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ОглавлениеCAPÍTULO 1. LA INFANCIA DEL PRÍNCIPE DE VIANA
1.- Un enlace real
Nos situamos en el reino de Navarra, en el primer cuarto del siglo XV. En la catedral de Pamplona se estaba celebrando un enlace real. Corría el año 1420, concretamente el día 10 de julio, la infanta Blanca, hija del rey Carlos III de Navarra, y el infante Juan, hijo del difunto rey de Aragón, Fernando de Trastámara, se unían en sagrado matrimonio ante el altar y ante los ojos de toda la corte del reino de Navarra. Este enlace había sido fruto de intensas negociaciones políticas y diplomáticas, nada extraño en aquella época. Con esta unión se enlazaban dos dinastías importantes: los Evreux, de origen francés, que ocupaban el trono de Navarra desde hacía un siglo, y los Trastámara, castellanos, que reinaban en los reinos de la Corona de Castilla y, también en esos momentos, en los de la Corona de Aragón.
La novia, Blanca, era la segunda hija del rey de Navarra y de Leonor de Trastámara, hija del rey Enrique II de Castilla. Y en ese tiempo, heredera del trono de Navarra. En sus venas corría sangre navarra y castellana. El novio, Juan de Aragón, era hijo del difunto rey de Aragón y de su mujer, Leonor de Alburquerque, una de las mayores fortunas patrimoniales castellanas. Este infante procedía del linaje reinante en Castilla que había logrado subir al trono de la Corona de Aragón como consecuencia de la falta de descendencia por la muerte sin sucesores de Martín I el Humano, y como resultado de una serie de negociaciones que culminaron con el Compromiso de Caspe en 1412. El infante Juan era un verdadero castellano.
La pareja se había conocido unos cuantos años atrás en el reino de Sicilia, de donde la infanta Blanca había venido viuda. En el año 1402 Blanca se había casado con el rey de Sicilia, Martín de Aragón, un excelente candidato que la convertía en reina consorte de la isla de Sicilia. El reino de Navarra, a través de este enlace, había entrado a formar parte de la esfera de influencia de los reinos mediterráneos de la Corona de Aragón. Al cabo de unos años, la infanta navarra quedó viuda y sin descendencia porque el único hijo que había engendrado había muerto al poco de nacer. Era el año 1409. La reina Blanca permaneció en Sicilia hasta el año 1415, tal y como había dispuesto su marido en sus últimas voluntades, quien le había pedido que permaneciera en la isla como vicaria continuando con las labores de administración del reino. Así lo hizo. Durante estos seis años la reina Blanca conoció el gobierno en soledad y las preocupaciones que conllevaba hacerse cargo de un reino en dificultades a causa de las luchas nobiliarias que se extendían por toda la isla. Fueron unos años difíciles para ella, puesto que además se encontraba en una tierra extraña. Sin embargo, el destino de Blanca no estaba en Sicilia sino en el reino de Navarra. Allí la situación cambió repentinamente porque había muerto la heredera al trono, su hermana mayor Juana. Este suceso trasladaba la sucesión a la entonces reina de Sicilia. Y fue por ello que el rey de Navarra, Carlos III, reclamó la presencia de su hija en el reino. Blanca debía regresar a su tierra.
La partida de la reina Blanca de Sicilia implicaba la búsqueda de un sustituto desde la Corona de Aragón para que ejerciera las labores de la lugartenencia de la isla. El elegido fue el infante Juan de Aragón, hermano del rey de Aragón y el futuro marido de Blanca. El primer contacto entre ellos se produjo en ese traspaso de poderes en la isla, en 1416, donde convivieron durante unos meses. Según nos cuenta la tradición romántica, el infante Juan quedó cautivado por la belleza de Blanca desde el primer momento. Por lo visto, la reina Blanca era una mujer de gran belleza; de hecho esa fue una de las razones de su elección como candidata para el rey de Sicilia. Y así también la describió posteriormente su hijo, el príncipe de Viana, en su crónica.
En este primer encuentro, tanto Juan como Blanca desconocían que el futuro los iba a unir, pero posteriormente los intereses diplomáticos de ambos reinos vieron en esta unión una opción beneficiosa para todos. La infanta Blanca se había convertido en una buena candidata porque iba a ser la futura reina de Navarra; de manera que un infante aragonés tenía opciones a ceñirse la corona de Navarra. Mediante este matrimonio se reforzaban y ampliaban las alianzas peninsulares tanto del reino de Navarra como de los reinos de la Corona de Aragón. Las negociaciones de este matrimonio habían finalizado en el año 1419 con la firma de las capitulaciones matrimoniales, donde se establecieron acuerdos indispensables como podía ser el correspondiente a la dote o a las cuestiones relacionadas con los derechos de sucesión al trono de Navarra después de la muerte de la futura reina Blanca. Una vez ambas partes firmaron los capítulos, se debía decidir el lugar de la ceremonia religiosa. Este punto también fue largamente discutido, puesto que había partidarios de que se celebrase en Castilla, lugar de residencia del infante Juan, y otros de que fuera en Navarra, lugar de residencia de la novia, entre ellos el hermano del contrayente, el infante Enrique. El enlace entre Juan y Blanca, como ya hemos visto, se celebró en la catedral de Pamplona en el verano del año 1420.
Después de las fiestas en honor al nuevo matrimonio, pues se casaba la heredera del reino de Navarra, la pareja apenas permaneció unos días en la ciudad de Pamplona. El infante Juan debía partir rápidamente del reino para dirigirse a Castilla, donde había ocurrido un grave suceso protagonizado por su hermano, el infante Enrique. Éste, aprovechando que Juan se encontraba en Navarra celebrando sus bodas, había perpetrado un acto contra el rey Juan II de Castilla. El infante Enrique se había presentado por sorpresa en el palacio real de Tordesillas con sus hombres, allí había hecho prisionero al alcaide de la fortaleza y se había apoderado del rey y de su valido, Álvaro de Luna. Su objetivo era hacerse con el poder, influyendo en las decisiones del mismo monarca. Este hecho, conocido como “el atraco de Tordesillas”, provocó la partida inmediata del infante Juan y de su esposa en dirección a Castilla para intentar solucionar este grave conflicto.
El destino de la nueva pareja fue el castillo de Peñafiel, situado en la villa del mismo nombre y dentro del ducado de Peñafiel, perteneciente al infante Juan. Blanca de Navarra se mudó a la residencia de su marido, donde vivieron los primeros años de su matrimonio. Su estancia allí fue tranquila, mientras su marido pasaba los días preocupado por la situación que había provocado su hermano Enrique contra el rey de Castilla.
2.- Nacimiento de un heredero: el príncipe de Viana
La vida del nuevo matrimonio transcurrió en el castillo de Peñafiel, donde la infanta Blanca disfrutaba de los días junto a sus damas, que la habían acompañado desde el reino de Navarra. A los pocos meses de haberse instalado en Castilla, se produjo la noticia que todos estaban esperando: la infanta Blanca estaba encinta. El feliz acontecimiento estaba previsto para la primavera del año 1421 y se iba a producir en el reino de Castilla, donde vivían los futuros padres.
Cuando comenzó a acercarse el momento, la infanta Blanca quiso contar con la ayuda del personal de la corte del rey de Navarra, a pesar de que tenía a su disposición a los servidores castellanos de su marido. Así, mandó llamar a una partera, al médico del rey y a varias nodrizas para que se desplazaran hasta Castilla para atenderla a la hora del parto. Se debía sentir más segura con sus servidores navarros, sobre todo en un momento tan importante para ella. Después del proceso propio de un parto, la infanta Blanca dio a luz a un varón. El nacimiento tuvo lugar un mediodía de primavera dentro del monasterio de los frailes predicadores de la villa de Peñafiel. El día 29 de mayo, un jueves, a la hora de nona, vino al mundo el primogénito de la infanta Blanca y el infante Juan: Carlos de Trastámara y Évreux. Ese día fue un día de alegría pues había nacido el futuro heredero del reino de Navarra: Carlos de Aragón y de Navarra. Un infante que pasará a ser conocido en la Historia como Carlos de Viana, o más aún, como el príncipe de Viana por antonomasia.
La noticia corrió rápidamente por todas las cortes y llegó al rey Carlos III de Navarra, quien la recibió con especial alegría, puesto que representaba que la sucesión al trono de Navarra estaba asegurada y además por vía masculina. Este nacimiento fue celebrado en toda Navarra. Las festividades se sucedían en cada ciudad, villa y lugar del reino. Las iglesias celebraron solemnidades religiosas en agradecimiento al feliz alumbramiento de la infanta. Y, como era habitual en este tipo de acontecimientos, el monarca eximió de algunos impuestos a ciertas villas y lugares como muestra de satisfacción y alegría; y repartió limosna entre los pobres.
Los primeros meses de vida del infante Carlos transcurrieron en el castillo de Peñafiel, cuidado y acompañado por su madre. Cuando contaba el infante con unos cuatro meses, toda la familia se desplazó a la villa de Olmedo para celebrar su bautismo. Se trataba de una celebración familiar a la que acudieron los reyes de Castilla, puesto que los padrinos fueron Juan II de Castilla y su valido, Álvaro de Luna.
Sin embargo, la estancia en Castilla de Blanca y del infante Carlos debía llegar a su fin porque, según lo determinaban los usos y costumbres del reino de Navarra, el heredero del trono de Navarra debía ser educado en su reino. Igualmente, en los capítulos matrimoniales de Juan y Blanca había una cláusula en la que se determinaba que el primogénito de este matrimonio, al cabo de un año, debía establecerse en el reino de Navarra con el fin de ser criado y educado siguiendo las costumbres de la tierra. Por tanto, no había otra opción y la infanta Blanca debía volver al reino de Navarra con su primogénito. Al cabo de un año del nacimiento del infante Carlos, es decir en mayo de 1422, se preparó el viaje hacia tierras de Navarra. Mientras, el infante Juan no volvería con ellos, pues se quedaría en Castilla donde estaban sus principales intereses políticos.
La infanta Blanca, junto al infante Carlos de un año, viajó a su tierra acompañada por un gran séquito. Este viaje lo realizó estando embarazada de su segundo hijo. Al llegar al reino de Navarra, la primera parada fue en la villa de Corella, donde sus habitantes habían preparado un solemne recibimiento. El infante Carlos debía ser jurado como heredero del trono, porque de lo contrario su reconocimiento no hubiera sido válido; así que en esta villa, donde estaban reunidas las Cortes para ese fin, el infante fue jurado como sucesor al trono, después claro está de su abuelo, reinante, y de su madre. Tras el juramento, Blanca y el infante Carlos se dirigieron a Sangüesa, donde ella dio a luz a su segundo hijo. En esta ocasión se trataba de una niña a la que pusieron por nombre Juana. Esta parada en el camino estuvo condicionada, sin ninguna duda, por el nacimiento de la infanta Juana; pues el destino final era el palacio de Olite, residencia de Carlos III. Una vez recuperada Blanca de su segundo parto, se trasladó toda la familia a Olite, donde se habían tenido que acondicionar diversas estancias para mejorar la comodidad de Blanca y de sus dos hijos.
La llegada de la familia al palacio de Olite supuso una gran felicidad para Carlos III porque regresaba su hija y conocía por fin a su primer nieto. El rey se sentía dichoso con el nuevo heredero, pues suponía un alivio el tener la corona asegurada. Y una forma especial de manifestar su alegría, y a la vez de proteger el futuro de su nieto, era crear un título específico para él y para todos los demás herederos de la Corona de Navarra. Esto no era una novedad, sino que era una costumbre en las casas reales europeas que el heredero tuviera un título propio. La costumbre era la creación de un principado, puesto que el título de príncipe estaba siempre por encima de los demás títulos nobiliarios, así siempre estaría en un lugar preeminente frente a la nobleza. En Castilla existía el príncipe de Asturias; en la Corona de Aragón, el príncipe de Gerona; en Inglaterra, el príncipe de Gales; y en Francia, el delfín. A la vez, era una forma de asegurar económicamente al heredero de la corona por medio de las rentas de los territorios pertenecientes a su principado y que así mantuviera un estado digno de su condición. El título creado por Carlos III para el infante Carlos fue el principado de Viana. Éste comprendía una serie de territorios situados, esencialmente, en el límite del reino navarro, entre ellas la villa de Viana, Laguardia, San Vicente, Bernedo, Aguilar, Genevilla y Lapoblación. Una de las obligaciones del príncipe era mantener estos territorios unidos a la corona, que así no podían ser ni vendidos ni enajenados. El título de príncipe de Viana se hizo efectivo el día 20 de enero de 1423.
3.- La vida en Olite
La infancia del príncipe transcurrió en el palacio de Olite, donde estaba instalada la corte real durante la mayor parte del tiempo. Esto no impedía que la familia real se trasladara a otra de las muchas residencias regias ubicadas dentro del reino de Navarra; aunque Olite era el palacio real por excelencia en tiempos de Carlos III. El monarca había conseguido convertirlo en una lujosa residencia, siguiendo las modas estéticas de los palacios franceses, cuyas cortes tanto había frecuentado durante su juventud. El castillo de Olite se transformó en un bello palacio, donde la comodidad y el lujo eran sus principales características. Al lado del castillo viejo se construyó un hermosísimo palacio nuevo, ampliando su espacio con la compra de las casas colindantes. Las estancias se redistribuyeron, se mejoró su comodidad y la luz tuvo mayor protagonismo gracias a los ventanales más grandes. La decoración fue escogida con sumo cuidado. Las paredes estaban adornadas con pinturas murales, tapices y otros elementos decorativos procedentes de artistas franceses, que Carlos III había traído a su corte. Los exteriores del palacio también debían ser hermosos, con enormes jardines, muy bien cuidados, con flores y árboles diferentes traídos de diversos lugares que ofrecían una visión colorida y agradable a quien la disfrutaba desde los miradores. En los jardines había también un zoo, algo muy habitual en los palacios reales, con todo tipo de animales salvajes: papagayos, leones, ciervos, osos, camellos, búfalos, monos, gatos salvajes y muchos otros más. Los animales servían de entretenimiento a la corte y, sin lugar a dudas, a los más pequeños, quienes seguramente pasarían muchas horas contemplando los diversos ejemplares. El objetivo de Carlos III era crear un palacio que fuera el símbolo de una monarquía poderosa y lujosa, y lo consiguió. Un viajero alemán, que pasó por allí en esta época, afirmó que era uno de los palacios más bonitos que había visitado porque, entre otras cosas, tenía muchas cámaras doradas. Todavía hoy en día, a pesar de las numerosas restauraciones, contemplar el palacio de Olite supone una visión exquisita para los ojos del visitante.
En este ambiente lujoso, elegante y selecto creció y se educó el príncipe de Viana, quien enseguida compartió juegos y jornadas con sus nuevas hermanas debido al aumento de la familia. Anteriormente, en el año 1422, había nacido su hermana Juana. Al cabo de dos años, cuando el príncipe tenía tres años, nació en Olite la infanta Blanca, el 9 de junio de 1424, con quien mantuvo una especial y estrecha relación, además de vivir destinos parecidos. Y dos años más tarde, en 1426, vino al mundo la infanta Leonor, la pequeña de la familia. El príncipe y las infantas vivieron años felices y tranquilos al cuidado de su madre y disfrutando también de la compañía de su abuelo.
Durante unos años, el palacio de Olite estaba lleno de niños muy pequeños, lo que hacía necesaria la presencia de dos figuras indispensables en las cortes reales: las nodrizas y las mecedoras. Las nodrizas eran las encargadas de amamantar a los bebés porque la costumbre era que las madres de las clases elevadas evitaran alimentar a sus propios hijos. Por eso, el ama de cría o nodriza formaba parte de los servidores de la corte real cuando había niños en crianza. Carlos de Viana, igual que otros niños del palacio, estaba al cuidado de sus nodrizas durante los dos primeros años de lactancia, lo que fomentaba los vínculos afectivos entre ambos. Las nodrizas recibían la ayuda de las mecedoras que, como su nombre indica, eran las encargadas de mecer al infante para que consiguiera alcanzar el sueño. Este cargo era también esencial en la corte para poder relajar a todos los pequeños que corrían por el palacio y garantizar sus horas de sueño fundamentales para el crecimiento.
El príncipe y las infantas convivían en el palacio con los hijos de los demás servidores y cortesanos que allí habitaban. Los primeros años los pasaban todos juntos en la cámara de la reina, lugar donde centraban sus actividades diarias y sus juegos. Normalmente se criaban allí hasta los siete años, momento en el que se separaban según sexos. Los niños pasaban a formarse en la cámara del rey para adquirir las aptitudes propias de los caballeros, y las niñas seguían en la de la reina.
Un día en la vida de los más pequeños de la corte debía estar lleno de juegos, divertimentos y distracciones. En la plantilla habitual de servidores había un pintor, llamado Gabriel de Bosch, que les pintaba dragones, serpientes y olifantes para sus juegos, y también un carpintero que les fabricaba juguetes para sus diversiones. Además, seguro que un lugar que frecuentaban era el zoo del palacio, donde los niños podían disfrutar admirando los diversos animales que allí se cuidaban. No todo era diversión, sino que la educación también formaba parte de la rutina de los más pequeños. La tarea educativa estaba encomendada a los ayos y maestros, quienes se preocupaban diariamente de la formación de los infantes. El príncipe de Viana contó con dos ayos que fueron Luis de Beaumont y García de Dicastillo, quienes se ocuparon de enseñar y transmitir al príncipe todo aquello que debía conocer el heredero.
El príncipe, por su condición de heredero, tenía su propio hostal, es decir, sus propios servidores dentro de la organización interna del palacio. En total le servían unas cuarenta personas que se encargaban de su día a día. Entre sus servidores estaban los encargados de la cocina y de la preparación de las comidas (cocineros, despenseros, salseros, botelleros, panaderos, fruteros y trinchantes), los responsables de su cámara (camareros, mayordomos, médicos, barberos), los capellanes, clérigos y confesores, así como los encargados de sus caballos y de sus mulas (caballerizos, escuderos, palafreneros, acemileros). Sus servidores eran diferentes a los de su madre, cada uno contaba con sus propios cocineros, por ejemplo.
Los infantes vivieron su infancia rodeados de lujo, fomentado además por su abuelo, Carlos III, quien les colmaba de regalos. El príncipe, con dos años, recibió unas cuentas de oro y a los cuatros ya tenía una espada de plata y esmalte. Y también crecieron en un ambiente cultural selecto porque la corte del rey era el lugar deseado por artistas de todo tipo para fomentar su carrera. Los músicos, arperos, juglares y poetas, entre otros, amenizaban las veladas y los banquetes en palacio, así como las fiestas o cualquier tipo de rito religioso que se celebrase dentro de sus muros. Las letras también fueron fomentadas por Carlos III, un gran amante de los libros, cualidad que heredó su nieto, el príncipe de Viana, posiblemente influenciado por estos años. Los infantes convivían con todos esos artistas.
4.- Infancia y juventud del príncipe de Viana
Los primeros años de la vida del príncipe, igual que los de sus hermanas, transcurrieron tranquilamente en el palacio de Olite. En ese tiempo la ausencia de su madre, Blanca, fue bastante habitual, puesto que se desplazó en más de una ocasión al reino de Castilla, donde estaba su marido, quien no tenía muchas intenciones de instalarse en Navarra debido a sus proyectos castellanos.
El primer alejamiento entre el príncipe y su madre fue en febrero del año 1423, cuando Carlos tenía dos años de edad. Blanca viajó a Castilla sin ninguno de sus hijos, quienes se quedaron en Olite junto a su abuelo Carlos III. Esta ausencia duró unos cuantos meses. En este periodo de tiempo, el príncipe se puso muy enfermo y fue necesario dedicarle cuatro misas cantadas porque se temió por su vida. Esto sucedió en mayo de 1423, estando ausente su madre del reino. Al año siguiente, en el verano de 1424, el príncipe volvió a ver partir a su madre de Navarra. En esta ocasión con ella iba la infanta Blanca, que acababa de nacer. Al contar con esta compañía, Blanca tuvo que llevarse a su hermana bastarda Juana y a la mecedora Leonor para que le ayudaran. El príncipe de tres años despidió a su madre en la frontera del reino hasta donde la había acompañado. Todos juntos habían partido de Olite el día 28 de agosto, tanto Blanca como los infantes iban en litera, transportadas por veinticuatro hombres, que hacían el viaje mucho más cómodo. Pasaron por Berbinzana, Lerín, Sesma, Viana, Laguardia, San Vicente y Haro, donde el príncipe dejó a su madre y volvió a Olite. Un mes más tarde, el príncipe se encontró con su madre en Castilla, aunque fue una visita fugaz porque las Navidades las pasó junto a su abuelo en Olite. El príncipe no volvió a reunirse con su madre hasta al cabo de muchos meses, pues Blanca y las infantas regresaron en el mes de julio de 1425 al reino de Navarra, donde fueron recibidas en la frontera por Pedro López de Roncesvalles, sargento de armas. Desde San Vicente fueron llevadas hasta Olite en andas y el equipaje fue portado en varias acémilas.
Al poco de regresar Blanca de este último viaje, sucedieron varios acontecimientos tristes y dramáticos. El día 22 de agosto de 1425 moría en el palacio de Olite la infanta Juana, de tan solo tres años de edad. Sin duda, un suceso muy triste que debió de conmover a la familia real. La pequeña infanta fue enterrada en la iglesia de San Francisco de Tudela. A las pocas semanas, otro triste acontecimiento conmocionó a todos, la muerte de Carlos III. Se trataba de un suceso inesperado. La mañana del día 8 de septiembre el monarca se levantó sin problemas, aunque al cabo de unas horas le sobrevino un desmayo del que no logró recuperarse. Junto a él estaba Blanca y los infantes. Este hecho conmovió a Blanca y seguramente a sus hijos, quienes vivieron la preparación de los funerales de su abuelo y la imposición del luto en toda la corte. El rey fue enterrado al día siguiente en la catedral de Pamplona.
El príncipe vivió aquel triste acontecimiento sin la compañía de su padre, quien se encontraba en Tarazona, junto a su hermano el rey de Aragón, donde había asentado sus reales. La noticia de la muerte del rey de Navarra fue transmitida rápidamente al futuro monarca, quien en señal de luto permaneció encerrado en su tienda durante tres días. Pasado este tiempo, y después de recibir el pendón real de Navarra enviado por la reina Blanca, salió de su tienda, vestido ricamente, y recorrió a caballo el campamento en compañía de su hermano, el rey Alfonso, y de otros caballeros castellanos y aragoneses, precedidos de trompetas y del rey de armas, vestido con la cota de armas de Navarra, encargado entre otras cosas de transmitir noticias importantes y por eso iba gritando: “Navarra, Navarra, por el Rey Don Juan y por la Reyna Doña Blanca, su mujer”. Mientras sucedía esto en Aragón, en el palacio de Olite se proclamaba reina de Navarra a Blanca, sin la presencia de su marido, quien tardó un mes en regresar a su nuevo reino, ya como rey.
La muerte del rey de Navarra daba paso a un nuevo tiempo. Blanca se convertía en la reina propietaria de Navarra, y el infante Juan ocupaba el puesto de rey consorte. Por tanto, el príncipe de Viana era el siguiente en la sucesión al trono. Este relevo no debió de afectar a la rutina del príncipe ni a la de sus hermanas, quienes seguían viviendo en Olite y en las demás residencias reales. El príncipe y sus hermanas crecieron acostumbrados a la ausencia de su padre, obligado a permanecer en Castilla por motivo de sus asuntos políticos. Esta ausencia, además, fue uno de los motivos del retraso de la ceremonia de coronación de los nuevos reyes de Navarra. El otro motivo pudo ser que todavía no había finalizado la construcción de la puerta de la Coronación de la catedral de Pamplona, financiada por la reina Blanca, quien quería estrenarla ese día. Los nuevos reyes de Navarra, Blanca y Juan, finalmente fueron coronados el día 15 de mayo del año 1429, cuatro años después de la muerte de Carlos III.
El príncipe de Viana asistió a la coronación de sus padres en la catedral de Pamplona, lugar donde se celebraban las ceremonias más importantes de Navarra. Allí presenció el juramento de los fueros y de los pactos matrimoniales de los reyes junto a los nobles y caballeros del reino, así como a un embajador del rey de Castilla, a caballeros de Aragón y a otros representantes de Francia. Después, los reyes fueron coronados, con sendas coronas de oro, y levantados cada uno en un escudo pavés por los ricoshombres, como era costumbre. El rey fue ungido por el obispo de Pamplona, Martín de Peralta. El príncipe estaba a punto de cumplir ocho años de edad, así que fue plenamente consciente de esta ceremonia que legitimaba ante el reino a los nuevos soberanos.
Poco tiempo estuvo el príncipe junto a su padre, ahora rey de Navarra, porque en Castilla la situación se había complicado enormemente y las rivalidades políticas habían dado paso a una guerra con Aragón. Estos sucesos obligaron al rey de Navarra a regresar a Castilla, aunque por poco tiempo porque fue derrotado en la guerra y obligado a abandonar el reino. Sin embargo, no regresó a Navarra, sino que acompañó a Barcelona a su hermano, el rey de Aragón, quien estaba preparando las galeras para zarpar hacia Sicilia con la intención de conquistar el reino de Nápoles.
Carlos de Viana volvió a reunirse con su padre tras su regreso de Cataluña en 1432. Un par de años estuvieron todos juntos en el reino de Navarra y vivieron otro de los episodios dramáticos en sus vidas. En el año 1433, la reina Blanca se puso tan enferma que todos creyeron que se moría; de hecho estuvo varias horas inconsciente y parecía que no iba a recuperarse. Estos momentos debieron ser muy angustiosos hasta que la reina consiguió mejorar y recuperar el conocimiento para alivio de todos. Para las crónicas, su recuperación fue un milagro de la Virgen del Pilar que durante el tiempo que Blanca estaba inconsciente se le apareció. En agradecimiento, la reina organizó una peregrinación a la Capilla Santa de la Virgen del Pilar de Zaragoza con toda su familia, y esta vez el rey les acompañó.
Las peregrinaciones eran muy habituales en la familia real navarra. La reina transmitió esa afición a sus hijos porque siempre le acompañaban en las romerías. Solían visitar con frecuencia los santuarios marianos del reino como Santa María de Ujué, de la que eran muy devotos los reyes de Navarra y donde estaba el corazón de Carlos II el Malo; Santa María de Roncesvalles o la ermita de Santa Brígida en Olite, entre otras. El príncipe heredó la devoción mariana de su madre, el gusto por las romerías y las peregrinaciones, y la entrega de limosna diaria, así como en fechas y en ocasiones especiales como el día de su cumpleaños.
Estos años eran los años de juventud del príncipe y de las infantas. La mayor parte del tiempo vivieron en compañía de la reina Blanca, cuya salud no era muy robusta, así que no le convenían muchos viajes. Por este motivo, compartieron juntos muchos días y momentos. El príncipe no tenía grandes responsabilidades políticas, pero observaba, y en algunos casos participaba, de las labores de gobierno de su madre. A pesar de sus obligaciones, Carlos vivió su juventud como cualquier otro joven noble de la época. Pasó los días entre la práctica de sus aficiones, sus responsabilidades y los momentos de ocio y de fiesta que se vivían dentro del palacio. Todo ello en compañía de otros jóvenes que vivían en la corte, así como de sus hermanas. Imaginemos un gran palacio, ya de por sí exquisito y lujoso, habitado por un gran número de jóvenes (las infantas eran de la misma generación del príncipe), así como muchas de las damas y doncellas de la corte. Esto implicaba diversiones y actividades para ellos. No faltaron las fiestas, los bailes, los banquetes, las cacerías, las visitas al zoo, paseos por los jardines, lectura, romerías… En esos años, el príncipe volvió a tener problemas de salud con quince años y se temió por su vida. Era el año 1436 y se le dedicaron varias misas cantadas para su curación. Fue sólo un susto.
Carlos de Viana solía pasar muchas jornadas dedicado a una de sus mayores aficiones: la lectura. Vivía rodeado de libros, la misma pasión que tenía su abuelo, Carlos III. Su biblioteca era grande y con los años fue incorporando cada vez más volúmenes. El príncipe era feliz en un ambiente cultural como el que se vivía en la corte de los reyes de Navarra. Disfrutaba con la lectura, pero también con la escritura, con la poesía y con la música. Por este motivo, tanto él como su madre ejercieron de mecenas de muchos poetas, juglares y músicos que se reunían en la corte de Olite. La poesía y la música, tanto profana como religiosa, estaban muy presentes en el palacio. El príncipe prefería los libros a las armas y así mismo lo afirmó años después en una de sus cartas. Era algo que definía perfectamente su carácter y su inclinación cultural antes que bélica.
Otros días, el príncipe practicaba otra de sus diversiones: la caza, una práctica propia de la nobleza de la época. Organizaba cacerías con asiduidad, allá donde se encontrara. Si estaba en Olite, la caza se hacía por los bosques cercanos al palacio. Invitaba a sus amigos y otros nobles de la corte a pasar una entretenida jornada que terminaba disfrutando de una comida todos juntos. Le gustaba cazar tanto con halcones como con perros de caza.
Esas aficiones las compaginaba con las celebraciones en la corte. En el palacio se celebraban fiestas religiosas y profanas con la preparación de un gran banquete al que se invitaba a un gran número de nobles y cortesanos del reino. Estas jornadas solían ir acompañadas de bailes, de una cacería o de justas entre los jóvenes. Las principales fiestas religiosas que celebraban eran la Pascua de Resurrección, Pentecostés, Corpus Christi, Todos los Santos o el día de Navidad. Entre ellas había una muy tradicional, el Rey de la Faba, que se celebraba el día de la Epifanía. Se trataba de una costumbre francesa, introducida en Navarra en el siglo XIII por el rey Teobaldo. La víspera del día de Reyes el rey invitaba a los niños más necesitados a comer un rosco en el que dentro había un haba escondida. El niño que la encontraba era nombrado rey por un día, recibiendo todo tipo de honores. La ceremonia de coronación del Rey de la Faba tenía lugar el día 6, organizándose un banquete en el que se le vestía ricamente y se le entregaban los atributos propios de un rey. El príncipe no perdió esta costumbre que se seguía celebrando durante todo el siglo XV. Las demás celebraciones profanas solían ser los cumpleaños de todos los miembros de la familia real, la visita de algún ilustre invitado o cualquier evento que pudiera acompañarse de algún banquete.
El príncipe siempre celebraba sus cumpleaños invitando a un gran banquete a sus amigos y a otros caballeros de la corte. La característica principal era la abundancia de comida, porque la elaboración de los alimentos ya era una costumbre habitual en la mesa de los reyes de Navarra. La carne, evidentemente, no faltaba, era muy cuantiosa, ya fuera guisada o asada, condimentada con especias y acompañada de diversas salsas elaboradas para la ocasión. El vino corría en abundancia igual que el pan. La fruta era considerada un producto de lujo que ofrecían los príncipes a sus invitados y se servía el producto propio de la temporada. Los banquetes se terminaban con una serie de dulces de postre. Todo ello amenizado con música cortesana y posteriormente unos bailes para que los invitados pudieran disfrutar de la velada. Solían ir acompañados de actividades para que todos disfrutaran como las justas.
Estos años del príncipe se caracterizaron por la falta de responsabilidades políticas, por la diversión compartidas con sus amigos, así como por la ausencia de la figura paterna.
5.- Tiempo de bodas
La juventud también marcaba el momento de contraer matrimonio, que en aquella época respondía siempre a cuestiones de estado. La búsqueda de candidatos era una obligación de los monarcas y suponía también una gran responsabilidad, puesto que el objetivo era conseguir nuevos aliados o mantener los ya existentes con la finalidad de posicionar al reino en un puesto relevante en las relaciones internacionales. La política matrimonial jugaba un papel muy destacado en aquella época para ampliar la esfera de influencia. Los reyes de Navarra así lo hicieron y buscaron a los mejores candidatos para cada uno de sus hijos. Las bodas de todos ellos se celebraron en un espacio corto de tiempo.
El primero en contraer matrimonio fue el propio príncipe de Viana; sin embargo, los enlaces de sus hermanas estaban ya negociados con anterioridad. En el año 1434, se había concertado el matrimonio de la infanta Leonor con el conde de Foix y en 1436 el de la infanta Blanca con el príncipe de Asturias; sin embargo, la corta edad de los contrayentes obligaba a posponer la celebración del enlace hasta alcanzar los quince años de edad.
A pesar de que las bodas de las infantas estaban previamente negociadas, el enlace más importante era el de Carlos de Viana, puesto que era el heredero del trono. Se debía buscar una candidata óptima para que en un futuro se ciñera la corona del reino, aunque fuera en calidad de consorte. Los reyes de Navarra dirigieron sus miradas más allá de los Pirineos y encontraron una candidata adecuada en la Casa de Borgoña, una de las más importantes e influyentes del territorio francés después de la del rey de Francia. La elegida era Inés de Clèves, hija del duque de Clèves y sobrina del duque de Borgoña, Felipe el Bueno. A través de este enlace podría haber alguna posibilidad de que también se heredara el ducado de Borgoña. Antes de celebrar el enlace, se debían redactar y firmar los capítulos matrimoniales que regían las condiciones del matrimonio. Una vez los reyes de Navarra y los duques de Clèves se pusieron de acuerdo, se debía buscar una fecha para la celebración religiosa.
La sobrina del duque de Borgoña llegó al puerto de Bilbao a finales del mes de agosto de 1439, acompañada por su hermano Juan y por una extensa comitiva formada por unos doscientos caballeros a caballo. Allí la esperaba el canciller del reino, Juan de Beaumont, y otros caballeros enviados por el príncipe para recibirla como merecía. La futura princesa de Viana se dirigió a Estella, donde permaneció varios días esperando conocer a su futuro marido, un encuentro que se produjo a principios del mes de septiembre.
A finales de mes se celebró la ceremonia. El día 30 de septiembre de aquel año 1439, en la iglesia de Santa María de Olite, estaba todo para la celebración del enlace religioso entre el príncipe de Viana e Inés de Clèves. Ese día se reunió la familia real y los más insignes caballeros y nobles del reino. La ceremonia religiosa transcurrió siguiendo la tradición. Los príncipes realizaron una ofrenda de 6 libras y 18 sueldos que entregaron al clérigo de la capilla de la reina, Pedro de Egües; la misma cantidad que ofrecieron el día de la tornaboda. Después de la ceremonia religiosa se ofreció un abundante banquete a los invitados donde no faltó de nada y, al finalizar, la reina distribuyó confites variados entre sus invitados. Además, hubo justas para que participaran los nobles del reino, bailes y otras diversiones. Todo ello amenizado por los músicos de la corte. La celebración se prolongó a lo largo de varios días, como era costumbre.
Ese enlace había supuesto una serie de preparativos extraordinarios que ya habían comenzado a principios de año con la compra de telas diversas para las vestiduras y para la decoración de las estancias. El palacio de Olite sufrió ciertas reformas de última hora para que todo estuviera en perfecto estado, entre ellas se realizó un sitial en el salón donde se iba a celebrar la fiesta, posiblemente para colocarse los novios. Todo era lujo. Los vestidos de la familia real fueron confeccionados con telas de seda y de oro, adornados con bordados que conferían una mayor riqueza a los ropajes. Se aprovechó la ocasión para dorar la cruz del estoque y varias espuelas del príncipe. Desde Pamplona se trajeron varias sillas de plata para las infantas, se compraron diez docenas de lanzas para las justas y también las varas de madera para llevar el palio de los novios.
Con motivo del enlace del primogénito, el rey de Navarra hizo donación al príncipe del ducado de Gandía, situado en el reino de Valencia; y eximió a algunas villas de impuestos y deudas debidos.
La llegada de la princesa de Viana trajo consigo nuevos aires a la familia real de Navarra. Sus gustos refinados y exquisitos se implantaron en la corte. La influencia de la Casa de Borgoña se dejó traslucir en sus maneras y en sus aficiones. La princesa era una apasionada del lujo y del boato, como también le gustaba a su marido. Sus vestidos eran de telas lujosas, exquisitamente bordadas. Y utilizaba pieles de armiños o de martas cibelinas para taparse y resguardarse del frío. Su atuendo lo complementaba con ricas joyas. Entre sus aficiones estaba la danza, motivo por el que se aumentaron el número de bailes en el palacio de Olite después de su llegada, y la equitación.
La compañera de Carlos de Viana ha pasado bastante desapercibida para los historiadores, apenas conocemos detalles de su vida, de sus aficiones, de sus actividades durante esos años. Sobre su personalidad podemos deducir un rasgo gracias a los detalles narrados por un viajero alemán que visitó el palacio de Olite. Este viajero se presentó en el palacio y se dirigió a la terraza, donde estaba la princesa de Viana y sus damas para saludarlas. Allí también se encontraba el conde de Foix, que fue quien aprovechó esta ocasión para burlarse. El conde le pidió a Inés que hablara alemán con el visitante para que éste le entendiera. La princesa, debido a la vergüenza que esto le producía, se negó a hablar en alemán con el viajero. Esto no es más que una anécdota que, sin embargo, nos acerca al carácter de la princesa de Viana, quien, por lo visto, era tímida. Probablemente esta timidez es lo que hizo que quisiera pasar desapercibida durante su estancia en Olite y, por esto también, ha pasado sin pena ni gloria a lo largo de la Historia.
La siguiente boda de la familia fue la de la infanta Blanca con el príncipe de Asturias, matrimonio que había sido concertado años atrás para sellar la paz entre el rey Juan II de Castilla y el rey de Navarra. La mejor forma de hacerlo era a través de la unión del heredero del trono de Castilla, el príncipe Enrique, y una infanta de Navarra, en esta ocasión la elegida fue Blanca. El enlace se aplazó un tiempo, concretamente hasta 1440, cuando los novios ya contaban con quince años. Esta ceremonia se celebró un año después de la boda del príncipe de Viana.
La infanta Blanca fue junto a su madre a Castilla para celebrar su boda con el príncipe de Asturias. Su hermano, el príncipe de Viana, debía quedarse en el reino de Navarra, en calidad de lugarteniente, en ausencia de sus padres, los reyes. El enlace de la infanta Blanca se celebró el 15 de septiembre en el monasterio de San Benito de Valladolid, ante la presencia de los reyes de Castilla y de los reyes de Navarra. La infanta Blanca se convertía en princesa de Asturias; por tanto, cambiaba de residencia y se trasladaba a su nueva herencia, el reino de Castilla.
La última de aquellas tres bodas de la familia real de Navarra tan consecutivas fue la de la infanta Leonor, celebrada dos años más tarde, en 1442 cuando la reina Blanca ya había fallecido. El candidato escogido para la infanta fue uno tradicional en la política matrimonial de los reyes de Navarra: el conde de Foix, Gastón IV. El matrimonio se había concertado en el año 1434, pero debido a la corta edad de los contrayentes, el enlace tardó en celebrarse. Este matrimonio afianzaba todavía más las relaciones con el condado de Foix, cuya ayuda en tiempos de guerra era muy necesaria.
El matrimonio cambió la situación de los hijos de los reyes de Navarra. La infanta Blanca abandonó Navarra para adaptarse a una nueva vida en Castilla. Mientras los príncipes de Viana y los condes de Foix todavía compartieron algunos años en la corte del palacio de Olite hasta que Leonor acompañó a su marido a sus tierras del Bearne, donde se quedaron algunas temporadas. Gastón de Foix llevaba tiempo en la corte de Navarra y formaba parte del grupo de jóvenes que acompañaba al príncipe de Viana en todas sus diversiones, participó de las fiestas, los banquetes y las cacerías que se organizaban en palacio. Era uno más de la familia. Sin embargo, esta amistad, años más tarde, se enfrío porque el conde de Foix prefirió apoyar a su suegro, el rey de Navarra, y así era el pacto, en contra del príncipe de Viana. Pero estos asuntos los veremos más adelante.
6.- Diferencia de caracteres
En este punto de la narración se hace totalmente indispensable explicar la relación entre el príncipe de Viana y su padre, Juan de Aragón, el rey de Navarra. Sus desavenencias personales van a marcar el transcurrir de los acontecimientos, tanto en la esfera familiar como en la política. No podemos continuar sin entender lo que sucedía entre ellos ni la influencia que todo ello pudiera tener.
Estos años de juventud del príncipe fueron tranquilos, ya lo hemos visto, pero sobre todo estuvieron marcados por la ausencia paterna. El príncipe vivía, igual que sus hermanas, con la compañía principalmente de su madre. Por el contrario, el rey de Navarra, quien tenía sus ojos puestos en la política de Castilla, solía ausentarse con cierta frecuencia y por periodos prolongados. Este alejamiento de la figura paterna, sin ninguna duda, marcó el destino de Carlos de Viana. Vamos a explicarlo.
La ausencia del rey Juan de la corte era muy habitual, puesto que los intereses políticos estaban por encima de todo. Un rey debía viajar por sus tierras para defenderlas, para mostrar su poder o simplemente por preferencias personales. Su familia solía estar a cargo de la reina en la corte y de los demás cortesanos que formaban parte de ella. Así ocurrió en la corte de Navarra. La reina cuidaba de sus hijos, como madre y mujer, mientras el rey seguía inmerso en sus asuntos castellanos. Sin embargo, en este caso y permitiéndonos la licencia de analizar las consecuencias posteriores, el alejamiento del rey de Navarra de la vida de su primogénito marcó indiscutiblemente su carácter y su formación política. El príncipe necesitaba un ejemplo de político y gobernante, esto fue lo que le faltó.
Carlos de Viana había nacido con unas predisposiciones innatas a ciertas aficiones relacionadas con el mundo de la cultura que, probablemente, heredó de su abuelo Carlos III. Su carácter también debió ser herencia de su abuelo, puesto que los dos se caracterizaban por ser personas pacíficas y conciliadoras, amantes de las letras, de la música, de la poesía y del lujo, en definitiva del buen vivir. El príncipe prefería la lectura a las guerras. Él mismo así lo afirmó en una de sus cartas: “prefiero los libros a las armas”. Esta afirmación describe perfectamente la inclinación cultural del príncipe y su poco interés por las armas y, por tanto, por las cuestiones bélicas. En contraste, su padre, el rey de Navarra, era una persona con carácter y ambiciosa, de fuertes convicciones políticas, estratega, no le importaba entrar en guerra si lo consideraba oportuno. Así lo había demostrado en sus intervenciones en el reino de Castilla, si tenía que preparar sus ejércitos, siempre estaba dispuesto. En consecuencia, el príncipe y el rey de Navarra tenían dos formas diferentes de ver el mundo. Estas visiones tan completamente opuestas se reflejaban también en su modo de entender la política y el gobierno. Sus enfoques eran totalmente incompatibles; por esto no supieron entenderse nunca porque eran incapaces de comprender la visión del otro.
La diferencia de caracteres genera desavenencias normalmente insubsanables porque el entendimiento es muy difícil. A todo esto se añadía la ausencia del monarca, que fomentaba todavía más las diferencias como consecuencia de la menor convivencia entre ellos. En este punto podríamos realizar un ejercicio de imaginación. Si el rey Juan hubiera estado más presente en la educación del príncipe, quizá podría haber modelado su carácter acercándolo a su manera de concebir el mundo. Se trata solamente de una posibilidad. Su presencia al lado de Carlos de Viana no podría haber cambiado su carácter ni sus inclinaciones personales, pero sí podría haberle hecho entender la manera paterna de concebir la política, y tal vez habrían llegado a entenderse. Si hubiera seguido de cerca sus inclinaciones, podría haberle inculcado aquello de lo que carecía el príncipe, según el concepto político del rey de Navarra.
Dejando de lado las suposiciones, lo que sí es cierto es que el rey de Navarra sentía una animadversión por su hijo que fue aumentando con el paso del tiempo. La causa de este odio era la incapacidad del príncipe de continuar el legado de su padre. Ciertamente, poco interés tenía Carlos en las ambiciones políticas de su padre, únicamente deseaba vivir como un príncipe renacentista, disfrutando de lo que el título de primogénito le podía otorgar: estatus social, riqueza, vida opulenta y, sobre todo, un ambiente cultural exquisito. Lo demás parecía no importarle. Por este motivo, el rey Juan II de Navarra se sentía decepcionado por su hijo. No podía comprender que su heredero, el que iba a ceñirse la corona de Navarra, tuviera unos ideales tan diferentes y, por tanto, no fuera a defender en un futuro todo aquello que tanto le estaba costando conseguir en vida: su patrimonio y sus reinos. La frustración acabó convirtiéndose en animadversión hacia su hijo porque no comprendía su postura de falta de ambición y de carácter frente a ciertas cuestiones políticas. Esta aversión, producto de la frustración y la desilusión que sentía el rey de Navarra por los ideales de su heredero, marcó inexorablemente la vida personal del príncipe de Viana y también el devenir político de los reinos españoles. En aquella época, el límite entre lo privado y lo público de la realeza era una línea fácilmente franqueable. Estas concepciones del mundo tan diferentes son la clave para entender las malas relaciones paterno-filiales y, por tanto, las consecuencias políticas que esto generó. Pero ahora no es el momento de desvelar episodios posteriores de la vida del príncipe. Ya los iremos viendo poco a poco.