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Follar normal Alba Serrano Giménez

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Ganadora del Premio de literatura erótica no convencional

Llevo días dándole vueltas a cuál es la mejor manera de decirte que no quiero follar normal. Me encantaría soltártelo tal cual para ver cómo reaccionas, pero me da miedo que pienses que tengo ganas de hacer cosas muy enrevesadas. Cosas como disfrazarme de perrita con medias de rejilla, subirme a un columpio con los pechos colgando o que te pongas unos pantalones de piel negra sintética con agujeros por todas partes y me pegues con juguetes sexuales caros. Me da miedo que pienses eso porque yo, en realidad, deseo lo opuesto.

De todas las maneras de decírtelo que se me han ocurrido, la mejor ha sido: Mira, es que necesito que vayas con cuidado si al final follamos. Pero he acabado descartando esta fórmula. Primero, porque la expresión ir con cuidado es demasiado polisémica. Segundo, porque quizá deducirías que te pido sexo suave, y la verdad es que, llegado el momento, no sé si me apetecería que fueras delicado.

Le he dado tantas vueltas al tema que al final he decidido ser específica en mis demandas y he redactado unos apuntes que incluso he pasado a ordenador. La primera versión del documento de Word tenía unas cuantas palabras destacadas en fucsia y no había faltas ortográficas. En la última versión —fruto de un proceso de involución que pretende mostrar un desenfado incompatible con el hecho de escribir una lista para follar—, el documento solo contiene un par de negritas y una palabra mal tecleada, «etusiasmo», cuya ene ausente es una negrita encubierta, una marca tipográfica para llamarte la atención sobre el vocablo. Este documento, arrugado y deliberadamente mal doblado, es lo que llevo en el bolsillo de la chaqueta mientras te espero en una terraza con la mascarilla puesta para nuestra segunda cita.

Ya te veo subir por la calle, tu cabeza sobresaliendo entre la gente. Caminas hacia mí y me sonríes con los ojos aún no del todo, tanteándome todavía. Esto me encanta. Tengo cuarenta años y desconfío de los hombres que te dedican demasiadas sonrisas deslumbrantes. He aprendido a preguntarme qué sombra quieren ocultar con tanto exceso de luz.

Pero tú no. Tú llegas y dudas de cuál es la mejor forma de saludarme, como les pasa a las amigas en tiempos de Covid, como le pasa a la gente que no pretende obtener una respuesta concreta de las demás personas. No sabes si abrazarme girando un poco la cabeza, si pasar de todo y estamparme los dos besos de antaño sobre la mascarilla o si hacer eso tan raro de chocar los codos. Al final, chocamos los codos mientras levantamos las cejas con timidez. Esto también me encanta. Tú me encantas. No tus ojos ni tu boca ni tus manos (que también), sino tu actitud. Si tuviera que describirla, tendría que inventarme una palabra que fuera el antónimo de caza y también de resultadista.

Nos sentamos, nos quitamos las mascarillas y pedimos, tú una caña y yo una fanta. Quieres fumar. ¿Me importa? Como lo estoy dejando… No, no, dale. Y, como eres tan alto, cuando te inclinas para encender el cigarrillo arqueas un poco demasiado la espalda. Entonces te veo de adolescente, lleno de acné y acomplejado por tu altura, empequeñeciendo el cuerpo para hablar con la gente.

Me gusta el olor del humo, digo.

Me gusta tu olor, pienso.

Nos hacemos preguntas. No nos conocemos mucho, pero la conversación fluye y de vez en cuando nos reímos. Nos gustan el cine y la playa. No nos gustan el capitalismo ni los moldes tradicionales. Tu mirada es traviesa. La ropa te queda bien. Eres la persona más atractiva de la terraza con muuucha diferencia. Las bebidas se acaban. Pedimos otra cerveza y otra fanta, que también se acaban. Hay tres colillas tuyas aplastadas en el suelo, porque ahora los bares tienen prohibido poner ceniceros.

Ha anochecido y en algunas mesas de nuestro alrededor la gente empieza a cenar. Me levanto para ir a mear las dos fantas y, en el baño, cuando me limpio el pis, el papel higiénico resbala. Resbala lo suficiente como para que tenga que limpiarme por segunda vez y para que después me mire en el espejo y examine críticamente las cicatrices que los últimos cuarenta años han dejado en mi piel. También resbala lo suficiente como para que me acuerde del papelito que llevo en el bolsillo de la chaqueta.

El papelito dice lo que yo no quiero decir. Que tengo dieciséis años y estoy en una discoteca y, como he bebido, no sé quién es el que no para de tocarme el culo, pero nadie me ayuda. Que tengo veintitrés años y un hombre que cree que me quiere me penetra mientras lloro. Que tengo treinta años y me decido a denunciar una agresión, pero no me hacen caso porque el agresor es «supermajo» y, ay, qué palo da ahora un conflicto.

El papelito dice que hace demasiado tiempo que tengo dieciséis años, y veintitrés, y treinta, y que ya va siendo hora de que pueda tener solo cuarenta y follar tranquila de una vez. También dice que para conseguirlo tú eres perfecto, un regalo caído del cielo.

Por eso salgo del bar decidida a utilizarlo. Fuera empieza a refrescar. Me estás esperando de pie al lado de la terraza. Me acerco a ti, miro hacia arriba y me tiemblan las rodillas. Espero que no se note. Se ve que nos echan porque ya es hora de cenar. Tú te niegas a comer allí. Te parece un atraco a mano armada, pero, si me apetece, conoces un par de sitios mucho mejores en el barrio.

Me apetece, y acabamos en una sandwichería compartiendo unos nachos y dándonos a probar los bocadillos. Nos estamos pasando por el forro el distanciamiento social. Yo me lo quiero pasar completamente por el forro. Lamerte la lengua y arriesgarme a contraer Covid. Parece ser que tú también, porque, mientras esperamos a que nos traigan la cuenta, nos inclinamos sobre la mesa y nos damos un beso. Es un beso de esos suaves y cortos. Nos separamos un momento, nos miramos y nos lanzamos a morrearnos, pero no nos alargamos. Me dices que no quieres incomodar a la camarera, y aquí decido que eres cien por cien digno del papelito que llevo en el bolsillo, así que te pregunto si te apetece tomar la última en mi casa y me contestas que sí.

Salimos de la sandwichería y nos abrochamos las chaquetas hasta arriba. Sin duda, el verano se está acabando. Empezamos a caminar hacia mi casa mientras charlamos y dejamos escapar alguna carcajada. En un callejón nos bajamos las mascarillas y nos volvemos a besar. El calor de tus labios y de tu aliento contrasta con el frío de la calle. Me pones las manos en la cintura y me acercas un poco hacia ti. Dejaría que siguieras, pero recuerdo que ya no quiero follar normal y me aparto.

—¿Estás bien? —me preguntas.

Pareces desconcertado.

—Sí, muy bien. Solo es que tengo que decirte algo.

Pareces asustado. Me apresuro a añadir:

—No eres tú, ¿eh? Soy yo. O sea… es que… —me cuesta encontrar las palabras— si quieres que follemos, tengo unas cuantas condiciones.

Abres los ojos como platos. A mí me empiezan a temblar las manos y me las meto en los bolsillos para que no te des cuenta. En el bolsillo derecho encuentro el papelito. Lo saco y lo empiezo a desdoblar. Tú lo señalas.

—¿Las has escrito? Tus condiciones, digo.

Se te empieza a escapar una risa incrédula. Y a mí, no sé exactamente de dónde, me sale el carácter.

—Sí. Y son tan importantes para mí que, si no te parecen bien o te lo tomas a broma, mejor lo dejamos aquí. De todas formas, debes de tener una cola de gente a la que le encantaría estar contigo esta noche. Qué más te da si me voy.

—Yo no tengo ninguna cola —contestas entre molesto y halagado.

—Es una cola metafórica —replico.

Nos quedamos un rato en silencio. Lo rompes tú:

—¿Me las quieres leer?

Te digo que sí y vamos a sentarnos a un banco. Sacas el paquete de tabaco y enciendes un cigarrillo. No puedes evitar estar divirtiéndote un poco. Carraspeo. Se me pasa por la cabeza que tengo todas las papeletas para convertirme en una anécdota que contarás durante años.

Nos veo desde fuera. En el banco, cara a cara, con las mascarillas puestas y el folio en medio. La escena parece una versión cutre de un contrato prematrimonial de Hollywood.

—¿Has oído hablar del consentimiento sexual? —te pregunto.

—Sss… no.

—Vale. Es una manera de abordar las relaciones sexuales. Se trata de no follar según lo que supones que le gusta a la otra persona. Por lo tanto, siempre que hagas algo nuevo le tienes que preguntar si le apetece, y esto se tiene que hacer cada vez que estés con ella, porque quizá el lunes le excita hacer una cosa, pero el martes no. O en este preciso momento le gusta y, al cabo de dos segundos, ya no.

La diversión se ha esfumado de tu cara y ahora tienes pinta de estar muy concentrado, atento de verdad. Te comería los morros y te desabrocharía la bragueta aquí mismo, pero eso no iría mucho en la línea del consentimiento sexual.

Señalas el papel con los ojos.

—¿A ver?

Te lo paso y empiezas a leer. Como el callejón está oscuro, tienes que sacar el móvil para iluminar el papel. Mientras, yo voy inhalando el humo que sale de tu cigarrillo como la exfumadora empedernida que soy.

—Una cosa —dices al cabo de unos minutos—: me peocupa que no etés etusiasmada.

—¿Cómo dices?

—No, que te has dejado una ene. Mira, aquí —señalas el papel—: «etusiasmo».

—¡Ay, sí, qué tonta! Me he equivocado. —Me río falsamente—. Esto del entusiasmo básicamente quiere decir que el otro tiene que GOZAR de lo que se está haciendo. Si solo lo TOLERA, no vale.

Nos callamos. Aparece un grupo de adolescentes escandalosas. Cuando pasan de largo, me dices:

—Bromas aparte, esto del consentimiento me parece muy razonable. Una guía sencilla para comportarte como una persona decente, ni más ni menos. Solo es que…

Te miras los pies.

—¿Qué?

—No, que… ¿con qué frecuencia hay que pedir consentimiento?

—Ni idea.

—Ah.

Nos volvemos a quedar en silencio. Ya van demasiados silencios. Por eso decido pasar a la acción:

—¿Qué te parece si lo vamos probando sobre la marcha? Empiezo yo: ¿te puedo dar un beso?

Levantas los ojos del suelo y sonríes.

—Sí.

Al rato nos estamos besando con sabor a tabaco y cerveza en el sofá de mi casa. En la mesita de delante hay dos latas de Estrella casi llenas. El sofá es pequeño. Llevamos diez minutos sentados en la misma postura, morreándonos como dos adolescentes, con la espalda demasiado rígida. Si no hubiéramos hablado del consentimiento, seguro que a estas alturas yo ya me habría subido encima tuyo sin sujetador y tú me estarías comiendo las tetas, pero después de la conversación tú te has quedado un poco cortado y yo también. Decido utilizar el consentimiento para salir de la situación:

—¿Estás bien haciendo esto?

Asientes con la cabeza, pero no pareces especialmente convencido.

—Pues no se te ve muy etusiasmado.

Te ríes con un poco de desgana.

Al final vamos a la habitación. Pongo música, enciendo un par de velas y regulo la intensidad de la luz hasta casi el mínimo. Mientras, tú te quedas ahí quieto, sin saber qué hacer más allá de repasar el papelito y colocarlo en la mesita de noche. Tengo ganas de decirte que, si quieres, lo podemos dejar aquí, porque estar con alguien que no tiene ganas de acostarse conmigo solo me ha pasado una vez en la vida, pero fue suficiente para darme cuenta de que no hay nada más desagradable y para preguntarme cómo consiguen soportarse a ellos mismos los hombres que follan así sistemáticamente. Te quiero decir todo esto, pero, en cuanto acabo de encender la última vela y me giro, de repente te tengo encima.

—¿Te puedo quitar el jersey y la camiseta?

Siento una mezcla de susto y alivio, pero gana el alivio. Asiento con la cabeza, nos sentamos en la cama y me dispongo a quitarme el jersey, pero tú me agarras las manos muy rápido y me dices:

—No. Yo.

Muy bien.

Haces que me tumbe, te me colocas encima a cuatro patas y empiezas a besarme el cuello. Bueno, a besarme no. Más bien pasas los labios y respiras fuerte sobre mi cuello y mis orejas hasta que me excito. Me agarras el jersey para quitármelo y yo levanto los brazos, pero lo vuelves a dejar en su sitio. Se te escapa la risa.

—¿Te puedo desabrochar el sujetador y tocarte los pechos por debajo del jersey?

Me desconcierta que ya no me lo quieras quitar, pero de momento me callo. Vamos muy bien con el tema de las preguntas y no lo quiero estropear.

—Vale.

Todavía respirando fuerte sobre mi oreja y mi cuello, me metes las manos por debajo de la camiseta y me acaricias la barriga. Yo te acaricio la espalda por encima de la ropa.

—¿No me quieres quitar el jersey? —pregunto.

—Todavía no —contestas con cara de pícaro.

—Ah. ¿Yo te lo puedo quitar?

—No.

No entiendo nada, pero el consentimiento implica aceptar lo que no entiendes. Cuando se trata de la autonomía de otra persona, lo que entiendas o dejes de entender es totalmente irrelevante.

—De acuerdo —contesto, y aparto las manos de tu espalda.

Tú me las agarras y las vuelves a poner donde estaban.

—No, no. Tócame. Pero solo un poco por debajo del jersey.

Debo de poner una cara extraña, porque añades:

—Es que se me ha ocurrido que con esto del consentimiento… sabemos qué autorizamos a hacer, pero no cuándo nos lo harán. ¿No te parece sexi?

No mucho. Creo. Se trataba de tener control sobre la situación.

—Mmm… no lo sé. A ver. ¿Quieres probarlo y te digo si me gusta?

—Sí que te gusta.

Contestas tan gallito que se me escapa una risa de cerdita. Pero se me pasa enseguida, porque, bajo el jersey, las manos vuelven a recorrerme la cintura y la barriga con los dedos. Me gusta porque me tocas con la presión justa: ni tan suave que hace cosquillas ni asfixiando la piel. Y con esta presión me pasas las manos por detrás de la espalda y me desabrochas el sujetador. Me parece que me vas a quitar el jersey y la camiseta, pero en vez de eso te pones a perfilar el contorno de mis pechos, me miras con cara de travieso, acercas tu boca a la mía y me metes toda la lenguaza. Este beso tan intenso me confunde. Lo tolero durante unos segundos, no sé si por costumbre o por qué, pero al final termino hablando.

—Espera. —Te separas—. ¿Me puedes besar de la misma manera que me tocas?

—¿De la misma manera? ¿A qué te refieres?

—Pues con la misma intensidad… el mismo tipo de juego.

—Ah, claro. —Te detienes—. Claro, claro —repites.

Y empiezas. Rodeas mis pechos con los dedos y acaricias mis labios con los tuyos. Mi cuerpo empieza a moverse solo. La pelvis se me ondula. Te acaricio la espalda por debajo del jersey. Poco a poco, me vas besando con más fuerza y vas avanzando en espiral hacia mis pezones. Todavía no has llegado y una de tus manos aparece delante de mi cara. La has sacado por el cuello de mi jersey para acercarme los dedos a la boca. Quieres que te los lama.

—¿Te parece bien? —preguntas.

—Sí, mucho… ¿Y a ti esto?

Te quedas expectante. Yo separo las piernas, te abrazo con ellas y te pongo los pies en el culo. Empiezo a aplicar presión hacia abajo mientras te miro a los ojos.

—Sí, vale.

Entonces te aprieto con fuerza el culo y ajusto tu pelvis a mi pelvis bailonga. Empiezan a bailar juntas, vaquero contra vaquero.

Vuelvo a dejar los pies en el colchón. Lamo los dedos que habían sacado la cabecilla por el cuello del jersey y ellos se vuelven a esconder. Con las puntas mojadas, me empiezan a tocar los pezones.

—Así no. Haz círculos y no presiones tanto.

—Vale.

La saliva se seca enseguida y tus dedos asoman por el cuello del jersey algunas veces más. Se mezclan con nuestras lenguas, ahora ya torpes y temerarias.

—¿Te puedo tocar el culo? —pregunto.

—¿Eh? —Separas tu boca de la mía—. Sí, sí. Dale.

Le doy, por encima de los vaqueros, que es lo que me ha parecido que te gustaba.

—Mejor desabróchalos.

—¿No quieres hacerlo poco a poco, como antes?

—No, ya no.

—Vale.

Te los desabrocho y te toco el culo. Las nalgas. Peludas, grandotas y seguro que blanquísimas. Alargo el brazo para llegar hasta el perineo —«¿Te parece bien?», «Sí, sí»—, y te lo voy tocando todo con las dos manos, y a veces presiono para que tú me presiones la pelvis, todavía vaquero contra vaquero. Tus manos están un poco desmadradas. Van de los pechos a la nuca, de la nuca a la cintura, de la cintura al culo y a los muslos por dentro de los tejanos —«¿Puedo?», «Sí»—.

—¿Quieres que follemos? —preguntas.

—Ya estamos follando.

—No, quiero decir… que si quieres follar con penetración.

—No me apetece.

—Ah. ¿Quieres hacer otra cosa?

Respiro antes de decirte lo que quiero hacer, porque no sé cómo decirlo si no es directamente.

—Te quiero meter un dedo en el culo y que te corras así. —Tu cara no es demasiado alentadora—. Siempre y cuando te etusiasme. Si no, no.

—No sé si me etusiasmará, pero llevo tiempo queriéndolo probar.

—¿Ahora te parece bien?

—Mmm… venga, va. Total…

—¿Total qué?

—Pues que este polvo es un poco raro. ¿Te sabe mal que te lo diga?

—No. Me sabría mal que no te lo pasaras bien…

—Me lo estoy pasando bien.

—Guay.

Si quiero llegar al ano con la mano necesito que nos apoyemos en el cabecero de la cama. Por eso reptamos como un bichaco de ocho patas hecho de carne, jersey y vaqueros. Una de las patas saca un gel de la mesita de noche y me vierte un poco en los dedos. No las tengo todas conmigo, pero al final alargo el brazo, lo intento y después de un rato y varios ajustes empiezas a gemir. Es agradable no hacer una paja para variar. A ver, que hacer pajas está bien. Pero hacer pajas siempre, no. Las rutinas son agradables hasta que nos acomodamos demasiado a ellas.

Me quitas el jersey.

—Perdona. ¿Todavía te parece bien?

—Sí. Ya tenía calor.

Y me empiezas a lamer y a besar toda. Son besos y lametones desordenados y con un punto de desesperación. Los noto en el hombro, el cuello, los labios, los pechos. Gimes. Cada vez más fuerte. Flipo un poco con el volumen de tu voz, pero no digo nada, por supuesto. Quien habla eres tú. Dices:

—Tía, me corro.

Te corres entre unos cuantos alaridos. Después te desplomas sobre mí. Tu cabeza grande, grande como el resto de tu cuerpo, recobra el aliento sobre mi hombro. Al cabo de unos minutos te levantas, me miras con esos ojos tan oscuros y me dices:

—Hostia. Hacía años que intentaba tener un orgasmo así. Nunca lo había conseguido.

—¿Y eso? ¿No teníais vaselina?

—Sí, sí teníamos. Lo que no tenía era la mente abierta. Aún no.

—Ya… Viva la lectura.

—Libre.

Y me das un beso largo.

—Tú no has acabado, ¿no?

—Quizá sí. Pero no me he corrido.

—Me refería a eso.

—Ya, pero no es lo mismo. —Sonrío para endulzar mis palabras. Sé más que tú sobre feminismo y sexo. No es porque sea más lista. Es porque una mujer necesita conocer más estos temas si quiere cuidarse—. A veces me quedo bien aunque no tenga ningún orgasmo, ¿sabes?

—¿Y ahora? Si quieres correrte, dime qué quieres que te haga.

Miro hacia arriba y me lo pienso. Para correrme, me tendría que mover. Salir de debajo de tu cuerpo pesado, caliente y con un ligero olor a sudor. Y tu cuerpo pesado, caliente y con un ligero olor a sudor es muy agradable.

—¿Quieres que te coma el coño? Me molaría saber cómo lo tienes.

Ay, qué monada. Creo que sí vale la pena moverme un poco.

—Prefiero hacer otra cosa.

—¿Sí? ¿Qué?

—Mira.

Salgo de debajo de ti y me quito los tejanos y las bragas. Me quedo solo en calcetines. Tú todavía estás completamente vestido, con la ropa muy desaliñada.

Me pongo de espaldas a ti, de rodillas, con las piernas algo abiertas y la espalda arqueada. Me entra un ataque de autoconciencia, de inseguridad física, pero lo ahuyento con un manotazo mental. Después giro la cabeza y te miro:

—Me apetecería que te pusieras detrás de mí y me masturbaras. Si quieres…

Muy obediente, te levantas y te acercas a mí. Yo alargo las manos hacia el cabecero de la cama y miro la pared. Espero. Tú no reaccionas. Me giro y veo que te estás tocando la bragueta.

—¿Estás bien?

—Sí. Sí —dices—. Es que ahora caigo en que no he eyaculado.

—Ah, es que me parece que tal y como lo hemos hecho, no hay bombeo de no sé qué y no se eyacula.

—Ah, vale.

Y me miras. Y te miras el paquete. Y me vuelves a mirar. Y te vuelves a mirar el paquete. Y después me miras el culo y la espalda y me los acaricias. Y me besas el cuello y el hombro.

—¿Esto te gusta?

—Sí, mucho. ¿Te parece bien que te coja la mano y te enseñe cómo me gusta masturbarme?

—Sí, por favor, que, si no, no doy pie con bola.

Nos reímos y te lo enseño. Tus dedos recogen mi flujo y te pones a mil, y yo me pongo a mil contigo. Cuando te muevo la mano, me giro para mirarte. Lo hago con toda la intención, para que entiendas qué me gusta más. Al rato ya funcionas solo y yo me agarro de nuevo al cabecero. Miro por última vez tus manos grandes sobre mi cuerpo, tu piel más oscura que la mía, y cierro los ojos. Muevo las caderas y gimo mientras tus dedos se deslizan por mi vulva, me lames el cuello y me agarras por el pelo.

Me corro y enseguida redondeo la espalda hasta quedarme en posición fetal. Tú te tumbas a mi lado.

—Tengo frío —digo, y me incorporo para acurrucarme contra el cabezal, abrir la cama y meterme bajo el nórdico.

—Y yo calor.

—¿Te quieres desnudar?

—¡A buenas horas!

—Si te apetece, te puedes desnudar y meterte aquí dentro conmigo.

Me miras. Ni te ríes ni sonríes. Tienes un amago de risa en la boca.

—El mundo al revés —dices.

—Oye, que te he avisado antes de subir. Aunque, ahora que lo pienso, puedes quejarte. El consentimiento lo contempla.

Te desnudas con el amago de risa todavía en la boca. Te digo que no hace falta que te quites los calcetines, que yo no me los pienso quitar, ni ahora ni nunca que folle y haga frío, y la risa se te escapa de la boca.

Te metes bajo el nórdico y miras la mesita de noche. El papel doblado todavía está ahí.

—¿Repasamos si lo hemos hecho bien? —propones, muy aplicado.

—Ostras, yo creo que sí.

—Pues yo creo que nos falta algo. ¿Cómo era? Ah, sí: «Cuidado posrelación». Esto significa que…

—Que nos tenemos que preguntar cómo estamos.

—Vale. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Me lo he pasado bien y no he hecho nada que no quisiera hacer. ¿Tú?

—Igual.

—Pues ya puedes dejar el papel.

Lo dejas. Me acurruco hacia abajo y me cubro entera con el nórdico, cabeza incluida. Tú también bajas y nos quedamos un rato bajo la tienda de campaña. Nos ponemos a descubrirnos el cuerpo. Ahora. ¿Y por qué no? Antes de que se nos cierren los ojos, salgo muy rápido de debajo del nórdico para apagar las velas. Me vuelvo a meter en la tienda de campaña diciendo quéfríoquéfríoquéfrío. Te cuento que estoy aburrida de follar normal, de la típica coreografía besos-masturbación-penetración, pero, sobre todo, de la tontería esta de fingir que les lees la mente a todas las parejas sexuales que tienes. Hablamos un rato de todo y nada. Nos dormimos. Estoy tranquila.

Sexo Fora de norma

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