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Prólogo

Juan Cristóbal Peña

La idea de este libro surgió de una disputa absurda ocurrida una noche de primavera de 2017, durante una sobremesa en un restaurante de Santiago. Periodistas de varios países de Latinoamérica que habíamos coincidido en un encuentro sobre libertad de expresión, nos vimos polemizando sobre la pertenencia de los mayores escándalos de corrupción en el último tiempo en la región. La competencia era reñida. En esa mesa había argentinos, brasileños y, creo, mexicanos, representantes de grandes potencias mundiales en la materia, a quienes procuré ilustrar sobre los casos Penta y SQM, que hacía no mucho habían salido a la luz pública en Chile, dando cuenta de pagos sistemáticos y solapados ocurridos durante años a políticos de casi todos los partidos con representación parlamentaria. Pero claro, en Argentina, por ejemplo, tenían los bolsos con fajos de millones de dólares enterrados en un monasterio de monjas. Y al lado, en Brasil, se lamentaban de Odebrecht, la empresa constructora que había contaminado a casi toda la región con generosos sobornos y coimas.

En medio de este debate de tintes tragicómicos, el periodista colombiano Omar Rincón propuso zanjar la discusión con una Copa Sudamericana de la Corrupción. Esto es, un libro que reuniera y ponderara en su conjunto los casos más sonados del continente.

–Ustedes los chilenos ya están clasificados –juzgó.

De pronto, después de haber sido una aparente isla de aguas calmas y transparentes, ejemplo de probidad en la región, estábamos clasificados para jugar en las ligas mayores.

Pero claro, antes de salir a disputar un torneo internacional había que tener una liga local para determinar a los seleccionados de cada país. Un libro que fuese una suerte de Campeonato Nacional de la Corrupción, volvió a decir el periodista colombiano, tomándose en serio la idea de una serie clasificatoria por países. No sonaba mal. A esas alturas, había bastante donde elegir en Chile.

***

El primer escándalo de corrupción en un servicio público tras el fin de la dictadura en Chile ocurrió en 1991, en la Oficina Nacional de Emergencia. Su encargado, militante democratacristiano de bajo perfil, del que jamás se volvió a hablar, había montado un pequeño emprendimiento de reventa de mercaderías almacenadas en las bodegas del servicio. A fin de cuentas, con la perspectiva del tiempo, ese militante fue apenas un minorista y en cierto modo una excepción para la década, porque desde entonces, y hasta entrado el nuevo siglo, no hubo noticias de grandes desfalcos sistemáticos protagonizados por civiles, sino más bien casos aislados y aventuras solitarias, como la del encargado de las operaciones a futuro de Codelco, Juan Pablo Dávila, que dejó pérdidas por cerca de 200 millones de dólares de aquella época.

Definitivamente, en los años 90, en las grandes malversaciones al erario público participaron principalmente altos funcionarios de las Fuerzas Armadas, en especial del Ejército, que dispusieron a su antojo de un presupuesto de casi nulo control civil y al que desde los tiempos de la dictadura se acostumbraron a echar mano a voluntad. De hecho, el caso de los Pinocheques, que se conoció a fines de 1990 e involucró al primogénito del general Augusto Pinochet, había tenido origen en la década anterior, cuando “Augustito” recibió cheques por un total de cerca de tres millones de dólares, girados por la Comandancia en Jefe del Ejército en 1989, para la compra supuesta de una empresa de armamento que estaba en bancarrota. Después de fuertes presiones del jefe del Ejército, que amenazó con un golpe de Estado si el gobierno democrático perseveraba en llevar a su hijo a tribunales, el caso fue cerrado sin culpables.

Esa cultura de impunidad, abusos y privilegios explica también las millonarias cuentas del Banco Riggs que Pinochet había abierto y abultado de manera solapada desde los años 80, apelando a identidades falsas y testaferros. El caso recién fue conocido en 2005 –no gracias a autoridades chilenas, por cierto, sino por una investigación del Congreso de Estados Unidos que perseguía inversiones bancarias realizadas en ese país por grupos terroristas– y vino a derribar un mito: Pinochet hasta entonces podía ser un criminal, pero no un ratero. Pues bien, resultó ser las dos cosas, y por ninguna rindió cuentas ante la justicia.

La impunidad, otra vez, se imponía en este paraíso que era Chile para el resto del mundo desde los años 90. Un paraíso que, para ser tal, privilegiaba razones de Estado antes que la aplicación pareja de la ley.

Esto último también explica otro mito que permanecía tanto o más arraigado que el primero: en Chile, los políticos eran en su enorme mayoría gente honesta. Los políticos y los grandes empresarios. En parte, esa creencia tenía asidero en el bajo número de casos de corrupción, lo que era respaldado por el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, que desde mediados de los 90 situaba a Chile entre los países más probos de la región y del mundo. Pero ocurre que esa creencia comenzó a derrumbarse en 2014, cuando un gerente de las empresas Penta que fue despedido sin la indemnización que creía merecer, acudió al Ministerio Público y contó que, por años, había firmado cheques de la empresa para financiar a políticos de derecha. Como en Las crónicas de Narnia, el caso abrió la puerta a un mundo desconocido y fantástico, habitado por fuerzas oscuras y poderosas que vestían de cuello y corbata y acostumbraban a dictar patrones de buena conducta; un mundo que, además, señaló otros portales desconocidos de corrupción: la puerta de Penta permitió conectar al mundo de SQM, y este al de Corpesca, y así...

Todos los casos tenían un patrón común: financiamiento solapado a la política por medio de boletas que justificaban servicios inexistentes (ideológicamente falsas, fue la definición que recibieron). Aunque en rigor no es tan así, porque como ha quedado en evidencia, los servicios consistían en beneficiar con favores políticos y leyes a las empresas financistas.

De esta forma, después de que por años creímos navegar por aguas relativamente calmas y límpidas, al menos en lo que se refiere al poder civil, después de una borrachera de autocomplacencia y arrogancia que duró dos décadas y media, de pronto caímos en la cuenta de que debajo de la superficie había corrientes de aguas turbias y pestilentes. Entre tanto, lejos de amainar, la corrupción entre los uniformados seguía galopante. Y en paralelo se sucedían noticias sobre casos de colusión empresarial, uso de información privilegiada y elusión de impuestos.

Fue un despertar, un mal despertar, que nos devolvió a una realidad que gran parte de la élite empresarial y política se empeñó en negar y que contribuyó a incrementar un clima de desconfianza y permanente abuso que podría explicar el estallido social de octubre de 2019. El oasis en medio de una América Latina convulsionada –como definió el presidente Piñera al país, muy poco antes de que se desataran las mayores protestas desde la dictadura– en rigor era un terreno de extensiones tan yermas como las de nuestros vecinos en la región, en las cuales, acá como allá, campea el pillaje y la impunidad.

De eso justamente habla este libro, de algo que conocemos de sobra pero que no deja de sorprender, de esa tradición de los uniformados de echar mano a las platas fiscales para beneficio personal, como hizo el general de Carabineros Flavio Echeverría, cabecilla del mayor fraude a los dineros del Estado en la historia del país. De eso y del fin del mito, algo que supimos hace no mucho pero es más antiguo de lo que puede suponerse, como es el pago de coimas a los políticos; de esa idiosincrasia oportunista y ambiciosa que, en definitiva, no nos hace muy distintos a nuestros vecinos, pero que nos lleva a absurdos formalistas y burocráticos como entregar boletas para el pago de una coima.

Este libro habla de los vicios a los que conduce el acomodo en cargos públicos, del clientelismo y de ese desenfreno ciego y compulsivo por el poder de funcionarios como el exsenador Jaime Orpis, quien está acusado de defraudar al fisco y recibir coimas de una empresa pesquera que tenía intereses en un proyecto de ley en curso en ese entonces. Y habla, por cierto, de la contraparte, de quien ofrece dinero a cambio de favores políticos, de quien engrasa el sistema, en este caso, de ese gran corruptor de la política chilena que ha sido Julio Ponce Lerou, cuyo origen de su fortuna no se explica de otro modo que no sea por el hecho de haber estado casado con una de las hijas del general Pinochet.

Pero este volumen también habla de la ambición de ese muchacho de pueblo que toma un atajo y se inventa una oportunidad, como lo hizo Sergio Jadue, protagonista del mayor escándalo de corrupción de la FIFA. Y habla, de paso, de algo de lo que se conoce más bien poco, como es el sistema judicial chileno, quizás el más sensible de todos los poderes del Estado. Un poder que, aparentemente, parece el menos degradado de los tres grandes poderes, pero que a la vez sigue siendo un mundo endogámico que favorece las condiciones para el progreso de un juez como Emilio Elgueta, quien, antes de ser removido del Poder Judicial y ser acusado por la Fiscalía de enriquecimiento ilícito y prevaricación, se comportaba como esos antiguos magistrados de pueblo –campechano, clientelista y dadivoso–, siempre dispuesto a dar un favor a cambio de recibir otro.

Quizás la excepción en este recorrido la constituya el perfil de Alex Smith, ese profesor de informática autodidacta a quien la inteligencia de Carabineros recurrió para montar pruebas falsas que inculparan a líderes mapuches. En este caso, con su inclusión, hemos querido representar los alcances de la degradación moral de la policía uniformada, como también mostrar que en estos casos el hilo se suele cortar por lo más delgado: siempre habrá un pobre diablo a quien cargarle las culpas de los de más arriba. De paso, el retrato del Profesor Smith, como lo apodaron sus superiores, da cuenta de que muchas veces la corrupción es protagonizada y alentada por gente torpe y negligente, pero con poder e iniciativa. De ahí también su peligrosidad.

Sin duda esta selección nacional es insuficiente y parcial, si es que no también arbitraria, como lo es también la selección reunida en el libro ya publicado a instancias del mismo Omar Rincón, que contiene una selección de los casos más gravosos en Latinoamérica bajo el título Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la Corrupción? (2019). En nuestro caso, hay varios otros personajes e instituciones que merecerían un lugar en el podio. Es un campeonato corto, sin duda. Corto y desigual: no es lo mismo el que corrompe que el que se deja corromper. Sin embargo, en su conjunto, este libro procura ser una muestra representativa, a la vez que una voz de alerta y también un espejo. A fin de cuentas, los grandes casos de corrupción son en parte el reflejo de una sociedad habituada a pequeñas corruptelas, trampas y atajos, como saltarse la fila, ahorrar impuestos de manera mañosa o recurrir a algún amigo en la burocracia del Estado, porque qué se le va a hacer, si todos lo hacen, porque hay que sobrevivir, porque así funcionan las cosas en este país que, ya sabemos, no es ningún oasis.

Joyitas

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