Читать книгу Más minutos con el Espíritu Santo - Víctor Manuel Fernández - Страница 9

Febrero

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1 A veces es importante corregir a un ser querido cuando está yendo por un camino equivocado, porque no queremos que se haga daño. Pero Jesús dijo: “no juzguen” (Lc 6, 37). El otro debe sentir que no lo estamos juzgando, que sólo le estamos hablando de un comportamiento exterior que no parece conveniente. Y debe saber que de cualquier manera no lo abandonaremos, aunque se equivoque. La corrección a tiempo puede hacer mucho bien, pero el estímulo hace más. Lo que interesa es estimular al otro con amor para que desee elegir el camino del bien, para que busque vencer el mal desarrollando lo bueno. Entonces lo más sano es ayudarle a sacar afuera lo mejor de sí, procurar que se acepte a sí mismo, intentar que se valore para que salga adelante. Parece un camino más largo pero es mucho más efectivo, y esa persona un día te lo agradecerá. Pídele al Espíritu Santo que te libere del vicio de juzgar y te regale el don de saber ayudar, de promover al otro, de regar las cosas buenas que hay en él para que brote la belleza que Dios le dio.

2 Los discípulos de Jesús querían verlo glorioso, lleno de fama y de aplausos de la gente. Por eso sufrieron mucho cuando vieron a Jesús despreciado, humillado, lastimado. Jesús trató de prepararlos antes de que llegara su pasión, y les dijo: “Estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría… Volveré a verlos y se les alegrará el corazón, y nadie les podrá quitar esa alegría” (Jn 16, 20.22). Esas palabras de Jesús, llenas de consuelo, se cumplieron cuando él resucitó. Los discípulos, al verlo resucitado “se alegraron” (Jn 20, 20). ¿Pero qué nos sucede a nosotros? Nosotros no tenemos que esperar la resurrección de Jesús porque él ya está vivo, luminoso, feliz. Entonces, ¿de qué nos sirven esas palabras de consuelo?, ¿qué podemos esperar nosotros para sobrellevar nuestras angustias? Tú no tienes que esperar la resurrección, simplemente tienes que descubrirla. Lo que necesitas para tener consuelo y una serena alegría, es reconocer a Jesús que ya ha resucitado. Pídele al Espíritu Santo que te haga descubrir con el corazón que él está vivo, y dile a Jesús estas palabras en tu interior: “Estás aquí, gracias Jesús. Estás vivo, yo sé que no estoy solo. Estás conmigo, resucitado, siempre. Ya tengo tu fuerza, ya tengo tu luz, contigo ya tengo lo que más necesito. Gracias Jesús. Estás feliz, lleno de gloria, y yo me alegro contigo”.

3 El dolor se nos presenta como un fantasma monstruoso del que necesitamos huir. Hoy se promueve el consumo y la venta, y el dolor no sirve para esos mecanismos consumistas. Entonces odiamos el dolor de una manera enfermiza, y cualquier pequeño sufrimiento nos arruina la vida. Pídele al Espíritu Santo que te libere del miedo al dolor. Pero también puedes hacer algo para liberarte. Pregúntate si no te vendría bien visitar a un anciano abandonado, ver cómo viven muchas personas privadas de todo, acercarte a un hogar muy pobre, ir a un hospital de niños y quedarte un momento al lado de la cama de un pequeño muy enfermo. De esa manera podrás recuperar el sentido de la realidad, podrás dejar de vivir en la fantasía de que serás eterno, de que tendrás una larga vida sin sufrimientos. Pero sobre todo, tocando el dolor de otros que están mucho peor que tú, aprenderás a aceptar con serenidad la cuota de sufrimiento que te corresponde a ti en esta vida. Así podrás hacer las paces con el dolor, que te une a la cruz de Cristo. Si no te ha tocado sufrir como muchas personas que soportan dolores lacerantes, entonces da gracias de corazón, y acepta renunciar a algunas comodidades tuyas para aliviar el dolor de los demás. Ofrece tu cuota de dolor por los que están peor que tú.

4 La Biblia dice con mucha claridad que “el orgulloso será humillado pero el humilde será elevado” (Pr 29, 23). También afirma que el Señor “a los humildes les concede el honor de la victoria” (Sal 149, 4). Si abrimos el corazón al Espíritu Santo, su presencia nos hace humildes, sencillos, liberados de la vanidad y del egocentrismo. A veces creemos que el orgullo y la vanidad son cualidades de los fuertes, pero en realidad son una debilidad, que nos expone a terminar mal. La humildad del corazón, en cambio, es un camino de fuerza y de liberación. María decía que Dios “derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes” (Lc 1, 52). Y Jesús nos propuso: “Aprendan de mí que soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11, 29). La humildad alivia el alma, mientras el orgullo nos termina lastimando, cansando, agobiando. Cuando alguien está pendiente de lo que digan los demás o de su apariencia y de su buena fama, termina desgastando sus mejores fuerzas para nada. Por eso es tan importante que nos coloquemos en nuestro lugar de simples creaturas. Si no lo hacemos, la misma vida tarde o temprano nos humillará. Sólo con una sana humildad podremos darle lugar a la fuerza del Espíritu Santo, a esa potencia que él regala únicamente a los humildes. Si no, nos quedaremos solos con nuestra debilidad.

5 No es tan difícil reconocer que Dios nos llama a la humildad. Pero la Biblia nos propone algo que nos puede parecer extraño: “Humíllense bajo la poderosa mano de Dios para que él los eleve a su debido tiempo” (1 Pe 5, 6). “Humíllense delante del Señor y él los levantará” (St 4, 10). ¿Por qué el Señor nos pide que nos humillemos ante él? ¿Eso no es degradarnos, no es perder la dignidad? No, porque no se trata de considerarnos una porquería, o de despreciarnos a nosotros mismos, sino de reconocer que sin el poder de Dios somos nada, que si él no nos sostiene desaparecemos. Así reconocemos que la vanidad no tiene sentido y que no vale la pena sentirnos más que otros. Quien se deja poseer por el fuego del Espíritu Santo no necesita ser más que nadie, le basta con existir, con tener el amor de Dios, y eso le permite vivir feliz y agradecido. Sin embargo, dado que nos cuesta ubicarnos y reconocer nuestro lugar, nos puede ayudar situarnos en el tiempo y en el espacio. Si piensas en el espacio, que es inmenso, ilimitado, donde el planeta tierra ni siquiera es un diminuto granito de arena, ya no te sentirás un ser divino. Si eres capaz de usar tu imaginación para reconocer la grandeza del universo, entonces podrás recordar qué pequeñito eres. Si piensas en el tiempo, y recuerdas cuántos millones de seres humanos pasaron por esta tierra y ya no están, y adviertes que dentro de miles de años nadie recordará que tú has existido, entonces ¿qué sentido tienen la vanidad y el orgullo? Pídele al Espíritu Santo que te libere para que sepas colocarte en tu lugar. Eso te dará la alegría de los humildes, esa paz llena de gozo que tenían san Francisco de Asís, santa Teresita y tantos otros. Ellos sabían que eran grandes por el infinito amor de Dios que los sostenía, no por sus capacidades. Y aunque hacían muchas cosas buenas, no les interesaba mostrarlas. Por eso santa Teresita le decía a Dios: “No te presentaré mis méritos Señor. Sencillamente me presentaré ante ti con las manos vacías, para que las llenes con tu misericordia”.

6 La vida es una celebración y tu Padre te ha invitado a ella. Jesús puso el ejemplo de un rey que invitó a otros a un banquete, pero muchos no quisieron ir, y al final el rey pidió que invitaran “a todos los que encontraron, malos y buenos” (Mt 22, 10). El Señor nos ha convocado a una fiesta, pero a veces somos nosotros los que elegimos vivir en el lamento, la queja, los suspiros, los lagrimeos, y nos sentimos mártires abandonados. Es verdad que puedes tener muchos problemas, pero la celebración no depende de las circunstancias, sino de cómo estás interiormente. Podrás comprar miles de cosas, podrás llevar una vida sin dificultades, podrás tener un hermoso día de sol, pero igual te sentirás mal. La gran pregunta es: ¿cómo estás por dentro? Esa es la clave de una buena vida. La fiesta de Dios es una cuestión interna, más allá de lo que te ocurra. Si crees que tu manera de vivir depende de lo que suceda, de lo que te pase, de cómo funcionen las cosas afuera, entonces sólo serás una marioneta arrastrada por las circunstancias. No. Dale al Espíritu Santo el timón de tu vida, deja que él te conduzca en medio de tormentas, de los ataques, de los fracasos, de los desafíos. Sigue siempre adelante y no hagas depender la satisfacción interior de cómo funcionen las cosas en este mundo loco.

7 Aunque estés aterrado por algo, no vaciles, sigue haciendo lo que crees que está bien. Así irás acumulando en tu interior las fuerzas buenas del Espíritu Santo para que el mal no tenga poder sobre ti. No estés a la defensiva. Que tu reacción sea siempre proactiva. Es decir, reacciona ante los obstáculos sacando afuera más entusiasmo, más ganas de seguir, más amplitud en la mirada. Quizás eso que te da miedo, eso que está ante tus ojos asustados, te está invitando a mirar más allá, a descubrir que detrás de eso hay un mundo infinito. Que el árbol quemado no te impida ver el inmenso bosque verde que está detrás de él. Sigue adelante, no te detengas nunca, aunque todavía no puedas quitarte ese miedo. En la medida en que avances, se irá disipando el temor. Quizás volverá a darte nuevos golpes, pero no dejes que te voltee y se apagará de nuevo. Si hay una razón para tener temor, hay mil razones más para seguir caminando y construyendo.

8 La presencia de Cristo en la Eucaristía invita a la adoración. Está realmente allí, con su cuerpo, su mente, sus sentimientos, su amor humano y todo su poder y su gloria divina. Si no tienes tiempo de ir a un templo a adorarlo, puedes hacerlo a la distancia, con el deseo , puedes adorarlo deseándolo. Invoca al Espíritu Santo, que sabe transformar tu corazón, para que despierte ese deseo, porque el Espíritu Santo busca llevarte a Cristo para que lo ames y lo adores. Cuando santo Tomás de Aquino hablaba sobre la Eucaristía, decía que “es tal la eficacia de su poder, que sólo deseándola ya recibimos la gracia que nos vivifica”. Aunque estemos lejos de un templo podemos desear a Cristo en la Eucaristía, adorarlo, lanzarle flechas de amor y de deseo, y él nos responde derramando gracia en nosotros para que tengamos nueva vida. Entonces, aunque estés en medio de tu trabajo, en algún momento puedes apartarte unos pocos minutos, recordar a Jesús en la Eucaristía, y dejar que se despierte ese anhelo. Y podrás decirle como el poeta: “Aquí me tienes, Señor, ahora ya puedo acercarme, sumirme en tu inmensa presencia, todo en ti convertido, deseado. Ya sólo existo, soy, para adorarte. Nada hay más absoluto que este amor que nos une. Cuerpo, sangre de Cristo, báñame de tus ondas, aliméntame, fúndame, concéntrame… Hambre de Dios, Dios mío, tener hambre de Dios” (Gerardo Diego).

9 Abraza tus debilidades, no escapes de ellas ni trates de olvidarlas o de esconderlas. Siente el cariño de tu Creador que te conoce y te ama así como eres. Trata de madurar, de hermosear tu ser, pero aunque tengas debilidades nunca te desprecies a ti mismo. Si aprendes a amarte a ti mismo no te destruirán los escrúpulos ni la opinión ajena. Recuerda que también san Pablo tenía una debilidad que lo humillaba. Él se resistía a ella, quería quitársela de encima y le pedía insistentemente al Señor que lo liberara. Sin embargo Dios no lo hacía y quería que Pablo se aceptara a sí mismo entero, aún con esa debilidad en su ser. Por eso el Señor le respondió: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en tu debilidad” (2 Cor 12, 9). Pablo aprendió la lección, abrazó esa debilidad que lo mantenía humilde, y confiando en el amor poderoso del Señor decía: “Yo me glorío en mis debilidades... Porque cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10).

10 “Señor, vengo a tu santa presencia porque necesito de ti. Y traigo ante tus ojos todo lo que soy en este momento de mi vida. Mira cómo me dejo atrapar por cosas que me entristecen, por inquietudes que me sofocan. Hazme levantar los ojos Señor, para reconocer que hay algo más, enséñame a mirar más allá. Tú sabes cómo me detengo a lamentar lo que no me gusta, los hechos que amargan el alma, todo lo que es desagradable. Ayúdame a ver mejor para que reconozca la belleza y no sólo la fealdad. Tú sabes cómo a veces me detengo en el pasado, en los recuerdos de momentos amargos. Levanta mi mirada para que vea el cielo abierto y reconozca que hay un mundo y una vida por delante, y que el pasado no tiene derecho a tenerme preso en sus garras. Vengo a tu presencia, Señor, porque tú reinas en el universo y en la historia, tú ves mucho más que yo. Amplía mi mirada Dios mío, para que pueda ver todo lo que es signo de hermosura, de verdad, de esperanza, de paz. Ven Espíritu Santo, no me dejes enredado en la madeja de mi psicología perturbada. Tócame con tu fuego, libérame y devuélveme la alegría. Amén”.

11 A veces algún problema se nos vuelve un drama, nos lleva a encerrarnos a llorar solos, a sentirnos abandonados por la vida. Pero ese problema no siempre es terrible, ni está cargado de tantas dificultades, ni es tan complicado, ni es muy difícil de resolver. A veces no es para tanto lamento. Si haces memoria y repasas tu vida podrás recordar algunos problemas que te provocaron una gran angustia, y ahora te das cuenta que en realidad podías enfrentarlos, pudiste superarlos. Otras veces quizás una dificultad no era tan grande, podías convivir con ella, pero por distintas razones le pusiste un enorme peso emotivo, le diste una carga tan grande que te parecía que era lo único en tu vida. Ahora seguramente te darás cuenta que no era lo único, que podías luchar para superar eso sin dejar de disfrutar otras cosas que la vida te regalaba. Y el tiempo se llevó todo. Ya está. El asunto no son los problemas sino lo que pasa en tu interior. ¿Por qué das a algunas dificultades una carga emotiva mucho más grande que a otras? Porque hay una sensación de pequeñez que se apodera de ti ante ese problema, y entonces crees que eso te destruirá. Pero convéncete de que no es así. Con el poder del Espíritu Santo puedes enfrentarlo todo. Te llevará más tiempo o menos tiempo, costará más o menos, terminará como tú imaginas o de otras maneras. Pero con la luz y el poder del Espíritu superarás también esta etapa dolorosa. Entonces no eres débil, eres fuerte. No eres pequeño, eres una roca cuando te dejas penetrar por la fuerza del Espíritu. Si sabes descubrirlo, ninguna dificultad te hará llorar a oscuras.

12 Un creyente se pregunta en el salmo: “¿Adónde iré lejos de tu Espíritu? ¿Adónde huiré de tu presencia?” (Sal 139, 7). Y otro salmo afirma: “Si envías tu Espíritu son creados, y renuevas la superficie de la tierra” (Sal 104, 30). El Espíritu Santo está en todas partes, impregnando todo con su presencia misteriosa y feliz. Por eso podemos reconocerlo en el brillo del sol, en el calor del fuego, en el agua que corre, en la vida que brota en los bosques, en el cielo inmenso, en cada pequeña piedra, en el camino, en el viento que mueve los árboles y nos acaricia, en todas partes. Pero recordemos que con el Espíritu Santo se derrama sobre todo el amor (ver Rom 5, 5). Entonces el Espíritu Santo está presente de una manera más especial en cada acto de amor. Él está vibrando en un corazón que ama, está amando en cada mano tendida, está triunfando en cada abrazo de reconciliación, está luminoso en todo gesto amable, está reinando en una comunidad unida, está en ti cada vez que eliges el amor en lugar del odio, el servicio en lugar de la comodidad, la generosidad en lugar del egoísmo, la unidad en lugar de la división. Pídele que derrame en ti su gracia para que puedas amar, y así experimentarás cada vez con más alegría la presencia del Espíritu en tu vida.

13 Nadie pierde a nadie porque nadie posee a nadie. Cada ser humano solamente es propiedad del Padre divino que lo ha creado. Por eso puedes disfrutar de la compañía y del afecto de los demás, pero no quieras poseerlos. Ellos han sido creados libres, no son tu propiedad. El problema es que en los corazones humanos hay una gran debilidad, que es el deseo de poseer. Muchos ponen el sentido de su vida en poder decir: “esta persona me pertenece”, o “estos niños son mi propiedad”, o “este amigo es mío, sólo mío”. Pero no es así, nadie es de nadie, sólo de Dios. Entonces, si alguna persona toma distancia de ti porque necesita alejarse, no digas que la has perdido, no te la pases llorando tu “pérdida”, porque esa persona no era tuya. Respeta su libertad y déjala volar o tomarse su tiempo. Así alcanzarás la verdadera libertad del Espíritu. En todo caso, hazte amigo del mendigo de tu barrio, que está solo. Y si estás en la prisión, no lamentes que cada vez te visiten menos. Mejor hazte amigo del preso que comparte tu celda, y así tu corazón seguirá vivo.

14 En el origen de todo está el amor. Dios no tenía ninguna obligación de crear el mundo, y el universo no surgió por una fuerza que el Señor no podía contener. No fue algo inevitable. El mundo sólo existe por una decisión libre de Dios, no por una necesidad. Por eso, la única razón que había para que el universo fuera creado es el amor. La existencia del mundo viene de un acto de amor de Dios. Pero el caso del ser humano es algo especial, porque cada persona, cada uno de nosotros, procede de una decisión única y diferente. Cada ser humano brota de un acto único del amor divino. Entonces así tienes que entender tu existencia. Piensa en el amor infinito que hay en Dios, amor donde dan vueltas el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en un hermoso abrazo. De ese fuego de amor surgió la decisión de crear el universo, y cada creatura es un reflejo de ese amor. Pero Dios quiso crear también seres que pudieran amarlo, que pudieran unirse a él en amistad, y así, del corazón de Dios, brotó también cada ser humano. Por eso tú no eres fruto de un error, ni de un mal momento, ni de una casualidad. Eres fruto de una decisión directa y única de Dios. Existes porque fuiste amado, subsistes porque eres amado, y tu vida llegará a tener todo su sentido cuando te entregues a aquello para lo cual Dios te creó: para amar. Porque cuando haces un acto de amor a Dios o a tus hermanos, se prolonga y se cumple en tu vida esa corriente infinita que viene del amor divino. Para eso naciste y para eso vives.

15 Tienes un camino en la vida, haces cosas según tus convicciones, dices palabras que te brotan del corazón, actúas según lo que te dicta tu conciencia y tratas de ser fiel a ti mismo. Eres diferente, porque tu Creador te hizo así, irrepetible. Pero no caigas en la trampa de sentirte culpable si los demás no te aceptan así. Porque en realidad son pocos los que podrán entenderte plenamente o comprender el camino que tu sigas en la vida. Probablemente la mayoría no lo entenderá. Es normal que eso ocurra, precisamente porque eres único, porque no hay otro igual, y entonces tu camino en la vida es solamente tuyo y de nadie más. No es el camino de ellos. Sólo el Espíritu Santo y tú podrán entenderlo en su sentido más profundo. Decía san Juan de la Cruz que ese camino “es tan secreto y oculto como alguien que va por el mar, cuyas sendas y pisadas no se pueden conocer”, y que Dios regala su gracia “a unos de una manera y a otros de otra”. Acepta que tú tienes tu propio camino. Lo importante es que tú estés convencido y creas realmente que es eso lo que Dios te ha pedido, que es eso lo que el Señor ha soñado y lo que él puso dentro de ti. Por respeto al Señor, que te creó así, debes ser fiel a ti mismo, y que los demás que digan lo que quieran. Y si no lo entienden que no lo entiendan.

16 Nelson Mandela estuvo muchos años preso injustamente, por defender los derechos de la comunidad negra. Finalmente salió de la cárcel, después de tanto tiempo en que lo privaron de la libertad, de su familia y de sus sueños. Entonces dijo: “Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero”. Optó por perdonar. Así realmente pudo empezar una nueva vida y aprovechó al máximo los años de vida que le quedaron. Si no hubiera tomado esa decisión, se habría llevado las rejas con él. Eso somos muchas veces, prisioneros sin rejas, apresados por nuestros sentimientos negativos, atrapados por los rencores que alimentamos con nuestros pensamientos resentidos. Hay que convencerse de que el perdón libera de verdad, te ayuda a respirar de nuevo, te devuelve la luz y la paz, te ayuda a no desperdiciar tus energías en rencores. El Espíritu Santo te ayudará a perdonar si se lo pides con insistencia. Pero el camino del perdón es largo y duro. Por eso no te conviene alimentar rencores, dejar que crezcan y echen raíces. Renuncia a ellos a tiempo, diles que “no” lo más pronto que puedas, recházalos, no permitas que te atrapen. Porque una vez que se arraiguen en lo profundo del alma te vuelves un esclavo y la liberación no será fácil.

17 Es bueno recordar que nuestra unión con Jesús es en las buenas y en las malas, porque tenemos que compartir con él tanto la muerte como la resurrección, tanto sus heridas como su alegría. La vida está hecha de las dos cosas, es una mezcla. Acepta esa combinación porque así es la existencia. Cuando te despiertes, da gracias por vivir, invoca al Espíritu Santo y dile: “Acepto este día como venga, como sea, lo acepto entero con sus alegrías y preocupaciones”. Entonces nunca pienses que está todo mal. Algunas cosas están mal y otras están bien. No pienses que todo es oscuro. Hay oscuridad, pero también hay luces. No pienses que los demás no te aman. A veces te expresan su afecto y su respeto y otras veces te olvidan o te tratan mal. No pienses que todos te desprecian. Algunos te valoran y otros no. No pienses que todo es violencia. Hay gente violenta, pero también hay muchos sembradores de paz. No pienses que en tu vida todo es sufrimiento, porque seguramente Dios también te regala cosas lindas que te cuesta valorar y disfrutar. Dile al Espíritu Santo: “Ayúdame a ver lo bueno, enséñame a reconocer la luz, dame la gracia de saber descubrir el lado positivo de cada día y de cada cosa, ayúdame a valorar y disfrutar lo pequeño, esos regalos divinos que también son parte de mi vida. Amén”.

18 En algunas épocas de nuestra pequeña existencia nos ocurre que ya no escuchamos la voz de Dios, no le permitimos que nos hable, que nos movilice, que nos conmueva. Los días pasan y nuestra cabeza está llena de pensamientos que van y vienen. Quizás, en medio de lo que nos pasa elevamos los ojos para pedirle a Dios que nos ayude, pero no le permitimos que nos diga algo, que dialogue con nosotros, que nos muestre cosas que no estamos viendo, que nos haga ver una luz que no estamos percibiendo. De esa manera, aunque le pidamos ayuda, nos quedamos solos, luchando en la vida. Intentamos sobrevivir con nuestras cortas luces, con nuestros pobres criterios, con nuestras ideas limitadas. Y como vemos solamente una pequeña parte de la realidad es muy difícil que encontremos el verdadero camino o que logremos resolver a fondo eso que nos hace sufrir. Necesitas escuchar las palabras de consuelo que el Espíritu Santo te dirige, necesitas que él te recuerde el sentido de tu vida, necesitas que lleguen a tu corazón sus palabras de amor y de esperanza. Te hace falta un poco de calma y de silencio para volver a escucharlo y para que su mensaje penetre e ilumine realmente tu vida. ¿Cuánto hace que no lo escuchas de verdad?

19 Cuenta el Evangelio que un día Jesús estaba en la entrada de la ciudad y “al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados” (Mc 1, 32). En ellos están representados todos tus males, tus dolores, tus sufrimientos más interiores, tus locuras, tus descontroles, tus cansancios, los pesos que llevas en el alma. En aquel atardecer cargado de dolor, mientras la negra noche se apoderaba de todo, Jesús pasó. Y ahora quiere hacer lo mismo también en tu noche, porque en medio de toda angustia humana brilla la luz del Señor, resplandece su gloria que calma, que serena, que ilumina la vida. Déjalo pasar, mira con los ojos de la fe cómo se hace presente cuando clamas. Sólo presta atención y descubrirás que su mano está pasando por tu herida y que en esa caricia derrama el fuego del Espíritu Santo. Déjate calentar el alma, déjate quemar, y todo será posible, aunque sea de noche.

20 El amor a Dios es una unión, es querer estar unido a él, aunque eso no se convierta en sentimientos dulces o en sensaciones agradables. Por eso, no deberías juzgarte por lo que sientas. Preocúpate sólo por recordar a Dios lo más seguido posible, por adorarlo, por abrazarte a él más allá de lo que sientas. En realidad, los sentimientos piadosos a veces sólo son consuelos de Dios para nuestra debilidad, pero no nos unen a él, porque Dios es infinito y no podemos alcanzarlo con sensaciones. Al contrario, puede ocurrir que, en medio del dolor que sentimos por una cruz que nos toca, tengamos la certeza de estar muy unidos a él. A veces, cuando es imposible tener una sensación agradable o un sentimiento dulce, sin embargo, la seguridad de nuestra unión con el Señor es mucho mayor. Tienes que pedirle al Espíritu Santo el don de esa unión sobrenatural, que no puede ser obra de tu sensibilidad. Decía el santo Padre Pío: “Tú quisieras casi medir, comprender, sentir y palpar este amor que tú nutres por Dios, pero ten por seguro que cuanto más ama un alma a Dios tanto menos lo siente… Dios es incomprensible, inaccesible; por lo tanto, cuanto más un alma se va adentrando en el amor de este supremo Bien, tanto más su sentimiento de amor hacia él, que sobrepasa su conocimiento, viene a empequeñecerse, tanto que a la pobre alma le parece que no lo ama”.

21 Dice san Pablo: “No apaguen la acción del Espíritu… Cuídense del mal en todas sus formas” (1 Tes 5, 19.22). Porque el Espíritu Santo siempre está tratando de llenarnos de vida, de alegría, de amor, de esperanza, siempre está intentando calentarnos con su fuego. Pero nosotros podemos apagar ese fuego. Esto sucede cuando permitimos que el mal empiece a apoderarse de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos. Por eso san Pablo nos exhorta: “cuídense del mal en todas sus formas”. Es verdad que no podemos liberarnos del mal si no nos fortalece el Espíritu Santo, pero también es cierto que nosotros tenemos que estar atentos y cuidarnos. Porque el mal nos seduce de distintas maneras y nos va dominando a través de pensamientos negativos y de sentimientos de tristeza o de insatisfacción. De ese modo, comenzamos a pensar que Dios no es tan bueno, que los demás son todos enemigos, que no vale la pena ser fieles a Cristo, que todo es negativo. Así, lentamente, nos dejamos poseer por las fuerzas del mal y vamos apagando el fuego del Espíritu. Mejor estemos muy atentos y cuidémonos, expulsemos a tiempo cualquier insinuación del mal que empiece a entrar en nuestra mente o en nuestro corazón, e invoquemos sin demora al Espíritu Santo para que nos ayude a rechazarla.

22 ¿Es más bello un río que un lago? No. Son diferentes. El agua que corre tiene un mensaje, y el agua serena de un lago inmenso tiene otra hermosura. ¿Es más bella una montaña que un valle? No. Quizás la montaña te transmite fuerza y energía, y el valle te da una sensación de calma y serenidad. ¿Es más bello un pino que un roble? No. Son tan diferentes, y es muy difícil elegir uno u otro. ¿Y son más bellos los demás que tú? No. Eso dependerá de gustos, de miradas, de criterios. Pero sin duda para tu Padre creador nadie es más bello que tú, y todos sus hijos son preciosos. Pídele al Espíritu Santo la gracia de admirar la hermosura de los demás, sus capacidades, sus atractivos, sin pensar que tú eres poca cosa, sin creer que tú eres una cenicienta o un desperdicio humano. Eres obra de las manos del mejor alfarero, estás hecho a imagen del mismo Dios, estabas en el corazón de Cristo cuando él moría en la cruz, el Espíritu Santo está en ti tratando de guiarte cada día. Entonces no sufras más si no respondes a los esquemas y a los gustos del mundo. Mejor deja que los demás tengan los gustos y las preferencias que quieran. Pero tú ámate, valórate, admírate, porque si no lo haces estarás negando la obra maravillosa de tu Padre. Mírate al espejo y piensa: “¡Qué maravilla! ¡Qué bien me hiciste Señor!”. O si lo prefieres, mírate y usa las palabras del salmo: “Tú creaste mis entrañas, me plasmaste en el seno de mi madre. Te doy gracias porque fui formado de manera tan admirable. ¡Qué maravillosas son tus obras!” (Sal 139, 13-14)

23 Si recorres la vida de los santos, verás una pasión por Jesucristo, un enamoramiento que les llenaba el alma y la vida entera. También verás en ellos una seguridad de que sin Cristo no somos nada. Pero también es importante que descubras que ellos poco a poco se han ido convirtiendo en Cristo, lentamente se han vuelto cada vez más parecidos a él. No son todos iguales, cada uno ha sido un reflejo de Jesús a su manera, pero todos han ido cambiando sus pensamientos, sus gestos, sus reacciones, sus objetivos, y con el tiempo en ellos se fue plasmando Cristo. Pregúntate si estás permitiendo que tu ser se vaya transfigurando, si tu vida se está transformando en Cristo, aunque sea lentamente, poco a poco. Pregúntate si le estás permitiendo al Espíritu Santo que haga esa obra, ese proceso de cambio tan maravilloso. Si se lo permites no perderás nada valioso, no tendrás una vida menos feliz. Todo lo contrario. ¿Sabes por qué? Porque tú no eres quien eres por casualidad. Eres esta persona porque así te pensó el Padre ya antes de crearte. Y cuando te creaba pensaba en Jesús, te quería unido a él, te soñaba semejante a él. Y te soñaba unido a Jesús a tu modo, de una forma distinta a todos los demás. El Espíritu Santo quiere realizar ese sueño del Padre haciendo esta obra transformadora. Entonces, sólo hallarás la paz y la felicidad si te dejas transformar en Cristo. Ese es el verdadero plan.

24 “Gracias Señor por la belleza de este mundo, derramada como gotas de luz por todas partes. Porque este mundo no brotó de la oscuridad o del mal, sino que es obra tuya, que eres infinitamente bello. Gracias por la belleza de los colores, de los sonidos, de las sensaciones, gracias por la belleza de mi propio cuerpo y de cada uno de sus órganos. Gracias por la belleza del cielo azul, de las nubes, de la lluvia. Gracias por la belleza del aire, del viento, de los pájaros. Gracias por la belleza de los árboles, de su follaje, de sus flores. Gracias por la belleza de tus santos, por la obra de tu gracia en sus corazones. Gracias por la belleza de María Inmaculada. Gracias por la belleza sin comparación alguna del Corazón de Cristo. Gracias por la belleza que encuentro cada día, desde que despierto por la mañana. Perdón por cerrar mis ojos a la hermosura que creaste, por no verla, por acostumbrarme, por no darte gracias. Sana mi mirada, Espíritu Santo, para que reconozca por todas partes la belleza, para que perciba en cualquier lugar algún reflejo de la hermosura divina. Amén”.

25 La paz más grande está en el despojo total. En la medida en que uno acepta perder algo, esa pérdida ya no le quitará la paz. Pero si te aferras desesperadamente a algo porque no lo quieres perder, será imposible mantenerte en paz. Por ejemplo, si te has preocupado mucho por cuidar la apariencia, el día que alguien te cuestione, te difame o te culpe injustamente te sentirás el más miserable, el más dolorido de los humanos, un mártir. Pero en ese momento dile al Espíritu Santo: “Enséñame a renunciar a la buena fama, dame la gracia de despojarme de ella, de aceptar la humillación”. Entonces quizás podrás dar el paso de entregar tu apariencia y el qué dirán, de regalarle a Dios esa parte de tu vida, así como un religioso le entrega a Dios su sexualidad o un monje renuncia por Dios a la vida en sociedad. Realiza esa ofrenda, y entonces es posible que te invada una hermosa paz aun en medio de una gran humillación. Lo mismo puedes hacer si te han robado algo, si un amigo se va, si has perdido la vista en un ojo. La entrega y el despojo son la clave para que tu corazón se pacifique y no te enfermes por dentro. Porque lo más importante es mantener el alma sana y libre, pase lo que pase. Como decía san Juan de la Cruz, “la satisfacción del corazón no se halla en la posesión de las cosas sino en la desnudez de todas ellas”.

26 Es difícil vivir en paz con los demás. Siempre guardamos en el corazón alguna sospecha. Nos parece que las intenciones de los otros no son auténticas, sentimos temor de que estén tramando algo contra nosotros, o pensamos que son falsos, que no son sinceros. Por eso muchas veces, cuando abrazamos a alguien o cuando estamos compartiendo un momento con otro, no terminamos de relajarnos en la presencia de esa persona. Es comprensible que se crucen esas sospechas en lo íntimo del corazón, porque es verdad que los demás son imperfectos, tienen sus debilidades y sus fallas. No podemos pedirles que sean divinos. Pero si no somos capaces de estar en paz con los demás, terminaremos sintiendo la angustia de un gran aislamiento. Eso es terrible. ¿Cuál es la solución? La solución está en fortalecerte por dentro para que las imperfecciones de los demás no te quiten la paz. La solución está en encontrar una inmensa paz en Dios, que es la fuerte perfecta de toda fortaleza y de la serenidad interior. Dice la Palabra que “por la fe estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos firmes” (Rom 5, 1-2). Abre tu corazón al Espíritu Santo para que derrame en ti la paz divina, esa paz que te hace firme. Entonces sí podrás abrazar a los demás sin tantos temores, y podrás compartir con ellos la vida sin exigirles demasiado. Porque dejarás de pedirles que te den una paz que ellos nunca te podrán dar.

27 A veces sentimos que nadie puede ayudarnos. Seguimos luchando solos, sacando fuerzas como sea, hasta que nos agotamos y renunciamos, nos dejamos vencer. Eso le pasaba a aquel paralítico que nos presenta el Evangelio. Él creía que el agua de la piscina podía curarlo, pero no lograba llegar a ella. Estaba a pocos metros del agua sanadora, pero no tenía ya manera de alcanzarla. Nadie lo ayudaba. Entonces simplemente se dejó estar allí, años y años. Jesús se hizo presente en ese lugar y le preguntó: “¿quieres curarte?” (Jn 5, 6). Parecía una pregunta tonta, casi una burla. Sin embargo, Jesús no era tonto, y si hacía esa pregunta tenía un sentido. Lo que quería decir era: “¿realmente quieres curarte?”. Era como decirle al corazón del paralítico: “¿realmente quieres empezar una nueva vida, aceptas dejar esta vida triste a la que estabas habituado? ¿De verdad deseas dejar tus lamentos y enfrentar el mundo?” Jesús no quería concederle algo que él realmente no deseara, y prefería escuchar su consentimiento. El hombre ni siquiera respondió la pregunta de forma directa y sólo repitió su vieja queja de que nadie lo ayudaba. Pero eso bastó para que el Señor hiciera su obra y le dijera: “¡Camina!” (Jn 5, 8). Posiblemente ese hombre podía caminar, pero ya se había habituado de tal manera a su vida paralizada que ni siquiera intentaba hacer algo. Que no te ocurra lo mismo. Deja que Jesús te permita recomenzar. Permite que el Espíritu Santo te impulse a caminar por los senderos de esta vida, que son duros, pero siempre será mejor que morir sediento a pocos metros del agua.

28 Nunca pienses que Dios te mira y siente lástima. Nunca creas que Dios piensa: “¡pobre porquería, pobre inútil, pobre miserable!”. No es así. Quizás eso es lo que tú pienses de ti mismo, aunque no lo digas. Quizás eso es lo que los demás te han hecho sentir muchas veces con sus palabras, con sus miradas, con sus desprecios. Pero eso no es lo que piensa y lo que siente tu Padre Dios. Nunca olvides lo que él te dice en la Biblia: “Eres precioso para mis ojos, eres estimado, y yo te amo” (Is 43, 4). Él no miente, lo dice en serio. Esa es la verdad, eso es lo que siente por ti tu Padre Dios. Tienes que creerle, tienes que convencerte de que así te mira él, porque es tu Padre, porque él no necesitaba crearte y sin embargo quiso traerte a este mundo. Y él no acepta que otros te desprecien porque tú eres su hijo. Entonces déjate mirar así por tu Padre Dios, reposa en esa mirada divina para que todo se cure. Y si en el fondo te sientes despreciado por el mundo, derrama algunas lágrimas, pero luego invoca al Espíritu Santo y déjate querer, déjate valorar, déjate abrazar por el Padre. Así podrás experimentar la gran dignidad que te da ese amor inquebrantable.

29 En una situación dolorosa muchas personas se preguntan: ¿por qué a mí? Quizás no hagan esa pregunta de forma directa, pero es lo que sienten. Y en el fondo piensan que eso debería haberles pasado a otras personas pero no a ellos. En realidad la pregunta debería ser: ¿por qué a mí no? ¿Acaso los demás tienen que sufrir y yo no? ¿Acaso soy una especie de ser divino que tiene derecho a exigir que no le pasen algunas cosas? Quizás eso me ocurrió a mí porque tengo la fuerza y las capacidades para enfrentarlo, quizás porque esa experiencia me enseñará algo importante, quizás porque así podré comenzar una etapa de más profundidad en la vida, quizás porque así me uno mejor a Cristo crucificado. O quizás eso me sucedió porque a través de ese desafío Dios quiere regalarme algo grande, quizás porque así se evita que otras personas más débiles tengan que enfrentar esto. Y podría haber muchas razones más, pero seguramente eso te ocurre por alguna razón positiva. Por lo tanto, nunca te preguntes ¿por qué a mí? Mejor pregúntate para qué te ocurre eso, y abre tu corazón para recibir la gracia que el Espíritu Santo te quiere dar a través de esa experiencia dura. Déjate tomar por él y podrás entregarte con fortaleza y confianza. Entonces, tarde o temprano todo terminará bien.

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