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DIOS, TOLERANCIA E INCLUSIÓN EN JESÚS DE NAZARET

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RAFAEL AGUIRRE

Universidad de Deusto (Bilbao)


Con frecuencia, el biblista, ante las preguntas que se le dirigen, tiene que realizar acercamientos un tanto tangenciales a los textos o sacar deducciones a partir de ellos. No es este el caso con el tema que se nos propone, porque nos confronta con lo más nuclear de la enseñanza, del proyecto y de la personalidad misma de Jesús.

El estudio histórico de Jesús ha sido y es una tarea científica enorme y se han elaborado con gran sofisticación los criterios para detectar la historicidad de sus enseñanzas y obras, aunque es obvio que en este artículo no puedo justificar cada una de las afirmaciones que haga. Pero quiero indicar, y entro en un terreno discutido, que muy pronto se hicieron afirmaciones sobre Jesús o se le atribuyeron palabras que son desarrollos históricos legítimos y que nos sirven para penetrar en su vida y proyecto 1.


1. El judaísmo del Segundo Templo


Sin negar la capacidad transcultural de buena parte de las enseñanzas de Jesús, sin embargo, para entenderle adecuadamente, hay que situarle en su contexto social e histórico. Describo brevemente este marco.

Esa estrecha franja de tierra en la parte oriental del Mediterráneo, la tierra de Israel-Palestina, ha conocido una historia especialmente convulsa. Ha sido lugar de encuentro, intercambio y confrontación de pueblos y culturas diversas. En el siglo I de nuestra era se estaba dando el proceso de su incorporación al Imperio romano, lo que implicaba grandes consecuencias de diverso tipo. Consecuencias políticas: los romanos habían confiado el poder a una dinastía vasalla y fiel, los herodianos. Tras la muerte de Herodes el Grande, el control romano se ejercía directamente en el sur, en Judea, mientras que en la parte central y en el norte reinó durante muchos años Herodes Antipas. No entro en los innumerables avatares, conflictos y subdivisiones territoriales, pero sí es importante resaltar que la idiosincrasia tradicional diferenciada entre el sur, en torno a Jerusalén, y el norte, los galileos, continuaba reflejándose políticamente.

El proceso de integración en el Imperio tenía consecuencias económicas, porque una economía campesina de reciprocidad estaba siendo sustituida por una economía de redistribución, en la que un poder central fuerte (los herodianos con impuestos y los sumos sacerdotes con los tributos para el Templo) imponía fuertes cargas fiscales. La situación del campesinado galileo se volvía sumamente precaria y era creciente la tensión entre los sectores y la mentalidad rurales y las ciudades que no solo rodeaban Galilea (al oeste, Tiro, Sidón, Cesarea; al este, la Decápolis), sino que penetraban en su interior (Séforis, Tiberias). Esto conllevaba la penetración del helenismo, no solo entre la aristocracia jerosolimitana, sino también en Galilea. Es decir, tenía repercusiones culturales. Este proceso, brevísimamente reseñado, acarreaba una importante ebullición social y religiosa.

El judaísmo del Segundo Templo (JST) era muy plural. Flavio Josefo habla de los fariseos, saduceos, esenios y de una cuarta filosofía introducida por Judas Galileo y que, años más tarde, daría pie al partido de los zelotes. Sin embargo, no debe perderse de vista que hay un judaísmo común, unos elementos que todos los judíos aceptan, en los que basan su identidad, y la diversidad surge precisamente de las diferentes interpretaciones que de ellos se hacen.

El Templo y el sistema cultual fue la columna vertebral del judaísmo hasta su destrucción por los romanos en la guerra judía (66-70). El Templo tenía una función central desde el punto de vista económico (los tributos de los judíos de todo el mundo, la afluencia de peregrinos, los sacrificios, etc.), político y religioso. Precisamente por su importancia eran muy graves las diferencias sobre su recto funcionamiento 2. Según la teología oficial, en el Templo, morada de Dios, brillaba su santidad, que debía extenderse de forma escalonada a todos los espacios y aspectos de la vida judía.

El monoteísmo, la aceptación de un solo Dios, era el centro de la fe y el gran signo distintivo del pueblo judío. Por atenerme a la terminología de Assmann 3, no era un monoteísmo inclusivo («todos los dioses son uno»), sino exclusivo («no hay otros dioses fuera de Yahvé»). Según el autor mencionado, este monoteísmo exclusivo es típico y propio de la fe de Israel, no tiene «ningún paralelo en las primeras religiones» y supuso «la ruptura radical con las tradiciones religiosas de las culturas circundantes» 4. Todo judío fiel del tiempo de Jesús, y también en la actualidad, reza el Shemá, que comienza con un texto del Deuteronomio: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el único Yahvé» (en los LXX: «El Señor, nuestro Dios, es solamente uno»). Parece que, en un primer momento, este texto, más que afirmar el monoteísmo estricto, confesaba que Yahvé era el único Dios de Israel, a quien este pueblo debía amar «con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5), sin jamás «ir detrás de los dioses de los pueblos que tenéis a vuestro alrededor» (6,14). Pero, después, el Shemá, Israel se entendió en el sentido de una confesión monoteísta estricta y, en terminología de Assmann, excluyente. Los libros de los Macabeos están llenos de referencias que relacionan la adoración al único Dios con la identidad judía. P. M. Casey afirma: «Ser monoteísta era judío y ser politeísta era gentil, y por eso podemos reconocer el monoteísmo como una marca de diferencia de la comunidad judía» 5. Flavio Josefo afirma que «el reconocimiento de Dios como uno solo es común a todos los hebreos» (Antigüedades de los judíos 5,112).

Íntimamente unidos a la afirmación del único Dios están otros dos elementos. En primer lugar, la Torá, la Ley, que Dios otorga a su pueblo. Es don y a la vez responsabilidad. La Torá es el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia, a los que después se añadieron los Profetas (nebi’im) y los Escritos (ketubim). El conjunto constituye las Sagradas Escrituras hebreas, aunque la Torá siempre tuvo un papel preeminente, porque transmite la promesa a Abrahán, la revelación de Yahvé a Moisés, la elección del pueblo, la alianza y un conglomerado de leyes morales y rituales. Este es el núcleo del etnomito 6 en que se basa la identidad judía. Las Escrituras son la memoria del pueblo, que relee su historia a la luz de su relación con Dios. En las Escrituras mismas descubrimos las tensiones y conflictos en el seno de Israel a lo largo de los tiempos. Precisamente porque la Torá goza de la máxima estima, las controversias sobre su interpretación, sobre todo en sus aplicaciones prácticas, son continuas y con frecuencia antagónicas.

Otro elemento fundamental del judaísmo común era la conciencia de Israel de ser el pueblo elegido por Dios. «Yo os haré mi pueblo y seré vuestro Dios» (Ex 6,7), dice Yahvé a Moisés. Esta conciencia de elección creció en el posexilio y se manifestó en la crisis macabea y en la resistencia por mantener una identidad separada y distante de otras naciones. El libro de los Jubileos (siglo II a. C.) exhorta: «Apártate de los gentiles, no comas con ellos, no hagas como ellos ni les sirvas de compañero, pues sus acciones son impuras y todos sus caminos, inmundicia, abominación y horror» (22,16). Era fundamental mantener la identidad étnica del pueblo, y para ello se desarrolló todo un sistema de pureza que tenía la función de preservar a Israel separado de los pueblos gentiles. Por su importancia volveré después sobre este punto.

El judaísmo del siglo I ejercía una cierta atracción entre los gentiles, de modo que había conversos que llegaban a circuncidarse, en el caso de los varones, y simpatizantes, los denominados «temerosos de Dios», que incluso asistían a la sinagoga. Pero parece que el judaísmo –quizá salvo excepciones– no era proselitista; no pretendía imponer ni extender su monoteísmo. Su esfuerzo se volcaba en mantener su diferencia, su pureza étnica, y para ello necesitaba encontrar un reconocimiento que le permitiese una cierta organización propia y le eximiese de algunas obligaciones que tenían los demás habitantes del Imperio. La contrapartida de las barreras hacia fuera para mantener su pureza étnica era una intensa conflictividad interna, que he señalado al hablar de los elementos comunes del judaísmo. Esta conflictividad podía ser muy dura, de extremada violencia verbal y de descalificaciones rotundas de los discrepantes, convertidos en adversarios. Los qumranitas se consideraban los únicos fieles a la alianza, «los hijos de la luz» (1QS 2,3; 3,25), mientras sus adversarios son «los hijos de Belial» (1Q 2,5), malvados, traidores a la alianza, e invocan toda clase de males contra ellos (1QS 2,8-9). En el corpus de Henoc están presentes las discusiones sobre el calendario, que provocaron grandes divisiones en el JST. Henoc distingue entre quienes «siguen los caminos de la rectitud» (aceptan su calendario) y «los que pecan como pecadores» (Hen 82,4-7). En los Salmos de Salomón encontramos una oposición constante entre los piadosos, los judíos cumplidores de la Ley, y los malvados, que hablan mal de la Ley (Sal 3,3-12; 4,1.8; 13,6-12; 15,4-13). Se refleja con toda probabilidad la polémica entre los fariseos y los saduceos, que habían profanado el Templo a los ojos de los primeros.

En resumen, existieron unas polémicas intrajudías muy duras que afectaban a los elementos centrales del judaísmo. Es llamativo que unos judíos tachan a otros de «pecadores». La literatura que poseemos refleja no tanto el judaísmo de la gente común, sino el de élites reducidas, pero influyentes. Cabe pensar que estas polémicas no se quedaban en meras diatribas retóricas, porque tenemos el caso de Pablo, que, movido por su celo religioso fanático, viaja a Damasco para acabar con otros judíos, los seguidores de Jesús, que, en su opinión, atentaban contra la Ley y contra el monoteísmo por la exaltación que realizaban de la persona de Jesús.

Con esta panorámica delante podemos adelantar ya que Jesús –que fue un judío fiel toda su vida– provocó un gran conflicto intrajudío, en absoluto antijudío, porque reformulaba de forma personal y novedosa los elementos centrales de la fe judía. En realidad, todos estos elementos –Templo, Dios, Torá, pueblo elegido– estaban íntimamente relacionados, de modo que, si se toca uno, todos quedan afectados. La experiencia religiosa auténtica tiene una notable capacidad de innovación histórica. Y es una profunda y hasta extraordinaria experiencia de Dios lo que está en la raíz de los comportamientos alternativos de Jesús. Es lo que tenemos que ver ahora.


2. El Dios de Jesús


La Biblia no especula sobre Dios en sí mismo, sino que habla de Dios en su relación con la humanidad. El judaísmo descubre a Dios en la historia y a través de la historia. En esta tradición se encuentra Jesús: Marcos, al inicio de su evangelio, hace una síntesis fidedigna del anuncio de Jesús: «Está siendo cumplido el tiempo y el Reino de Dios se está acercando. Convertíos y creed en el Evangelio» (1,15). Las expresiones que se utilizan no son meras etiquetas convencionales, sino que reflejan determinadas experiencias y las favorecen. Reino/reinado de Dios es el centro del anuncio de Jesús. Es una expresión con una clara connotación pública y política. Estamos en un tiempo nuevo y el reinado de Dios está irrumpiendo. Esta expresión tiene su antecedente más claro en los dos profetas que actuaron cuando el pueblo se encontraba en situación de máxima opresión: Déutero-Isaías, en tiempo del exilio en Babilonia, y Daniel, en tiempo de los seléucidas, el dominio griego. En estos momentos críticos, los dos profetas reivindican el reinado de Dios contra los imperialismos opresores. Es una reivindicación polémica del monoteísmo y de su dimensión público-política.

Jesús se dirige a un pueblo, ante todo el galileo, traumatizado políticamente, al que se imponen unas cargas fiscales imposibles, en el que se desmoronan las formas tradicionales de convivencia, con unas élites sacerdotales desprestigiadas y controladas por los romanos. Jesús anuncia a esta gente que llega un tiempo nuevo, que el Reino de Dios está irrumpiendo. A diferencia de otros movimientos de renovación intrajudíos que se dirigían a una élite, Jesús se dirige a todo Israel sin excepciones: más aún, se dirige de forma preferente a los excluidos socialmente, a los que no contaban, a los tenidos por pecadores. La inclusividad es un elemento característico y fundamental del movimiento que Jesús promovió. Posteriormente desarrollaré este aspecto.

Jesús no se dirigió directamente a los paganos. Su deseo era que Israel cumpliese su misión de pueblo de Dios, es decir, que visibilizase en su vida social la capacidad humanizadora y transformadora que tiene la aceptación de la soberanía de Dios. Y de esta forma Israel sería una «luz para las naciones», a las que atraería a la fe en Yahvé. En línea con la tradición profética, el anuncio de Jesús, de forma mediata, incluye también a los paganos. Puede decirse que en la medida en que anuncia la pronta manifestación plena del Reino de Dios tiene presentes a los paganos (Mt 8,11-12; Mc 11,15-17, teniendo en cuenta la referencia a Is 56,6-7).

Jesús proclama a Dios como «Evangelio», como buena noticia, y lo compara con un tesoro escondido en el campo que llena de alegría al hombre que, de forma inesperada, lo encuentra, y a quien tal hallazgo le lleva a ver aquel campo y todo de una forma nueva, es decir, le cambia radicalmente la vida. Jesús invita a la conversión, a la transformación personal y social, a ver el mundo con ojos nuevos, al trastoque en la escala de valores.

Es muy instructivo contrastar la predicación de Jesús con la de Juan Bautista, el ascético profeta que había promovido un movimiento religioso en la desierta depresión del Jordán; Jesús también se sintió atraído por su mensaje, y en contacto con él estuvo algún tiempo. El Bautista anunciaba la venida cercana de un enviado de Dios, a quien él no era digno de soltar ni las correas de sus sandalias (Mc 1,7). Se acercaba una intervención divina justiciera y el pueblo era conminado a convertirse para librarse de la ira inminente (Lc 3,7-9; Mt 3,7-10). Jesús anunciaba que ya estaba llegando el reinado de Dios, un tiempo de gracia, un espacio para vivir de modo diferente, y apremiaba a la conversión como un cambio para acoger la salvación, para entrar en un espacio de vida renovada.

El Bautista se había retirado al desierto; con su atuendo y actitudes expresaba el distanciamiento de la vida cotidiana, y practicaba un rito, el bautismo, para segregar al resto dispuesto a convertirse. Jesús abandona el desierto, va por aldeas y pueblos, busca a la gente y no practica un rito de separación de un resto selecto o puro.

El reinado de Dios es una afirmación radical del monoteísmo, pero tal como Jesús lo proclama se trata de la irrupción escatológica de Dios en la historia, vinculada a su persona y a su ministerio, y que supone una transformación radical de Israel. Es, ante todo, una buena noticia para los pobres, para los afligidos, para los hambrientos, para todos los que sufren, porque es un reino de justicia. Jesús lo ve y lo proclama como ya irrumpiendo, y en un futuro muy cercano se manifestará en plenitud.

Es un anuncio apremiante, pero nada impositivo. Invita a aceptar a Dios, pero jamás pretende imponerlo. Rechaza el uso de la violencia y del poder coercitivo. Las tentaciones en el desierto, que los sinópticos presentan al inicio de su relato, son unos textos muy teológicos, elaborados con múltiples referencias al Antiguo Testamento, pero que responden e interpretan acontecimientos reales en la vida de Jesús. En efecto, el Dios de Jesús no se abre paso con signos milagrosos, ni arrastra a las multitudes con gestos fascinantes, ni impone su soberanía con un poder coercitivo, ni recurre a la violencia contra sus adversarios. Todo esto lo podemos ver en la vida de Jesús. Hay proyectos religiosos que han recurrido y recurren a estos procedimientos, pero Jesús los rechaza de plano. También se han utilizado con frecuencia para promover la causa de Jesús, pero ha sido traicionando lo más específico de su vida y de su proyecto.

El poder político –es un término anacrónico, pero útil para entendernos– no es malo en sí mismo. En una sociedad hay múltiples relaciones, distintos intereses, y existe la necesidad de organizarse y darse unas normas. Inevitablemente surge un poder, y lo que habrá que ver es cómo se regula para que sea eficaz y no despótico ni arbitrario. El poder es necesario por la intrínseca limitación de las relaciones sociales en la historia. Es una realidad provisional. El poder es un lugar de tentación, de peligro, por la asimetría y desigualdades que conlleva, pero puede serlo también de servicio. Es materia sensible que hay que usar con muchas cautelas, pero que no se puede demonizar. Es bien conocida la actitud crítica de Jesús con los poderes políticos y religiosos de su tiempo. Pero lo más notable es que rechaza absolutamente el poder coercitivo y político para llevar adelante la causa del Reino de Dios 7. Jesús es un carismático, está movido y, a veces, poseído por el Espíritu de Dios, anuncia y vive los valores escatológicos, y estos, precisamente por ser los definitivos, no pueden proponerse desde el poder histórico. En cuanto poseído por el Espíritu de Dios, tiene una gran autoridad moral, que el pueblo percibe, y un auténtico poder para liberar de los espíritus inmundos, es decir, para desalienar a quienes, por la singular presión social a que se veían sometidos, caían en un estado de gravísima alteración de la personalidad, con estados de alteración de la conciencia, que en aquella cultura se consideraban fenómenos de posesión por espíritus negativos 8.

Jesús rechaza la violencia. Cuando en un pueblo samaritano les niegan posada porque van a Jerusalén, Santiago y Juan están dispuestos a que baje fuego del cielo que los consuma, pero Jesús les reprende y se van a otro lugar (Lc 9,53-56). En el momento de la detención en Getsemaní para en seco los intentos de resistencia violenta: «Vuelve la espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52).

¿Cómo situar a Jesús en la trayectoria del monoteísmo judío? Es arriesgado plantear ahora esta pregunta, porque se abren problemas que otros ponentes abordarán con más competencia, pero mi tema exige hacer al menos alguna sugerencia.

Se ha notado que el monoteísmo arrastra fácilmente, algunos dicen que necesariamente, a la violencia. Al introducir la distinción entre el Dios verdadero y los dioses falsos introduce una dinámica de conflicto dilemático y no de convivencia de divinidades. El Dios del monoteísmo no acepta compartir el acogedor panteón greco-romano de divinidades. Barrington Moore, sociólogo de Harvard, afirma que «la invención del monoteísmo por las autoridades religiosas de los antiguos hebreos fue un acontecimiento cruel y que provocó un verdadero terremoto a escala mundial» 9. El historiador del cristianismo de los orígenes Simon Mimouni, en la solemne conferencia de despedida como profesor en la sección de Ciencias Religiosas de L´École des Hautes Études de París, afirmó lo siguiente: «Creo que el monoteísmo es un concepto relativamente tardío que ha generado el totalitarismo, el cual puede desembocar en lógicas genocidas. Una religión exclusivista, sea la que sea, no puede más que inventar e idealizar un dios exclusivo, celoso, que manifiesta su odio y desprecio por lo que no se le asemeja, ya sean otros dioses u otros cultos; en una palabra, permitiendo todas las barbaries que han tenido lugar en Europa y en otros lugares en el siglo XX, pero sobre todo en Europa». A continuación, añade con una lógica que confieso que se me escapa: «Creer en único dios o en un único jefe es una forma de intolerancia, porque es negar al otro el derecho de creer en otros dioses u otros jefes» 10.

Ciertamente, el monoteísmo puede dar pie a un proselitismo impositivo y a un celo violento. Con el monoteísmo surge el mártir (que no acepta un culto cívico) y el perseguidor (cuando tiene fuerza para ello o cuenta con el respaldo de un poder político) 11. Pero el monoteísmo puede tener unas funciones sociales bien opuestas a las mencionadas y mucho más positivas: presentar un Dios más universal y trascendente que supera las imágenes y conceptos humanos y que no se identifica con ninguna causa histórica; un Dios que se afirma contra los ídolos, entre los que se cuentan las ideologías y realidades históricas absolutizadas. Jan Assmann, cuyos estudios sobre el monoteísmo son una referencia ineludible y que es muy consciente de los peligros de intolerancia que encierra, afirma que «el impulso original del monoteísmo [consiste en] liberar a los hombres de la omnipotencia del cosmos, del Estado, de la sociedad o de cualquier otro sistema con pretensiones totalizantes» 12. De hecho, el Dios de Israel, en el lugar clave de su etnomito, se revela no como quien impone una verdad, sino como quien promueve la liberación de un pueblo oprimido 13.

Pero, sobre todo, hay que destacar que, ante la pregunta de un escriba, Jesús afirma la inseparabilidad del amor al Dios único y del amor al prójimo. El primer mandamiento es: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Y continúa: «El segundo es [en Mt dice: “El segundo es semejante a este”, 22,39): “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No existe otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,29-31). El monoteísmo de Jesús es inseparable, conlleva un dinamismo de inclusión sin fronteras, porque exige ver en todo ser humano las necesidades y la dignidad que queremos que se nos reconozca a cada uno de nosotros.

En el exilio de Babilonia y a su regreso, Israel reforzó sus rasgos identitarios. Tras la crisis macabea esta preocupación se acentuó. Los libros de los Macabeos describen la lucha feroz de Antíoco Epífanes contra el monoteísmo judío y la reacción consecuente de un auge del celo militante y violento por Yahvé.

Jesús se diferenció claramente de la ideología de pureza y nacionalismo, muy poderosa en el período posmacabeo. Entre los discípulos y Jesús se da la tensión entre el Dios celoso y violento posmacabeo y el Dios del tiempo nuevo que se abre y replantea los signos identitarios del pueblo judío.

Pero antes de profundizar en este punto vamos a preguntarnos cómo reacciona Jesús ante quienes se muestran indiferentes, obstaculizan o incluso combaten el Reino de Dios que él anuncia. La tolerancia ha adquirido unas connotaciones propias en la modernidad –pienso en Locke y su Ensayo sobre la tolerancia– y sería anacrónico buscar la actitud ante estas cuestiones. Pero sí encontramos algunas indicaciones muy valiosas que nos orientan en nuestra tarea.

Debemos comenzar recordando la parábola de la cizaña (Mt 13,24-30). El señor ha sembrado buena semilla en su campo, pero de noche ha ido su enemigo y ha sembrado cizaña. Cuando los siervos se dan cuenta, le proponen al amo arrancar inmediatamente la cizaña, pero este se opone: «No vaya a ser que al recoger la cizaña arranquéis a la vez el trigo». Jesús se opone a un celo fanático que pretende adelantar en la historia un juicio que solo a Dios compete y que se realizará al final. Ahora hay que tener paciencia; podríamos decir, tolerancia. En este momento no está claro qué es trigo y qué es cizaña. Bien entendido que la cizaña es mala. La tolerancia no nace del escepticismo ante la verdad ni del cinismo ante la vida. Pero no es solo que el Reino de Dios no se impone a la fuerza, sino también que muchas veces no están claros sus caminos en la historia. Jesús sabe que su semilla caerá en pedregales, en tierra endurecida, entre abrojos. La misma semilla que cae en tierra buena y acogedora necesita tiempo para despuntar y crecer. Jesús pide paciencia a los viñadores que querían arrancar la planta que llevaba mucho tiempo sin dar fruto (Lc 13,6-9). La paciencia requiere saber esperar, resistir y confiar, y es la primera virtud sobre la que hay un tratado autónomo cristiano, concretamente el De patientia, de Tertuliano, del año 204 14. Jesús habló del amor al prójimo, de no juzgar, de que los caminos de Dios desbordan nuestros cálculos, de respetar y acoger a las personas, que son las actitudes sobre las que se basa la tolerancia.

Pero hay actitudes que son intolerables. «¡Ay de aquel por quien vienen los escándalos!». La del que escandaliza a uno de estos pequeños, «más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar» (Lc 17,1-2); la del que cierra su corazón al pobre que yace a su puerta (Lc 16,19-31); a Jesús le subleva la utilización de Dios y del Templo para encubrir la injusticia (Mc 12,38-40; 11,15-17; Mt 23,23-24).

Hay que reconocer que en los evangelios hay pasajes de una violencia verbal que nos desasosiega. ¿Cómo se compagina el Jesús que en Mt 23 apostrofa a sus adversarios como hipócritas, sepulcros blanqueados, serpientes y raza de víboras, con el Jesús del Sermón del monte, que habla del amor a los enemigos y que prohíbe llamar imbécil a quien te ofende (Mt 5,21-22)?

Jesús responsabiliza al ser humano, le hace ver que Dios le abre una perspectiva insospechada que él puede acoger o frustrar. Las referencias al juicio, que han sido muy acentuadas en los evangelios por la Iglesia posterior, no tienen en el Jesús histórico rasgos apocalípticos y están al servicio de suscitar la responsabilidad en el presente.


3. Las normas de pureza como barreras para defender la identidad étnica 15


La preservación de su adhesión a su Dios único (más tarde «el único Dios»), que le confiere conciencia de ser «pueblo elegido», implica la separación de Israel de los otros pueblos. Esto se expresa en la Ley de Santidad y en las normas de pureza que se encuentran en el Levítico. En la Ley de Santidad se dice:


Yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os he separado de esos pueblos. Habéis de distinguir entre animales puros e impuros, y entre aves impuras y puras; para que no os contaminéis, ni con animal, ni con ave, ni con reptil que se arrastra por el suelo, de los que os he apartado yo como cosas impuras. Sed santos para mí, porque yo, Yahvé, soy santo, y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos (Lv 20,24-26).


La Ley de Santidad recoge sobre todo normas referentes al templo de Jerusalén. Hay un mapa de las separaciones sucesivas de lo profano para acceder a los espacios más santos, más cerca de la divinidad 16. El atrio de los gentiles estaba abierto a todo el mundo. Un patio más interno estaba reservado a los judíos, y unos letreros advertían a los gentiles que, si penetraban, incurrían en pena de muerte 17. A otro patio posterior podían acceder los varones, pero no las mujeres. Más adentro estaba «el santo», donde se encontraba el altar de los sacrificios, un lugar solo accesible a los sacerdotes. Por fin, «el santo de los santos», lugar de la santidad de Dios y que en el Segundo Templo estaba vacío, porque los babilonios se habían llevado el arca de la alianza, y al cual solo podía acceder una vez al año, el Día de la Expiación, el sumo sacerdote tras unos laboriosos ritos de purificación. Hay un mapa de los espacios que es también un mapa de las separaciones de las personas según los grados de pureza (gentiles, judíos, mujeres menstruantes o que han dado a luz recientemente, otras mujeres, laicos, levitas, sacerdotes, sumo sacerdote).

Esta santidad que se expresaba de forma especial en el Templo se prolongaba a la vida cotidiana para salvaguardar la separación del pueblo a través de las normas de pureza, que se encuentran en Lv 16 y capítulos siguientes, pero que habían desarrollado una casuística muy amplia y discutida para responder a las circunstancias variables que presentaba la vida. Las normas de pureza pretenden asegurar la identidad étnica del pueblo de Israel; eran las barreras que le separaban de otros pueblos. Se reforzaron enormemente cuando el pueblo regresó del exilio. En contacto con gentes muy diversas se impuso la tendencia más conservadora y excluyente.

Las normas de pureza controlaban con especial rigor los dos ámbitos por donde se podía entrar en contacto con los extraños al pueblo: las relaciones sexuales (se prohibían los matrimonios exogámicos o mixtos) y los usos alimentarios. Esta delimitación de las fronteras hacia fuera suponía, hacia dentro, un control estricto de los cuerpos de los miembros del propio pueblo.

Lo dicho no es sino un breve apunte sobre el sentido antropológico de las normas de pureza.

Añado una breve mención histórica. Los «fariseos» –palabra que significa «separados»– se caracterizaban por el rigor con que cumplían las normas de pureza en la vida diaria, con divergencias porque había diversas escuelas de interpretación. Los qumranitas habían llevado el cumplimiento de las normas hasta el punto de instalarse en el desierto, separándose físicamente del pueblo, al que consideraban corrompido a partir de la usurpación por una oligarquía sacerdotal del lugar más santo, el templo de Jerusalén.

La arqueología está poniendo de relieve la importancia de las normas de pureza, porque está sacando a la luz numerosos miqwaot, baños rituales, que se encuentran incluso en casas privadas, y que servían para practicar ritos de purificación. Un dato muy importante: la impureza era contagiosa, pero no así la santidad (con la excepción del altar del Templo, muy poco accesible):


Pregunta a los sacerdotes sobre la Ley. Diles: «Si lleva alguien carne sagrada en el halda de su vestido, y toca con su halda pan, guiso, vino, aceite o cualquier otra comida, ¿quedará esta santificada?». Respondieron los sacerdotes: «No». Continuó Ageo: «Si alguien que se ha hecho impuro por contacto con un cadáver toca alguna de estas cosas, ¿quedará impura?». Respondieron los sacerdotes: «Sí» (Ag 2,11-13).


Un sistema de impureza es siempre excluyente. En nombre de la pureza ideológica, de la pureza revolucionaria, de la pureza étnica, se han desencadenado enormes violencias.

Jesús no hace teorías generales al respecto, pero con su comportamiento relativiza el sistema de pureza. Señalo brevemente algunos datos. Toca enfermos (leprosos), que eran considerados impuros y ellos mismos asumían esta condición: los leprosos que salen al encuentro de Jesús «se pararon a distancia», y para dirigirse a él tenían que gritar (Lc 17,12-15; Mc 1,40-45 par.).

En 2 Sam 5,8 se afirma que «ni ciegos ni cojos entrarán en la casa/Templo», y en los escritos de Qumrán no solo los ciegos y cojos, sino los afectados por otras enfermedades son considerados impuros (11QT XLV,12-14; 1QSa II,9b-10). Una mujer que sufre flujo de sangre está permanentemente en estado de impureza (Lv 15,19-28). Jesús no se aleja de los enfermos, sino que se acerca a ellos y acepta su contacto. Acoge a quienes en nombre de la religión se descartaba. Aquí hay un tema cristológico de suma importancia que solo insinúo. En el texto de Ageo hemos visto que la impureza es contagiosa, no así la pureza. Jesús revierte este planteamiento. «¿Quién puede hacer puro lo impuro? ¡Nadie!» (Job 14,4). Esta afirmación del libro de Job hace patente la reversión que Jesús efectúa. No es que no tema incurrir en impureza, sino que comunica, contagia, integridad, limpia la impureza. Con Jesús no hace falta ni realizar un baño ritual en un miqvé ni ofrecer un sacrificio en el Templo 18.

El sábado era el tiempo sagrado, y no respetarlo era incurrir en impureza. No es cuestión de discutir si los comportamientos de Jesús están dentro de la amplia casuística judía que se había desarrollado sobre la extensión del descanso sabático. Pero encontramos varios casos en que Jesús actúa en sábado de forma que ofende a las autoridades judías 19. Estaban en la sinagoga de Cafarnaún «al acecho a ver si curaba al hombre de la mano paralizada para poder acusarle» (Mc 3,2). Los fariseos recriminaron a los discípulos hambrientos que arrancaban espigas en sábado (Mc 2,24). El jefe de la sinagoga se indigna porque Jesús, en sábado, cura a una mujer que llevaba encorvada dieciocho años (Lc 13,14). En casa de uno de los principales fariseos le observan a ver si cura en sábado a un hidrópico (Lc 14,1-2).

En todos los casos, Jesús, que se sabe maliciosamente observado, opta por no demorarse y hacer el bien en sábado: cura al leproso, a la mujer encorvada, al hidrópico; y defiende a sus discípulos hambrientos. Hay un común denominador: poner en el centro al ser humano (Mc 3,3), porque «el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).

En una larga discusión sobre los ritos de purificación, que sus discípulos habían omitido antes de comer, Jesús afirma: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle, sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15). Devalúa así las normas de pureza y acentúa la importancia de las actitudes morales. Esto se encuentra en muchos textos. Los ritos de pureza potencian el exclusivismo y la separación, las actitudes morales tienen vocación de universalidad.

Un rasgo singularmente característico de Jesús son sus comidas. Le acusan de ser «un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). La extrema frugalidad de Juan Bautista, su austera forma de vestir, su estancia en el desierto, expresan su separación de un pueblo empecatado. La actitud de Jesús es bien diferente. El Reino de Dios está ya irrumpiendo y es tiempo de gozo, «el novio del tiempo mesiánico» ya ha llegado, y no es cuestión de andar ayunando; Jesús comparte la mesa con todo tipo de gente y ve en esa mesa compartida amigablemente el signo más expresivo del Reino de Dios. Come con pecadores y publicanos, con gente de mala fama, y esto suscita críticas aceradas: «¿Por qué come con pecadores y publicanos vuestro maestro?» (Mt 9,11); «los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”» (Lc 15,2); cuando va a casa de Zaqueo, murmuran otra vez, diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un pecador» (Lc 19,7), y hospedar a alguien es, ante todo, compartir la mesa con él; recordemos el texto recién citado: «Este es un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). Parece obvio que quien no tiene reparo en comer con esta gente, mucho menos se preocupa de la pureza de los alimentos.

En toda cultura hay normas alimentarias, que pertenecen además a la entraña de esa cultura, sobre qué se puede comer, cuándo, cómo, con quién. No se comparte la mesa con cualquiera. Compartir la mesa en casa con alguien es entablar una relación especial con él. En el judaísmo, las normas de pureza regulaban con especial cuidado los usos alimentarios en todo su proceso, porque por ellos se podía entrar en contacto fácilmente con lo externo y lo impuro. Se calcula que el 67 % de todas las perícopas legales atribuidas a maestros anteriores al año 70 se refieren a leyes sobre los alimentos 20.

Se ha discutido mucho quiénes son «los pecadores» con quienes Jesús come. Las élites religiosas llamaban pecadores a la gente sencilla y no versada en la Ley. De una forma especial se consideraba pecadores a quienes realizaban determinados oficios (curtidores, pastores, barberos, etc.). Pero esta palabra tenía una polivalencia muy grande. Antes hemos visto que un grupo judío (por ejemplo, los fariseos de los Salmos de Salomón o los qumranitas en la Regla de la comunidad) llamaban «pecadores» a los judíos que no pertenecían a su secta. Había pecadores y pecadoras públicos. Jesús no descarta a nadie, acoge a todos, habla, come y, llegado el caso, se deja tocar por todos (recordemos la pecadora pública que unge con lágrimas y perfume sus pies en el banquete en casa del fariseo Simón, cf. Lc 7,36-50). El Reino de Dios es un proyecto de inclusividad total de Israel. Las comidas de Jesús muestran un comportamiento abiertamente contracultural, muy poco honorable, que es tanto como decir que contravenía el valor cultural más estimado en su tiempo. La comensalidad abierta de Jesús cuestiona radicalmente las más importantes barreras con las que el pueblo elegido defendía su identidad étnica.

Joseph H. Hellerman afirma que, «para quienes estaban imbuidos de la ideología posmacabea de pureza y nacionalismo, y vivían cotidianamente bajo la sospecha amenazadora de la ocupación romana, difícilmente podían soportar a un líder carismático que debilitaba los símbolos definitorios de la etnicidad judía. Era inevitable el conflicto entre Jesús y las autoridades doctrinales» 21. Desde la perspectiva del Templo y de la sinagoga, Jesús y, más tarde, sus discípulos contaminan y hacen impuro a Israel. En el libro de los Hechos acusan a los cristianos de blasfemar «contra Moisés y contra Dios» (6,11). R. J. Karris ha llegado a decir que «Jesús fue crucificado por la forma en que comía» 22.


4. La capacidad de innovación histórica de la experiencia religiosa


¿Cómo se explica esta actitud de Jesús? Cuando le piden cuentas, no entra en disquisiciones casuísticas ni, menos aún, en justificaciones teóricas. Simplemente narra unas parábolas (Lc 15: la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo perdido) con las que pone de manifiesto el amor desconcertante de Dios por los perdidos. Su comportamiento, dice Jesús, responde a este amor de Dios, que salta por encima de las convenciones establecidas. ¿Dónde cabe que un patriarca oriental eche a correr para encontrarse con él cuando ve aún en la lontananza a su hijo, que ha ofendido el honor de la familia, que le abrace, abortando sus balbuceos de arrepentido, que le acoja en casa plenamente como hijo y organice una fiesta por todo lo alto? Pero a nadie se excluye de la gran fiesta del Reino, y el patriarca de la parábola quiere que también el hijo mayor –que representa a los judíos «justos» que critican a Jesús– participe de la fiesta y acoja como hermano suyo al hijo «que se había perdido y ha sido encontrado».

Jesús sustituye el paradigma de la santidad por el de la misericordia. No se accede a Dios por ritos y purificaciones que nos separen de lo profano. Dios no es el santo, el separado; es el misericordioso. Lo que nos aleja de Dios no es un abismo metafísico, sino nuestra falta de misericordia. El camino hacia Dios no está hecho de descartes y separaciones, sino de solidaridades crecientes. El «sed santos como yo soy santo» (Lv 20,26) es sustituido por el «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).

La misericordia conmueve reiteradamente a Jesús. La misericordia, lejos de ser un sentimiento superficial y efímero, es una toma de contacto con la realidad que descubre, ante todo, el sufrimiento y la injusticia, y que se traduce en indignación y en solidaridad eficaz. Jesús, movido por la misericordia, enseña a la gente (Mc 6,34), envía a sus discípulos (Mt 9,36-37), cura (Mc 1,41; 10,47-48), libera de los espíritus impuros (Mc 5,19; Mt 15,22), devuelve la vida al hijo único de la viuda de Naín (Lc 7,13), come con pecadores y publicanos (Mt 9,10-13; Lc 15; 19,1-10).

La clave para entender a Jesús es su singular experiencia religiosa. Este factor durante mucho tiempo no ha sido tenido en cuenta por la investigación histórica. Se consideraba que no había datos en las fuentes, se desconfiaba de lo que se consideraban planteamientos psicológicos y había una prevención enorme, y con razón, ante el tratamiento de la conciencia de Jesús, que era muy habitual en cierta teología dogmática (especulaciones sobre la conciencia divina y la humana, la visión beatífica de la que disfrutaba Jesús, etc.). Sin embargo, hoy las cosas están cambiando y son numerosos los estudios no confesionales que, desde un punto de vista puramente histórico, dan una gran importancia a la experiencia religiosa de Jesús, debido, de manera decisiva, a la influencia de la antropología cultural. Se consideran fenómenos de trance místicos en Jesús 23, se le compara con los chamanes 24, se piensa que, poseído por el Espíritu de Dios, experimentó «estados alterados de conciencia» 25. Acciones y palabras de Jesús que solían considerarse construcciones teológicas son atribuidas hoy por muchos estudiosos al Jesús histórico. No es infrecuente que un historiador agnóstico esté dispuesto a aceptar experiencias extraordinarias en Jesús –que se reflejan tanto en hechos (p. ej. Mc 9,2-8 y par.) como en palabras (p. ej. Mt 11,25-27; Lc 10,21-22)– con más facilidad que un exegeta crítico creyente.

No hago más que apuntar un tema de máximo interés que nos está indicando que estamos intelectualmente en mejores condiciones para considerar que en Jesús se percibe la capacidad de innovación histórica que tiene, en determinadas circunstancias, una profunda experiencia religiosa. Jesús fue un judío fiel toda su vida, pero reinterpretó elementos centrales del judaísmo de un modo tal que introdujo una verdadera novedad histórica, que muy pronto desarrolló sus virtualidades.

Lo específico de la experiencia religiosa de Jesús consistió en una relación íntima y profunda con Dios, un sentirse de tal modo poseído por el Espíritu de Dios que le llevaba a proclamar que el reinado de Dios estaba ya irrumpiendo. Muy probablemente, el bautismo de Jesús fue una experiencia decisiva 26. Según Marcos, el Espíritu entró en Jesús (eis auton), no simplemente se posó sobre él (ep’auton), como dicen, modificando su fuente, Mateo (3,16) y Lucas (3,22); no solo es ungido por el Espíritu, sino que es poseído por él, que toma especial conciencia de ser Hijo de Dios. La acogida del Espíritu y la filiación divina son inseparables en Jesús, como lo será también en los cristianos (Gál 4,8); son las dos caras de la misma moneda. E inmediatamente empieza Jesús a proclamar la venida del Reino de Dios (Mc 1,14-15).

La bien conocida teoría de Jeremias sobre el Abbá de Jesús requiere algunas matizaciones de importancia, pero mantiene su validez en elementos fundamentales. En efecto, Jesús usó esta palabra aramea del lenguaje familiar –no solo de los niños– para dirigirse a Dios y para referirse a él. No era un uso totalmente desconocido en el judaísmo, pero es, sin duda, característico de Jesús su uso tan frecuente. Anuncia la venida del Reino de Dios, pero a Dios nunca le llama rey; siempre Abbá/Padre. Hay que evitar la interpretación anacrónica de la relación paterno-filial. Llamar a Dios Abbá expresa obediencia y respeto, confianza plena e imitación. El hijo debía seguir cultivando los campos del padre o practicando su mismo oficio. Jesús es misericordioso como su Padre es misericordioso.

El Espíritu une con Dios –es el Espíritu de Dios– y remite al prójimo. Por eso, nada más recibir el Espíritu, Jesús proclama el Reino de Dios. No es una espiritualidad que recluya en la interioridad ni que encuentre –ni menos aún que identifique– a Dios con la profundidad del propio yo. El Espíritu lleva a Jesús a dar un valor insospechado al ser humano; a ver la realidad de otra manera; a descubrir los anhelos, las necesidades, sufrimientos e injusticias de cada ser humano. Como dice J. B. Metz, es una «espiritualidad de ojos abiertos». Es una observación pertinente y urgente en los tiempos que corren.

El Reino de Dios, tal como Jesús lo anuncia, es la venida del amor de Dios, que abre un espacio nuevo (nos invita a «entrar en el Reino de Dios»), un espacio inclusivo y, por eso mismo, alternativo, porque están invitados a entrar todos los miembros del pueblo, y de una forma especial los que socialmente menos cuentan: los niños, las mujeres, los pobres y los étnicamente impuros. Esto atenta contra el honor, tal como lo entendía la mentalidad hegemónica, y hacía saltar las barreras que defendían la identidad étnica, que preservaban a los judíos como pueblo de Dios. No tardarán los discípulos de Jesús en desarrollar la lógica inclusiva impulsada por su Maestro y darán el paso de ir a los más impuros todavía y acoger a los gentiles en el nuevo espacio creado por el Reino de Dios.

El Shemá, Israel no es ya la afirmación del Dios único de Israel, que le separa de los demás pueblos y de sus dioses, sino del Dios que por ser único es de todos. «No hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rom 3,30). Pablo subraya el carácter inclusivo del monoteísmo 27. Por otra parte, la misericordia humana imita a Dios hasta el punto de que, acogiendo al hambriento y al sediento, al desnudo y al enfermo, al emigrante y al encarcelado, le acogemos misteriosa y realmente a él mismo (Mt 25,31-46).

La capacidad de inclusión étnica, social y sexual del cristianismo de los orígenes («ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», Gál 3,28), y que es razón fundamental de su extensión en el mundo greco-romano, desarrollaba virtualidades y potencialidades que se encontraban en la enseñanza y en la práctica de Jesús de Nazaret.

Trinidad, tolerancia e inclusión

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