) de un proyecto mucho más ambicioso que comprende también el reemplazo de nociones explicativas estigmatizadoras y/o esencialistas (tales como, por ejemplo, el concepto de necesidades educativas especiales) por la detección y el desmantelamiento de barreras para el aprendizaje y la participación. Además, este trabajo epistémico-pedagógico orientado a transformar radicalmente la normalidad de entrada del proyecto escolar moderno se extiende hacia la transformación de su normalidad de salida y, con ello, se inscribe como dispositivo social para la producción de condiciones tanto estructurales (institucionales) como agenciales (individuales) para el florecimiento de una nueva democracia, en la que la igualdad no degenere en homogeneización y la diversidad no degenere en desigualdad.
Por último, cabe señalar que de ningún modo el proyecto inclusivo debe pensarse como reducido únicamente a la escuela: también la educación de párvulos y la educación superior o posescolar pueden y deben abordarse desde una mirada inclusiva (atendiendo a las particularidades de cada caso, por supuesto). Pensando en lo primero es que, por ejemplo, desde hace algunos años se ha intentado posicionar el concepto de barreras para el aprendizaje, la participación y el juego (Booth, Ainscow y Kingston, 2006). Respecto de lo segundo, cabe señalar que en el debate internacional se ha venido instalando con fuerza la idea de que la educación superior o, de modo más general, la educación durante toda la vida es un derecho universal (véase, por ejemplo, McCowan, 2012; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2015). Recientemente, un estudio realizado por el Centro Universitario de Desarrollo CINDA, que agrupa diversas universidades chilenas, introduce el concepto de “barreras para el aprendizaje y la participación” también en el contexto de la educación superior, abogando por la necesidad de un enfoque de derecho que busque en este nivel educativo la “transformación de la cultura institucional para posicionar los temas de valoración de la diversidad, equidad y justicia social” (Lapierre et al., 2019, p. 55).
EDUCACIÓN INCLUSIVA Y JUSTICIA EDUCACIONAL
La expresión “justicia educacional” suele usarse de dos maneras. Por una parte, se dice que se hace justicia educacional cuando a un conjunto de ciudadanos que no ha tenido la posibilidad de acceder a una educación de calidad se le permite dicho acceso. Por otra parte, y de manera más amplia, se puede decir que se hace justicia educacional cada vez que se revierten injusticias sociales por medio de la educación; por ejemplo, cuando gracias a la implementación de una política educacional se logra que un grupo de ciudadanos tenga acceso a condiciones socioeconómicas o niveles de participación política que se consideran más justos, o cuando el curriculum escolar incorpora dentro de sus objetivos el desarrollo de una conciencia crítica capaz de detectar la injusticia social.12 Este uso es más amplio en el sentido de que, en cierta forma, el otro uso está contenido en él, toda vez que el acceso universal a la educación es en sí mismo un asunto de justicia social (y, por tanto, cualquier paso hacia esa universalidad es un avance en materia de justicia social). Como sea, el argumento que queremos desarrollar a continuación es que la educación inclusiva es, en principio, el proyecto educativo más idóneo para hacer justicia educacional en los dos usos que tiene esa expresión.
Partamos por el uso más reducido: la justicia educacional en tanto extensión del acceso a la educación de calidad a toda la población. Desde luego, esto es un acto de justicia solo si se considera que la educación de calidad es un derecho universal. Pues bien: en ninguna otra concepción de la educación está esta idea plasmada de manera tan profunda como lo está en la educación inclusiva. En efecto, y teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que la educación inclusiva consiste, en parte, en un rechazo categórico de cualquier restricción al acceso equitativo de todos los ciudadanos a la mejor educación posible. El derecho universal a la educación de calidad está en el ADN del proyecto inclusivo. De ahí que en muchos países ese acceso universal comenzó a buscarse en forma genuina solo después de que la inclusión penetrara la política educativa (véase Parrilla, 2002). En Chile, en particular, el primer gran paso en esta dirección –hacia la erradicación definitiva de los perfiles de ingreso de los establecimientos escolares– se ha dado justamente con la promulgación de la Ley de Inclusión, que intenta terminar con un sistema educacional selectivo cuyos orígenes pueden rastrearse hasta la fundación misma del Estado (véase Serrano, Ponce de León y Rengifo, 2012).
En lo que respecta a la justicia educacional en tanto justicia social a través de la educación, la educación inclusiva aparece, de nuevo, como una alternativa educacional diseñada especialmente para eso. Esto se debe a que el proyecto político desde el cual se nutre la normatividad de la educación inclusiva –la democracia participativa, tal como la caracterizamos más arriba– aspira a la construcción de una sociedad en la que el logro de la plena ciudadanía pasa por un conjunto de derechos cuyo ejercicio depende, en cierta medida, de la educación. En esta línea, en su discusión sobre el concepto de educación inclusiva Ainscow y Miles (2008) nos recuerdan, citando a Osler y Starkey, que la lucha por el derecho a la educación puede ser considerada como parte de la lucha por la ciudadanía. La plena ciudadanía depende no solo de haber alcanzado el derecho a la educación, sino un cierto número de derechos que se ejercen en y a través la educación. Por esto el derecho a la educación resulta crucial en la lucha por la ciudadanía. Solo cuando la escolaridad se hace accesible, aceptable y adaptable a las necesidades de los educandos puede ejercerse el derecho a la educación (p. 49).
Este punto expresa no solo “la fuerte relación conceptual y moral existente entre la inclusión y la educación para la ciudadanía democrática” (p. 49), sino también una concepción de la educación como factor clave en la constitución de una sociedad justa. Naturalmente, queda por aclarar qué quiere decir que una sociedad sea justa, toda vez que esto es un tema sobre el cual no hay pleno consenso (véase, por ejemplo, Clark, 2006; Heybach, 2009). A nuestro juicio, dos condiciones necesarias para la justicia social son la equidad y el respeto por la diferencia y, en consecuencia, las políticas de redistribución y reconocimiento (en el sentido de Fraser, 2000, 2008) son cruciales para avanzar en materia de justicia. Pero estos dos ejes de acción para la justicia (equidad/redistribución y reconocimiento/diversidad) son asimismo dos elementos fundamentales dentro de una democracia participativa y, por tanto, parte constituyente de la normatividad inclusiva. Alrededor de estos dos ejes se articula, pues, la propuesta educacional de la inclusión.
En suma, la educación inclusiva es, por diseño, un movimiento hacia la justicia educacional en cualquiera de los dos usos frecuentes de esa expresión. Tal como apunta López (2013), “en el mundo de la educación hablar de inclusión es hablar de justicia” (p. 262). Desde luego, es perfectamente posible que escuelas y otros establecimientos educacionales que se describen a sí mismos como “inclusivos” no logren, en la práctica, realizar el ideal de justicia que supuestamente los motiva. Tal vez las acciones realizadas no fueron las más apropiadas para producir los resultados esperados; tal vez no había un compromiso genuino con la inclusión (véase, por ejemplo, Luna y Gaete, 2019). En cualquier caso, sigue siendo el caso que la educación inclusiva, prescribe el diseño de procesos educativos tendientes a la democracia participativa y la justicia social. En este sentido, es en principio la vía regia para ambas cosas y, en definitiva, para una polis en la que todos los ciudadanos tengan la oportunidad de florecer13. Queda aún el desafío de mostrar cómo es posible llevar esta conceptualidad a la práctica.
Referencias
Aguerrondo, I. (2008). Revisar el modelo: un desafío para lograr la inclusión. Prospects, 38 (1).
Ainscow, M. (2016). Diversity and equity: A global education challenge. New Zealand Journal of Educational Studies, 51(2), pp. 143-155.
Ainscow, M. (2004). Desarrollo de escuelas inclusivas. Ideas, propuestas y experiencias para mejorar las instituciones escolares. Madrid, España: Narcea.
Ainscow, M. y Miles, S. (2008). Por una educación para todos que sea inclusiva: ¿Hacia dónde vamos ahora? Perspectivas, 38 (1), pp. 17-45.
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1 Facultad de Educación, Campus Villarrica de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
2 La agenda política no es, por cierto, la única agenda que subyace a la aparición de las escuelas en su forma moderna. Es bien sabido que esta historia tiene además componentes económicos, ligados en todo caso a la dimensión política (véase, por ejemplo, Robinson, 2001). Otra agenda de la que se habla menos, pero que también tuvo mucha fuerza, es epistemológica; aunque, desde luego, se trata de una dimensión que también podría reconducirse a intereses políticos (véase, por ejemplo, Pérez, 1998).
3 Ciertamente, hay un grado de diversidad deseado y logrado, por ejemplo, a través de la formación diferencial de identidades de género. Pero se trata de una división dicotómica que, en todo caso, produce dos grupos altamente homogéneos. Los hombres se educan para parecer hombres, y las mujeres para parecer mujeres (o “señoritas”; para estudios recientes sobre esto, véase Luna y Gaete, 2019; Sanyal, 2019). Algo similar ocurre con la identidad de clase. Un dato interesante respecto de esto es que las diferentes clases sociales expresan visiones distintas respecto del sentido de la escuela, al menos en ciertos ámbitos (véase Gaete y Ayala, 2015).
4 Hace poco más de un siglo, muchos niños que hoy se describirían como teniendo “necesidades educativas especiales” eran habitualmente referidos como “idiotas”, “imbéciles”, “severamente subnormales” y “educacionalmente subnormales” (Robinson, 2001). Hoy el uso de estas etiquetas ha caído dentro de lo políticamente incorrecto, pero nuestra impresión tras años de trabajo en el sistema escolar es que muchos educadores siguen explicándose el fracaso escolar de ciertos niños en virtud de ciertas “deficiencias” o “fallas” que tales niños tendrían a nivel cognitivo, de modo que su proceso educativo estaría condenado a tener un nivel de logro muy limitado. Para una reflexión sobre la agenda eugenésica de la escuela, véase Baker 2002.
5 Algunos hablan incluso de “disidencias” sexuales (véase, por ejemplo, Cornejo, 2017).
6 Popularizado a fines del siglo XX, y definido en el Convenio Internacional sobre la Diversidad Biológica firmado en la Cumbre de la Tierra en 1992, el concepto de biodiversidad se define como “la variedad de organismos vivos de cualquier fuente, incluidos, entre otras cosas, los ecosistemas terrestres, marinos, otros ecosistemas acuáticos y los complejos ecológicos de los que forman parte; comprende la diversidad dentro de cada especie, entre las especies y de los ecosistemas” (Gil y Moya, 2014, p. 61). Respecto de la noción de concepto “técnico”, véase Gaete, 2008.
7 Aquí hablaremos indistintamente de equidad e igualdad, toda vez que la igualdad relevante para el proyecto inclusivo es aquella que se asocia con la equidad (véase, por ejemplo, Cerletti, 2010). En este uso de la palabra, la igualdad involucra el reconocimiento de la diferencia y, en ese sentido, se contrapone a la homogeneización. Hemos desarrollado este punto a través de la idea de una “ética de la igualdad diferente” (Gaete y Luna, 2019).
8 Algunos autores distinguen entre “diversidad” y “diferencia” (véase, por ejemplo, Armijo-Cabrera, 2018; Skliar y Téllez, 2008). Esta distinción, sin embargo, se sustenta en el uso semi-técnico del concepto de diversidad, no en el uso que nos interesa poner de relieve aquí. En ese uso, diversidad y diferencia son una y la misma cosa.
9 En particular, y tal como ha apuntado Ainscow (2016) recientemente, se asume que las diferencias pueden actuar como un catalizador de innovación pedagógica.
10 Esto está profundamente relacionado, naturalmente, con la noción de justicia epistémica desarrollada por Miranda Frickier (2007).
11 Sin embargo, permítasenos apuntar que, desde sus orígenes, el positivismo suponía una idea de progreso social que inspiró el proyecto civilizatorio que la escolaridad moderna llevaría a cabo y que la educación inclusiva, correctamente concebida, desecha de plano (véase Luna y Gaete, 2019). Ya solo por esto resulta bastante contraproducente acusar a la inclusión de positivismo.
12 Algunos hablan de justicia social “externa” e “interna” para diferenciar estas dos formas en que puede hacerse justicia social a través de la educación, una dirigida a la corrección de la inequidad y la reposición de derechos y otra dirigida más bien a la producción de un cierto tipo de subjetividad (véase Clark, 2006; Heybach, 2009).
13 En el sentido de “florecimiento humano” o eudaimonia, también traducido como “felicidad”. He aquí el fin último de la educación.